domingo, 30 de octubre de 2011

Representación y significación


(Una propuesta sobre la relación

entre literatura y cine)*




Sin dudas, el de la adaptación de obras literarias es uno de los temas más frecuentados de la teoría y la crítica cinematográfica. No es esperable, hoy por hoy, llegar fácilmente a puntos de acuerdo. Si no hay demasiado consenso sobre la especificidad de los discursos literario y cinematográfico, menos aún parece haberlo sobre alguna posible —o incluso deseable—homología entre ambos.
Lo que sigue no pretende ser más que una reflexión suscitada a su vez por un fragmento de Barthes, tan breve como rico en posibilidades de profundización. Se trata de un apartado de S/Z que lleva por título “Lo real, lo operable”, y que se refiere al siguiente párrafo balzaciano:
Addio, Addio!, decía con las inflexiones más bellas de su voz juvenil. Y agregó a la última sílaba unos gorgoritos admirablemente bien ejecutados, pero en voz baja, como para expresar en forma poética la efusión de su corazón.”
Vale la pena transcribir el fragmento entero.
“¿Qué ocurriría si realmente se ejecutase el addio de Marianina tal como el discurso lo describe? Sin duda algo incongruente, extravagante y nada musical. Más aún, ¿es posible realizar el acontecimiento referido? Esto lleva a dos proposiciones. La primera es que el discurso no tiene ninguna responsabilidad con lo real: en la novela más realista, el referente no tiene ‘realidad’: imagínese el desorden provocado por la más prudente de las narraciones si sus descripciones fuesen tomadas literalmente, convertidas en programas de operaciones y simplemente ejecutadas. En resumen (y ésta es la segunda proposición), lo que se llama ‘real’ (en la teoría del texto realista) no es más que un código de representación (de significación) y no un código de ejecución: lo real novelesco no es operable. Identificar —hacerlo sería bastante ‘realista’ después de todo— lo real y lo operable sería subvertir la novela al límite de su género (de ahí la fatal destrucción de las novelas cuando pasan de la escritura al cine, de un sistema de sentido a un orden de lo operable).”(1)
Por lo que se deduce de la apretada prosa barthesiana, la dificultad para homologar (un) discurso cinematográfico (visual, icónico) y (un) discurso literario (verbal, lingüístico) del cual aquél procediera, residiría en la noción de código de representación y significación. O, lisa y llanamente, de significación. Cada uno de dichos discursos tiene a su disposición su propio código de significación. No se podrían “exportar” los mecanismos de significación de uno al otro (o viceversa). Si la significación está compuesta por una serie de relaciones entre significantes y significados, al variar la naturaleza (visual/verbal) de los significantes, no se debe esperar que los significados permanezcan automáticamente inalterados.
El código verbal dispone de sus propios significantes y con ellos vehiculiza determinados significados; denotativos, en cuanto señalan a su referente inmediato, por ejemplo, “negro” es un color determinado; connotativos, en cuanto ese primer significado se despliega hacia un sistema de contenidos culturales también relativamente predeterminados pero mucho más difusos, donde “negro” llega a significar “sombrío”, “amenazante”, “feo”, “malo”, “negativo”, etc. Este fue tan sólo un ejemplo, tal vez no demasiado afortunado si queremos extenderlo al otro campo de análisis, ya que visualmente el color negro podría tener el mismo rango de significados. Pero no era ésta mi intención, en primer lugar porque —y esto hay que recalcarlo— tampoco los significados se dan aisladamente sino como parte de un sistema mayor que los define, es decir, en relación con los demás significados (un “sistema de sentido”).
Entonces sí, voy a tratar de ejemplificar esta cuestión con dos caracterizaciones de personajes trasladados de la literatura al cine. El primero es Sam Spade, el recio detective de El halcón maltés, de Dashiell Hammet. Veamos su detallada descripción (que es, por otra parte, el primer párrafo de la novela).
“La mandíbula de Samuel Spade era larga y huesuda, y su barbilla, una V que sobresalía bajo la V más flexible de su boca. Las ventanas de su nariz se curvaban hacia atrás para formar otra V más pequeña. Sus ojos de color amarillo grisáceo eran horizontales. El leit-motiv de la V aparecía nuevamente en sus espesas cejas, que al alzarse formaban dos pliegues gemelos por encima de su nariz aguileña, y su cabello castaño claro caía en un punto de su frente, desde las sienes altas y planas. Tenía el aspecto de un demonio rubio, un aspecto más bien agradable.”(2)
Imaginemos ahora las dificultades para “operar” o “ejecutar” (en términos de Barthes) en la “realidad” esta descripción. Las varias V que surcan el duro rostro de Spade, sus ojos “amarillo grisáceo”... De hecho, fue intentado por Iván Tubau, en un libro sobre cómo realizar historietas.(3) El dibujante intenta recrear lo más exactamente posible los rasgos descritos por Hammett.



 “¿Qué tal?”, pregunta, ante el decepcionante resultado, “Realmente, quizás en exceso desagradable.” Es decir, el efecto exactamente opuesto al buscado por el autor. Seguidamente, Tubau hace algunos cambios en su dibujo. 


“Hemos conservado los rasgos duros y antipáticos del personaje, pero haciéndolo algo más parecido a los protagonistas clásicos de historieta.” Claro, se mantienen los significados connotativos de los rasgos del personaje literario, subordinándolos al código de significación visual de un género otro.
Parecida solución es la aportada por quien personificó a Spade en la versión más famosa de la novela: Humphrey Bogart en el filme de John Huston (1941). Sin duda, pocos actores podrían aproximarse tanto a la reciedumbre irónica (con un fondo sentimental) del detective por antonomasia, un “demonio agradable”. 




Curiosamente, Humphrey Bogart representó también a otro célebre detective duro, Philip Marlowe (en The Big Sleep, de Howard Hawks, 1946). Su caracterización también parece ajustada. Sin embargo, es sabido que el creador de este personaje, Raymond Chandler, lo imaginaba más bien como Cary Grant, un actor quizás ubicable en las antípodas de Bogie (aunque el escritor también elogió la actuación de éste en el filme mencionado). “Si alguna vez hubiera tenido la oportunidad de elegir un actor de cine que representara mejor la imagen que yo tengo de él, creo que tendría que haber sido Cary Grant.”(4) 




Aquí, además de una cuestión de casting, hay una evidente disociación entre lo que el autor imaginó para su personaje, y sus versiones predominantes entre el lector y el público cinematográfico. ¿Por qué no analizar a otros intérpretes de Marlowe? Robert Montgomery y Robert Mitchum (éste muy elogiado por la crítica) parecen pertenecer a la línea “dura‑Bogart”; James Garner y Elliot Gould, a la “blanda-Grant”. (Habría que ver cómo se integran estas caracterizaciones al resto de cada filme, como “sistema de sentido”; esto sería particularmente interesante de hacer en la extravagante versión de The Long Good-Bye hecha por Altman y protagonizada por Gould.)


































Ahora veamos un ejemplo nacional: Juan Moreira. En la novela de Eduardo Gutiérrez, abundan las descripciones del personaje (una razón, no la única, para esta reiteración es la publicación originaria en forma de folletín).
“No había en su semblante una sola línea innoble; su continente era marcial y esbelto, y hablaba con un acento profundo de ternura, bañando, por decirlo así, el semblante de su interlocutor con la intensa y suavísima mirada que brotaba de su pupila de terciopelo...” “Su hermosa cabeza estaba adornada de una tupida cabellera negra, cuyos magníficos rizos caían divididos sobre sus hombros; usaba la barba entera, barba magnífica y sedosa que descendía hasta el pecho, sombreando graciosamente una boca algo gruesa donde se hallaba eternamente dibujada una sonrisa de suprema amargura...” “... dejando caer la mirada de sus negros ojos sobre Sardetti...”(5)
Se machaca notoriamente sobre los ojos negros de Moreira, pero también sobre una mirada que, a pesar de encenderse frecuentemente con los fuegos de la ira, guarda siempre un fondo de esencial ternura e inocencia. (Contraste semántico que refleja la innovación ideológica ya presente en el Martín Fierro: el gaucho perseguido sin ninguna culpa.) Notar también la barba que le llegaba “hasta el pecho”. Todos recordamos la caracterización de Rodolfo Bebán en el extraordinario filme de Leonardo Favio (1973), donde el matón de comité se combina con o se transmuta en una especie de Che Guevara populista. Mi propuesta es que los ojos claros de Bebán reproducen más fielmente los significados connotativos del texto verbal. Una mirada literalmente “negra” ofrecería ciertas dificultades, por sus connotaciones visualmente negativas para el público “occidental”.(6)



Por último quisiera referirme —mucho más brevemente de lo que el tema exige— a la cuestión del erotismo en el cine. Ya Truffaut afirmaba, con agudeza: “Desgraciadamente no puedo citar todavía ni un solo film erótico que sea el equivalente de Henry Miller (los mejores, desde Bergman a Bertolucci, han sido películas pesimistas), pero, después de todo, esta conquista de la libertad es, para el cine, bien reciente y debemos considerar también que la crudeza de las imágenes plantea problemas más arduos que la de las palabras.”(7)
Y profundizando un grado más aún, podríamos preguntarnos: ¿cómo trasladar a Sade al cine? Respuesta, hasta ahora, imposible. Nunca, en todo caso, cediendo a la tentación de un realismo totalmente inadecuado. Recurro otra vez a Barthes:
“... en cada página de su obra, Sade nos da pruebas de ‘irrealismo’ concertado: lo que ocurre en una novela de Sade es fabuloso propiamente dicho, o sea imposible; o, para hablar con mayor exactitud, las imposibilidades del discurso, las constricciones son desplazadas (...). Por ejemplo: en una misma escena, Sade multiplica los éxtasis del libertino más allá de toda posibilidad (...). Por ser escritor, y no autor realista, Sade elige siempre el discurso contra el referente; se coloca siempre del lado de la semiosis, no de la mimesis; lo que él ‘representa’ es deformado incesantemente por el sentido, y es en el nivel del sentido, no del referente, que debemos leerlo.”(8)
¿Quién ha logrado, voluntariamente o no, trasladar al cine “el nivel del sentido” en Sade? Quizás Borowczyz (el de Goto, la isla del amor); más probablemente, Buñuel. Pasolini fue más audaz (en Saló, por supuesto): invirtiendo a Sade, trasladándolo a un contexto donde el “sadismo” retorna a una de sus esencias (lo inconcebible/irrepresentable del Mal), le es más fiel. Lo que, por lo que he tratado de pensar en este artículo, no es totalmente paradójico.




Notas
* Una versión ligeramente reducida de este artículo fue publicada en la revista La vereda de enfrente, núm. 9, Buenos Aires, julio de 1997.
(1) Barthes, Roland, S/Z, traducción de Nicolás Rosa, Madrid, Siglo XXI, 1980. Se trata de un análisis brillante y microscópico de una nouvelle de Balzac, “Sarrasine”. No podríamos explicar brevemente lo esencial de una obra que precisamente se propone una lectura plural e inagotable del texto analizado. En lo que a nosotros nos interesa, una de sus claves es el cuestionamiento a la noción canónica de “realismo”, estética a la cual Balzac es clásicamente asignado. Barthes, como veremos más adelante ya había tratado el tema en Sade, Loyola, Fourier, donde apunta la imposibilidad de “ejecutar” muchas de las configuraciones eróticas de la narrativa sadiana.
(2) Hammett, Dashiell, El halcón maltés, traducción de E. F. Lavalle, Buenos Aires, Fabril, 1960, p. 9.
(3) Tubau, Iván, Dibujando historietas, Barcelona, CEAC, 1969, pp. 38-41.
(4) Cf. Chandler, Raymond, Cartas y escritos inéditos, Buenos Aires, De la Flor, 1976, pp. 249, 262.
(5) Gutiérrez, Eduardo, Juan Moreira, Buenos Aires, CEAL, 1980, pp. 12, 24.
(6) Por esta razón, es fama que Amira Yoma, con ocasión de un célebre programa televisivo, se colocó lentes de contacto azules, para mitigar la fuerza arrolladora de su oscura mirada árabe. Todo esto según las recomendaciones de asesores de imágenes, basados en un marketing aparentemente primitivo pero a la postre eficaz, habida cuenta de los resultados aparentemente exitosos del asedio periodístico.
(7) Truffaut, François, Las películas de mi vida, Bilbao, Mensajero, 1976, p. 16.
(8) Barthes, Roland, Sade, Loyola, Fourier, trad. de Néstor Leal, Caracas, Monte Ávila, 1977, pp. 38 y ss. Más adelante: “Si a alguna compañía le dieran ganas de realizar literalmente una de las orgías descritas por Sade (...), la escena sadiana aparecería pronto fuera de toda realidad: complicación de combinaciones, contorsiones de las parejas, agotamiento de los gozadores y resistencia de las víctimas, todo excede la naturaleza humana (...). Así aparece el libertinaje: como un hecho de lenguaje.”



viernes, 28 de octubre de 2011

El cine prohibido


(The Celluloid Closet, EE. UU., 1995), 
de Rob Epstein y Jeffrey Friedman



La colección El Ojo del Cine ha editado recientemente este documental de montaje, cuyo tema más explícito es la representación de los homosexuales y de la homosexualidad en el cine de Hollywood. Se trata de un recorrido-balance histórico que parte desde cierta liberalidad en el cine mudo y el primer sonoro, pasando por los años de censura y código Hays, hasta culminar con una nueva etapa, la actualidad, en la que un moderado optimismo no oculta renovados interrogantes.
Dado el principio del que parte el filme, en el ámbito temático definido más arriba, sería injusto reprocharle lo que no hace porque nunca se lo propuso: enfocar otras cinematografías que pudieran contrastarse (o no) con la norteamericana; definir con más precisión lo que se entiende por homosexualidad (Foucault habría tenido que decir mucho sobre esto) y, sobre todo, por representación; esto, desde el punto de vista ideológico-estético. No había espacio, por supuesto, para una tesis teórica, pero uno se queda con ganas de profundizar en algo que el filme apenas roza: cómo los discursos (entre los cuales está el cine, aunque no tan en primer plano como muchos entrevistados dicen) conforman las identidades sociales y personales, si es que esta distinción tiene sentido.
En lo suyo, dentro de los límites que se traza a sí misma, la película es fascinante y no puede dejar a nadie indiferente, porque no sólo interpela el mero saber cinéfilo del espectador, sino que cuestiona su ser-en-el-mundo, nada menos que desde la impronta de la sexualidad y lo que ella produce en los esquemas perceptivos.
Porque, en definitiva, el “tema” es qué se ve en un filme: “Nadie ve la misma película”, dice uno de los entrevistados. La particular estratificación de las sociedades occidentales (en este caso, la que pasa por la identidad y la opción sexual) genera fenómenos comunicacionales específicos: lecturas entre líneas, sesgadas (que para otros pueden ser “aberrantes”, tecnicismo semiótico que en este contexto adquiere un doble sentido), subcódigos y subtextos, etc. Como explican constantemente los entrevistados, ellos veían en las películas clásicas de Hollywood lo que querían ver, y en muchos casos lo que ciertos autores o actores habían querido poner pero el público “mayoritario” no podía (o no quería) percibir. Sin mencionar a los censores, nuevamente burlados en su “buena fe”, pobres imbéciles.
The Celluloid Closet (palabra que hace referencia al ocultamiento o la latencia del ser gay en una sociedad que lo rechaza) no es un documental de montaje más, y su visión puede resultar saludablemente incómoda, lo que siempre es bienvenido, o debería serlo.


(Escrito para la revista La vereda de enfrente, 1997.)



jueves, 27 de octubre de 2011

Sandino y “la heroica sultana de los lagos”




“Somoza abrazó a Sandino en público, pero en privado el Jefe Director y muchos de sus subordinados estaban descontentos con los términos del convenio de paz” (Richard Milllet, Guardianes de la dinastía).

“Fundamos el ejército de insurgentes más grande de la historia de nuestro hemisferio. Inicialmente eran sólo un puñado de hombres, pero al final lo integraban más de 12.000 contras” (Duane Clarridge, exjefe de la CIA, en Clarín, 24 de marzo de 2006).

No participé mi matrimonio con anterioridad al público, porque quisimos que fuera un acto de absoluta intimidad. Dos días después de nuestro matrimonio, abandoné a mi esposa y me interné en las selvas de Las Segovias, desde donde he permanecido defendiendo el honor de mi patria” (ACS).



Augusto César Sandino volvió a Managua, por última vez, el 16 de febrero de 1934, cinco días antes de ser asesinado. Es difícil entender por qué dio ese paso fatal, raro en alguien que había hecho de la astucia y la desconfianza ante los poderes un dogma exitoso. Ese meterse en la boca del lobo, en el peor momento, ¿lo que no tuvo de ingenuidad lo tuvo de inmolación?
Por un lado, como una suerte de Martín Fierro (el de la Vuelta), Sandino venía a pedir “que lo dejaran trabajar”. Luego de la retirada norteamericana de Nicaragua y la victoria electoral de su correligionario Juan Bautista Sacasa, le habían dejado un territorio en Wiwilí, que enseguida se organizó en forma de cooperativas agrarias. Sin embargo, el hostigamiento de la Guardia Nacional era permanente. Anastasio Somoza, el “Jefe Director” de ese cuerpo, nombrado bajo la influencia norteamericana, sabía que, vivo y activo Sandino, siempre sería un referente de cualquier oposición y, por lo tanto, un obstáculo intransigente para su proyecto inmediato: adueñarse del poder absoluto.
Por otro lado, Sandino nunca había dejado del todo las armas y, aunque aseguraba que no quería retomar la guerra, amenazaba abiertamente con volver a rebelarse o, por lo menos, exiliarse y publicar un manifiesto en el exterior, para dar a conocer la situación real del país. Idealista pero muy inteligente (el “pero” debería sacarse), proponía poner su ejército popular a las órdenes del presidente constitucional, siempre que se socavara el poder de la Guardia Nacional, formada e instruida por los norteamericanos.
Sacasa pareció tentarse (sabía perfectamente quién era y qué quería Somoza) y cedió parcialmente a los pedidos de Sandino; pero esto mismo precipitó el final y, de hecho, fue una de las tantas actitudes dudosas que tuvo el débil presidente, cuyo poder nominal sobreviviría muy poco tiempo a su inacción y su desidia de aquellos días.
En la noche del 21 de febrero, el “general de hombres libres” fue asesinado por orden de Somoza, que se integró así a la serie de militares traidores que, como Pinochet a Allende, casi cuarenta años después, dan el abrazo de Judas y, junto con ello, una lección que debió ser definitiva.

***

Augusto Nicolás Calderón Sandino había nacido el 18 de mayo de 1895 en Niquinohomo, departamento de Masaya. Cuando tenía 17 años, supo de la sublevación y la muerte de Benjamín Zeledón, enfrentado al gobierno títere de Adolfo Díaz, apoyado por los norteamericanos, que habían invadido el país unos años antes.
Trabajó en Costa Rica, Honduras, Guatemala, y finalmente en México, en los campos petroleros de Tampico y Cerro Azul, ya más cerca de las “entrañas del monstruo” del Norte, donde aprendería el uso de explosivos, una de sus especialidades en la guerra de guerrillas ulterior. (Siempre será notable, en América central, la peculiar “porosidad” de las fronteras, tanto para los trabajadores migrantes como para diversos exilados y sublevados. La selvática frontera entre Nicaragua y Honduras será fundamental en la gesta de Sandino, como permanente refugio potencial; y también, desgraciadamente, en el hostigamiento a la Revolución Sandinista por parte de la “Contra” organizada por la CIA. Esa porosidad se ve bien representada en algunas novelas de Sergio Ramírez, por ejemplo ¿Te dio miedo la sangre?)
La primera ocupación norteamericana de Nicaragua llegaría hasta 1925, en lo que fue, en realidad, sólo un paréntesis pequeño; y engañoso, porque dejaron constituida la temible Guardia Nacional, intentando repetir una experiencia que había tenido resultados diversos en Haití y Santo Domingo. En la superficie, la idea era remplazar al Ejército y la Policía con un solo cuerpo militarizado “apolítico”; en profundidad, se trataba, por supuesto, de conservar el monopolio de la fuerza armada para la protección de los “intereses permanentes” (económicos y geopolíticos) de los Estados Unidos.
Cuando el sempiterno Emiliano Chamorro —apellido que se repite de manera nefasta en la historia de Nicaragua, aun en la reciente— dio su golpe contra Solórzano y se hizo proclamar presidente, los Estados Unidos tuvieron que negarse a reconocerlo, supuestamente en honor de tratados anteriores. Sin embargo, se tenían reservada una carta mejor: nombrar al siempre a mano Adolfo Díaz como “transición”. Esto precipita una nueva asonada, esta vez de parte de los liberales.
Los norteamericanos volvieron a desembarcar tropas en la sufrida “sultana de los lagos”, como la llamaría Sandino en una de sus proclamas. Hacía rato que la utopía del canal interoceánico había quedado atrás, en favor del de Panamá; ahora lo fundamental para ellos, en términos geopolíticos, era evitar que la revolución mexicana extendiera su mal ejemplo al resto del “patio trasero”. (De aquí los permanentes recelos respecto de la índole de las relaciones Sandino-México: ¿el presidente Calles le dio apoyo y armas? ¿Qué pasaría luego, con Portes Gil? Etcétera.)
Lo cierto es que, el 1 de junio de 1926, Sandino llegó a Nicaragua, para sumarse al levantamiento de sus hasta entonces correligionarios. El 26 de octubre se incorporó a la “guerra constitucionalista”, junto con algunos trabajadores mineros de San Albino. En El Jícaro sufrió su primera derrota pero también empezó a comprender que enfrentarse abiertamente a tropas más numerosas y mejor pertrechadas no era una buena idea; la guerra de guerrillas, sí. Hizo base en Las Segovias y empezó a tener los primeros éxitos; no serían los únicos.
La guerra, dirigida por el general liberal José María Moncada, iba por buen camino. Pero lo único que Moncada quería era llegar a una posición ventajosa para negociar con los norteamericanos, representados por Henry Stimson, secretario de Estado del presidente Coolidge. Finalmente, se hizo la negociación, el llamado “pacto del espino negro”. Según sus términos, básicamente, los liberales abandonarían la lucha y los norteamericanos garantizarían elecciones “libres” (en las que aquéllos tenían todo para ganar).
Moncada ordenó a sus generales que depusieran las armas. Sólo Sandino se negó. El 12 de mayo, anunció que continuaría luchando hasta que los norteamericanos se fueran del país. El 18 de mayo se casó con Blanca Aráuz, “la muchacha de San Rafael del Norte”. El 1 de julio emitió su primer Manifiesto Político.

***

Decía de sí mismo: “Soy trabajador de la ciudad, artesano como se dice en este país, pero mi ideal campea en un amplio horizonte de internacionalismo, en el derecho de ser libre y de exigir justicia, aunque para alcanzar ese estado de perfección sea necesario derramar la propia y la ajena sangre.”
Luego: “La revolución liberal está en pie. Hay quienes no han traicionado, quienes no claudicaron ni vendieron sus rifles para satisfacer la ambición de Moncada. (...) Moncada el traidor faltó naturalmente a sus deberes de militar y de patriota. No eran analfabetos quienes le seguían y tampoco era él un emperador, para que nos impusiera su desenfrenada ambición. Yo emplazo ante los contemporáneos y ante la historia de ese Moncada desertor que se pasó al enemigo extranjero con todo y cartuchera. (...) Los grandes dirán que soy muy pequeño para la obra que tengo emprendida; pero mi insignificancia está sobrepujada por la altivez de mi corazón de patriota, y así juro ante la Patria y ante la historia que mi espada defenderá el decoro nacional y que será redención para los oprimidos. Acepto la invitación a la lucha y yo mismo la provoco y al reto del invasor cobarde y de los traidores de mi Patria, contesto con mi grito de combate, y mi pecho y el de mis soldados formarán murallas donde se lleguen a estrellar legiones de los enemigos de Nicaragua. Podrá morir el último de mis soldados, que son los soldados de la libertad de Nicaragua, pero antes, más de un batallón de los vuestros, invasor rubio, habrán mordido el polvo de mis agrestes montañas. (...) Quiero convencer a los nicaragüenses fríos, a los centroamericanos indiferentes y a la raza indohispana, que en una estribación de la cordillera andina hay un grupo de patriotas que sabrán luchar y morir como hombres.”
¿Cuál es en este momento su “proyecto político”? Lo tiene, aunque su formulación esté en ciernes: “La civilización exige que se abra el Canal de Nicaragua, pero que se haga con capital de todo el mundo y no sea exclusivamente de Norte América, pues por lo menos la mitad del valor de las construcciones deberá ser con capital de la América Latina y la otra mitad de los demás países del mundo que desean tener acciones en dicha empresa, y que los Estados Unidos de Norte América sólo pueden tener los tres millones que les dieron a los traidores Chamorro, Díaz y Cuadra Pasos; y Nicaragua, mi Patria, recibirá los impuestos que en derecho y justicia le corresponden, con lo cual tendríamos suficientes ingresos para cruzar de ferrocarriles todo nuestro territorio y educar a nuestro pueblo en el verdadero ambiente de democracia efectiva, y asimismo seamos respetados y no nos miren con el sangriento desprecio que hoy sufrimos.”
Desde ese momento, Sandino se convirtió en una mancha en el sol para los planes, por otro lado relativamente exitosos, de los yanquis y de Moncada, que, por supuesto, ganó las elecciones de 1928 según lo previsto. Sandino será “el bandido”, como lo había sido Pancho Villa (salvo cuando se pretendía un resarcimiento económico de parte del Estado mexicano: entonces era, para los periódicos norteamericanos, “el general Francisco Villa”).
Este bandido, metido en una “guerra que no podía ganar”, tuvo en jaque a la Guardia Nacional durante años. Los norteamericanos llegaron a utilizar bombardeos aéreos, recurso bélico que apenas había despuntado en la primera guerra mundial y se buscó perfeccionar en esos rincones olvidados de la selva centroamericana. En el poblado de El Ocotal, tomado por los rebeldes, murieron más de 300 civiles, por ejemplo. Sandino se ufanaba de haber volteado más de un avión yanqui y de haber utilizado sus restos para fabricar armas y herramientas. (Treinta años después, la guerrilla vietnamita hacía algo similar con las bombas que caían y no explotaban: sacaban el explosivo y lo disponían en latas de gaseosas, con detonadores, como trampas cazabobos.)
En junio de 1928, el dirigente comunista salvadoreño Farabundo Martí se incorporó a la lucha de Sandino.
En 1929, amenazado por tropas cada vez numerosas (y más despiadadas), Sandino decidió ir a México, para solicitar el apoyo del entonces presidente Emilio Portes Gil (uno de los títeres puestos por el “jefe máximo”, Plutarco Elías Calles, que quizás había ayudado a Sandino al principio de su lucha). Atravesó, a veces clandestinamente, varios países de América Central, en donde fue recibido como héroe por estudiantes y campesinos. También en México tuvo un buen recibimiento, pero Portes Gil hizo todo lo posible para mantenerlo alejado del DF y negarle cualquier apoyo concreto, más allá de lo meramente discursivo. Más bien, quiso quedar bien con Dios y con el Diablo; y, sobre todo, usar a Sandino como as en la manga para las permanentes negociaciones que, como todos los presidentes mexicanos posrevolucionarios, estaba obligado a llevar a cabo con Estados Unidos. (Al respecto, es ilustrativo revisar —y leer entre líneas— las páginas pertinentes de la pomposa Autobiografía de la Revolución Mexicana, de Portes Gil.)
Aquí Sandino empezó a percibir las dificultades políticas, no sólo bélicas, que enfrentaba. Sin un apoyo real de la comunidad internacional, su lucha seguiría aislada, y en definitiva fracasaría, aunque los norteamericanos se fueran finalmente de Nicaragua. Muchos intelectuales, organizaciones obreras y estudiantiles, incluso de los Estados Unidos, lo apoyaban “moralmente”. Pero, sin el concurso real de las grandes masas y una unión efectiva, por lo menos entre las naciones de Centroamérica, era prácticamente imposible enfrentar al invasor en el terreno que más importaba, el económico.
Volvió a Nicaragua con grandes dificultades. El 15 de febrero de 1931, dio a conocer su célebre manifiesto “Luz y Verdad”.
Es habitual ver en este documento síntomas de “espiritualismo”, cuando no de un “misticismo” que rozaría el delirio. (Sandino era masón —como todos los liberales, incluyendo a Somoza, por cierto—, y es posible que en México haya retomado contactos con antiguos compañeros de logia.)
Dice, por ejemplo: “Impulsión divina es la que anima y protege a nuestro Ejército, desde su principio y así lo será hasta su fin. Ese mismo impulso pide en Justicia de que todos nuestros hermanos miembros de este Ejército, principien a conocer en su propia Luz y Verdad, de las leyes que rigen el Universo. (...) Todos vosotros presentís una fuerza superior a si mismos y a todas las otras fuerzas del Universo. Esa fuerza invisible tiene muchos nombres, pero nosotros lo hemos conocido con el nombre de Dios. (...) Lo que existió en el Universo, antes de las cosas que se pueden ver o tocar, fue el éter como sustancia única y primera de la Naturaleza (materia). Pero antes del éter, que todo lo llena en el Universo, existió una gran voluntad; es decir, un gran deseo de Ser lo que no era, y que nosotros lo hemos conocido con el nombre de Amor. Por lo explicado se deja ver que el principio de todas las cosas es el Amor: o sea Dios. También se le puede llamar Padre Creador del Universo. La única hija del Amor, es la Justicia Divina. La injusticia no tiene ninguna razón de existir en el Universo, y su nacimiento fue de la envidia y antagonismo de los hombres, antes de haber comprendido su espíritu. Pero la incomprensión de los hombres, solamente es un tránsito de la vida universal: y cuando la mayoría de la humanidad conozca de que vive por el Espíritu, se acabará para siempre la injusticia y solamente podrá reinar la Justicia Divina: única hija del Amor.”
Es tentador plantear la hipótesis de que, a medida que Sandino iba comprendiendo las auténticas dificultades de su lucha, y lo irrisorio de su objetivo, que de hecho se cumplió (los norteamericanos se fueron de Nicaragua, pero ¿qué dejaron detrás?), se fue volviendo más “místico”. ¿Se refugiaba en lo espiritual después de tantear los límites materiales de su proyecto? ¿Se preparaba para su sacrificio final, o al menos lo entreveía?
Es tentador plantear esto, pero es inútil, y probablemente sea erróneo.
Después de todo, el Manifiesto sigue así: “Muchas veces habréis oído hablar de un Juicio Final del mundo. Por Juicio Final del mundo se debe comprender la destrucción de la injusticia sobre la tierra y reinar el Espíritu de Luz y Verdad, o sea el Amor. También habréis oído decir que en este siglo veinte, o sea el Siglo de las Luces, es la época de que estaba profetizado el Juicio Final del Mundo. (...) El siglo en cuestión se compone de cien años y ya vamos corriendo sobre los primeros treinta y uno; lo que quiere decir que esa hecatombe anunciada deberá de quedar definida en estos últimos 69 años que faltan. No es cierto que San Vicente tenga que venir a tocar trompeta, ni es cierto de que la tierra vaya a estallar y que después se hundiría; no. Lo que ocurrirá es lo siguiente: que los pueblos oprimidos romperán las cadenas de la humillación, con que nos han querido tener postergados los imperialistas de la tierra. Las trompetas que se oirán van a ser los clarines de guerra, entonando los himnos de la libertad de los pueblos oprimidos contra de la injusticia de los opresores. La única que quedará hundida para siempre es la injusticia; y quedará el reino de la Perfección, el Amor; con su hija predilecta la Justicia Divina. Cábenos la honra hermanos: de que hemos sido en Nicaragua los escogidos por la Justicia Divina, a principiar el juicio de la injusticia sobre la tierra. No temáis, mis queridos hermanos; y estad seguros, muy seguros y bien seguros de que muy luego tendremos nuestro triunfo definitivo en Nicaragua, con lo que quedará prendida la mecha de la Explosión Proletaria contra los imperialistas de la tierra.”
Lenguaje de profeta, quizás, pero de un profeta que no espera a su mesías mirando el cielo sino la tierra.
En 1932, José María Sacasa, otro liberal, sucedió a Moncada en la presidencia de Nicaragua. Tironeado entre Sandino y Somoza, Sacasa —pusilánime o maquiavélico— insistió en que los norteamericanos se quedaran en el país (suprema defección); pero ellos no le hicieron caso y se fueron a fin de año. Al menos en esto, la causa sandinista había triunfado ampliamente.
Faltaba poco para la noche del 21 de febrero.

***

Sandino fue asesinado junto con sus generales Estrada y Umanzor. Poco antes, habían hecho lo mismo con su hermano Sócrates. Sólo pudo escapar Santos López, quien participó luego en la fundación del Frente Sandinista para la Liberación Nacional.
La Revolución Sandinista derrotaría al hijo menor de Somoza y llegaría al poder en 1979. Diez años después, el FSLN sería derrotado a su vez en elecciones libres, por una candidata derechista, Violeta Chamorro, apoyada por los Estados Unidos.
Hoy, 2007, el sandinismo ha vuelto al poder, pero de la mano de una dudosa coalición electoral, en la que se incluyó parte de sus anteriores enemigos. Algunos antiguos militantes (y funcionarios) sandinistas, como los escritores Sergio Ramírez y Gioconda Belli, intentan renovar los viejos ideales, para que ésta no haya sido, como título Ernesto Cardenal el último tomo de su autobiografía, una “revolución perdida”.


Bibliografía

Belli, Gioconda, El país bajo mi piel. Memorias de amor y guerra, Barcelona, Plaza & Janés, 2001.
Fonseca, Carlos, La revolución sandinista, Buenos Aires, Nuestra Propuesta, 2004.
Millet, Richard Guardianes de la dinastía. Historia de la Guardia Nacional de Nicaragua creada por Estados Unidos y de la familia Somoza, Costa Rica, Editorial Universitaria Centroamericana (EDUCA), 1979.
Portes Gil, Emilio, Autobiografía de la Revolución Mexicana, México, Instituto Mexicano de Cultura, 1964.
Ramírez, Sergio, Sandino, el muchacho de Niquinohomo, Buenos Aires, Cartago, 1986.
Sandino, Augusto César, Escritos y documentos (introducción de Sergio Ramírez), Buenos Aires, El Andariego, 2007.
Selser, Gregorio El pequeño ejército loco. Sandino y la Operación México-Nicaragua, 2 vols., Buenos Aires, Abril, 1984.
Selser, Gregorio, Los marines, Buenos Aires, Cuadernos de Crisis.
Selser, Gregorio, Sandino, general de hombres libres, 2 vols., Buenos Aires, Triángulo, 1959 (prólogo de Miguel Ángel Asturias).

Una bibliografía muy completa sobre Sandino, en http://www.sandino.org/bibl_es.htm.


(Escrito para la cátedra de Problemas de Literatura Latinoamericana, 
prof. Viñas, 2005)




Cine argentino: política, identidad, cuerpo




Había esperado que la acumulación de fragmentos
cristalizara de pronto en una realidad total.
Julio Cortázar

El yo es predominantemente corporal.
Sigmund Freud

... es necesario acudir a los medios —el cine, como ya dijimos, en especial—; ellos reconfiguran el modo de vernos y de ver.
Oscar Traversa

0. ¿Identidad?


Según el psicoanálisis, el yo es predominantemente “corporal”. ¿Y la identidad nacional? ¿Hay un cuerpo de la Patria? O bien: ¿qué hace la Patria con sus cuerpos (además de mandarlos a morir en la guerra)?
Si esto pudiera verse en algún lado, sería en el cine.[1] El cine es una máquina de dar cuerpo. Allí donde y cuando la mirada ingenua, o alegremente desprevenida, quiere ver un reflejo —tranquilizadora confusión propiciada por la imagen—, nosotros queremos decir: todo discurso, aun el que se pretende analógico, mimético, produce sus objetos. O, al menos, para no ser tan drásticos, colabora en la construcción de sus objetos, con otros discursos. Los cuerpos no son una excepción a este proceso generalizado de asignación de identidades.[2]
Pero como esto, por definición, sólo puede ser captado desde adentro (lo que es decir no captado, porque el “observador” también es construido de la misma manera), uno teme —espera— que sólo pueda lograrse una visión fragmentaria.
Como sea: si toda identidad está hecha de fragmentos, aquí van algunos.


1. El cuerpo de Evita I


Un papel sencillo y agradable; trabajo de los días de fiesta, trabajo de recibir honores... es casi lo mismo que pude hacer antes, y creo que más o menos bien, en el teatro o en el cine... No vaya a creerse por esto que digo que la tarea de Evita me resulte fácil. Más bien me resulta en cambio siempre difícil y nunca me he sentido del todo contenta con esa actuación. En cambio el papel de Eva Perón me parece fácil. ¿Acaso no resulta siempre más fácil representar un papel en el teatro que vivirlo en la realidad?
Y en mi caso lo cierto es que como Eva Perón represento un viejo papel que otras mujeres en todos los tiempos han vivido ya; pero como Evita vivo una realidad que tal vez ninguna mujer haya vivido en la historia de la humanidad.
Eva Perón, La razón de mi vida

Sí: el cine es una máquina de dar cuerpo, en todos los sentidos literales y figurados de la expresión. Los actores y actrices no sólo —como se dice—corporizan (dan cuerpo) a sus personajes, sino también a los espectadores. No es un juego de palabras. Nuestros cuerpos se modelan de muchas maneras: con palabras, gimnasia, con torturas, también con películas.
Basta seguir los avatares de los cuerpos femeninos, desde el esmirriado y casi etéreo cine mudo hasta la actualidad, que oscila extrañamente entre la anorexia y las siliconas, pasando por una voluptuosa década del cincuenta. Sin embargo, en el cuerpo de los hombres —siempre menos expuesto—, las transformaciones no son tan evidentes pero también pueden rastrearse. ¿No es Clint Eastwood, acaso, el último, residual, galán “sin cola”, cuando Marlon Brando fue el primero, emergente, que la exhibió con generosidad?
La política, en sentido amplio, es una modeladora principal. Y en nuestro país, el peronismo, como el cine, es una máquina de “dar cuerpo(s)”. Evita, en La pródiga (Mario Sóffici, 1944), hizo el ensayo general, quizás involuntario, de su futuro papel como protectora y proveedora de las masas.[3] Es muy impresionante ver esta película, tanto tiempo después (su estreno oficial fue largamente demorado: el cuerpo de Evita no podía verse más que en su nuevo rol, donde la realidad ha desplazado, o suplantado, a la —apenas—ficción). Eva está más gorda que en su iconografía oficial, sobre todo de sus últimos tiempos, pero toda la anécdota del filme, bastante trivial por otra parte, es una metáfora antedatada de su propia historia. ¿Hasta qué punto esa película no modeló a la que iba a ser la abanderada de los humildes? ¿Hasta qué punto la misma Eva no confundió la ficción con la realidad, con la breve realidad que le iba a tocar vivir?
Nuestra historia manifiesta una tenaz voluntad de imitar a la ficción o, por lo menos, a las leyendas seculares y fundantes de nuestra nacionalidad: según testimonios varios, Evita recordaba perfectamente a todos los que iban a pedirle algo a la Fundación —esas interminables colas, prefiguración de las que visitarían su cadáver expuesto—, de manera que les reprochaba que volvieran. Esto recuerda a Napoleón y a Facundo Quiroga, que conocían a todos sus soldados por el nombre, por lo menos según Sarmiento. Y esa memoria infinita evoca también el atributo de un dios modesto, casi doméstico, pero dios al fin, sujeto natural de la omnipotencia y acaso de la arbitrariedad.
A favor o en contra: los “contreras”, precisamente, también supieron usar —explotar— un cuerpo célebre. En Después del silencio (Lucas Demare, 1956), García Buhr se interpreta a sí mismo, como un médico liberal que se resiste a ser cómplice de los torturadores de la “Sección especial” y finalmente tiene que exiliarse a Montevideo, para volver en triunfo cuando la Libertadora. Por supuesto, los realizadores, convenientemente acomodaticios (antes habían cantado con obediencia la Marchita, según críticos de la época), tienen la precaución de dejar bien parada a la Policía Federal, que es la encargada final de autodepurarse de aquellos molestos “infiltrados”.

 


2. Una palabra


La política entra al cine argentino por la ventana (por la ventanilla). En La barra de la esquina (Julio Saraceni, 1950), el personaje de José Marrone se acerca a la ventanilla de teatro donde canta su viejo amigo, ahora triunfador (Alberto Castillo); lleva un puñado de billetes, laboriosamente juntados, para pagar la entrada, pero el boletero le dice que ya no quedan, ante lo cual Marrone se rebela y le grita: “¡Agiotista!”
Ahora bien, éste era un insulto que se había puesto de moda en la década del cincuenta, en gran medida promovido por el gobierno peronista, que se debatía entre la crisis económica y el segundo plan quinquenal. Es correlativo a la consigna “haga patria, mate un comerciante”, ya que se responsabilizaba a éstos por la crisis.[4]
La escena se repitió en los setenta, protagonizada esta vez por Juan Carlos Altavista (“trabajás, te cansás, qué ganás”) y Palito Ortega, en Los muchachos de mi barrio. Sé que los recuerdos de ambas escenas se me confunden; pero sé, también, que en la segunda la palabra “agiotista” no aparece.


3. El cine como acto


Una generación que había ido a la escuela en tranvía o caballo, de pronto se encontró bajo el cielo abierto en un paisaje en que nada había quedado igual, salvo las nubes, teniendo bajo los pies, en un campo de fuerzas de corrientes y explosiones destructoras, el minúsculo y frágil cuerpo humano.
Walter Benjamin

“En el fondo, aquella foto había sido una buena acción”, dice Cortázar en un cuento magistral, “Las babas del diablo”.[5] Su narrador-protagonista se refiere a que, mediante el mero hecho de apuntar con su cámara de fotos, había logrado impedir que se consumara un acto vagamente ominoso.
¿Puede una foto (es decir, un cuento, un filme, una “obra de arte” en general) ser una acción, buena o mala? La década del sesenta decía que sí. Era lo que Martín Caparrós llamó, con brillante cinismo, “literatura Roger Rabbit”, aquella en la que la ficción y la realidad se mezclan, y no sólo eso, sino que la primera puede —y, por lo tanto, debe— influir sobre la segunda.[6]
En cierto sentido, el actual período democrático se inaugura —cinematográficamente—, con una similar profesión de fe. No habrá más penas ni olvido (Héctor Olivera, 1983), sobre la novela homónima de Osvaldo Soriano, le dijo a la gente, con suma claridad, qué tenía que hacer en la encrucijada de votar o no al peronismo de Luder y Herminio Iglesias.
¿El cine como “acto de habla”?



4. El cuerpo de Evita II



El cuerpo es traición contra sí mismo.
Nicolás Rosa

El cuento de Walsh “Esa mujer” sugiere que ciertos cuerpos —por negados, por escamoteados— sólo pueden ser representados mediante la figura de la elipsis. Las peripecias (tómese la palabra en un sentido literal, más clásico) del cadáver de Eva Perón retornan, desmesuradamente expuestas, en la novela Santa Evita, de Tomás Eloy Martínez.
El cine, por su parte, trató de mostrar a Eva, viva. Sin embargo, también se topó con aquello que, por diversas razones, no era mostrable.
 En Evita, quien quiera oír que oiga (Eduardo Mignogna, 1984), el cuerpo de Evita, interpretado por una juvenil Flavia Palmiero, está de alguna manera resacralizado, angelizado. Con una estructura de semidocumental, se alternan escenas de la juventud de Eva (su viaje de Junín a Buenos Aires, recorre como un leit motiv todo el filme) con testimonios —en su mayoría, “favorables”— de diversos hombres públicos. Pero precisamente ese viaje es un punto controvertido de la vida de Evita, y los realizadores deciden un escamoteo esencial. ¿Viajó sola o con un hombre, con Agustín Magaldi? La pregunta parece banal, y en cierto sentido (literal) lo es: se sabe que Eva vivió cierto tiempo en un departamento de soltero del popular cantante, pero que haya viajado o no con él carece de importancia. Sin embargo, al renunciar a este tema, Mignogna elige negarle a Evita un cierto espesor, una cierta corporalidad, como si ésta fuera culposa de por sí. Como si, ocultando lo que el discurso “gorila” se empaña en subrayar, se le diera, en definitiva, cierta razón.
Eva Perón, de De Sanzo y Feinmann (1996), en cambio, se empeña en mostrar. Mostrar a Eva, mostrar a Perón, insistentemente, con una carnadura que a veces es chocante y casi siempre es sorprendente (esto, independientemente de cómo se juzguen las interpretaciones de Goris y Laplace). Mostrar “el lado humano” de los personajes históricos puede ser un lugar común poco sostenible, pero en este caso es un intento que se justifica a sí mismo, más allá de los resultados (ver, más adelante, “Cuerpos de bronce”). Eva y Perón besándose, abrazándose, discutiendo, transpirando, llorando: he aquí un logro del cine argentino. ¿De la política argentina? La espalda desnuda de Eva-Goris no es, creo, suficientemente endeble, pero su súbita refulgencia en la pantalla busca conmover e, inevitablemente, lo logra.
Lástima que no se pueda mostrar todo (el todo), y tenga que ser rellenado con tantas palabras. Lo que pudo ser un drama de los cuerpos se convierte en un drama de tesis, sartreano, lleno de arquetipos demasiado discursivos, como los ferroviarios socialistas (Cooke es el peronismo revolucionario, Jamandreu es la resistencia de las minorías sexuales[7]…). Tal vez no hay —todavía— otras opciones. Y, por supuesto, el cuerpo rechoncho de una Madonna embarazada le quedó muy grande a Evita...


5. El cine de David Viñas


Dice Nicolás Rosa:[8] “El cuerpo simboliza la existencia, es la existencia, puesto que actualiza el ser: la hace presente. La novelística de Viñas es, al nivel estructural, una fenomenología del cuerpo, lo que implica, ideológicamente, una descripción completa del cuerpo como tal —la carnalidad orgánica—; del cuerpo y sus relaciones con los otros cuerpos —el cuerpo como existente—; y del cuerpo y sus relaciones con el mundo —la “corporalidad” en situación. (...) La vida corporal y el psiquismo están en estrecha relación. (...) El cuerpo es, pues, el ser y, al mismo tiempo, el mundo (...). En las novelas de Viñas el cuerpo está siempre presente (…). La presencia carnal de los cuerpos es para Viñas la presencia del Mal; su ausencia: la muerte, la negación de la materia, del mundo (…). La corporalidad es la carne en acción, es decir en el tiempo, en la historia.”
Pero el cine, sobre todo en determinadas circunstancias históricas caracterizadas por un alto grado de censura, también “descorporiza”, y se nota mucho más en un autor como Viñas, consagrado —como acabamos de ver a través de uno de sus principales críticos— a narrar el cuerpo.
Especialmente en Dar la cara (José Martínez Suárez, 1962), donde la sexualidad de los protagonistas debió ser estructurante. Viñas escribió la novela paralelamente al guión del filme, y parece que tuvo que resignarse a que la “apertura” democrática de ese año alcanzara sólo —apenas— para lo político y no para lo sexual. Se conserva, sin embargo, cierta velada, sutil sensualidad en alguna escena entre Beto y Pelusa, como un pálido resumen que sólo se entiende si se lee completa la extensa novela.
(El cine siempre se las arregló para sugerir que una pareja hacía el amor, sin necesidad de mostrarlo directamente. Ahora bien, cómo lo hacían exactamente, eso siempre fue renuente a toda metaforización o metonimización. Hubo que esperar mucho tiempo para eso. Filmes como Último tango en París o El imperio de los sentidos no podrían imaginarse ni siquiera diez años antes de la fecha de su realización. Cualquier censura los borra de la existencia.)
Justamente, el cine “de” Viñas —El jefe (1958), El candidato (1959), Con gusto a rabia (1964), las tres dirigidas por Fernando Ayala— se caracteriza por un intento sistemático de enfocar la política del país con ciertas categorías de análisis que parecen deberle tanto al marxismo, filtrado por un “nacionalismo democrático de izquierda”, como al frondizismo (si se perdona el salto conceptual). Particularmente, la famosa El jefe, aun con toda la fuerza que todavía conserva, se resiente bastante por una tendencia casi molesta a la alegoría. Sus personajes son de una pieza, representan demasiado arquetípicamente a figuras que Viñas considera esenciales para entender al país de ese momento: el forzudo sin cerebro de Luis Tasca es un matón de sindicato, el escritor mercenario de Duilio Marzio es la disyuntiva sartreana de los intelectuales: colaborar, borrarse o qué. Y, finalmente, el “jefe” carismático y finalmente traidor de Alberto de Mendoza es, por supuesto, el mismísimo Perón.


6. El cuerpo de Perón


Es también lo que ocurre, sin voz, en el “Poema conjetural” o en “El Sur” de Borges, y con voz en “La fiesta del monstruo”. El desafío del monstruo se dirige siempre al cuerpo del hombre de letras y cielos.
Josefina Ludmer

Como se sugirió antes, El jefe, la película de Ayala-Viñas, no deja de ser una trasposición sartreana y politizada del famoso cuento de Borges-Bioy Casares “La fiesta del monstruo”.[9] El monstruo es, se entiende, Juan Domingo Perón. Su traición final, sin embargo, parece previsible desde el punto de vista del intelectual, el único que se atreve a desafiarlo. O a responder a su desafío.
Hay en el cine argentino otra figuración de Perón que no suele ser muy recordada. Se trata de Fin de fiesta, una película de Leopoldo Torre Nilsson (1959), basada en una novela homónima de Beatriz Guido. Braceras es, primeramente, una trasposición en clave del célebre caudillo de Avellaneda, Barceló. Pero, en segundo término, Braceras-Barceló es una prefiguración y una metáfora de Perón. O, dicho al revés, Perón es un Barceló perfeccionado, así como Sarmiento decía que Rosas era un Quiroga perfeccionado... Recordar que la novela de Beatriz Guido tiene una estructura silogística-analógica muy cara a la literatura argentina (Facundo, desde ya, pero también “El matadero”): la provincia en manos de Barceló es, pars pro toto, el país en manos de Perón.
Extraña paradoja: esta vez, el caudillo protoperonista es interpretado por García Buhr.
Finalmente: ¿por qué no ver también El sueño de los héroes, la extraordinaria novela de Bioy Casares, como una “fiesta del monstruo” ligeramente edulcorada?



6 bis. El cuerpo de los sueños[10]


Renán: Muchas veces hay textos literarios que son bellos en sí mismos pero poco trasladables en cuanto a la posibilidad de ser dichos con verdad y con los sentimientos que les dan origen.
Bioy: De eso estoy absolutamente seguro.
(del reportaje utilizado en la prensa del filme)


“A lo largo de tres días y de tres noches del carnaval de 1927 la vida de Emilio Gauna logró su primera y misteriosa culminación.” Éste es seguramente el comienzo más famoso de la literatura nacional. Y El sueño de los héroes (1954) es una de las cuatro novelas argentinas más codiciadas por nuestros cineastas (las otras son Adán Buenosayres, Zama y Rayuela).
Los admiradores (y los críticos) de Bioy Casares suelen dividirse entre los que reivindican La invención de Morel y los que apuestan por El sueño de los héroes. En general, en la primera suele verse con excesiva nitidez la sombra de Borges (Bioy habría escrito las novelas que su maestro no pudo o no quiso escribir): trama perfecta, geométrica, lenguaje barroco, sentimientos muy filtrados por una distancia gélida; de aquí también su revaloración posmo, su lado cool. El sueño… sería una evolución hacia cierto “realismo fantástico” —contradicción aparente—, más cercano a Cortázar, un intento más o menos logrado (según el crítico) de reproducir el lenguaje popular y de situar ciertos temas filosóficos en un ambiente urbano identificable.
Sin embargo, La invención… y El sueño… no son tan radicalmente opuestas. Tienen en común algo fundamental: la narrativización de variantes sobre el eterno retorno, es decir, el destino humano visto como una combinatoria mecánica y recurrente, cuya percepción subjetiva adopta la forma paradójica —y cruel— de la libertad. Dicho de otra manera, se trata de un oxímoron narrativo y metafísico: el hombre acepta libremente (y hasta con alegría) lo prefijado por un destino inexorable.
Sobre los supuestos ideológicos de tal concepción, Jorge Rivera afirma, en un artículo de 1968: “Esta insistencia en destacar la inmodificabilidad del tiempo —la espacialización del continuum temporal— comporta la afirmación de que nada puede ser cambiado, y permite negar de paso la factibilidad de la praxis humana. (...) Abolida esta dialéctica [de la temporalidad] mediante la congelación del tiempo, se oscurece sensiblemente la posibilidad de comprender la Historia, la que se nos ofrece desrealizada y desestructurada en su duración; pero también se diluye la posibilidad de hacer la Historia como proyecto humano, se anula la acción humana sobre el futuro por mediación del azar, de la fatalidad o de la intervención de poderes y mediaciones (...). Se trata, en síntesis, de actuar sobre el presente a través de un bloqueo de lo porvenir, típico juego mitificador, desdialectizador y utopista que revela en el plano filosófico los concretos intereses de la clase.”
En este sentido preciso, Bioy puede, sí, asimilarse a Borges. Y El sueño…, verse como una suerte de ampliación novelística de “El Sur” (en la escena culminante del filme, esto está acentuado, porque Antúnez le da un cuchillo a Gauna para que pelee con Valerga —como pasa en el final del cuento de Borges—, lo cual no es del todo verosímil; en la novela, de hecho, Gauna tiene un “cuchillito” propio, como corresponde a un aprendiz de guapo).
Y, en cuanto al lenguaje supuestamente coloquial, más de uno se ha dejado engañar, creo, con las localizaciones en apariencia precisas de un Buenos Aires ido: Saavedra, Villa Urquiza, Barracas, la quema, etc. Los personajes, sin embargo, hablan como el “argentino exquisito” del diccionario de Bioy: un kitsch urbano bastante mal intencionado. Que detrás de la permanente desvalorización —parodia o mera caricatura— pueda asomarse algún dejo de ternura e identificación con los personajes, es otro de los logros (muy ambiguo, por cierto) de la prosa bioycasareana.
Por otra parte, y volviendo a la película, la solidez exterior de la historia que cuenta la novela se prestaba engañosamente para su adaptación cinematográfica. Renán y Goldenberg eligieron una fidelidad máxima a “la letra” (hay parlamentos enteros transcriptos, sobre todo los de Valerga y Taboada, “padres” antitéticos de Gauna; éste conserva hasta el detalle de sus ojos verdes…), con aparentemente mínimas pero esenciales infidelidades.
En realidad, había dificultades insuperables para una adaptación más profunda de ciertos aspectos formales que —me atrevo a conjeturar— son lo mejor que la novela tiene: la ironía permanente pero casi imperceptible, el distanciamiento variable del narrador, ese punto de vista desde el personaje principal, que colorea todo y sin embargo deja que el lector comprenda “a través” de esa mirada opaca. (El procedimiento es marca de fábrica en Bioy, y fue llevado a su exasperación paródica en, por ejemplo, Dormir al sol.) ¿Un prodigio técnico sólo permitido a la literatura? Quizás, si exceptuamos el cine expresionista, desde Caligari hasta Antonioni (El desierto rojo, Blow-up), pero donde el realismo está proscripto desde el vamos. El distanciamiento en sí es “fácil”: pensar en Chabrol o en cierto Visconti. El problema es establecer las adecuadas distancias narrador-personaje-lector/espectador, cosa que el cine, arte objetivador por excelencia, parece, en principio, cohibir.
El mejor ejemplo de esto es el personaje de Valerga, un “monstruo” in corpore, transfiguración en clave del Perón que Bioy y Borges odiaron minuciosamente.
En la novela, es un héroe para Gauna y sus amigotes oligofrénicos. Sin embargo, el lector va adivinando, progresivamente (mucho antes incluso que los otros personajes), que el falso doctor —que en su habla ampulosa se come sistemáticamente las b intermedias— es también un energúmeno, un fanfarrón, un mentiroso, un violento. Pero su figura apenas deja de ser grotesca en el duelo final, sólo entrevisto por y desde Gauna. En la película, el personaje se transforma en una encarnación del Mal casi en estado puro, un “villano” metafísico, sabatiano, que Lito Cruz (últimamente condenado a este tipo de papeles) lleva a su punto máximo. Risible a veces, sí, pero de manera involuntaria; por ejemplo, en sus desplantes en medio del corso… ¡cubierto de papel picado! No es que esta connotación estuviera ausente en la novela, lo que se pierde es la ambigüedad que deriva de ese manejo del punto de vista descripto antes.
En este contexto, era inevitable que se perdiera mucha de la sugestión del duelo final, entrevisto por Gauna en flashes constantes y certeros. Tampoco fue muy acertado dejar la explicación del enigma en boca de una Clara demasiado histérica.
Hay que decir, sin embargo, que mucha de la magia del relato se extiende al filme, aunque hubiera sido deseable menor fidelidad exterior y mayor reelaboración formal. La reconstrucción de época por ejemplo, es cara pero rutinaria (cada vez que se enfoca la calle, pasa un auto “antiguo”…). El Armenonville nunca llega a ser el lugar mágico que el texto sugiere, agobiado por tanto detalle de reconstrucción y un cantante meloso.
Sobre el casting —los cuerpos más concretos, en definitiva—, qué decir. Bien Cruz (por barroco) y Palacios (por sobrio). Soledad Villamil no siempre logra ser la Clara que el texto exigía: la que lucha contra el destino y sólo pierde al final. Los demás, en general, demasiado pegados a tics televisivos. Tal vez el tiempo los (nos) libere de ese condicionamiento perceptivo. Por algo el cine es, de verdad, La invención de Morel, una forma limitada, e implacable, de la inmortalidad de los cuerpos.


7. Para acabar con el cine bizarro


De un tiempo a esta parte, cunde el cine que algunos llaman “bizarro”. El simpático libro publicado recientemente por Diego Curubeto,[11] los ciclos y micros de Axel Kuschevatsky por televisión, el auge de las librerías especializadas son sólo la culminación de un proceso más subterráneo pero constante. ¿A qué se refieren con “bizarro”? La palabra misma no dice demasiado, empezando con que es un galicismo. En castellano, “bizarro” quiere decir gallardo, valiente, etc. En francés (e inglés), bizarre sí quiere significar lo que sus cultores locales quieren significar: raro, extravagante, insólito.
Pero nada es tan sencillo como parece. El libro de Curubeto mencionado, por ejemplo, mezcla cosas tan disímiles como la ciencia ficción y el policial negro, el cine clase B y el cine independiente, Ed Wood y la Coca Sarli, los templarios de no sé dónde con 2001, odisea del espacio, los zombies con Cat People. No se trata solamente de las dificultades para definir o clasificar este género o, mejor, esta categoría que atraviesa otras categorías; después de todo, a quién le interesa mucho definir o clasificar. Quizás sea más interesante preguntarse de dónde sale todo esto y qué valor podría llegar a tener, más allá de la obvia (y a veces dudosa) actitud lúdica, juguetona, que implica.
En la década del sesenta las ciencias sociales dieron un vuelco fundamental hacia el estructuralismo, la semiología, el análisis de los medios de comunicación. La valoración estética dejó paso a otros puntos de vista y pasó a ser considerada (con mucha razón, por otra parte) deudora de una ideología burguesa en vísperas de una superación definitiva. De ahí la reivindicación de los géneros “menores”: el policial, el melodrama, el cómic; estéticas populares, por cierto, o al menos reflejo más o menos fiel de ciertas formas de la cultura o el gusto popular. La batalla era contra la “Alta Cultura”, las “Bellas Artes”, las “Letras”, el “Espíritu”, reductos de las aristocracias decadentes. La noción de “autor” fue otra que cayó en la picota, luego de décadas (siglos) de crítica biográfica o meramente historicista. El sujeto esencialmente dividido del psicoanálisis, el homo lacanianus, no puede ser autor de nada, ni siquiera de su propia desgracia.
Desde los nuevos enfoques, entonces, era “lo mismo” analizar a Balzac que a Pierre Loti o a Ian Fleming (Barthes, Eco lo hicieron). Era lo mismo porque las categorías pertinentes para el análisis (estructurales, ideológicas) pueden verse tanto en la Divina Comedia como en un aviso de pastas. El kitsch se transmutó en camp (según el conocido ejemplo, un enanito de jardín en un jardín de clase media baja es kitsch, pero en un loft de Nueva York es camp) e invadió todo el arte. El rótulo de pop se generalizó tanto que ya no implicaba algo definido (exactamente como esto de lo bizarro...).
Esta desjerarquización generalizada tenía un sentido claro, en principio: la destrucción de las jerarquías preestablecidas por los paradigmas dominantes. Pero a la larga produjo una especie de legitimación para nuevas valoraciones estéticas, que ya no se hacen cargo de las categorías ideológicas; lo cual es muy propio del posmodernismo, si esta palabra significa algo.
En cuanto al cine bizarro, o la estética bizarra en general, parece un resultado postrero de ese proceso, sucintamente descrito. Todo vale, especialmente si es raro, divertido, tan “malo” que se vuelve “bueno”. No se trata de una verdadera estética de la fealdad (Buñuel, Marco Ferreri), sino de una especie de reivindicación acrítica de la infancia: Titanes en el Ring y los chicles Bazooka; o de la adolescencia: las tetas de la Sarli en aquellos permisivos cines de barrio; y, por qué no, de los géneros “varoniles” (¿por qué el melodrama rosa no es bizarro?). Hay una oposición, pero no contra una “ideología dominante” (al menos, entendida políticamente), sino hacia el cine de arte reconocido: nunca queda claro si los bizarristas dan por descontado que Bergman y Fellini son grandes artistas de este siglo, o abominan de ellos. Es cierto que nunca hay que dar por descontado nada, que es bueno discutir todo. Ésa es la idea.
Estaría muy bien, por ejemplo, volver sobre aquella idea de autor, relativizada por la de “sujeto productor”, o algo similar; y reconsiderar que una obra de arte no tiene por qué ser el resultado de un Espíritu Superior, distinto del común de los mortales, etc. Ni producto de acciones absolutamente conscientes y voluntarias (volvemos al psicoanálisis). ¿Pero no será demasiado pensar para terminar idolatrando a Ed Wood y a Armando Bo?
También parece muy saludable oponerse, conscientemente, a las corrientes principales de la industria: cine de clase B contra superproducciones, por ejemplo. El cine de clase B, independiente o no, las “small movies” (que homenajea Godard al principio de su Prenom: Carmen) tienen un encanto innegable, y a veces otras virtudes, frente a los colosales fiascos que Hollywood desparrama cada día con mayor impunidad.
En resumen: ¿no habrá llegado el momento de revisar, desde un punto de vista más crítico, esta noción de lo “bizarro”, para ver si tiene algo de aprovechable?


8. Nombres


En una película realmente bizarra, Los afincaos de Leónidas Barletta, los créditos (actores y técnicos del Teatro del Pueblo) aparecen todos juntos, en un solo cartel, como en ciertas películas de John Cassavettes. Cooperativa en serio, como ya no hay.


9. El cine de Cortázar


         
Hay, también, un cine de Cortázar, en la medida en que las versiones de sus cuentos fueron varias y plantean interesantes cuestiones estéticas e ideológicas, además de la muy remanida del grado de fidelidad de la adaptación.
Una lista provisoria es la siguiente: La cifra impar (Manuel Antín, 1960, sobre “Cartas de mamá”); El perseguidor (de Osías Wilenski, 1962, sobre cuento homónimo); Circe (Manuel Antín, 1963, sobre cuento homónimo); Intimidad de los parques (Manuel Antín, 1964, sobre “Continuidad de los parques” y “El ídolo de las Cícladas”); Blow-up (Michelangelo Antonioni, 1966, “Las babas del diablo”)
Hubo una suerte de singular conjunción entre la literatura cortazariana y cierta estética cinematográfica muy de los sesenta. Particularmente, las primeras películas de Antín (las nombradas, más otras como Los venerables todos o Castigo al traidor) fueron un intento de adaptar al cine argentino las estéticas de la vanguardia europea, en lo que va del existencialismo al estructuralismo. Una nouvelle vague cercana, sobre todo, a Resnais. Cine “estructuralista”, sí, muy difícil a veces, que culminaría en un exponente máximo, y quizás más famoso: Invasión, de Hugo Santiago (1968), con guión de Borges y Bioy Casares.
Las adaptaciones “argentinas” son singularmente fieles (salvando detalles como el de convertir a Charlie Parker en Sergio Renán): Cortázar era ya un autor que imponía su respeto. Cartas de mamá y Circe, en especial, reproducen con bastante éxito un clima opresivo y angustiante de clase media, con sus zaguanes, sus noviazgos de barrio y sus triángulos culposos. Intimidad…, en cambio, conjuga dos hibrideces: la de ser una coproducción (lo que siempre impone ciertas condiciones molestas) y la de combinar poco felizmente dos cuentos muy distintos.
Curiosamente, la versión “libre” de Antonioni opta por un tema muy cortazariano, sobre todo de las primeras épocas: la resistencia de la realidad al conocimiento racional, la poca o nula consistencia del espíritu humano para aferrarse a alguna certeza. Pero hay en Antonioni un pesimismo mucho más radical, incluso en lo político, que contrasta profundamente con algo que empezaba a insinuarse en Cortázar: la confianza en el poder revolucionario del arte (ver arriba, “El cine como acto”).
Venecia rojo shocking (Don’t Look Now, 1973), de Nicolas Roeg —director, junto con Donald Cammell, de la psicodélica y borgeana Performance—, es un caso raro. Desde ya, no hay una atribución clara al escritor argentino, pues no se basa en ninguno de sus relatos. Pero la influencia es evidente, indisimulable.[12] Extremando las cosas, es casi una versión de 62. Modelo para armar, sin dudas la mejor novela de Cortázar. En 62 y en Don’t Look..., todo lo que pasa tiene una consecuencia posterior, o anterior. Todo está relacionado con todo, más allá del tiempo y del espacio. Dice Héctor Schmucler, al respecto: “... la sintaxis no se esfuerza en la ‘representación’ del mundo exterior, sino en el cumplimiento de una verdad presidida por los significantes. (...) Las ‘razones’, la lógica de su trama nada tienen que ver con las determinaciones psicológicas habituales que reflejan los mecanismos del pensamiento de occidente. (...) En este campo de lectura, los personajes viven una existencia que repite los gestos de lo cotidiano, pero el texto permanece ajeno a sus relaciones y sugiere un orden diferente, orden de funciones que se repiten, huecos que se llenan en una estructura a‑histórica. (...) La lucha pertinaz que se dibuja en Rayuela para distanciarse del lector a fin de no engañarlo, para que se reencuentre en un falaz modelo existencial, sino en las profundas determinaciones de los actos, se vuelve en 62 conciencia de la autonomía del texto: el texto de 62 ‘dice’ la verdad de sí mismo y no ‘representa’ el mundo exterior; participa de ese mundo y proclama —negándola— la ideología que lo piensa.”
¿“Espíritu” de época o influencia directa? Probablemente, ni lo uno ni la otra. O un poco de cada cosa. En 62, Cortázar llega al punto máximo de su literatura; desde allí, sólo podrá caer, urgido por compromisos políticos que lo honraron pero no lo favorecieron como escritor, ya que a partir de entonces los caminos de la política y de la estética volverían a separarse, hasta hoy. Don´t Look..., a su vez, también plantea un límite, el de un cine (una época del cine) que se atrevió a ser de vanguardia y a tener éxito. A partir de allí, esos caminos volverían a separarse, hasta hoy.

 

10. ¿Cuál guerra? ¿Cuál gaucho?


Nada había que estuviese más lejos de la mente o del recuerdo de los gauchos argentinos, que la idea de que ellos fuesen españoles, o de que lo hubiesen sido alguna vez. Su acento era diferentísimo; su idioma completamente recortado en otra forma, aunque con los mismos elementos; sus acepciones exóticas y bastante numerosas para hacerse incomprensibles de un hombre de España que no estuviese habituado a interpretarlas. Y sobre todo, lo que lo separaba de sus orígenes europeos era el caballo y la vida libre de los campos. Estas dos causas habían sido tan poderosas que habían alterado las formas de su cuerpo y la naturaleza misma de sus ideas.
                        V. F. López, citado por Martínez Estrada en Muerte y transfiguración de Martín Fierro (sub. mío)


Lugones publica La guerra gaucha en 1905, cerca del Centenario, en uno de los puntos altos del llamado “primer nacionalismo”.[13] Es una puesta en práctica antedatada de la teoría que va a explicitar en las célebres conferencias del teatro Odeón, de 1913, recogidas en El payador (1916): un criollismo nacionalista-oligárquico, aristocratizante, empachado del peor Nietzsche. Para “don Leopoldo”, se sabe, el Martín Fierro es el poema épico fundante de la nacionalidad, como las epopeyas homéricas o los cantares de gesta medievales. Y el gaucho, ya desaparecido (lo que Lugones reconoce con una especie de cinismo ¿involuntario?), el prototipo de la raza.[14]
Hay en La guerra gaucha una interesante “voluntad de estilo” que se ve, sobre todo, en un barroquismo que la hace casi ilegible en su mayor parte. Pero, también, en el uso sistemático de neologismos; por ejemplo, “tercerolearlo” en lugar de “fusilarlo” es una exhibición consciente y metalingüística de la teoría lugoniana, una autorización/justificación interna (muy moderna, por otra parte): las palabras se crean según las circunstancias y su necesidad, no por orden académica. Operación de nacionalismo lingüístico con discutible éxito, pero valiosa hasta cierto punto, sobre todo si la guerra (gaucha o no) se da fronteras adentro de un texto.
La guerra gaucha de Lucas Demare (1942), basada en los relatos de Lugones,[15] debe de ser la película argentina más famosa, y quizás la más elogiada, de todos los tiempos. No es ninguna casualidad que se haya realizado al principio la década que vio el apogeo del “segundo nacionalismo” (al año siguiente llegaría al poder una dictadura filonazi). El filme está respetuosa, casi untuosamente dedicado al autor del libro original, cuyos antecedentes político-ideológicos estaban muy frescos entonces, tanto como su suicidio, cuatro años antes.
En verdad, la adaptación de Manzi y Petit de Murat es una maravilla. Mientras en los textos lugonianos predomina lo poético-descriptivo (son más “estampas” modernistas que cuentos propiamente dichos, y lo lírico conspira constantemente contra lo épico que el autor pretendió lograr), en el filme la narración se impone con una solidez pocas veces alcanzada en el habitualmente desmañado cine nacional.
Sin embargo, otras diferencias más importantes (y menos enaltecedoras, quizás) saltan a la vista, en distintos niveles; por ejemplo: en los relatos originales, los héroes son anónimos, es decir que se propone (más o menos convincentemente, esto es otro problema) una suerte de héroe colectivo que está en el meollo de la intención lugoniana; en el filme, no. Consecuentemente, hay ciertas concesiones a la fotogenia en el vestuario, el casting y las caracterizaciones (aunque éstas son muy buenas). Los españoles no están presentados tan cruelmente en el filme como en el original; evidentemente, ya ha pasado por el país, y se ha asentado, la vertiente hispanófila del nacionalismo.
Finalmente: el toque western. No hay duda de que los realizadores del filme buscaron deliberadamente que tuviera un ritmo, una estructura, un look de ese género consagrado en el cine de espectáculo.[16] Creo que lo lograron plenamente. Pero no deja de ser una paradoja que un tema “nacionalista” se vea revestido de una forma típicamente yanqui. Como dice Traversa, “... la figuración del cuerpo en las sociedades mediáticas pareciera, por esa condición, tener otras fronteras distintas de las establecidas por los mapas”.[17]


11. Cuerpos de bronce


Cuando han obtenido la revelación de un detalle característico, de un gesto, de una actitud acompañada de alguna frase de sintaxis convencional, ya están conformes. Lo mismo ocurre con nuestra cinematografía. Pero si eso es lo que nuestros autores ven y lo que nuestros lectores y espectadores gustan, entonces es que no se trata de un vicio “superficial” o restricto a lo literario y lo artístico, sino de una modalidad del alma nacional, de una forma de no ver, de una educación para no ver, de una conciencia deformada desde la niñez.
Ezequiel Martínez Estrada, Muerte y transfiguración de Martín Fierro

Quien procura reconstruir el ayer, ayudado por —o valiéndose de— las imágenes, sabe que debe, para lograr su propósito, atravesarlas.
Oscar Traversa

Dicen que, cuando Torre Nilsson presentó su guión de El santo de la espada a las autoridades militares de entonces (1969), se le objetó que el prócer fuera mostrado con debilidades humanas, enfermedades, etc. Y que no pudo hacer ni un veinte por ciento de lo que quería.
Cosa rara: uno de mis recuerdos más fuertes de esa película —además de ir a verla, en agosto, casi todos los años de mi escuela primaria— es a Alfredo Alcón (¿a San Martín?) tosiendo. No recuerdo qué sentía exactamente entonces, pero probablemente era algo del orden del asombro, de la transgresión, de la duda.
Eran épocas militaristas, sí, pero la elección de San Martín como protagonista de un filme no parecía afortunada desde ningún punto de vista. ¿Qué esperaba Torre Nilsson que le dejaran mostrar? Luego, reincidió con Güemes.[18]
Hubo, también, un inverosímil intento de encajar a Manuel Belgrano en el macizo cuerpo de Nacho Quiroz (Bajo el signo de la Patria, René Mugica, 1971). En realidad, era una tentativa de “masculinizar” la iconografía clásica del —aparentemente— delicado héroe nacional, tan sospechado por rumores populares. Y, así, “por casualidad”, dieron con una suerte de verdad involuntaria, ya que Belgrano era más bien grueso, sobre todo de asentaderas.[19]
El Juan Manuel de Rosas de Manuel Antín (1971), aunque revisionista, no escapa en absoluto a la misma estética “broncínea”. (Renán, como un blondo Juan Lavalle, es una especie de conflictuado proto-Haffner, pero el Quiroga de Juan María Gutiérrez resulta desopilante.)[20]
¿Era, es realmente posible otra salida? Si se acude al panteón de los héroes, ¿puede encontrarse otra cosa que mármol? Es sólo una pregunta. La literatura ha tratado de responderla a su modo (ver El farmer, de Andrés Rivera, por ejemplo), pero la imagen plantea, por supuesto, otros problemas.

... el cuerpo es hablado (o silenciado) desde múltiples lugares textuales...
Oscar Traversa


12. Favio: el cuerpo del pueblo


En el cine de Leonardo Favio, el cuerpo siempre ha sido protagonista. Podría decirse que toda su “puesta en escena”, tantas veces acusada de estetizante, gira en torno a la corporalidad, o por lo menos a las manifestaciones más espectacularmente visuales de la corporalidad. Quizás, incluso, esa “estetización” (tan visible, sobre todo, en Nazareno...) sea una forma de populismo del cuerpo. Y, así como —tradicionalmente— el “pueblo” permite a sus líderes “cualquier cosa”, sólo a Favio podía permitirle profanar el cuerpo sagrado del macho argentino, el cuerpo sagrado de Carlos Monzón.
Cuerpo en muerte, quiero agregar. La muerte de Aniceto, de Moreira, de Gatica...
Pero, si el final apoteósico del Moreira sólo dejaba lugar para una transfiguración gloriosa (el traidor Chirino sale de cuadro, la imagen se distorsiona y congela en una figuración de eternidad inalienable), ¿qué queda para el final de Gatica?
El Mono ha muerto de manera patética y humillante, como corolario cuasi lógico de una vida que, a su vez, fue presentada como una alegoría del ascenso y caída del peronismo. Y aquí también asistimos a una imagen transfigurada: el cuerpo lacerado, sangrante, del boxeador, en cámara lenta, con el telón de fondo de banderas argentinas. ¿El pueblo —el peronismo—, sin embargo, no ha muerto, es eterno? ¿Volveremos? Pero ¿no habíamos vuelto ya? La ambigüedad persiste, porque no puede resolverse fácilmente la trampa que el mismo Favio, con su inmenso talento, ha tendido. Para ser el primero en caer.[21]

13. El cuerpo del delito (Pizza, birra, faso)


... hoy más que nunca el cuerpo es un cuerpo mediático, cuya residencia privilegiada —aunque no única— es la televisión.
Oscar Traversa


Acabamos de ver un filme extraño, de origen desconocido. Por el color de piel de la mayoría de sus protagonistas, parece provenir de algún país del Tercer Mundo, quizás Irán, o bien Palestina. Gracias a los azares de la distribución local, está doblado a un español dificultoso, tal vez el que se habla en Guatemala o Colombia.
Podemos entender la odisea de ese grupo de muchachos marginales gracias a la pericia con que sus directores (posiblemente veteranos) la han transmitido, aunque no agregan nada nuevo a un género ya muy codificado en nuestro cine (es decir, el norteamericano y el argentino). Si nos apuran, hasta podríamos decir que Leonardo Favio ya había dicho todo lo posible sobre el tema, en otras épocas de nuestro país felizmente superadas.
Ahora, nos atrevemos a preguntar: ¿qué hace en la película ese extraño artefacto de piedra, puntiagudo, enhiesto sobre una ciudad destruida, irreconocible, quizás posnuclear? Para símbolos, Bergman...
Sin embargo, y en definitiva, hay que reconocer en este filme una satisfactoria muestra de un cine promisorio, quién sabe cuál.







Notas



1 Oscar Traversa, Cuerpos de papel. Figuraciones del cuerpo en la prensa 1918-1940, Barcelona, Gedisa, 1997. “Las tematizaciones del cuerpo en los medios convocan ese tipo de búsqueda (de genealogía discursiva, si se pretende un nombre), desde lo aparentemente más pueril —su estallido exhibitivo, creciente en lo que va del siglo—, hasta lo más intrincado y difícilmente aprehensible —sus modificaciones como valor social y modos de desempeño—; más aun, en un momento en que pareciera que todo lo que daba fundamento a las conductas que le conciernen se conmueve. Hallazgos en el terreno biológico que pueden alterar las relaciones de filiación, patologías de rasgos inéditos cuya prevención (SIDA) o etiología incluso (anorexia, bulimia), es necesario buscar en fenómenos discursivos. Estos, entre otros sucesos, han sacudido y puesto en crisis tanto la confianza en los recursos de la ciencia, como en los dispositivos sociales que establecen los límites y garantías de la intimidad” (p. 14).
[2] “... el cuerpo se construye por los medios y no como una presunta semejanza a algún modelo que preexiste en el mundo” (Traversa, op. cit., p. 269).
[3] Ver Hill, Ricardo, “Eva Perón como trabajadora social”, en Lo social/personal, Buenos Aires, Lumen-Hvmanitas, 1998.
[4] Ver Goldar, Ernesto, Buenos Aires: vida cotidiana en la década del cincuenta, Buenos Aires, Plus Ultra, 1980, esp. pp. 161 y ss.
[5] Las armas secretas, en Cuentos completos, Madrid, Alfaguara, 1994, p. 222.
[6] Contra esto se manifiesta Raúl Beceyro, ver Cine y política. Ensayos sobre cine argentino, Santa Fe, Universidad Nacional del Litoral, 1997, p 45.
[7] Se sabe: Evita es un ícono gay, como Marilyn Monroe, pero no creo que Feinmann haya captado esto más allá de cierta condescendencia típicamente progre. Hay que ver Copi, y algún análisis apresurado que T. E. Martínez incluye en su novela.
[8] Ver Rosa, Nicolás, “Sexo y novela: David Viñas”, en Crítica y significación, Buenos Aires, galerna, 1970.
[9] En Nuevos cuentos de Bustos Domecq, Buenos Aires, La Ciudad, 1977.
[10] Una primera versión de este apartado fue publicada como “El precio de los sueños” (reseña de El sueño de los héroes, de Sergio Renán), en revista La vereda de enfrente, núm. 13, Buenos Aires, diciembre de 1997.
[11] Cine bizarro, Buenos Aires, Sudamericana, 1996.
[12] Ver Cozarinsky, Edgardo, Borges y el cine, Buenos Aires, Sur, 1974, p. 97. Aquí se releva, también, la más evidente influencia borgeana.
[13] Leopoldo Lugones, La guerra gaucha (1905), Buenos Aires, Centurión, 1947.
[14] Quizás podría adscribirse, entonces, a una cierta vertiente de la literatura gauchesca en “lengua culta” (de la cual Don Segundo Sombra sería a la vez apogeo y arquetipo). Ver Josefina Ludmer, El género gauchesco. Un tratado sobre la patria, Buenos Aires, Sudamericana, 1988. “La oscilación del sentido entre el uso del cuerpo y de la voz, entre la guerra y la guerra de palabras, constituye la materia literaria fundamental del género” (p. 29). “El debate propio del género se instala entonces en el interior de cada coyuntura. En la de la guerra, crisis y movilización, se disputa el uso del cuerpo del gaucho y su espacio: soldado o trabajador” (p. 155).
[15] Según Eduardo Romano —Literatura/cine argentinos sobre la(s) frontera(s), Buenos Aires, Catálogos, 1992, pp. 108 y ss.—, adapta principalmente cuatro textos: “Juramento”: el oficialito realista peruano (Ángel Magaña) se pasa a los americanos por su amor hacia la viudita patriota (Amelia Bence). “Carga”: los caballos con fuego en sus colas arrasan el campamento godo. “Al rastro”: un hombre solo (Francisco Petrone) hace explotar la carreta-polvorín de los españoles y se bate contra ellos hasta que muere (casi de pie). “Dianas”: el sacristán aparentemente realista (Enrique Muiño) avisa a los patriotas con toques de campana hasta que le tienden una trampa y lo descubren. Pero combina (muy hábilmente) otros textos, tomando personajes y frases “sueltas”: “Alerta”: la tejedora humillada por los españoles (Dorita Ferreiro), que le rompen el telar; el niño (Carlos Campagnale) que muere por balas traicioneras y llega a la pulpería ya muerto. “Sorpresa”: “Entre los oficiales de la montonera había un capitán medio literato y que sabía latín” (Sebastián Chiola). Llama “esposa” a su lanza y ejecuta a los prisioneros en combate singular. También aquí aparece un ciego que toca el himno en el violín hasta la última refriega (fusionado con el personaje de Muiño). “Un lazo”: el santiagueño (René Mujica) que sabe cómo desembichar caballos pero sólo lo revela ante la premonición de su propia muerte. “Güemes”: la aparición final del caudillo de los caudillos, a contrasol, como símbolo del futuro venturoso, “de derrota en derrota hasta la victoria final...”.
[16] El último perro, también de Lucas Demare (1955), que tiene más de western todavía. Y también estaba basada en un libro exitoso de otro nacionalista, Guillermo House (Roberto Casaux), hoy mucho menos notorio que Lugones, por cierto.
[17] Op. cit., p. 15.
[18] Ver Beceyro, Raúl, Cine y política. Ensayos sobre cine argentino, Santa Fe, Universidad Nacional del Litoral, 1997, pp. 10-11.
[19] Cf. su imagen en Sota de bastos, caballo de espadas, la extraordinaria novela de Héctor Tizón.
[20] A propósito, si la voz forma parte —inseparable— del cuerpo, sería interesante analizar por qué el Facundo Quiroga de Lito Cruz no pudo tener tonada riojana (en el reciente largometraje-miniserie Facundo, la sombra del tigre, de Nicolás Sarquís).
[21] Ver Beceyro, Raúl, op. cit., pp. 113 y ss.: “... hace falta creer en el pueblo y en la patria para ver Gatica.”
 
                                   

(Mención en el premio “Senador José Hernández”, del Honorable Senado de la Nación Argentina, 1998. Mención concurso de ensayos “Arturo Jauretche”, Secretaría de Cultura de la Provincia de Buenos Aires, 2001; publicado en el volumen colectivo  Ensayos, Buenos Aires, Secretaría de Cultura de la Provincia de Buenos Aires/Corregidor, 2003.)