sábado, 23 de junio de 2012

Herencia, territorio y orden familiar


Los descendientes, de Alexande Payne


(para Silvia, que me ayudó a ver esta película)



Matt King (George Clooney) es, más que el rey, el heredero (uno de ellos), y el custodio legal, de una herencia bicentenaria: una fortuna que no le gusta gastar y terrenos que deben ser vendidos cuanto antes por razones legales. Cuando su mujer, Elizabeth, queda en coma irreversible tras un accidente náutico, Matt tiene que retomar también las riendas de su pequeña familia: dos hijas a las que nunca les dedicó mucho tiempo y que se lo van a cobrar con creces. Para peor, descubre que su esposa lo engañaba con un agente inmobiliario, «casualmente» involucrado en la venta de aquellos paradisíacos terrenos.



Planteado así el argumento, parece que vamos a estar ante un drama denso. El filme de Payne no deja de serlo, pero también se atreve a intentar un tono más ligero, incluso con cierto humor negro. Al principio, esto es una grata sorpresa para el espectador; pero, cuando uno se acostumbra, y el tono deja de ser novedad, el filme se alarga un poco, y las peripecias de la trama se vuelven más previsibles.
Pero veamos un poco más allá de esa superficie.



Es un acierto la significativa ubicación (la misma de la novela original de Kaui Hart Hemmings, por supuesto) en Hawai, la tierra natal del presidente Obama, ese estado tan excéntrico respecto de unos Estados Unidos de por sí mucho más heterogéneos de lo que la comodidad hace creer. Las islas que los personajes atraviesan varias veces (mostrado con dibujitos kitsch) son más protagonistas que ellos mismos. «El último paraíso virgen» va a ser vendido a algún consorcio. Matt y la mayoría de sus primos quieren que el comprador sea local. Los hawaianos parecen pasar sus días vestidos con camisas, bermudas y sandalias, sean pobres o millonarios, jóvenes o jubilados.
Sin embargo, tanta libertad y tanta tranquilidad son sólo aparentes, y Matt lo sabe bien, porque es abogado y su vida se ha deslizado monótonamente entre pleitos y «papeles». Dos manojos de estos son significativos (y paralelos) en el filme: el testamento en el cual su mujer estipula una «muerte digna» para sí y el acta de acuerdo para la venta de los terrenos. Esas vidas tan pacíficas y tan en contacto con la «naturaleza», en verdad, están regidas por una maraña de dispositivos legales y administrativos, y por rituales sociales que, casi vacíos, terminan filtrando hasta las manifestaciones de afecto.


No se puede adelantar acá muchos pormenores de la trama; menos, los finales. Baste decir que el filme de Payne puede verse como una suerte de parábola sobre cómo se (re)construye una familia: asumiendo y, al mismo tiempo —quiero decir, en distintas medidas o aspectos—, traicionando la herencia; aferrándose a un territorio natal, condenado a desaparecer o transformarse; resignificando el pasado para construir un nuevo futuro.
Debe quedar claro, desde ya, que esta solución, formulada sin matices, sólo puede ser reaccionaria, en la medida en que parece intentar espiritualizar lo crudamente material de las relaciones de propiedad. Es una tensión la que se pone en juego, quizás homóloga a la que hay entre la tragedia contada y el tono elegido para hacerlo. Como dije al principio, no siempre funciona.


Por eso quizás el personaje más interesante de un filme en que hay muchos (y tan bien actuados) es el de la mujer agonizante, la esposa insatisfecha cuya alegría postrera constituye la primera secuencia del filme. Como ella no tiene voz, todos la hablan. ¿Cuál es su historia real (aparte de la que cuenta el padre)? ¿Cuáles fueron sus razones, sus deseos (aparte de los que describen los «amigos de la pareja»? ¿Cuáles hubieran sido sus palabras (aparte de cómo las transmite la hija mayor, que en cierto sentido ocupará su lugar)?
Las respuestas (imposibles) a estas preguntas iluminarían desde afuera la verdadera, u otra, cara de la familia King. Como alguien le dice a Matt: «Es irónico: Elizabeth en esta situación desgraciada (misfortune), mientras tú te haces rico (fortune)». La muerte —tal vez como todas— es, en realidad, una inmolación.












jueves, 21 de junio de 2012

Del otro lado del muro


Reseña de 
Los otros. Una historia del conurbano bonaerense
de Josefina Licitra, 
Buenos Aires, Debate, 2011, 232 páginas


La «crónica» podría considerarse uno de los géneros más típicos de la literatura latinoamericana, salvo por el hecho de que esa palabra se aplica a textos (y contextos) muy distintos entre sí. Dos puntos nodales de esta demasiado amplia clasificación serían la «crónica de Indias» y la «crónica modernista».
Algo de esta última (Martí, Darío, Gutiérrez Nájera) quizás pueda relevarse en su avatar contemporáneo: por un lado, el más superficial, la relación con el periodismo y, consecuentemente, con el mercado, la relativa profesionalización del escritor, etc.; por el otro, una posible explicación, vagamente historicista: lo finisecular, el arduo procesamiento de los cambios sociales, una nueva forma de relacionarse con un nuevo público. Y aquí el tema se muerde la cola para volver al (super)mercado, a la góndola que dice «Crónica» para que el consumidor se acerque a comprar sin buscar demasiado.
Como se sabe, a mitad del siglo XX, aparece la «non fiction», adelantada entre nosotros por Rodolfo Walsh (un punto de comparación al que es canónico recurrir, y más adelante tendré que hacerlo), y en el Norte por Truman Capote, Tom Wolfe, Richard Kapuscinski y muchos otros. Actualmente, grandes «cronistas» hay en nuestro país (María Moreno, Matilde Sánchez, Martín Caparrós, Cristian Alarcón, Leila Guerriero, Josefina Licitra, autora de Los otros), y en toda Latinoamérica, como el chileno Pedro Lemebel, el peruano Jaime Bedoya, el colombiano José Alejandro Castaño, los mexicanos Carlos Monsiváis, Juan Villoro, Elena Poniatowska, Guadalupe Loaeza, etc. Asimismo, se multiplican antologías, como esta, reciente.
El libro de Licitra, en la introducción, comienza admitiendo sin ambages su origen, su punto de partida: «A fines del año 2008, Glenda Vieites ─editora de este libro─ me propuso hacer un libro que contara el conurbano bonaerense».

Mapa del sur del Conurbano.

Ahora bien, el Conurbano, en los últimos años, se ha convertido en un recurrente cronotopo (el término es de Bajtín) de la literatura argentina, desde Villa Celina, de Juan Diego Incardona, hasta las muy recientes Kryptonita, de Leonardo Oyola, y Los mantenidos, de Walter Lezcano. Sin olvidar las obras pioneras, y quizás poco recordadas, de Jorge Asís (La calle de los caballos muertos, por ejemplo). Se trata de coordenadas espacio-temporales que configuran mucho más que un telón de fondo para la acción (ficticia o no): un locus, definido como un posible (pero inestable) lugar de enunciación, al mismo tiempo que un enigma para ser develado desde adentro o desde afuera.
En este cruce (dramático) afuera-adentro, se sitúa el relato de Los otros. Que, como a continuación explica la autora, renuncia a esa primera propuesta («contar el conurbano»), imposible por demasiado ambiciosa, para concentrarse en una historia del conurbano; historia que, así, se transformará en una suerte de matriz metonímica, sino de símbolo o incluso alegoría: «… en las manzanas que bordean el Riachuelo había, sí, algo. Un barrio de indigentes llamado Acuba. Y entre ellos estaban el árbol, la casa, la soledad y el miedo contando, finalmente, una historia».
Esta historia tiene un centro espacial, Lanús, y otro temporal: el 29 de mayo de 2009 (hace tan poco y tanto a la vez), en el que, tras una movilización de los habitantes del asentamiento de Acuba, Héctor Daniel Contreras, uno de ellos, es asesinado por un disparo atribuido a Antonio Baldassarre, habitante del «barrio de los italianos» (clase media en decadencia), del otro lado del muro. «Nadie sabe cómo pasaron las cosas, pero a esta altura quizás tampoco importe. Lo que importa es por qué», es una sorprendente afirmación de la autora. Sorprendente por tratarse de una crónica de raíz periodística, pero también indicadora de que la pregunta central se traslada de los hechos a sus causas; y sugiere desde el vamos que no va a haber respuestas.

El muro de ACUBA.

De ese nodo espacio-temporal, derivan otras historias y otros emplazamientos. Aparecen «personajes», muy atractivos, muy bien trazados; sobre todo, Marcelo Rodríguez, líder popular que va de puntero político a jefe de Seguridad de la feria de La Salada. También, Gabriel Gaita, presidente de Gaita SRL, la curtiembre que «apadrina» el asentamiento. «Gaita y Marcelo se entienden: parecen mirar desde una misma oscuridad… Gaita es como Marcelo Rodríguez pero blanco».
En todo momento, la autora se preocupa por dejar clara su situación, su foco: «Soy una mujer de clase media haciendo un libro sobre pobres, las cosas como son». Al respecto, hay una escena clave (tanto en el nivel del relato como en el nivel simbólico): el cruce del precario puente sobre el Riachuelo, para llegar a la Feria. Y, en la escena final, la del juicio, también se deslizan enunciados significativos entre esos mismos niveles, como: «dónde hacer la fila ─en qué lado pararse─ suele ser una pregunta inquietante».
El texto narrativo básico está «cortado» por otros géneros, como las cartas de la madre del chico muerto y una especie de poema (en realidad, una prosa desmembrada en incisos), en la voz de Adriana Amado, investigadora de la universidad de La Matanza, que se configura, por delegación, como el principal testimonio político opositor («la obra de los Kirchner», etc.).
«Acá hay víctimas por todos lados», se dice. Cierto. Pero, y lo repito, es muy llamativo (o, mejor dicho, sintomático) que la autora renuncie a «establecer» los hechos. En el juicio, Baldassarre es condenado, porque «Es política, es política», como dice una señora del barrio italiano luego de oír la sentencia. Pero ¿es culpable? No lo sabemos; no se puede saber.

Contaminación del Riachuelo.

Cerca del final de ¿Quién mató a Rosendo?, Walsh resume su reconstrucción de la escena del crimen y, en ella, la trayectoria de los disparos. Concluye: «Esa es mi “conjetura” particular: que el proyectil número 4 fue disparado por Vandor, atravesó el cuerpo de Rosendo García e hizo impacto en el mostrador de La Real, que hasta el día de hoy exhibe su huella. Admitiendo que no baste para condenar a Vandor como autor directo de la muerte de Rosendo, alcanza para definir el tamaño de la duda que desde el principio existió sobre él. Sobra en todo caso para probar lo que realmente me comprometí a probar cuando inicié esta campaña: Que Rosendo García fue muerto por la espalda por un miembro del grupo vandorista».
La trayectoria de la bala que mató a Contreras podría haberse rastreado de la misma manera, pero su cruda materialidad ya no pertenece al mundo líquido de hoy. Y esta imposibilidad marca los límites (o quizás el horizonte) de la «nueva crónica».
Nicolás Mavrakis, en su reciente #Fin del periodismo y otras autopsias en la morgue digital (CEC, 2011), propone: «La “crónica tradicional”, en la que un sujeto único construía una representación única del mundo a partir de una subjetividad única en contacto con un bagaje limitado de “impresiones”, es cada vez más un dispositivo textual en tensión con un sujeto colectivo que construye una representación colectiva del mundo a partir de una subjetividad colectiva en contacto con un bagaje ilimitado de “impresiones”… ¿Cuál es entonces la “crónica” interesante? La que precisamente se desapega en tanto dispositivo, forma y discurso textual de la subjetividad única y desnuda a partir de su propia exploración la angustia del género. Esto es: la angustia del cronista que se reconoce incompleto e incapaz de insertarse con gusto en el Olimpo de las subjetividades aristocráticas que ofrecen la seguridad del sentido único, ordenado y completo del mundo… ¿Por qué simular que lo que dicen y piensan “los otros” en realidad les pertenece de manera verificable, cuando solo se trata de palabras e ideas recortadas, seleccionadas y editadas a gusto y necesidad del narrador?».
Los otros se sitúa precisamente (lúcidamente) en esta encrucijada —de la historia, del periodismo, de la crónica, de la «verdad»— en que sólo quedan preguntas, y las respuestas son muy distintas a cada lado de un muro poroso y a la vez infranqueable.

Josefina Licitra.


Vínculo útil:

miércoles, 20 de junio de 2012

El estudiante, de Santiago Mitre


La cátedra o la vida

 En su novela breve La caída (1971), Friedrich Dürrenmatt cuenta una lucha por el poder en el seno de una institución política y de un país innominados. Los personajes son designados mediante letras. Las acciones son detalladas y contundentes (la lucha es a muerte), pero la estructura general es abstracta; la comparación con Kafka se hace inevitable, pero también es inevitable asociar la trama a un contexto determinado: la Unión Soviética. Varios elementos apuntan a ello, aunque también son una trampa para el lector y su capacidad —o su manía— de desentrañar implícitos. De hecho, la abstracción del relato implica que podría aplicarse a muchos contextos similares; nada impedía al autor referirse más claramente a uno en especial.

La mirada de Roque.
Pensé varias veces en La caída mientras veía El estudiante, de Santiago Mitre. Por supuesto, el cine plantea problemas muy distintos respecto de la literatura, en lo que hace a sus posibilidades de abstracción. Sacando la animación, el cine surrealista y algunos pocos ejemplos más, el objetivismo del cine lo hace menos capaz de combinar una representación realista con otra abstracta (en el sentido antes apuntado: acciones y personajes bien concretos, pero aplicables a distintos contextos históricos).
Otro ejemplo paralelo: una vez tuve la oportunidad de ver La malasangre, la famosa obra de teatro de Griselda Gambaro, en una puesta en escena que hacía abstracción de la contextualización original, supuestamente la época de Rosas. Los personajes vestían ropas atemporales, o quizás cercanas a una ambientación de ciencia ficción. El resultado (puede suponerse) no era del todo satisfactorio, pero la experiencia fue estimulante, de todas maneras. En la obra de Gambaro había referencias inequívocas a la tiranía rosista (así fue interpretada, por supuesto, en su puesta original, con todo lo que trajo como consecuencia), pero eran referencias suficientemente alusivas como para permitir derivar hacia aquella versión descontextualizada y, por lo tanto, generalizadamente alegórica.

Acevedo capta a Roque.
Repito: El estudiante no podía ser así…, pero algo de eso hay.
Roque, el protagonista, llega a Buenos Aires a estudiar no sabe bien qué, y enseguida se mete de lleno en la rosca política de la UBA, especialmente de la Facultad de Ciencias Sociales (aparecen sus dos sedes, la de Marcelo T. de Alvear, donde yo cursé Letras hace demasiado tiempo, y la nueva, de parque Centenario). Las agrupaciones políticas son ficticias, aunque aluden a varias existentes. De hecho, las paredes de los edificios están revestidas de carteles y pintadas «reales». Cualquiera que haya pasado y pase gran parte de su tiempo entre paredes similares (como es mi caso), identifica, sin dudar demasiado, cada alusión.
El mecanismo que se desencadena es el siguiente: la lucha política, al principio, parece concentrarse en algunos fines «concretos»: actualizar los planes de estudio, mejorar la universidad pública, etc. Enseguida, los fines quedan atrás, desplazados por una serie potencialmente infinita de «medios» (que se revelan como los verdaderos fines): ganar el centro de estudiantes, el claustro de profesores, la rectoría. Acumular poder, lo que significa esencialmente cargos políticos (y, solo secundariamente, o como consecuencia de aquellos, académicos; por ejemplo: los concursos de profesores, una minoría que a su vez decide sobre la votación del rector). Luego, ¿una secretaría nacional, un ministerio? El cielo es el límite.

La quintita de un académico.
La trama, en verdad, va compactando etapas que, en la «realidad», son aun más amplias, más escalonadas. Los fines no siempre quedan claros, y aquí es donde la abstracción de la que hablaba al principio hace su mejor tarea. La política universitaria está vista como metáfora (o sinécdoque) de la política tout court, sí, pero sin llegar a ser una alegoría que deshistorice todo. Al contrario. Esto es lo mejor de la película, creo: el equilibrio (quizás, mejor, un vaivén) entre lo micro y lo macro (polis, cosmos).
De ahí también algunas debilidades, entendibles por la magnitud del desafío. Si aplicamos una clave realista, parece imposible aceptar, por ejemplo, la pelea a trompadas en el aula entre un profesor que acaba de traicionar a su agrupación y un alumno trosco insoportable (demasiado caricaturesco, es cierto). No es solo que yo no lo haya visto jamás, ni tenga referencia de ello: es difícil pensar que pueda ocurrir, por varias razones; especialmente, porque es muy malo dejar ese hilo suelto en la trama (ambos serían sumariados de inmediato, y expulsados, en particular el docente, no por razones de justicia, de aplicación del estatuto, etc., sino porque su propia exagrupación no podría dejar pasar la oportunidad de vengarse de él; el alumno, en cambio, podría ser defendido por el centro de estudiantes y, con algunas negociaciones, salvado).
También es poco verosímil que una chica tan joven como el personaje de Romina Paula sea adjunta de una cátedra; pero es verdad que esto se explica por su relación —afectiva, sexual, política— con el titular, Acevedo (dicho sea de paso, este apellido recuerda fonéticamente, y quizás alude, al verdadero nombre que se esconde detrás del ya famoso Manteca Di Nápoli, en The Palermo Manifesto, de Esteban Schmidt).

Paula observa el irresistible ascenso de Roque.
Es decir, estas posibles incongruencias pueden dejarse de lado en virtud del lado abstracto de la película. Más aun: hacen a ese lado abstracto (entendido en este caso como antirrealista).
Menos justificable, quizás, es el relato en off que explica algunas partes de la trama. Parece injertado después de algunas dudas tras ver una versión sin él o tal vez sea una influencia del Mariano Llinás de Historias extraordinarias. Algunas de esas acotaciones pueden ser más útiles que otras (habría que analizarlas una por una); pero para mí casi siempre son innecesarias. Me parece que hay que arriesgarse a confiar en el poder comunicativo de lo visual y de los diálogos que, por otra parte, son todos muy buenos, entre la espontaneidad de los jóvenes y la sentenciosidad de los adultos.
En este sentido, la puesta en escena visual es de una gran precisión. Hay que seguir con mucho cuidado el sistema de las miradas: primero la de Roque, en su rápida etapa de aprendizaje; la de Acevedo, cuando capta el potencial del este «pibe nuevo»; la de Paula, cuando los ve hablar a solas; la de Acevedo, cuando va descubriendo la relación de Roque y Paula, etc. Los edificios universitarios son mostrados como laberintos (lo son en varios sentidos) derruidos. Se remarca el contraste entre la quintita de Acevedo y los lugares marginales donde viven los demás personajes (la pensión; el padre de la primera novia de Roque, que le da alojamiento; Paula; después, Roque y Paula). También habría que anotar, en esta cuestión de las relaciones de simetría entre niveles, la relación exitosa (e inescrupulosa) que Roque tiene con las mujeres.

Cambio de parejas.
Volviendo a la política, lamento que a Julia Mengolini la pusiera «nerviosa no entender quiénes eran o no peronistas…»; queda claro todo el tiempo, pero entre esa estética abstractiva de la película y el deseo de no querer ver (sobre todo, las alianzas culposas), bueno, pues no se ve… No es que se resalte sólo la rosca por sobre la ideología; es la hipótesis, mucho más fuerte, de que la primera cuestiona (o directamente destruye) a la segunda; la idea, por qué no ingenua, de que no deberían convivir. Una utopía, quizás, pero allí está.

En este sentido, puede ser cierto lo que dice Oscar Cuervo sobre la presencia en la película de una «distancia sarcástica del discurso impugnador de la política desde una superioridad moral». Yo le sacaría las palabras sarcástica y superioridad; pero hay distancia y hay moral, y el final (que no conviene contar, ya se sabe) propone precisamente eso: otra moral. ¿Por qué no sería posible eso? En todo caso, otros tendrán que dar las respuestas; o lo que es más fácil, negar las preguntas (lo más habitual). Pero las preguntas quedan hechas, y el pragmatismo del poder no alcanza para negarlas; al contrario, las reafirma, aunque quiera refugiarse en las determinaciones de la estructura o en la necesidad seudosartreana de «ensuciarse las manos».
La realpolitik y la ética no se pueden combinar tan fácilmente.


(Publicado en la revista digital El Gran Otro, enero de 2012.)