Algunos apuntes sobre
enunciación visual en
¿Qué puede un cuerpo?,
de César González
Pablo Valle
Y el hecho es que nadie, hasta ahora,
ha determinado lo que puede el cuerpo,
es decir, a nadie ha enseñado la experiencia, hasta ahora,
qué es lo que puede hacer el cuerpo
en virtud de las solas leyes de su naturaleza,
considerada como puramente corpórea,
y qué es lo que no puede hacer
salvo que el alma lo determine.
Spinoza, Ética
Introducción
Los cuerpos miran y son vistos.
En el cine, miramos y somos vistos.
El siguiente trabajo intenta plantearse algunas
cuestiones que tienen que ver con la enunciación (audio)visual. ¿Desde dónde se narra? ¿Quién narra? Las
preguntas, como se ve, son demasiado ambiciosas, así que por ahora van a
sumirse en un recorrido acotado, esperando una posibilidad futura de ampliar
las respuestas o, por lo menos, sumar otros recorridos.
Empiezo con una breve referencia al documental No intenso agora, de Moreira-Salles. O,
más bien, a un fragmento particularmente significativo (no el único), donde el
filme parece volverse sobre sí mismo y plantear una disyuntiva que no logra
superar o, mejor, que lo constituye.
Después, sigo con algunas reflexiones sobre la
enunciación en general, y la enunciación visual en particular: este es “el
enigma”. Un concepto pensado, y desarrollado, para el lenguaje, y luego
ampliado (la famosa “extensión semiológica”) a otros sistemas de signos que
son, con suerte, homólogos a aquél; o ni eso.
Sin embargo, ciertas consideraciones sobre la
enunciación literaria ─aunque aparentemente laterales─, del gran crítico
peruano Cornejo Polar, pueden aportar algunos conceptos fructíferos para lo que
sigue.
Finalmente, lo que debería ser más importante: la
película de César González ¿Qué puede un
cuerpo? (2014). Trataré de rastrear aquí cómo en ella se organiza la
enunciación en función de una mirada interior,
homogénea respecto de sus enunciados.
¿Una ruptura completa en el cine argentino? Nada es
totalmente nuevo, nada sale de la nada; pero espero poder sentar las bases de
un trabajo más amplio sobre las bases aquí sugeridas.
En el intenso aquí
… en fin, desde un margen ─desde el trópico─
interpreta un acontecimiento mayor de Europa.
Javier Trímboli
El documental No
intenso agora, de João Moreira Salles (2017), es ─entre otras cosas,
ciertamente─ una suerte de gigantesco tratado sobre el enunciador
cinematográfico.[1]
Y quizás no solo en el documental, aunque claramente rinde tributo a un
subgénero muy frecuentado en los últimos años,[2] el
“documental en primera persona”.
¿Desde dónde
(se) narra? ¿Qué punto de vista garantiza un cierto grado de objetividad,
dentro de la predominante exhibición de subjetividad en la que inevitablemente
voy a caer, y en la que el espectador va a tener que acompañarme, si le
interesa, si le intereso?[3]
Se plantean en la película de Salles muchas cuestiones
autorreferenciales que tienen que ver con la enunciación, pero hay un momento
metalingüístico fulgurante: cuando compara los rollos 25 y 127, tomados durante
la Primavera de Praga y hallados muy posteriormente, sin indicación de autor.
Uno de ellos, el 25, es “objetivo”, distanciado; el otro, el 127, en cambio,
“baja a la calle”, se mezcla entre la gente, asume la primera persona aun desde
un (necesario) ocultamiento del propio cuerpo.[4]
Rollo 25.
El rollo 127 “baja a la
calle”.
Como sugiere Didi-Huberman (2014), al principio de su Pueblos expuestos, pueblos figurantes,
hoy y desde hace un tiempo los pueblos están expuestos, pero no (solo) en el
sentido de que son más visibles, de que se ha corrido el velo culpable que los
ocultaba para salvar la vergüenza del dominador, sino (más bien) en el sentido
de que corren más peligro, están más amenazados, tanto en su representación
como en su existencia mínima; la
(supuesta) develación parece ser otra forma de velo culposo.
Entonces: ¿cómo narrar
al pueblo?[5] La
pregunta no es nueva, ni lo son sus respuestas posibles. Pero siempre es
necesario volver a ella, y más ahora, en la medida en que se impone la
creciente sobreexposición de los media,
que ofrecen una suerte de respuesta: mostrar
más, no importa cómo. Una respuesta obvia, inocente: garantía de que
estamos tratando con una dimensión ideológica.
¿Y si la pregunta de cómo narrar al pueblo nos condujera a la pregunta de quién puede hacerlo?
El enigma de la enunciación
visual
Un nombre por otro, la parte por el todo:
siempre podrá tratarse la violencia histórica del Apartheid como una metonimia.
Tanto en el pasado como en el presente. Por diversas vías (condensación,
desplazamiento, expresión o representación), siempre podrán descifrarse a través
de su singularidad muchas otras violencias que se producen en el mundo. A la
vez parte, causa, efecto, síntoma, ejemplo, lo que pasa allí traduce lo que tiene lugar aquí siempre aquí, donde quiera que estemos y desde donde miremos,
justo a nuestro lado. Responsabilidad infinita, desde entonces.
Prohibido el reposo a cualquier forma de
buena conciencia.
Derrida, Espectros de Marx
La investigación semiótica sobre el cine no pudo
evitar caer en la tentación de basarse en los estudios lingüísticos, en el modelo
del lenguaje hablado, algo que podríamos llamar “la maldición de Saussure”:
desde la conocida descripción del cine como “lenguaje sin lengua” (a la que
debió finalmente cuestionar él mismo), de Metz, hasta los desarrollos de
Pasolini, intentando demostrar una “doble articulación” de la lengua
cinematográfica, en la que las unidades mínimas serían los objetos de la
realidad.
Estoy muy lejos de poder terciar en esta disputa, que
a primera vista me parece al mismo tiempo atractiva e innecesaria. (Sé que sueña
extraño.) Más me interesa otro tema que también tiene que ver con la extensión
semiológica: la enunciación (audio)visual.
Aquí también aparecen las trampas de la analogía con
el lenguaje hablado, pero ya no obedecen a aquella maldición del lingüista
suizo, quien, como sabemos, poco se interesaba por cuestiones enunciativo-comunicativas,
relegadas al módico infierno del habla. El mismo Pasolini intentó, por ejemplo,
llevar al cine cuestiones muy importantes en el lenguaje (esta vez, literario),
como el discurso directo y el discurso indirecto, o un paralelismo (siempre
forzado) con las personas gramaticales.
¿Hay en la imagen un equivalente a la primera persona?
No la cámara subjetiva, por cierto. ¿Y a la segunda, o las formas plurales?
Otra vez: los intentos son interesantes, pero sus resultados son pobres, si se
me permite. Jorge Alessandria ha hecho otras propuestas respecto de las
pasolinianas, quizás más convincentes (ha pasado mucha agua bajo muchos puentecitos),
aunque resignado a que es imposible establecer paralelismos absolutos. (Después
de todo, tampoco todas las lenguas habladas tienen el mismo sistema pronominal que
las occidentales…).
Justamente Alessandria acierta al notar una
discrepancia esencial entre el sistema enunciativo lingüístico y el visual.
Para transferir
la teoría de la enunciación de la lingüística al campo de las imágenes, es
necesario primero replantear el esquema del circuito de la comunicación
(seguimos en esto a J. Fontanille, 1989). A partir de la situación del diálogo
verbal interpersonal, el circuito de comunicación suele pensarse como
E
à M à R
Donde el emisor (E) manda un mensaje (M) a un receptor
(R), según una línea unidireccional cuyo origen es E y cuyo fin es R. El emisor
y el receptor están de lados diferentes del mensaje.
En cambio, en el caso de las imágenes (cuadros,
fotografías, cine), “el emisor y el receptor ocupan sucesivamente un mismo
lugar frente a la imagen”. Esto lo lleva
a reformular el anterior esquema comunicativo EàR en otro formato; pero, sobre todo, a postular una
figura otra: el Observador. “Toda
imagen presupone, frente a ella, un punto de vista, un lugar desde donde se la
mira. Este lugar lo llamaremos ‘Observador’, entendiendo que este Observador es
una posición abstracta…”. Retengamos esta última cuestión, porque es
fundamental.
Desde las primeras investigaciones importantes sobre
la enunciación (lingüística) ─Benveniste, Ducrot, Jakobson─,[6] se
planteó la disyuntiva entre lo empírico y lo imaginario (o, como diría
Alessandria, lo abstracto). ¿El enunciador es el productor real del enunciado o
es una instancia imaginaria solo presente de manera virtual en el enunciado, y
cuyas relaciones con lo real son o bien problemáticas o bien inexistentes?
O, como lo pregunta muy claramente Bettetini,
¿este sujeto de
la enunciación es un simulacro instalado en el discurso; o (puesto que se hace
referencia a una situación concreta
de intercambio) es un ente que está en el origen de la comunicación, un ente,
entre otras cosas, dotado incluso de una corporeidad? (…) Cada texto construye,
pues, en su articulación semiótica, dos simulacros simétricos: el del sujeto
enunciador y el del sujeto enunciatario.
Sin embargo, en el cine, parecería haber un proceso de
desmaterialización de los cuerpos, al
mismo tiempo que un intenso involucramiento sensorial y perceptivo. Si se
quiere simplificar este proceso, se podría decir que la desmaterialización
queda del lado del “autor” (que se proyecta en el filme solo en forma de
huellas, de signos, de sombras dudosas), mientras que la rematerialización se produce en el receptor, que ocupa cada vez el
lugar de aquel Observador abstracto que le habría sido asignado previamente…
Pero ¿por quién?, ¿de qué manera?
Quizás haya que buscar una forma de resucitar a ese
autor fantasmal; pensar en una figura intermedia entre la abstracción total y
aquella que retira un premio de la Academia o cobra en Argentores.
De la palabra a la imagen: un
camino alternativo
De ahí la fuerza de la pregunta de Spinoza: ¿qué puede
un cuerpo?,
¿de qué afectos es capaz? Los afectos son devenires:
unas veces nos debilitan, en la medida en que disminuyen
nuestra potencia de obrar y descomponen nuestras relaciones (tristeza),
y otras nos hacen más fuertes, en la medida en que aumenta nuestra potencia
y nos hacen entrar en un individuo más amplio o superior
(alegría).
Spinoza no cesa de asombrarse del cuerpo. No se asombra de tener un
cuerpo, sino de lo que puede el cuerpo. Y es que los cuerpos no se definen por
su género
o por su especie, por sus órganos y sus funciones,
sino por lo que pueden, por los afectos de que son capaces,
tanto en pasión como en acción.
Gilles Deleuze y Claire Parnet, Diálogos,
Valencia, Pre-textos, 1980, pp. 69-72.
Después de tanto criticar el abuso del análisis
lingüístico en el cine, caigo en la necesidad de un atajo que, a primera vista,
también parece muy recurrido: la literatura. Veamos qué sale.
En la historia de la literatura latinoamericana, una
de las polémicas más célebres, e importantes, tiene que ver con el regionalismo
y el indigenismo. La bibliografía al respecto es inacabable (casi se podría
decir, por ejemplo, que hay más teoría sobre el indigenismo que relatos
indigenistas).
Por supuesto, la polémica tiene como punctum la eficacia de un género que
apuesta a representar, con matices, los padecimientos de uno de los sujetos
subalternos constitutivos de nuestra América, el Indio. La mayúscula, claro
está, remite rápidamente a uno de los problemas básicos: la idealización de una
figura inabordable por medio de las estéticas europeas imperantes en la
narración, sea romántica, realista o naturalista; y a una retórica marcada por
el reinado indiscutido de la antonomasia.
Y otra cosa: ¿cómo, o sea desde dónde, narrar la
experiencia extrema de esos grupos subalternos que llamamos pueblos
originarios? La pregunta nos suena. Veamos una respuesta, la del crítico
peruano Antonio Cornejo Polar, y su concepto de literatura heterogénea, en su artículo “La novela indigenista: un género contradictorio”.
En
sus manifestaciones más claras, la novela regional constituye un caso típico de
literatura heterogénea: en ella un determinado universo sociocultural es
revelado desde y por otro universo distinto, lo que implica la acción de una perspectiva inevitablemente
exterior. Este y otros problemas relativos a la heterogeneidad de la novela
regional pueden observarse nítidamente en la novela indigenista ─cuyo trayecto
histórico se inscribe casi en toda su extensión dentro del orden regional. El estudio
de la novela indigenista esclarece, por extensión, los caracteres de un
movimiento más vasto.
Desde su texto
inaugural la novela indigenista señala, pues, su más profunda índole, su carácter de narración exterior, no
sólo porque su perspectiva de creación lo sea, sino, mucho más decisivamente,
porque no puede dejar de serlo. La
perspectiva exterior es la condición de existencia de la novela indigenista.
Curiosamente el curso histórico del indigenismo se puede explicar como un tenaz
y permanente esfuerzo por borrar esta condición, ocultándola, o tratando, por
muchos caminos, de superarla. En este sentido es una literatura que se niega a
sí misma, oscureciendo su base heterogénea, y se imagina, más bien, como lo que
no puede llegar a ser: como una novela indígena (Cornejo Polar, 1979;
subrayados míos).
Poco
después, en “El indigenismo y las
literaturas heterogéneas: su doble estatuto sociocultural” (1982), Cornejo insiste en la misma línea:
La heterogeneidad se manifiesta a través de muchas y
distintas formas y niveles. Interesa en esta ocasión reflexionar sobre las
literaturas que se proyectan hacia un
referente cuya identidad socio-cultural difiere ostensiblemente del sistema que
produce la obra literaria; en otras palabras, interesa examinar los hechos
que se generan cuando la producción, el texto y su consumo corresponden a un
universo, y el referente a otro distinto y hasta opuesto. (…)
La heterogeneidad genera una desigual relación entre
su sistema de producción y consumo; por una parte, y el referente, por otra,
otorgando una notable primacía a aquél y oscureciendo a éste bajo la fuerza de
la interpretación que se le sobreimpone. En el plano formal este desequilibrio
significa que el referente no es todavía capaz de imponer sus modos de
expresión y debe soportar una formalización que no le es propia y que resulta,
en mayor o menor medida, tergiversadora. (subrayado mío)
El regionalismo
y el indigenismo debían, entonces, asimilar (“homogeneizar”) el sistema de
producción y el sistema de referencia, lo que implicaría, entre otras cosas,
hacer suya la esfera cultural a la que este pertenece, no solo como temática
(objeto), sino también como forma y
como sujeto. Lo cual cuestiona de
raíz las posibilidades de una perspectiva exterior. No se trata de profundizar
la intención “realista” (denunciar, ser lo más “fiel” posible, hacer visible lo
invisible, etc.); se trata de algo más complejo, y quizás utópico: que la
perspectiva sea impuesta por el referente; que el referente hable. (O que el que hable sea un
referente.)
De nuevo Didi-Huberman:
La proximidad es
necesaria para la agudeza, porque esta concierne al cuerpo humano. La distancia
es necesaria para la objetividad, porque esta, que concierne al cuerpo humano,
está bajo la constante amenaza del guiño, la relación psicológica de seducción
o, al contrario, de querella (…) no basta con ver de cerca el cuerpo del otro,
hay que asumir el gesto de acercarse, como una manera de marcar en nuestro
propio cuerpo de mirador el acto de reconocer al otro como tal.
Pero, entonces, y volviendo a cosas que planeamos
antes, ¿qué posición puede tener el Autor en este nuevo sistema
representacional que no se aleja del referente como esfera separada? ¿Debe
formar parte del referente? ¿Y cómo sería eso?[7]
Pasolini señalaba con su habitual agudeza: “entre un
burgués y un changador sólo puede existir una unión de simpatía humana, como si
dijéramos canina. Nosotros los burgueses somos todos racistas. Pero yo no
quiero serlo. Y quiero que un changador sea un changador: es decir, quiero que
no sea ni una imagen que me gusta ni el portavoz de mi filosofía”.
Una buena manera de ver estos debates bajo otra luz es
un género que en los últimos años gozó, en toda Latinoamérica, pero sobre todo
en la Argentina, de una aprobación extendida y un gran éxito en términos de
lectura: la crónica.
Un autor que representa muy bien el género es el
chileno-argentino Cristian Alarcón (Cuando me muera quiero que me toquen cumbia. Vidas de pibes
chorros, 2003, y Si me querés, quereme transa, 2010). Podemos sumar
(aunque toda suma implica un achatamiento reprochable) a: Leila Guerrero, María
Moreno, Josefina Licitra, Martín Caparrós; y, en el ámbito latinoamericano, Guadalupe
Loaeza, José Alejandro Castaño, Juan Villoro, Pedro Lemebel, Jaime Bedoya, Alberto
Salcedo Ramos.[8]
Sin embargo, este género, muchas veces ligado al
relevamiento de “la vida de los pueblos”, nos enfrenta otra vez a eso que
Cornejo había llamado heterogeneidad, la irrenunciable distancia entre el yo que narra y el ellos que es narrado.
Nicolás Mavrakis (2011) ha sido implacable al
respecto:
La “crónica
tradicional”, en la que un sujeto único construía una representación única
del mundo a partir de una subjetividad única en contacto con un
bagaje limitado de “impresiones”, es cada vez más un dispositivo textual en
tensión con un sujeto colectivo que construye una representación colectiva del
mundo a partir de una subjetividad colectiva en contacto con un bagaje
ilimitado de “impresiones”.
Y alguna vez me tocó reseñar
un libro muy exitoso, de título sugestivo, para empezar: Los otros. Una historia del Conurbano bonaerense, precisamente de
Josefina Licitra.
En todo momento,
la autora se preocupa por dejar clara su situación, su foco: “Soy una mujer de
clase media haciendo un libro sobre pobres, las cosas como son”. Al respecto,
hay una escena clave (tanto en el nivel del relato como en el nivel simbólico):
el cruce del precario puente sobre el Riachuelo, para llegar a la Feria. Y, en
la escena final, la del juicio, también se deslizan enunciados significativos
entre esos mismos niveles, como: “dónde hacer la fila ─en qué lado pararse─
suele ser una pregunta inquietante” (Valle, 2012).
Para terminar (digamos) este apartado, solo queda adelantar una aporía, a la que
volveré en breve, y que ya debería haberse hecho evidente: ¿desde dónde habla el crítico, entonces?
Las (im)posibilidades de los
cuerpos
Yo aprendí a ver pibes muertos / yo aprendí a ver
pibes presos /
un tiroteo siempre por acá / así a los chicos yo no
los quiero más /
Mucha droga / muchos tiros / poca caricia / poco
cariño /
Pibes matando / pibes corriendo / niños mirando /
así aprenderán / Me llamo Alen /
soy de la Gardel / te vengo a rapear /
a ver si entendés / lo que pasa acá.
Alan Garvey, “Yo
aprendí”
(https://www.youtube.com/watch?v=JaSDys6hmak&ab_channel=C%C3%A9sarGonz%C3%A1lez)
Se puede hacer una historia sobre cuándo y cómo
aparecen los barrios populares (villas de emergencia o villas miseria, hoy
“barrios vulnerables”: otra historia, la de sus nombres) en el cine argentino.
De hecho, Gonzalo Aguilar (p. e., 2013), entre otros, lo ha intentado
convincentemente.[9]
Aparte del intento pionero de Puerto nuevo (1936), de Amadori y Soffici ─más que nada, un
vehículo para el lucimiento de Pepe Arias, Charlo y Sofía Guzmán en un
melodrama sentimental que solo incluye un comienzo en el barrio de los
desocupados del puerto─, 1958 parece ser el momento clave. Es el año de El secuestrador, de Leopoldo Torre
Nilsson, y Detrás de un largo muro,
de Lucas Demare.
Y, más allá de que esta última pueda considerarse la
inicial porque se estrenó unos meses antes, me gusta pensar que la primera
visión cinematográfica argentina de una villa miseria es una panorámica como
contraplano de una mirada exterior, desolada,
la de una chica de campo (precisamente, Susana Campos) que empieza a conocer el
lugar terrible donde está condenada a vivir, cuando había soñado una Buenos
Aires distinta.
Plano.
Contraplano (panorámica).
Esa mirada exterior, por supuesto, es delegación de un
Observador/enunciador inevitablemente externo, distante, más allá de las
diversas valoraciones que nos merezca el intento de Demare.
Respecto del cine de César González, Mariano Veliz
(2019) plantea crudamente la cuestión que me va a ocupar de acá hasta el final:
A pesar de la
extensa aprobación con la que cuentan las teorías que afirman la muerte del
autor desde la clausura de la década de los sesenta, los abordajes críticos del
cine de César González parecen no poder evadir la inclusión tanto de información
biográfica como de apelaciones a su intencionalidad manifiesta.
Pero, siguiendo un camino que pasa por el esencialismo
estratégico alla Spivak y diversas
variantes sobre la “irrupción del cuerpo del proletario”,[10]
no puede dejar de concluir (parcialmente): “Si se sigue esta argumentación, no
resulta insignificante el señalamiento de la identidad villera de César González” (subrayado mío).
En la excelente entrevista de Kilómetro 111 (Bernini y otros), el mismo González afirma
taxativamente: “yo no considero que haya que ser villero para mostrar la
villa”. Luego de lo cual los entrevistadores, empero, insisten: “Vos dijiste que
no considerabas que había que ser villero para representar la villa. Pero
igualmente hay una experiencia tuya, que es única, y que es la experiencia de
haber salido, de haberte salvado. Me parece que ahí está la posibilidad de
hablar sobre la villa: eso es lo que te autoriza, el hecho de haber estado y
haber salido. ¿Hay en esto un sentido pedagógico en tu cine?”.
La última pregunta abre un sendero interesante, pero
que no voy a seguir. Todo lo anterior en este trabajo me estuvo llevando al
otro enunciado: ahí está la posibilidad
de hablar sobre la villa / eso es lo que te autoriza, el hecho de haber estado
y haber salido.
Voy a tratar de recoger todo lo que estuve tratando de
decir hasta ahora en un análisis del segundo largometraje de González, ¿Qué puede un cuerpo?, para ver si se
puede verificar en él la construcción de un enunciador interno, no heterogéneo, legitimado por una
condición existencial y social que a su vez implica el desarrollo de un cuerpo que está ahí, ve y muestra.
Ya en la primera escena, vemos al protagonista (“el
cartonero”) rebuscando en un recipiente de basura elevado.[11]
El plano es lateral, y el sujeto está significativamente a un costado (recurso
que, por ejemplo, explotó, un poco abusivamente, Cuarón en su Roma).
El plano disminuye, y desplaza, al protagonista respecto de su entorno (un chalé de
clase media, con su prolijo jardín, etc.); pero, en realidad, se contrapone a
todo lo que va a venir. Es como si dijera: esto no va, no lo vamos a ver más
así.
Es importante la visión panorámica del barrio
vulnerable, que no siempre es “la” villa arquetípica (hay en González una
suerte de catálogo de todos los escenarios posibles, desde los barrios de clase
media hasta los laberínticos pasajes villeros que recuerdan las locaciones de
Pedro Costa). En otras películas del autor, va a aparecer la denominación
“barrio bajo” (cuyo origen habría que rastrear en una cierta genealogía
internacional, de la música “latina”, o lo “latino” sin más).
A partir de que la novia, madre de su hija, le
reprocha al protagonista “eso no es un laburo”, lo vamos a ver (en corte
directo) arrastrando el carro. Acá, en otro plano lateral pero con el
protagonista ocupando el centro de la escena.
Entonces, ya empezamos a estar “dentro” del carro, en
largos travellings que se van
encadenando por distintas locaciones. Lo seguimos, lo acompañamos, estamos pegados a él. ¿Podemos ser él?
Seguramente no, pero es la posición del enunciador la que nos permite
plantearnos la mera posibilidad.
Algunos planos, incluso, son tan cercanos, que hacen
que el carro del cartonero, aun vacío, configure una especie de escultura
abstracta.
Llega la noche. El carro está casi lleno, apenas nos
deja lugar en él.
Uno de los planos más extraordinarios del filme:
Deleuze entre los cartones. ¿Para qué filosofía en tiempos de indigencia?
Al respecto, habría que hacer un relevamiento
exhaustivo de distintas “series” que atraviesan las películas de González,
contando ─cada una a su manera─ una suerte de historia paralela: los libros,
como aquí. Los tatuajes (“tumberos” o profesionales):
Los pósters de películas, los discos, las camisetas de
fútbol, las gorras, los carteles en calles y rutas, las marcas comerciales. En
este plano, también extraordinario, se cruzan varios de esos lenguajes:
Un cartel (muy significativo, por cierto) durante la
huida de Alan:
Justamente, y volviendo al tema del punto de vista, la
corrida de Alan, luego de un robo posiblemente frustrado (aunque elidido, como
el último robo, de final trágico), es seguida de cerca, cámara en mano.
Alan le ha pedido un arma a un amigo, otro chico, que
se la da. Antes, hablan de la (im)posibilidad de hacer música, un arte para el
que Alan está especialmente dotado. “¿Te pensás que va a venir alguien de
afuera del barrio para que vaya a grabar…? Nosotros somos villeros. ¿Te pensás
que alguien va a confiar en nosotros?”.
Esta escena tiene lugar en un locus muy particular: el auto desarmado, “cortado”, típico del
paisaje villero. En Lluvia de jaulas,
la última película de González, vuelve a aparecer un auto así, pero con mucho
mayor protagonismo.[12]
La misma planificación se aplica a la escena de los
chiquitos que lavan vidrios y piden limosna en la fila de autos parados en el semáforo.
La cámara los sigue de atrás como si fuera un personaje más, pero no hay
subjetiva (los personajes deberíamos ser nosotros).
Siempre en este sentido, una escena autorreferencial
muy impresionante es la de los videojuegos. El fotograma ─como pasa siempre,
pero acá más─ no le hace justicia, ya que toda la secuencia tomada del monitor es
un pequeño ensayo acerca del punto de vista (se trata de un juego de acción “en
primera persona” sobre robos y persecuciones). Y uno de los protagonistas
comenta, risueño: “Parece la vida real”.
A la inversa del delincuente protagonista del cuento
de Borges “La espera”, que va a ver una película de gángsters pero no se siente
identificado, acá los jóvenes entienden perfectamente lo que ven y, aunque se
distancien irónicamente, saben que los refleja (y que puede reflejar su final
anunciado).
Hay que hacer aunque sea una pequeña referencia al
ámbito de la clase media, reflejado, sobre todo, en la oficina, donde el
protagonista es maltratado por su jefe y su secretaria-amante. Un pequeño
espacio de abyección tratado con trazo grueso pero efectivo. (De hecho, en los
créditos, los dos personajes femeninos que se pelean son caracterizados como
“empleada de oficina buena” y “empleada de oficina forra”.)
En esas breves escenas, se le exige al personaje que
tenga “fuerza” para trabajar (fuerza de trabajo, claro, lo único que tiene).
Justamente a alguien que ha tratado de hacer del esfuerzo físico, del
agotamiento de un cuerpo que arrastra un carro, su medio de vida, siempre
insuficiente.
Y los personajes masculinos “pelados”, de clase media
(como en algunas películas de Perrone), siempre están relacionados con el Mal.
Este es el que está involucrado en el “golpe”, que va a salir mal, suciamente
entramado con supuestos contactos oficiales, gendarmes y la policía.
El resultado aparece de súbito con un plano que bien
podría salir por la televisión todos los días. Allí, debajo de la bolsa negra,
hay un personaje que estuvimos viendo, que conocimos, que escuchamos, ahora reducido
a lo inerte-anónimo.
… Salvo por el detalle que redime el cuadro. Una mano
que, aun abierta y sin vida, golpea al espectador con la humanidad abatida del
otro. (Aquí, el tatuaje tumbero era un signo de destino.)
Al final, el cartonero sigue en su trabajo. (Como en
la escena de Alan que conté antes, le ha pedido un arma a uno de los chicos que
intervino en el robo frustrado, pero este se la niega, lo cuida, no quiere más
muertes de amigos...)
El círculo no se cierra, continúa indefinidamente. Ha
sobrevivido. La película termina: ya no lo seguimos.
Espero haber podido, no demostrar, sino sugerir con
cierta convicción que el cine de César González se propone, y logra en gran
medida, que la noción de enunciador abandone el resbaladizo campo de la
abstracción o el simulacro (palabras que ya han aparecido por aquí), para
encarnarse en una mirada concreta, que es parte de un cuerpo concreto, no
intercambiable con otro.
El espectador, que también es un cuerpo, puede eludir
la interpelación (y vaya si lo hace), pero siempre al precio de quedar afuera,
irremediablemente del otro lado. ¿Tiene acaso otra posibilidad? Necesitaría más
espacio, y más tiempo, para sobrepasar mi propia experiencia y dar respuesta(s)
a ese interrogante.
Entonces, quizás, a la pregunta sobre qué puede un
cuerpo, se le superpone la contraria: qué no
puede un cuerpo. Y una respuesta ─sin duda, no la única─ podría formularse aquí
(y sacar todas las consecuencias de ello): un
cuerpo no puede ser otro cuerpo.
Conclusión
Es necesario empezar a confesar de qué maneras
de mirar somos culpables.
Eduardo Grüner, El sitio de la mirada
Para terminar, solo me queda retomar la aporía que ─a
esta altura del trabajo─ debería haberse hecho evidente hace rato: si el cine
de César González plantea una homogeneidad
enunciación-enunciado (en los términos antes analizados), y esta es la fuente
primigenia de su originalidad y su “contenido de verdad”, ¿desde dónde
podría/debería plantearse un trabajo crítico sobre ese cine?
De los laberintos no se sale por arriba, sino
rompiendo las paredes.
Pablo Valle, noviembre de
2020
Bibliografía
Aguilar, Gonzalo Moisés
(2013). “Las villas miseria en el cine argentino: un elefante oculto detrás del
vidrio”, Grumo 10, 4, 15-35.
Alessandria, Jorge (1996).
“La enunciación visual”, en Imagen y
metaimagen. Buenos Aires: Eudeba.
Berger, J. (1998), Mirar. Buenos Aires: Ediciones la Flor.
Bernini, Emilio; Tomás Binder; Oscar Cuervo, y Román
Setton (2015). “Qué puede un lumpen. Gracia, justicia y heterogeneidad.
Conversación con José Campusano, César González y Raúl Perrone”. Kilómetro 111. Conversaciones 13
(parcialmente disponible en http://kilometro111cine.com.ar/conversaciones-prologo-12).
Bettetini, Gianfranco
(1996). La conversación audiovisual:
problemas de la enunciación fílmica y televisiva. Madrid: Cátedra.
Cornejo Polar, Antonio
(1979). “La novela indigenista: un género contradictorio”. Texto Crítico 5, 14, 58-70.
Cornejo Polar, Antonio
(1982). “El indigenismo y las literaturas heterogéneas: su doble estatuto
sociocultural”, en Sobre literatura y
crítica latinoamericanas. Caracas: Facultad de Humanidades y
Educación/Universidad Central de Venezuela, pp. 67-85.
Didi-Huberman, Georges (2014). Pueblos expuestos, pueblos figurantes. Buenos Aires: Manantial.
Filinich, María Isabel (1998). Enunciación. Buenos Aires: Eudeba.
Kerbratt-Orecchioni, Catherine (1987). La enunciación. De la subjetividad en el
lenguaje. Buenos Aires: Edicial.
Mavrakis, Nicolás (2011). #Findelperiodismo y otras autopsias en la morgue digital. Buenos
Aires: CEC.
Pasolini, Pier Paolo (2005). Empirismo herético. Buenos Aires: Brujas.
Piedras, Pablo (2014). El cine documental en primera persona. Buenos Aires: Paidós.
Trímboli, Javier (2018). “Belleza y elisión. A
propósito de No intenso agora, de
Moreira Salles”. Kilómetro 111, 30 de
mayo (disponible en http://kilometro111cine.com.ar/belleza-y-elision/?fbclid=IwAR0X-hAASYjALFyIqGsEemtUAh4N_lZ3iTpJP3RwiXtkJLtfYe3cYls1Oqk).
Valle, Pablo (2012). “Del
otro lado del muro. Reseña de Los otros. Una historia del Conurbano bonaerense,
de Josefina Licitra”. Revista digital El Gran Otro, 31 de enero (disponible en
http://elgranotro.com/del-otro-lado-del-muro).
Veliz, Mariano (2019). “Dispositivos de percepción de
las villas miseria en el cine de César González”. L’Atalante 28, julio-diciembre.
Filmografía
Detrás
de un largo muro,
de Lucas Demare (Argentina, 1958).
No
intenso agora, de Jõao
Moreira Salles (Brasil, 2017).
¿Qué
puede un cuerpo?, de César
González (Argentina, 2014).
Videogramas
de una revolución,
de Harun Farocki y Andrei Ujica (Alemania, 1992).
[1]
Para un
excelente análisis de la película de Moreira Salles, ver Trímboli (2018). “No
es aquí, no obstante, donde vemos el problema principal de esta película,
problema que es de ella y es nuestro. El preciosismo, la delicadeza ya
indicada, encuentra su punto más alto en impedir que nada del presente, de todo
lo que siguió en estos 50 años, pase, llegue hasta nosotros. Nada salvo la
melancolía”.
[2] Ver Pablo
Piedras (2014). Pese a su título, muy amplio, se limita al caso argentino.
[3] Un breve
excurso, creo que pertinente: en el documental Santiago, Italia, de Nanni Moretti (2018), sobre los exiliados
chilenos en su país, el director italiano oficia de entrevistador. Solo se oye
su voz cascada, tan identificable por otra parte. Sin embargo, Moretti aparece
en cámara en una escena clave: cuando un genocida discute las condiciones de la
entrevista pactada con anterioridad, diciendo algo así como que él había
pensado que iba a ser imparcial. Moretti contesta, seco, “No, yo no soy
imparcial”, y la escena se corta bruscamente: no hay entrevista. He aquí toda
una ética del documental, en primera o cualquier otra persona.
[4] En Videogramas de una revolución (1992), de
Harun Farocki y Andrei Ujica, filme realizado, también con found footage, sobre los últimos días de Ceaesescu, podrían
rastrearse asimismo estas “variables posicionales”. Una de sus secciones se
llama, precisamente, “Las cámaras bajan a las calles”. Didi-Huberman: “Volvemos a encontrar aquí ─aunque Deleuze no la
formule del mismo modo─ la soberanía que Georges Bataille esperaba de toda obra
de ‘cultura’: que diera rostro a lo ilimitado en la gracia o el azar de un
surgimiento, que diera rostro a la finitud en el límite o el marco que elegía
atribuirse. Eso es lo que siempre pasa cuando un cineasta filma una multitud: es
preciso, como decía Pudovkin, treparse a un techo para seguir los grandes
movimientos, después bajar al primer piso para leer mejor los estandartes de la
manifestación y, por último, mezclarse con la gente para seguirla desde adentro”.
[5] “¿Cómo hacer la
historia de los pueblos? ¿Dónde hallar la palabra de los sin nombre, la
escritura de los sin papeles, el lugar de los sin techo, la reivindicación de
los sin derechos, la dignidad de los sin imágenes?” (Didi-Huberman).
[6] Algunos
manuales básicos sobre enunciación siguen siendo Kerbrat-Orecchioni (1987) y
Filinich (1998).
[7]
John Berger (1998) nos da una ratificación lateral en
otro sistema de representación visual, la pintura: “Mediante los gestos y la
energía que caracterizan sus pinceladas, Van Gogh logra en ellos que la figura
que trabaja la tierra se fusione con su entorno. Tal energía era liberada por
su intenso sentimiento de empatía con la temática tratada. Cuando escribía
sobre Millet, indicaba que una de las enormes dificultades con las que éste
hubo de enfrentarse era la de pintar al campesino trabajando en la tierra, en
lugar de ante ella. Esta dificultad se debía a que el lenguaje de la pintura
paisajística que Millet había heredado hablaba del paisaje desde el punto de
vista del viajero. El horizonte constituye una suerte de resumen de todo el
problema. El viajero/espectador mira hacia el horizonte: para el campesino que
trabaja con la espalda curvada sobre la tierra, el horizonte es, o bien
invisible, o bien el límite que rodea totalmente al cielo, de donde viene el
buen tiempo o el malo. El lenguaje de la pintura paisajística europea no podía
expresar esta experiencia. Ese mismo año, unos meses después de la publicación
del artículo sobre Millet, hubo en Londres una exposición de pintura campesina
de la región de Hu, en China. De los cerca de ochenta cuadros que representaban
la figura del campesino trabajando al aire libre, sólo dieciséis mostraban el
cielo o el horizonte. Aunque los cuadros, pintados por los propios campesinos
(con cierta supervisión), estaban mucho más cerca de la pintura realista que de
la pintura paisajista tradicional china, esta última les ofrecía a los artistas
una relatividad de perspectiva que podía acomodar, al menos en parte, la
experiencia espacial de los campesinos trabajando en la tierra”.
[8] El libro Antología de crónica latinoamericana actual,
recopilado por Darío Jaramillo Agudelo (Alfaguara, 2012), da cuenta de la
persistencia de este fenómeno en el siglo XXI.
[9] El trabajo de
Aguilar se centra especialmente en las ocurrencias contemporáneas, pos-2001, y casi
no llega al cine de González; pero incluye la pregunta que es crucial también
en mi trabajo: “Cuál es la mirada que se construye en este cine y cómo produce
formas de subjetivación en relación con las villas y sus habitantes”.
[10] “Cuando se habla del subproletariado se evoca de inmediato una miseria sufrida en la pasividad por aquellos a quienes llamamos ‘pobres diablos’, como una manera de suprimir la fuerza activa de protesta que hay en ellos. (…) a los ojos de Pasolini la belleza de los pueblos es una belleza de resistencia, belleza de sobrevida y de supervivencia a la vez” (Didi-Huberman).
[11] La “basura” es
omnipresente en las películas de González. Los barrios, villas o urbanizaciones
siempre están rodeados o atravesados de basura. Lejos del reciclado o del
compost urbano, “vivir en la basura” nos interpela con total literalidad.
[12] Me permito remitir a unas reflexiones propias,
fragmentarias, sobre Lluvia de jaulas,
que pueden servir para ampliar otras suscitadas por ¿Qué puede un cuerpo? https://medium.com/@Paul_Valley/algunas-observaciones-r%C3%A1pidas-sobre-lluvia-de-jaulas-3d52cb32182e.