lunes, 4 de enero de 2021

Yo aprendí a ver pibes muertos

 

Algunos apuntes sobre enunciación visual en

¿Qué puede un cuerpo?, de César González

 

Pablo Valle

Y el hecho es que nadie, hasta ahora,

ha determinado lo que puede el cuerpo,

es decir, a nadie ha enseñado la experiencia, hasta ahora,

qué es lo que puede hacer el cuerpo

en virtud de las solas leyes de su naturaleza,

considerada como puramente corpórea,

y qué es lo que no puede hacer

salvo que el alma lo determine.

Spinoza, Ética

 

 

Introducción

 

Los cuerpos miran y son vistos.

En el cine, miramos y somos vistos.

El siguiente trabajo intenta plantearse algunas cuestiones que tienen que ver con la enunciación (audio)visual. ¿Desde dónde se narra? ¿Quién narra? Las preguntas, como se ve, son demasiado ambiciosas, así que por ahora van a sumirse en un recorrido acotado, esperando una posibilidad futura de ampliar las respuestas o, por lo menos, sumar otros recorridos.

Empiezo con una breve referencia al documental No intenso agora, de Moreira-Salles. O, más bien, a un fragmento particularmente significativo (no el único), donde el filme parece volverse sobre sí mismo y plantear una disyuntiva que no logra superar o, mejor, que lo constituye.

Después, sigo con algunas reflexiones sobre la enunciación en general, y la enunciación visual en particular: este es “el enigma”. Un concepto pensado, y desarrollado, para el lenguaje, y luego ampliado (la famosa “extensión semiológica”) a otros sistemas de signos que son, con suerte, homólogos a aquél; o ni eso.

Sin embargo, ciertas consideraciones sobre la enunciación literaria ─aunque aparentemente laterales─, del gran crítico peruano Cornejo Polar, pueden aportar algunos conceptos fructíferos para lo que sigue.

Finalmente, lo que debería ser más importante: la película de César González ¿Qué puede un cuerpo? (2014). Trataré de rastrear aquí cómo en ella se organiza la enunciación en función de una mirada interior, homogénea respecto de sus enunciados.

¿Una ruptura completa en el cine argentino? Nada es totalmente nuevo, nada sale de la nada; pero espero poder sentar las bases de un trabajo más amplio sobre las bases aquí sugeridas.

 

 

En el intenso aquí

 

… en fin, desde un margen ─desde el trópico─

interpreta un acontecimiento mayor de Europa.

Javier Trímboli

 

El documental No intenso agora, de João Moreira Salles (2017), es ─entre otras cosas, ciertamente─ una suerte de gigantesco tratado sobre el enunciador cinematográfico.[1] Y quizás no solo en el documental, aunque claramente rinde tributo a un subgénero muy frecuentado en los últimos años,[2] el “documental en primera persona”.

¿Desde dónde (se) narra? ¿Qué punto de vista garantiza un cierto grado de objetividad, dentro de la predominante exhibición de subjetividad en la que inevitablemente voy a caer, y en la que el espectador va a tener que acompañarme, si le interesa, si le intereso?[3]

Se plantean en la película de Salles muchas cuestiones autorreferenciales que tienen que ver con la enunciación, pero hay un momento metalingüístico fulgurante: cuando compara los rollos 25 y 127, tomados durante la Primavera de Praga y hallados muy posteriormente, sin indicación de autor. Uno de ellos, el 25, es “objetivo”, distanciado; el otro, el 127, en cambio, “baja a la calle”, se mezcla entre la gente, asume la primera persona aun desde un (necesario) ocultamiento del propio cuerpo.[4]

Rollo 25.

 

El rollo 127 “baja a la calle”.

 

Como sugiere Didi-Huberman (2014), al principio de su Pueblos expuestos, pueblos figurantes, hoy y desde hace un tiempo los pueblos están expuestos, pero no (solo) en el sentido de que son más visibles, de que se ha corrido el velo culpable que los ocultaba para salvar la vergüenza del dominador, sino (más bien) en el sentido de que corren más peligro, están más amenazados, tanto en su representación como en su existencia mínima; la (supuesta) develación parece ser otra forma de velo culposo.

Entonces: ¿cómo narrar al pueblo?[5] La pregunta no es nueva, ni lo son sus respuestas posibles. Pero siempre es necesario volver a ella, y más ahora, en la medida en que se impone la creciente sobreexposición de los media, que ofrecen una suerte de respuesta: mostrar más, no importa cómo. Una respuesta obvia, inocente: garantía de que estamos tratando con una dimensión ideológica.

¿Y si la pregunta de cómo narrar al pueblo nos condujera a la pregunta de quién puede hacerlo?

 

 

El enigma de la enunciación visual

 

Un nombre por otro, la parte por el todo: siempre podrá tratarse la violencia histórica del Apartheid como una metonimia. Tanto en el pasado como en el presente. Por diversas vías (condensación, desplazamiento, expresión o representación), siempre podrán descifrarse a través de su singularidad muchas otras violencias que se producen en el mundo. A la vez parte, causa, efecto, síntoma, ejemplo, lo que pasa allí traduce lo que tiene lugar aquí siempre aquí, donde quiera que estemos y desde donde miremos, justo a nuestro lado. Responsabilidad infinita, desde entonces.

Prohibido el reposo a cualquier forma de buena conciencia.

Derrida, Espectros de Marx

 

La investigación semiótica sobre el cine no pudo evitar caer en la tentación de basarse en los estudios lingüísticos, en el modelo del lenguaje hablado, algo que podríamos llamar “la maldición de Saussure”: desde la conocida descripción del cine como “lenguaje sin lengua” (a la que debió finalmente cuestionar él mismo), de Metz, hasta los desarrollos de Pasolini, intentando demostrar una “doble articulación” de la lengua cinematográfica, en la que las unidades mínimas serían los objetos de la realidad.

Estoy muy lejos de poder terciar en esta disputa, que a primera vista me parece al mismo tiempo atractiva e innecesaria. (Sé que sueña extraño.) Más me interesa otro tema que también tiene que ver con la extensión semiológica: la enunciación (audio)visual.

Aquí también aparecen las trampas de la analogía con el lenguaje hablado, pero ya no obedecen a aquella maldición del lingüista suizo, quien, como sabemos, poco se interesaba por cuestiones enunciativo-comunicativas, relegadas al módico infierno del habla. El mismo Pasolini intentó, por ejemplo, llevar al cine cuestiones muy importantes en el lenguaje (esta vez, literario), como el discurso directo y el discurso indirecto, o un paralelismo (siempre forzado) con las personas gramaticales.

¿Hay en la imagen un equivalente a la primera persona? No la cámara subjetiva, por cierto. ¿Y a la segunda, o las formas plurales? Otra vez: los intentos son interesantes, pero sus resultados son pobres, si se me permite. Jorge Alessandria ha hecho otras propuestas respecto de las pasolinianas, quizás más convincentes (ha pasado mucha agua bajo muchos puentecitos), aunque resignado a que es imposible establecer paralelismos absolutos. (Después de todo, tampoco todas las lenguas habladas tienen el mismo sistema pronominal que las occidentales…).

Justamente Alessandria acierta al notar una discrepancia esencial entre el sistema enunciativo lingüístico y el visual.

 

Para transferir la teoría de la enunciación de la lingüística al campo de las imágenes, es necesario primero replantear el esquema del circuito de la comunicación (seguimos en esto a J. Fontanille, 1989). A partir de la situación del diálogo verbal interpersonal, el circuito de comunicación suele pensarse como

E à M à R

Donde el emisor (E) manda un mensaje (M) a un receptor (R), según una línea unidireccional cuyo origen es E y cuyo fin es R. El emisor y el receptor están de lados diferentes del mensaje.

 

En cambio, en el caso de las imágenes (cuadros, fotografías, cine), “el emisor y el receptor ocupan sucesivamente un mismo lugar frente a la imagen”. Esto lo lleva a reformular el anterior esquema comunicativo EàR en otro formato; pero, sobre todo, a postular una figura otra: el Observador. “Toda imagen presupone, frente a ella, un punto de vista, un lugar desde donde se la mira. Este lugar lo llamaremos ‘Observador’, entendiendo que este Observador es una posición abstracta…”. Retengamos esta última cuestión, porque es fundamental.

Desde las primeras investigaciones importantes sobre la enunciación (lingüística) ─Benveniste, Ducrot, Jakobson─,[6] se planteó la disyuntiva entre lo empírico y lo imaginario (o, como diría Alessandria, lo abstracto). ¿El enunciador es el productor real del enunciado o es una instancia imaginaria solo presente de manera virtual en el enunciado, y cuyas relaciones con lo real son o bien problemáticas o bien inexistentes?

O, como lo pregunta muy claramente Bettetini,

 

¿este sujeto de la enunciación es un simulacro instalado en el discurso; o (puesto que se hace referencia a una situación concreta de intercambio) es un ente que está en el origen de la comunicación, un ente, entre otras cosas, dotado incluso de una corporeidad? (…) Cada texto construye, pues, en su articulación semiótica, dos simulacros simétricos: el del sujeto enunciador y el del sujeto enunciatario.

 

Sin embargo, en el cine, parecería haber un proceso de desmaterialización de los cuerpos, al mismo tiempo que un intenso involucramiento sensorial y perceptivo. Si se quiere simplificar este proceso, se podría decir que la desmaterialización queda del lado del “autor” (que se proyecta en el filme solo en forma de huellas, de signos, de sombras dudosas), mientras que la rematerialización se produce en el receptor, que ocupa cada vez el lugar de aquel Observador abstracto que le habría sido asignado previamente… Pero ¿por quién?, ¿de qué manera?

Quizás haya que buscar una forma de resucitar a ese autor fantasmal; pensar en una figura intermedia entre la abstracción total y aquella que retira un premio de la Academia o cobra en Argentores.

 

 

De la palabra a la imagen: un camino alternativo

 

De ahí la fuerza de la pregunta de Spinoza: ¿qué puede un cuerpo?, 

¿de qué afectos es capaz? Los afectos son devenires:

unas veces nos debilitan, en la medida en que disminuyen

nuestra potencia de obrar y descomponen nuestras relaciones (tristeza),

y otras nos hacen más fuertes, en la medida en que aumenta nuestra potencia

y nos hacen entrar en un individuo más amplio o superior (alegría). 

Spinoza no cesa de asombrarse del cuerpo. No se asombra de tener un cuerpo, sino de lo que puede el cuerpo. Y es que los cuerpos no se definen por su género

o por su especie, por sus órganos y sus funciones,

sino por lo que pueden, por los afectos de que son capaces,

tanto en pasión como en acción.

Gilles Deleuze y Claire Parnet, Diálogos,

Valencia, Pre-textos, 1980, pp. 69-72.

 

Después de tanto criticar el abuso del análisis lingüístico en el cine, caigo en la necesidad de un atajo que, a primera vista, también parece muy recurrido: la literatura. Veamos qué sale.

En la historia de la literatura latinoamericana, una de las polémicas más célebres, e importantes, tiene que ver con el regionalismo y el indigenismo. La bibliografía al respecto es inacabable (casi se podría decir, por ejemplo, que hay más teoría sobre el indigenismo que relatos indigenistas).

Por supuesto, la polémica tiene como punctum la eficacia de un género que apuesta a representar, con matices, los padecimientos de uno de los sujetos subalternos constitutivos de nuestra América, el Indio. La mayúscula, claro está, remite rápidamente a uno de los problemas básicos: la idealización de una figura inabordable por medio de las estéticas europeas imperantes en la narración, sea romántica, realista o naturalista; y a una retórica marcada por el reinado indiscutido de la antonomasia.

Y otra cosa: ¿cómo, o sea desde dónde, narrar la experiencia extrema de esos grupos subalternos que llamamos pueblos originarios? La pregunta nos suena. Veamos una respuesta, la del crítico peruano Antonio Cornejo Polar, y su concepto de literatura heterogénea, en su artículo “La novela indigenista: un género contradictorio”.

 

En sus manifestaciones más claras, la novela regional constituye un caso típico de literatura heterogénea: en ella un determinado universo sociocultural es revelado desde y por otro universo distinto, lo que implica la acción de una perspectiva inevitablemente exterior. Este y otros problemas relativos a la heterogeneidad de la novela regional pueden observarse nítidamente en la novela indigenista ─cuyo trayecto histórico se inscribe casi en toda su extensión dentro del orden regional. El estudio de la novela indigenista esclarece, por extensión, los caracteres de un movimiento más vasto.

Desde su texto inaugural la novela indigenista señala, pues, su más profunda índole, su carácter de narración exterior, no sólo porque su perspectiva de creación lo sea, sino, mucho más decisivamente, porque no puede dejar de serlo. La perspectiva exterior es la condición de existencia de la novela indigenista. Curiosamente el curso histórico del indigenismo se puede explicar como un tenaz y permanente esfuerzo por borrar esta condición, ocultándola, o tratando, por muchos caminos, de superarla. En este sentido es una literatura que se niega a sí misma, oscureciendo su base heterogénea, y se imagina, más bien, como lo que no puede llegar a ser: como una novela indígena (Cornejo Polar, 1979; subrayados míos).

 

Poco después, en “El indigenismo y las literaturas heterogéneas: su doble estatuto sociocultural” (1982), Cornejo insiste en la misma línea:

 

La heterogeneidad se manifiesta a través de muchas y distintas formas y niveles. Interesa en esta ocasión reflexionar sobre las literaturas que se proyectan hacia un referente cuya identidad socio-cultural difiere ostensiblemente del sistema que produce la obra literaria; en otras palabras, interesa examinar los hechos que se generan cuando la producción, el texto y su consumo corresponden a un universo, y el referente a otro distinto y hasta opuesto. (…)

La heterogeneidad genera una desigual relación entre su sistema de producción y consumo; por una parte, y el referente, por otra, otorgando una notable primacía a aquél y oscureciendo a éste bajo la fuerza de la interpretación que se le sobreimpone. En el plano formal este desequilibrio significa que el referente no es todavía capaz de imponer sus modos de expresión y debe soportar una formalización que no le es propia y que resulta, en mayor o menor medida, tergiversadora. (subrayado mío)

 

El regionalismo y el indigenismo debían, entonces, asimilar (“homogeneizar”) el sistema de producción y el sistema de referencia, lo que implicaría, entre otras cosas, hacer suya la esfera cultural a la que este pertenece, no solo como temática (objeto), sino también como forma y como sujeto. Lo cual cuestiona de raíz las posibilidades de una perspectiva exterior. No se trata de profundizar la intención “realista” (denunciar, ser lo más “fiel” posible, hacer visible lo invisible, etc.); se trata de algo más complejo, y quizás utópico: que la perspectiva sea impuesta por el referente; que el referente hable. (O que el que hable sea un referente.)

De nuevo Didi-Huberman:

 

La proximidad es necesaria para la agudeza, porque esta concierne al cuerpo humano. La distancia es necesaria para la objetividad, porque esta, que concierne al cuerpo humano, está bajo la constante amenaza del guiño, la relación psicológica de seducción o, al contrario, de querella (…) no basta con ver de cerca el cuerpo del otro, hay que asumir el gesto de acercarse, como una manera de marcar en nuestro propio cuerpo de mirador el acto de reconocer al otro como tal.

 

Pero, entonces, y volviendo a cosas que planeamos antes, ¿qué posición puede tener el Autor en este nuevo sistema representacional que no se aleja del referente como esfera separada? ¿Debe formar parte del referente? ¿Y cómo sería eso?[7]

Pasolini señalaba con su habitual agudeza: “entre un burgués y un changador sólo puede existir una unión de simpatía humana, como si dijéramos canina. Nosotros los burgueses somos todos racistas. Pero yo no quiero serlo. Y quiero que un changador sea un changador: es decir, quiero que no sea ni una imagen que me gusta ni el portavoz de mi filosofía”.

Una buena manera de ver estos debates bajo otra luz es un género que en los últimos años gozó, en toda Latinoamérica, pero sobre todo en la Argentina, de una aprobación extendida y un gran éxito en términos de lectura: la crónica.

Un autor que representa muy bien el género es el chileno-argentino Cristian Alarcón (Cuando me muera quiero que me toquen cumbia. Vidas de pibes chorros, 2003, y Si me querés, quereme transa, 2010). Podemos sumar (aunque toda suma implica un achatamiento reprochable) a: Leila Guerrero, María Moreno, Josefina Licitra, Martín Caparrós; y, en el ámbito latinoamericano, Guadalupe Loaeza, José Alejandro Castaño, Juan Villoro, Pedro Lemebel, Jaime Bedoya, Alberto Salcedo Ramos.[8]

Sin embargo, este género, muchas veces ligado al relevamiento de “la vida de los pueblos”, nos enfrenta otra vez a eso que Cornejo había llamado heterogeneidad, la irrenunciable distancia entre el yo que narra y el ellos que es narrado.

Nicolás Mavrakis (2011) ha sido implacable al respecto:

 

La “crónica tradicional”, en la que un sujeto único construía una representación única del mundo a partir de una subjetividad única en contacto con un bagaje limitado de “impresiones”, es cada vez más un dispositivo textual en tensión con un sujeto colectivo que construye una representación colectiva del mundo a partir de una subjetividad colectiva en contacto con un bagaje ilimitado de “impresiones”.

 

Y alguna vez me tocó reseñar un libro muy exitoso, de título sugestivo, para empezar: Los otros. Una historia del Conurbano bonaerense, precisamente de Josefina Licitra.

 

En todo momento, la autora se preocupa por dejar clara su situación, su foco: “Soy una mujer de clase media haciendo un libro sobre pobres, las cosas como son”. Al respecto, hay una escena clave (tanto en el nivel del relato como en el nivel simbólico): el cruce del precario puente sobre el Riachuelo, para llegar a la Feria. Y, en la escena final, la del juicio, también se deslizan enunciados significativos entre esos mismos niveles, como: “dónde hacer la fila ─en qué lado pararse─ suele ser una pregunta inquietante” (Valle, 2012).

 

 

Para terminar (digamos) este apartado, solo          queda adelantar una aporía, a la que volveré en breve, y que ya debería haberse hecho evidente: ¿desde dónde habla el crítico, entonces?

 

 

Las (im)posibilidades de los cuerpos

 

Yo aprendí a ver pibes muertos / yo aprendí a ver pibes presos /

un tiroteo siempre por acá / así a los chicos yo no los quiero más /

Mucha droga / muchos tiros / poca caricia / poco cariño /

Pibes matando / pibes corriendo / niños mirando /

así aprenderán / Me llamo Alen /

soy de la Gardel / te vengo a rapear /

a ver si entendés / lo que pasa acá.

 Alan Garvey, “Yo aprendí”

(https://www.youtube.com/watch?v=JaSDys6hmak&ab_channel=C%C3%A9sarGonz%C3%A1lez)

 

Se puede hacer una historia sobre cuándo y cómo aparecen los barrios populares (villas de emergencia o villas miseria, hoy “barrios vulnerables”: otra historia, la de sus nombres) en el cine argentino. De hecho, Gonzalo Aguilar (p. e., 2013), entre otros, lo ha intentado convincentemente.[9]

Aparte del intento pionero de Puerto nuevo (1936), de Amadori y Soffici ─más que nada, un vehículo para el lucimiento de Pepe Arias, Charlo y Sofía Guzmán en un melodrama sentimental que solo incluye un comienzo en el barrio de los desocupados del puerto─, 1958 parece ser el momento clave. Es el año de El secuestrador, de Leopoldo Torre Nilsson, y Detrás de un largo muro, de Lucas Demare.

Y, más allá de que esta última pueda considerarse la inicial porque se estrenó unos meses antes, me gusta pensar que la primera visión cinematográfica argentina de una villa miseria es una panorámica como contraplano de una mirada exterior, desolada, la de una chica de campo (precisamente, Susana Campos) que empieza a conocer el lugar terrible donde está condenada a vivir, cuando había soñado una Buenos Aires distinta.

 

Plano.

 

Contraplano (panorámica).

 

Esa mirada exterior, por supuesto, es delegación de un Observador/enunciador inevitablemente externo, distante, más allá de las diversas valoraciones que nos merezca el intento de Demare.

Respecto del cine de César González, Mariano Veliz (2019) plantea crudamente la cuestión que me va a ocupar de acá hasta el final:

 

A pesar de la extensa aprobación con la que cuentan las teorías que afirman la muerte del autor desde la clausura de la década de los sesenta, los abordajes críticos del cine de César González parecen no poder evadir la inclusión tanto de información biográfica como de apelaciones a su intencionalidad manifiesta.

 

Pero, siguiendo un camino que pasa por el esencialismo estratégico alla Spivak y diversas variantes sobre la “irrupción del cuerpo del proletario”,[10] no puede dejar de concluir (parcialmente): “Si se sigue esta argumentación, no resulta insignificante el señalamiento de la identidad villera de César González” (subrayado mío).

En la excelente entrevista de Kilómetro 111 (Bernini y otros), el mismo González afirma taxativamente: “yo no considero que haya que ser villero para mostrar la villa”. Luego de lo cual los entrevistadores, empero, insisten: “Vos dijiste que no considerabas que había que ser villero para representar la villa. Pero igualmente hay una experiencia tuya, que es única, y que es la experiencia de haber salido, de haberte salvado. Me parece que ahí está la posibilidad de hablar sobre la villa: eso es lo que te autoriza, el hecho de haber estado y haber salido. ¿Hay en esto un sentido pedagógico en tu cine?”.

La última pregunta abre un sendero interesante, pero que no voy a seguir. Todo lo anterior en este trabajo me estuvo llevando al otro enunciado: ahí está la posibilidad de hablar sobre la villa / eso es lo que te autoriza, el hecho de haber estado y haber salido.

Voy a tratar de recoger todo lo que estuve tratando de decir hasta ahora en un análisis del segundo largometraje de González, ¿Qué puede un cuerpo?, para ver si se puede verificar en él la construcción de un enunciador interno, no heterogéneo, legitimado por una condición existencial y social que a su vez implica el desarrollo de un cuerpo que está ahí, ve y muestra.

Ya en la primera escena, vemos al protagonista (“el cartonero”) rebuscando en un recipiente de basura elevado.[11] El plano es lateral, y el sujeto está significativamente a un costado (recurso que, por ejemplo, explotó, un poco abusivamente, Cuarón en su Roma).

El plano disminuye, y desplaza, al protagonista respecto de su entorno (un chalé de clase media, con su prolijo jardín, etc.); pero, en realidad, se contrapone a todo lo que va a venir. Es como si dijera: esto no va, no lo vamos a ver más así.

Es importante la visión panorámica del barrio vulnerable, que no siempre es “la” villa arquetípica (hay en González una suerte de catálogo de todos los escenarios posibles, desde los barrios de clase media hasta los laberínticos pasajes villeros que recuerdan las locaciones de Pedro Costa). En otras películas del autor, va a aparecer la denominación “barrio bajo” (cuyo origen habría que rastrear en una cierta genealogía internacional, de la música “latina”, o lo “latino” sin más).

A partir de que la novia, madre de su hija, le reprocha al protagonista “eso no es un laburo”, lo vamos a ver (en corte directo) arrastrando el carro. Acá, en otro plano lateral pero con el protagonista ocupando el centro de la escena.

Entonces, ya empezamos a estar “dentro” del carro, en largos travellings que se van encadenando por distintas locaciones. Lo seguimos, lo acompañamos, estamos pegados a él. ¿Podemos ser él? Seguramente no, pero es la posición del enunciador la que nos permite plantearnos la mera posibilidad.

Algunos planos, incluso, son tan cercanos, que hacen que el carro del cartonero, aun vacío, configure una especie de escultura abstracta.

Llega la noche. El carro está casi lleno, apenas nos deja lugar en él.

Uno de los planos más extraordinarios del filme: Deleuze entre los cartones. ¿Para qué filosofía en tiempos de indigencia?

Al respecto, habría que hacer un relevamiento exhaustivo de distintas “series” que atraviesan las películas de González, contando ─cada una a su manera─ una suerte de historia paralela: los libros, como aquí. Los tatuajes (“tumberos” o profesionales):

.

Los pósters de películas, los discos, las camisetas de fútbol, las gorras, los carteles en calles y rutas, las marcas comerciales. En este plano, también extraordinario, se cruzan varios de esos lenguajes:

Un cartel (muy significativo, por cierto) durante la huida de Alan:

Justamente, y volviendo al tema del punto de vista, la corrida de Alan, luego de un robo posiblemente frustrado (aunque elidido, como el último robo, de final trágico), es seguida de cerca, cámara en mano.

 

Alan le ha pedido un arma a un amigo, otro chico, que se la da. Antes, hablan de la (im)posibilidad de hacer música, un arte para el que Alan está especialmente dotado. “¿Te pensás que va a venir alguien de afuera del barrio para que vaya a grabar…? Nosotros somos villeros. ¿Te pensás que alguien va a confiar en nosotros?”.

Esta escena tiene lugar en un locus muy particular: el auto desarmado, “cortado”, típico del paisaje villero. En Lluvia de jaulas, la última película de González, vuelve a aparecer un auto así, pero con mucho mayor protagonismo.[12]

La misma planificación se aplica a la escena de los chiquitos que lavan vidrios y piden limosna en la fila de autos parados en el semáforo. La cámara los sigue de atrás como si fuera un personaje más, pero no hay subjetiva (los personajes deberíamos ser nosotros).

Siempre en este sentido, una escena autorreferencial muy impresionante es la de los videojuegos. El fotograma ─como pasa siempre, pero acá más─ no le hace justicia, ya que toda la secuencia tomada del monitor es un pequeño ensayo acerca del punto de vista (se trata de un juego de acción “en primera persona” sobre robos y persecuciones). Y uno de los protagonistas comenta, risueño: “Parece la vida real”.

A la inversa del delincuente protagonista del cuento de Borges “La espera”, que va a ver una película de gángsters pero no se siente identificado, acá los jóvenes entienden perfectamente lo que ven y, aunque se distancien irónicamente, saben que los refleja (y que puede reflejar su final anunciado).

 

Hay que hacer aunque sea una pequeña referencia al ámbito de la clase media, reflejado, sobre todo, en la oficina, donde el protagonista es maltratado por su jefe y su secretaria-amante. Un pequeño espacio de abyección tratado con trazo grueso pero efectivo. (De hecho, en los créditos, los dos personajes femeninos que se pelean son caracterizados como “empleada de oficina buena” y “empleada de oficina forra”.)

En esas breves escenas, se le exige al personaje que tenga “fuerza” para trabajar (fuerza de trabajo, claro, lo único que tiene). Justamente a alguien que ha tratado de hacer del esfuerzo físico, del agotamiento de un cuerpo que arrastra un carro, su medio de vida, siempre insuficiente.

Y los personajes masculinos “pelados”, de clase media (como en algunas películas de Perrone), siempre están relacionados con el Mal. Este es el que está involucrado en el “golpe”, que va a salir mal, suciamente entramado con supuestos contactos oficiales, gendarmes y la policía.

 

El resultado aparece de súbito con un plano que bien podría salir por la televisión todos los días. Allí, debajo de la bolsa negra, hay un personaje que estuvimos viendo, que conocimos, que escuchamos, ahora reducido a lo inerte-anónimo.

 

 

… Salvo por el detalle que redime el cuadro. Una mano que, aun abierta y sin vida, golpea al espectador con la humanidad abatida del otro. (Aquí, el tatuaje tumbero era un signo de destino.)

Al final, el cartonero sigue en su trabajo. (Como en la escena de Alan que conté antes, le ha pedido un arma a uno de los chicos que intervino en el robo frustrado, pero este se la niega, lo cuida, no quiere más muertes de amigos...)

El círculo no se cierra, continúa indefinidamente. Ha sobrevivido. La película termina: ya no lo seguimos.

 

Espero haber podido, no demostrar, sino sugerir con cierta convicción que el cine de César González se propone, y logra en gran medida, que la noción de enunciador abandone el resbaladizo campo de la abstracción o el simulacro (palabras que ya han aparecido por aquí), para encarnarse en una mirada concreta, que es parte de un cuerpo concreto, no intercambiable con otro.

El espectador, que también es un cuerpo, puede eludir la interpelación (y vaya si lo hace), pero siempre al precio de quedar afuera, irremediablemente del otro lado. ¿Tiene acaso otra posibilidad? Necesitaría más espacio, y más tiempo, para sobrepasar mi propia experiencia y dar respuesta(s) a ese interrogante.

Entonces, quizás, a la pregunta sobre qué puede un cuerpo, se le superpone la contraria: qué no puede un cuerpo. Y una respuesta ─sin duda, no la única─ podría formularse aquí (y sacar todas las consecuencias de ello): un cuerpo no puede ser otro cuerpo.

 

 

Conclusión

 

Es necesario empezar a confesar de qué maneras de mirar somos culpables.

Eduardo Grüner, El sitio de la mirada

 

Para terminar, solo me queda retomar la aporía que ─a esta altura del trabajo─ debería haberse hecho evidente hace rato: si el cine de César González plantea una homogeneidad enunciación-enunciado (en los términos antes analizados), y esta es la fuente primigenia de su originalidad y su “contenido de verdad”, ¿desde dónde podría/debería plantearse un trabajo crítico sobre ese cine?

De los laberintos no se sale por arriba, sino rompiendo las paredes.

 

 

Pablo Valle, noviembre de 2020

 


 

Bibliografía

 

Aguilar, Gonzalo Moisés (2013). “Las villas miseria en el cine argentino: un elefante oculto detrás del vidrio”, Grumo 10, 4, 15-35.

Alessandria, Jorge (1996). “La enunciación visual”, en Imagen y metaimagen. Buenos Aires: Eudeba.

Berger, J. (1998), Mirar. Buenos Aires: Ediciones la Flor.

Bernini, Emilio; Tomás Binder; Oscar Cuervo, y Román Setton (2015). “Qué puede un lumpen. Gracia, justicia y heterogeneidad. Conversación con José Campusano, César González y Raúl Perrone”. Kilómetro 111. Conversaciones 13 (parcialmente disponible en http://kilometro111cine.com.ar/conversaciones-prologo-12).

Bettetini, Gianfranco (1996). La conversación audiovisual: problemas de la enunciación fílmica y televisiva. Madrid: Cátedra.

Cornejo Polar, Antonio (1979). “La novela indigenista: un género contradictorio”. Texto Crítico 5, 14, 58-70.

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Didi-Huberman, Georges (2014). Pueblos expuestos, pueblos figurantes. Buenos Aires: Manantial.

Filinich, María Isabel (1998). Enunciación. Buenos Aires: Eudeba.

Kerbratt-Orecchioni, Catherine (1987). La enunciación. De la subjetividad en el lenguaje. Buenos Aires: Edicial.

Mavrakis, Nicolás (2011). #Findelperiodismo y otras autopsias en la morgue digital. Buenos Aires: CEC.

Pasolini, Pier Paolo (2005). Empirismo herético. Buenos Aires: Brujas.

Piedras, Pablo (2014). El cine documental en primera persona. Buenos Aires: Paidós.

Trímboli, Javier (2018). “Belleza y elisión. A propósito de No intenso agora, de Moreira Salles”. Kilómetro 111, 30 de mayo (disponible en http://kilometro111cine.com.ar/belleza-y-elision/?fbclid=IwAR0X-hAASYjALFyIqGsEemtUAh4N_lZ3iTpJP3RwiXtkJLtfYe3cYls1Oqk).

Valle, Pablo (2012). “Del otro lado del muro. Reseña de Los otros. Una historia del Conurbano bonaerense, de Josefina Licitra”. Revista digital El Gran Otro, 31 de enero (disponible en http://elgranotro.com/del-otro-lado-del-muro).

Veliz, Mariano (2019). “Dispositivos de percepción de las villas miseria en el cine de César González”. L’Atalante 28, julio-diciembre.

 

Filmografía

Detrás de un largo muro, de Lucas Demare (Argentina, 1958).

No intenso agora, de Jõao Moreira Salles (Brasil, 2017).

¿Qué puede un cuerpo?, de César González (Argentina, 2014).

Videogramas de una revolución, de Harun Farocki y Andrei Ujica (Alemania, 1992).

 

 

 

 



[1] Para un excelente análisis de la película de Moreira Salles, ver Trímboli (2018). “No es aquí, no obstante, donde vemos el problema principal de esta película, problema que es de ella y es nuestro. El preciosismo, la delicadeza ya indicada, encuentra su punto más alto en impedir que nada del presente, de todo lo que siguió en estos 50 años, pase, llegue hasta nosotros. Nada salvo la melancolía”.

[2] Ver Pablo Piedras (2014). Pese a su título, muy amplio, se limita al caso argentino.

[3] Un breve excurso, creo que pertinente: en el documental Santiago, Italia, de Nanni Moretti (2018), sobre los exiliados chilenos en su país, el director italiano oficia de entrevistador. Solo se oye su voz cascada, tan identificable por otra parte. Sin embargo, Moretti aparece en cámara en una escena clave: cuando un genocida discute las condiciones de la entrevista pactada con anterioridad, diciendo algo así como que él había pensado que iba a ser imparcial. Moretti contesta, seco, “No, yo no soy imparcial”, y la escena se corta bruscamente: no hay entrevista. He aquí toda una ética del documental, en primera o cualquier otra persona.

[4] En Videogramas de una revolución (1992), de Harun Farocki y Andrei Ujica, filme realizado, también con found footage, sobre los últimos días de Ceaesescu, podrían rastrearse asimismo estas “variables posicionales”. Una de sus secciones se llama, precisamente, “Las cámaras bajan a las calles”. Didi-Huberman: “Volvemos a encontrar aquí ─aunque Deleuze no la formule del mismo modo─ la soberanía que Georges Bataille esperaba de toda obra de ‘cultura’: que diera rostro a lo ilimitado en la gracia o el azar de un surgimiento, que diera rostro a la finitud en el límite o el marco que elegía atribuirse. Eso es lo que siempre pasa cuando un cineasta filma una multitud: es preciso, como decía Pudovkin, treparse a un techo para seguir los grandes movimientos, después bajar al primer piso para leer mejor los estandartes de la manifestación y, por último, mezclarse con la gente para seguirla desde adentro”.

[5] “¿Cómo hacer la historia de los pueblos? ¿Dónde hallar la palabra de los sin nombre, la escritura de los sin papeles, el lugar de los sin techo, la reivindicación de los sin derechos, la dignidad de los sin imágenes?” (Didi-Huberman).

[6] Algunos manuales básicos sobre enunciación siguen siendo Kerbrat-Orecchioni (1987) y Filinich (1998).

[7] John Berger (1998) nos da una ratificación lateral en otro sistema de representación visual, la pintura: “Mediante los gestos y la energía que caracterizan sus pinceladas, Van Gogh logra en ellos que la figura que trabaja la tierra se fusione con su entorno. Tal energía era liberada por su intenso sentimiento de empatía con la temática tratada. Cuando escribía sobre Millet, indicaba que una de las enormes dificultades con las que éste hubo de enfrentarse era la de pintar al campesino trabajando en la tierra, en lugar de ante ella. Esta dificultad se debía a que el lenguaje de la pintura paisajística que Millet había heredado hablaba del paisaje desde el punto de vista del viajero. El horizonte constituye una suerte de resumen de todo el problema. El viajero/espectador mira hacia el horizonte: para el campesino que trabaja con la espalda curvada sobre la tierra, el horizonte es, o bien invisible, o bien el límite que rodea totalmente al cielo, de donde viene el buen tiempo o el malo. El lenguaje de la pintura paisajística europea no podía expresar esta experiencia. Ese mismo año, unos meses después de la publicación del artículo sobre Millet, hubo en Londres una exposición de pintura campesina de la región de Hu, en China. De los cerca de ochenta cuadros que representaban la figura del campesino trabajando al aire libre, sólo dieciséis mostraban el cielo o el horizonte. Aunque los cuadros, pintados por los propios campesinos (con cierta supervisión), estaban mucho más cerca de la pintura realista que de la pintura paisajista tradicional china, esta última les ofrecía a los artistas una relatividad de perspectiva que podía acomodar, al menos en parte, la experiencia espacial de los campesinos trabajando en la tierra”.

 

[8] El libro Antología de crónica latinoamericana actual, recopilado por Darío Jaramillo Agudelo (Alfaguara, 2012), da cuenta de la persistencia de este fenómeno en el siglo XXI.

[9] El trabajo de Aguilar se centra especialmente en las ocurrencias contemporáneas, pos-2001, y casi no llega al cine de González; pero incluye la pregunta que es crucial también en mi trabajo: “Cuál es la mirada que se construye en este cine y cómo produce formas de subjetivación en relación con las villas y sus habitantes”.

[10] “Cuando se habla del subproletariado se evoca de inmediato una miseria sufrida en la pasividad por aquellos a quienes llamamos ‘pobres diablos’, como una manera de suprimir la fuerza activa de protesta que hay en ellos. (…) a los ojos de Pasolini la belleza de los pueblos es una belleza de resistencia, belleza de sobrevida y de supervivencia a la vez” (Didi-Huberman).

[11] La “basura” es omnipresente en las películas de González. Los barrios, villas o urbanizaciones siempre están rodeados o atravesados de basura. Lejos del reciclado o del compost urbano, “vivir en la basura” nos interpela con total literalidad.

[12]  Me permito remitir a unas reflexiones propias, fragmentarias, sobre Lluvia de jaulas, que pueden servir para ampliar otras suscitadas por ¿Qué puede un cuerpo? https://medium.com/@Paul_Valley/algunas-observaciones-r%C3%A1pidas-sobre-lluvia-de-jaulas-3d52cb32182e.