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domingo, 16 de febrero de 2014

Popeye y Tiburcio o el patronazgo del mal

Popeye y Tiburcio 
o el patronazgo del mal


(Pablo Escobar, el patrón del mal, la telenovela que canal 9 está emitiendo en estos días, mucho tiempo después de su difusión en YouTube, me obligó a reflotar un texto inacabado, parte de una investigación académica más amplia sobre el liderazgo populista “paraestatal”.)

A fines de 2009, John Jairo Velásquez, alias Popeye, uno de los sicarios más importantes de Pablo Escobar Gaviria, dio una entrevista exclusiva a Ilia Calderón, periodista de la cadena colombiana de noticias Univisión.(1)


Más allá de tener en cuenta que, en este caso (quizás como en todos), la díada enunciación/enunciado debe ser interpretada en el marco de una estrategia comunicativo-jurídica, hay un punto que quiero destacar especialmente.
En el minuto 4:52 de la entrevista, dentro del contexto de una “confesión amplia” (aunque ambigua), Popeye afirma sin ambages: “Un año [Pablo Escobar] ordenó matar a mi mujer y yo la maté”.
Casi de inmediato (en el minuto 6), se da el siguiente diálogo con la entrevistadora:
“—Cuando él le da la orden, ¿usted qué piensa, qué siente?
—A mí se me entra la lealtad de Pablo Escobar y el amor por ella, porque ya era amor, estaba enamorado”.
Popeye pasa a relatar brevemente el “operativo”, que él ha organizado, y agrega: “Yo paso y la veo a ella muerta” (6:40). Para concluir, significativamente, refiriéndose a la época posterior a la muerte de su jefe y su propio encarcelamiento: “Yo no lloro porque tengo el alma muerta de tanto crimen, de tanta sangre. No soy capaz de llorar… No me importaba ya que me mataran a mí… Me sentí como desnudo, sin el escudo de Pablo Escobar” (7:51).(2)
El espeluznante episodio me recordó enseguida una escena, hasta cierto punto homóloga, de la novela ¡Vámonos con Pancho Villa!, de Rafael Muñoz, habitualmente asignada al ciclo de la Revolución Mexicana.
Como muchas de las obras de este tipo, ¡Vamonos…! es más bien una coletánea de episodios o peripecias(3) hiladas sólo por la pertenencia a una saga histórica altamente referencial; en este caso, las campañas, primero triunfantes y luego en decadencia, de Pancho Villa.
El protagonista, que lo hay, es Tiburcio Maya, uno de los dorados,(4) especie de guardia personal del líder norteño. En realidad, Tiburcio llega a pertenecer a un grupo más reducido aun, los “Leones”, cuya fama se extiende rápidamente en las numerosas batallas del poderoso ejército villista. Sin embargo, cuando comienzan los malos momentos, luego de Zacatecas, Tiburcio experimenta un gesto de rechazo por parte de su jefe, y decide desertar. Veamos cómo lo cuenta Muñoz (creo que citarlo extensamente vale la pena).

Al otro día, el 22 de junio, llegó Pancho Villa. Ángeles le informó de las posiciones ocupadas e hi­cieron la última distribución de tropas para el com­bate: Urbina y sus brigadas sobre La Bufa; Villa y las suyas sobre Loreto. Supo que habían tenido gran número de heridos, y recordando los días del ataque a Torreón, pensó que debía de haber en los trenes algunos soldados escondidos para no entrar a batalla. Y en su caballito pequeño y nervioso fuese a Calera, seguido por una escolta de sus fieles dorados. En la estación, frente a los trenes, echó pie a tierra y fue recorriendo carro por carro, atisbando en los rincones, bajo los bultos de la impedimenta, y des­cubriendo varios emboscados que imaginaban poder ser soldados y no combatir.
Furioso por la cobardía de aquellos hombres, llegó ante el vagón 7121. Tiburcio estaba sentado en la puerta, fumando, sin arma al cinto y sin cartucheras que le cruzaran el pecho. Al ver venir a su jefe se irguió rápidamente e hizo el saludo; sus ojos se en­cendieron y se sintió vibrar de entusiasmo. Una palabra, un gesto, y correría hacia donde estaban atrincherados los pelones, echándoles muchos bala­zos… Aquél sí que era hombre, y jefe de hombres, no como el chivo de Urbina, hijo de perra, ladrón de caballos... Aspiró a todo pulmón el viento húmedo y quiso gritar un “Viva Villa” que se oyera en todo Zacatecas...
Pero al fijarse en aquel carro, Pancho Villa encogió los hombros instintivamente, y su mirada llameante expresó un repentino temor. Un instante miró a Ti­burcio de arriba abajo, y haciendo una curva se alejó del vagón y pasó adelante, alargando el paso. Dentro, el viejo se quedó laxo como un costal vacío, combando el dorso como un carrizo al viento.
—Está bien —dijo—; aquí se acabó...
Lentamente se fajó la pistola, colocose sobre los hombros las cartucheras con la dotación completa como si entrara en combate, empuñó la carabina y de un salto se precipitó del carro hacia la noche (Muñoz, 1949: 82-83).

¿Qué pasa, en realidad, en este episodio? Lo retomaré más adelante, porque se va a resignificar a partir de la escena siguiente, que es la que me interesa parangonar con la confesión de Popeye Velásquez.
Un tiempo después de su deserción, Tiburcio Maya está en su rancho, retirado, junto a su familia. En el fondo, espera el regreso de su general Villa; que es exactamenrte lo que ocurre, cuando el otrora exitoso líder se ha convertido en un jefe de guerrillas y recluta a todos los hombres que puede.
Veamos ahora esta escena clave (Muñoz, 1949: 91-95).

Se acercaron. Venían en caballejos cansados que temblaban sobre las patas, volviendo la cara hacia el arroyo de aguas frescas. Traían las carabinas ten­didas entre el vientre y la cabeza de la silla, y es­taban cubiertos de tierra, con barbas crecidas y largos cabellos apelmazados en una pasta de polvo, sudor y grasa; andrajosos, descalzos. Sin embargo, algo te­nían de hermoso: el gesto. Miradas vivas, de cuervo; mandíbulas fuertes, de lobo; la cabeza altiva y de­cisivo el ademán. Siempre el hombre que se rebela es así, y no cambia ni a la hora de la muerte. Hay en él trazos que marcan el vigor de su alma, líneas es­culpidas por el destino. Le circunda un halo, como de tempestad.

Ya volveré sobre esta relación con la muerte y el destino que están marcados en los hombres que se rebelan, y especialmente en Tiburcio. Hombres que —hay que recalcarlo— “algo tenían de hermoso”, pero también tienen rasgos animalescos: de cuervo, de lobo.

El ranchero que estaba en pie sonrió. “Ya sabes quiénes son”, le dijo dentro de sí mismo el desertor de Zacatecas, que se erguía.
—¿Villistas?
—Para todo lo que se ofrezca.
—¿El jefe?
—¿Qué jefe?
—Mi general Villa...
La voz del campesino tenía un acento extraño: or­denaba y parecía llorar. Como un hachazo: primero, el golpe, y luego, el crujido del tronco.
Los demás jinetes se acercaron y lo fueron rodean­do; el muchacho se pegó a su cuerpo como antes pi­diera protección al nudoso sabino, y el padre buscaba con la mirada entre todas las caras que surgían de la masa de hombres, al desparramarse. Muchos rostros le parecieron conocidos bajo la máscara de tierra y barbas. Les sonrió.
Al final del tropel, sin nadie más a su espalda, llegó el esperado, hendiendo el círculo de sus hombres como una daga. Su caballo se adelantó al centro hacia donde estaba el labrador en posición de firme, salu­dando con la mano a la altura de la frente. Sin hablar, le contempló un momento.
—Eres Tiburcio Maya…
—Sí, mi general.
Te decían el León de San Pablo.
—Como otros cinco.
—Estabas conmigo en San Andrés, cuando derro­tamos a Félix Terrazas.
—Sí, mi general.
—En los cerros de Ranchería, contra Francisco Cas­tro.
—Sí, mi general.
—Frente a Chihuahua...
—Recogí a Navarro cuando lo mató una granada, en el mismo lugar donde usted estaba un minuto antes.
El jinete sonrió y se echó el sombrero hacia atrás; tenía una cabeza ancha, de parietales boludos sobre las crejas, y la cara bermeja como un sol al tocar el horizonte; sacó un pie del estribo y descansó sobre la montura, inclinado sobre el muslo y poniendo el codo en la teja.
—¿Te acuerdas de cuando agarramos los trenes en Laguna?
—Sí, mi general.
—¿De la toma de Ciudad Juárez?
—Sí, mi general.
—Fuiste de los que cogieron la artillería en loa arenales de Tierra Blanca...
—A José Inés Salazar.
—Estuviste en el asalto de La Pila...
—Ahí dejé a dos compañeros.
—Y fuiste emisario en Torreón...
Villa se complacía en demostrar su prodigiosa me­moria: como a Tiburcio, decía conocer a cada uno de sus hombres; recordaba las veces que habían es­tado cerca de él en la pelea, en las Caminatas por los desiertos; sus fidelidades y sus traiciones, sus cobar­días y sus heroísmos, sus éxitos, su crímenes...
—¡Ah, viejo desgraciado! Te me rajaste en Zacatecas, cuando estábamos en lo más duro, y te volviste en un tren de heridos...
Habló con las quijadas apretadas, escupiendo las palabras entre las cerdas de su bigote, indomable, y apretando los puños como para embestir.
—Usted perdone, mi general; pero no me rajé: fue usted mismo el que me ninguneó; no me quería ya en la División del Norte, porque tenía miedo de que se me hubiera pegado las viruelas. Y en los momentos más fuertes del pleito no serví sino para cargar he­ridos. Todos me huían, me desconfiaban, se aparta­ban de mí... Entonces, ¿para qué decir que no?, me acosté entre dos heridos y me dejé arrastrar hasta Torreón.
—Bueno, bueno, ya ves que no hiciste falta. Ahora sí te quiero, porque vamos a una lucha sagrada: va­mos a vengar a todos nuestros hermanos que han caído en esta pelea contra Carranza, porque son los güeros del otro lado los que lo están ayudando para que nos acabe. ¿Tienes carabina? Agárrala y vamos jalándole. No te olvides que aquí andan los puros hom­bres de calzón bien fajado.
Tiburcio se estiró: parecía ir creciendo, irse hin­chando.
—De veras, general, ¿quiere que me vaya con us­ted?
—No más agarras tu carabina y caballo, si tienes...
El muchacho, pegado al padre, le habló en voz baja:
—¿Y madre? ¿Y hermana?
El hombre sintió un relámpago en su espíritu, que le iluminó de lleno el dilema, y fue el principio de una tempestad interior. Un vendaval de violencia, lu­cha y muerte le ofuscaba la mente y le empujaba hacía la horda, para seguirla, para formar parte de ella, para azotar, incendiar y destrozar con ella, o para desaparecer. Y nuevos relámpagos le mostraban a las dos mujeres que habían de quedar atrás, en la senda arrasada, donde no volvería a crecer la hierba nunca. Titubeó.

En efecto, Tiburcio titubea. Es el turning point que resalta la resolución final de su duda. (Como lo describe idiolectalmente Popeye: “se me entra la lealtad de Pablo Escobar y el amor por ella”.)

—Yo sí quisiera, general; pero…
Su voz había cambiado: no fue ya como el hacha, sino como la fronda que se agita, y murmura suave­mente adulando al leñador que la amenaza.
—Pero ¿qué?
—Mi mujer, mi hija...
En la boca bestial del bandolero se formó una son­risa espantosa. Por ella salieron las palabras silbando y arrastrándose, como víboras.
— ¡Ah! Tienes mujer, tienes hija… Bueno, bueno, ¿por qué no lo habías dicho antes? La cosa cambia, llévame adonde están.
El campesino mostró con el brazo extendido la ca­sita de madera recostada en la loma, verde como el bosque, baja de techo, que se confundía en el océano de encinas. Y luego, alegremente, como si se hubiera escapado de un gran peligro, guió a la partida a tra­vés de la tierra labrada, brincando los surcos de tres en tres para no deshacerlos, sin fijarse en que tras él, los caballos los arrasaban.
—¿Ya comió usted, general? Que mi mujer le ase un cabrito...
En el cajal, la mujer y la hija, que habían visto acercarse el tropel, estaban de rodillas ante el cromo descolorido de un santo anónimo, rezando a gritos.
—Mujeres, mujeres, no tengan miedo, que no les voy a hacer nada...
Se levantaron, y temblando como gelatina, fueron a asar el cabrito. Villa se sentó en cuclillas, apoyando las espaldas en un rincón, y antes de comer, hizo que la mujer probara, que probaran la hija y el hijo; y luego devoró como un jaguar, sujetando la pieza con ambas manos. Ahito, se puso en pie, limpiándose la boca con la manga, y recordando sus costumbres de ranchero:
—Gracias a Dios —murmuró—, que nos da de comer...
Atrajo hacia sí la niña, pasándole sobre la cabecita su mano enorme.
—Tienes razón, Tiburcio Maya... ¿Cómo podías abandonarlas? Pero me haces falta, necesito todos los hombres que puedan juntarse, y habrás de se­guirme hoy mismo. Y para que sepas que ellas no van a pasar hambres, ni van a sufrir por tu ausencia, ¡mira!
Rápidamente, como un azote, desenfundó la pis­tola y de dos disparos dejó tendidas inmóviles y san­grientas a la mujer y a la hija.
—Ahora ya no tienes a nadie, no necesitas rancho ni bueyes. Agarra tu carabina y vámonos…
Con los ojos enrojecidos y la mandíbula inferior suelta y temblorosa, las manos convulsas, sudorosa la frente, sobre la que caían como espuma de jabón los cabellos blancos, el hombre tomó a su hijo de la mano y avanzó hacia la puerta. Al primer villista que encontró pidió una cartuchera que terció sobre el hombro, le pidió la carabina, que el otro entregó a una señal del cabecilla, y echó a andar por la tierra de su parcela que los caballos habían removido, hacia el Norte, hacia la guerra, hacia su destino, con el pe­cho saliente, los hombros echados hacia atrás y la cabeza levantada al viento, dispuesto a dar la vida por Francisco Villa...

Dar la vida o quitarla aparecen como hechos intercambiables, “equivalenciales”. Popeye organiza el asesinato de su propia mujer. Tiburcio asiste, no indiferente pero sí pasivo, al asesinato de la suya. En ambos momentos, el líder aparece como el catalizador, el que da la orden o la ejecuta por sí mismo y, al hacerlo, soluciona el problema. El subalterno no necesita pensar, no debe pensar. Cuestionar la orden equivaldría a su muerte, por supuesto, pero también a algo más (mucho más importante, dado que, como ha quedado claro, son hombres a los que no les importa morir): a romper el lazo libidinal, erótico, que lo une al líder (aunque “unir” es acá un verbo muy débil).
De hecho, pensemos en lo que significa “compartir” una mujer y cómo termina eso, por ejemplo, en “La intrusa” de Borges. Y recordemos que la “ruptura” entre Villa y Tiburcio, relatada en la primera escena, no es otra cosa que una escena de celos y despecho, enmascarada por un supuesto malentendido. “Al ver venir a su jefe se irguió rápidamente e hizo el saludo; sus ojos se encendieron y se sintió vibrar de entusiasmo… Aquél sí que era hombre, y jefe de hombres... Pero al fijarse en aquel carro, Pancho Villa encogió los hombros instintivamente, y su mirada llameante expresó un repentino temor… —Está bien —dijo [Tiburcio]—; aquí se acabó... y de un salto se precipitó del carro hacia la noche”. Hacia la noche, es decir, hacia la ausencia de sentido, hacia la lejanía del líder. O, como lo diría Popeye, más claramente aun: “Me sentí como desnudo, sin el escudo de Pablo Escobar”.
Y en la otra escena, la del reencuentro: “—¡Ah, viejo desgraciado! Te me rajaste en Zacatecas, cuando estábamos en lo más duro, y te volviste en un tren de heridos... —Usted perdone, mi general; pero no me rajé: fue usted mismo el que me ninguneó; no me quería ya en la División del Norte, porque tenía miedo de que se me hubiera pegado las viruelas…” Entonces Villa le contesta: “Ahora sí te quiero…”. “Tiburcio se estiró: parecía ir creciendo, irse hinchando. —De veras, general, ¿quiere que me vaya con usted?”. (Sería redundante enfatizar todas las reacciones corporales, que Muñoz prodiga sabiamente.)
Dar la vida o quitarla aparecen como hechos intercambiables, “equivalenciales”. Popeye organiza el asesinato de su propia mujer. Tiburcio asiste, no indiferente pero sí pasivo, al asesinato de la suya. En ambos momentos, el líder aparece como el catalizador, el que da la orden o la ejecuta por sí mismo y, al hacerlo, soluciona el problema, el dilema. El subalterno no necesita pensar, no debe pensar. Cuestionar la orden, la decisión del líder, equivaldría —de varias maneras— a su muerte, por supuesto, pero también a algo más (mucho más importante, dado que, como ha quedado claro, son hombres a los que no les importa morir): romper el lazo libidinal, erótico, que lo une al líder (aunque “unir” es acá un verbo muy débil).
De hecho, respecto de la relación Pablo-Popeye, pensemos en lo que significa “compartir” una mujer y cómo termina eso, por ejemplo, en “La intrusa” de Borges. Y recordemos que la “ruptura” entre Villa y Tiburcio, relatada en la primera escena, no es otra cosa que una escena de celos y despecho, enmascarada por un supuesto malentendido: “sus ojos se encendieron y se sintió vibrar de entusiasmo… Aquél sí que era hombre, y jefe de hombres... aquí se acabó... y de un salto se precipitó del carro hacia la noche”. Hacia la noche, es decir, hacia la ausencia de sentido, hacia la lejanía del líder. O, como lo diría Popeye, más claramente aun: “Me sentí como desnudo, sin el escudo de Pablo Escobar”. Y en la otra escena, la del reencuentro: “Ahora sí te quiero… Tiburcio se estiró: parecía ir creciendo, irse hinchando. —De veras, general, ¿quiere que me vaya con usted?”. (Sería redundante enfatizar todas las reacciones corporales, que Muñoz prodiga sabiamente.)
En Literature and Subjection. The economy of writing and marginality in Latin America, Horacio Legrás comenta largamente estos textos: “Tiburcio Maya es también el personaje que, en una parodia de la teleología hegeliana, encarna el anómico y desorientado espíritu revolucionario, de tal manera que su fidelidad [allegiance] a la revuelta se traduce en un casi total borramiento de su conciencia y su individualidad” (p. 150; las traducciones son mías). “Esta escena [se refiere al asesinato de la mujer y la hija] parece haber sido lo bastante chocante como para evitar la emergencia de toda interpretación moral. En su lugar, encontramos una suerte de desplazamiento, un truco hermenéutico que causa que el inviable efecto melodramático emerja en una ubicación diferente, a saber, en el sitio de la responsabilidad política y moral del autor. En esta lectura, ¡Vámonos…! es vista como un texto valiente que se atreve a retratar a un héroe revolucionario, Villa, como un cobarde y un asesino” (p. 52).
Pero no hay que olvidar que Tiburcio, aunque odia (por ende, ama) a Villa, y hasta en algún momento fantasea con matarlo, vuelve a seguirlo; diríamos que “renueva sus votos” de fidelidad a la revolución. Su cuerpo individual odia al Villa-hombre; su “cuerpo histórico”, en cambio, frente al destino que ese hombre encarna, se rinde, si no con su acquiescencia, al menos con su pasividad. Pero es una pasividad activa, si vale la contradicción, porque marcha con él a la guerra, a matar y morir.
Es decir que esto no es una mera división, es más bien una tensión: “Tiburcio encarna heroicamente una tensión entre su persona individual e histórica”, dice Legrás (p. 52) Pero ¿acaso esta división-tensión es propia del personaje Tiburcio o es característica de cualquier sujeto, enfrentado o no a una circunstancia histórica particular (como lo son todas)? ¿No se trata de la escisión constitutiva del sujeto en tanto tal? Legrás dice que, por supuesto, matar a la mujer y a la hija de Tiburcio no es, de ninguna manera, un acto revolucionario en sí mismo (aunque, pregunto y me pregunto, ¿cuál lo sería, por definición?). Pero, agrega, ese acto alegoriza de manera revulsiva y extrema el grado de disolución y reconfiguración que es condición de la revolución. Y yo agregaría que, además de alegorizar, se constituye en un eslabón de una cadena metonímica, interminable, de medios y fines; cadena dentro de la cual habría que replantear toda noción de “necesidad”, “decisión”, “voluntad”, “finalidad” (y también de “revolución”).
 Tiburcio, como bien indica Legrás, está marcado de entrada por la compañía de la Muerte. Muñoz mismo lo dice: “Siempre el hombre que se rebela es así, y no cambia ni a la hora de la muerte. Hay en él trazos que marcan el vigor de su alma, líneas es­culpidas por el destino”. Y acota Legrás: “Viaje, invasión, escape: todo movimiento regresa al sujeto al mismo lugar donde estaba antes. Y lo que siempre regresa al mismo lugar, dice Jacques Lacan, es lo Real”.
Y lo Real, aquí son, también, Villa, Escobar, los líderes. Los únicos que pueden suturar la grieta (la escisión) entre destino y libertad; o, al menos, pueden parecer capaces de hacerlo (y ese parecer lo es todo). Como se ha visto, el costo de tal sutura (que, para peor, sólo puede ser provisoria) es extremadamente alto.
Por último: ¿no sería todo esto, acaso, una de las características más definitorias de ese fenómeno, de por sí vago e indefinible, que es tan cómodo llamar populismo?


Notas

[1] “Confesiones de un criminal”, entrevista exclusiva de Ilia Calderón con John Jairo Velásquez, Popeye: http://noticias.univision.com/primer-impacto/noticias/article/2009-09-10/confesiones-de-un-criminal-entrevista#axzz2D4RGPWgo. El video puede verse también en http://www.youtube.com/watch?v=cqcn5FXql18. Sobre las relaciones entre Popeye y Escobar Gaviria, ver también Mauricio Aranguren, “Confesiones de Pablo Escobar a ‘Popeye’”, KIEN&KE (http://www.kienyke.com/historias/confesiones-de-pablo-escobar-a-popeye/), aunque es un texto de dudosa procedencia.
2 Sobre la muerte de Pablo Escobar, ver Bowden (2007). Una figuración literaria de este “líder paraestatal” (en El divino, de Gustavo Álvarez Gardeazábal) está analizada en un trabajo mío anterior (Valle, 2012). Como acotación muy al margen, ver el siguiente comentario, en la entrada de Google Books correspondiente a El verdadero Pablo, de Astrid Legarda Martínez: “LASTIMA QUE LO HALLAN ASESINADO EL MISMO ESTADO LA VIDA ES ASI EN COLOMBIA MI PAIS ESO PASA POR TENER COMO LIDEREZ A GENTE TAN COMPRADA POR ESOS GRINGOS LASTIMA COLOMBIA ES YSERA INVIDIADA POR OTROS PAISES POR SER UN PAIS MUY RICO EN TODO DONDE HUBIERAN DEJADO QUE ESTA GENTE PAGARAN LA DEUDA EXTERNA MI LINDO PAIS SERA LA MEJOR DEL MUNDO. LASTIMA PABLITO. QUE DIOS TE TENGA EN LA GLORIA GONZALO RODRIGUEZ GACHA QUE DIOS TE TENGA EN LA GLORIA [sic]” (http://books.google.com.ar/books/about/El_verdadero_Pablo.html?id=F_ncEwHEUJMC&redir_esc=y).
3 Insisto en que es verdaderamente llamativa esta característica episódica de las “novelas de la Revolución” (El águila y la serpiente, Cartucho, la canónica Los de abajo). Tienta proponer que el proceso revolucionario aparece así como un desarrollo caótico, sin centro, sin clave semántico-narrativa. Cuantos más episodios se acumulan, menos sentido unitario tiene. Claro que esto expresa el punto de vista ideológico de los autores, todos “pequeñoburgueses”, su fundamental desconcierto (y decepción).
4 Sobre los “dorados”, ver Taibo II (2006: 267).


Bibliografía

Bowden, Mark (2007): Matar a Pablo Escobar, Barcelona, RBA.
Laclau, Ernesto (2005). La razón populista. Buenos Aires, FCE.
Legrás, Horacio (2008): Literature and Subjection. The economy of writing and marginality in Latin America. Pittsburgh, University of Pittsburgh Press.
Muñoz, Rafael F. (1949): ¡Vámonos con Pancho Villa!, Buenos Aires, Espasa Calpe.
Taibo II, Paco Ignacio (2006). Pancho Villa. Una biografía narrativa. México: Planeta.
Valle, Pablo (2012): “Un líder populista paraestatal (Sobre El divino, de Gustavo Álvarez Gardeazábal)”, en las III Jornadas de investigación “Escenas de literatura latinoamericana”, Buenos Aires, Instituto de Literatura Argentina “Ricardo Rojas”, 27-28 de septiembre de 2012.


Pablo Valle, enero de 2014

lunes, 19 de agosto de 2013

Un líder populista paraestatal


(Sobre El divino, de Gustavo Álvarez Gardeazábal)
  

Quisiera ubicar este trabajo en el marco mucho más ambicioso de un estudio general sobre los líderes populistas en la literatura latinoamericana, a quienes a su vez pretendo situar en una taxonomía, un continuum, que vaya entre los dos polos caracterizados por las figuras tópicas del dictador latinoamericano y el rebelde primitivo.
Si bien suele identificarse al líder populista como un caudillo de masas a cargo del Estado, en este caso voy a proponer el concepto provisorio de líder paraestatal, a semejanza de esas figuras que tanto conocemos, desgraciadamente, en la política latinoamericana de las décadas del sesenta en adelante: paramilitares, parapoliciales, etc.
Para esta caracterización, me voy a valer de la novela de Gustavo Álvarez Gardeazábal El divino, porque se presta idealmente para eso, tanto por su personaje principal como por la dinámica social e ideológica en la que lo ubica.
Es fácil ver que la figura del divino está muy relacionada con la de Pablo Escobar Gaviria, lo que también me permitirá algunas reflexiones más generales sobre esa dinámica, en la historia concreta de Colombia en particular, y de Latinoamérica en general.

***

El divino reelabora estructuralmente la trajinada parábola del hijo pródigo, en la forma más general del regreso al pueblo natal, como en Pedro Páramo, de Rulfo, o El resplandor, de Mauricio Magdaleno (con la cual tiene muchos puntos de contacto, sobre todo ese tópico del regreso del coterráneo convertido en un “personaje”, en este caso un político, de quien se esperan dádivas y “progreso”).
Es, en ese sentido, también, una novela de “pueblo chico/infierno grande”, coral, en la que, en cierto sentido, hay un narrador inevitablemente colectivo, como en Recuerdo del porvenir, de Elena Garro. Efectivamente, algunos fragmentos están narrados por un personaje lateral de la trama; pero más importante es que la focalización, aparentemente omnisciente, en realidad va migrando de posiciones.
Mauro, el protagonista, es un muchacho originario del pueblo de Ricaurte, donde sólo “votamos... 93 personas, porque a los bobos no los dejan” (p. 20).[1] Los bobos[2] son 39 y, de alguna manera, el espejeo de los números indica cierta equivalencia. El joven, por su parte, posee dos virtudes: es un gran corredor (metáfora de su meteórico ascenso en el hampa) y tiene un sexo descomunal, que le sirve precisamente para abrirse camino en ese mundo (la metáfora popular de las “tres piernas” tiene esa doble valencia). Va a la ciudad y allí se hace rico en el tráfico, primero, de marihuana, y luego, de cocaína (itinerario que reproduce un esquema históricamente comprobable). Todo esto, de alguna manera, contribuye a su desmesurado apodo: el narcotraficante como un pequeño dios.
 El personaje epónimo, justamente, es definido de muchas maneras en la novela: “el divino Mauro es de la pesada y anda con guardaespaldas y carro acompañante y todo ese poco de cosas de los ricos de ahora” (p. 22); “nuestro benefactor y coterráneo Mauro” (p. 61); “el divino Mauro le ha ayudado a mucha gente en este pueblo” (p. 74); “rey Midas” (p. 204).
La primera parte de la novela transcurre en la espera del regreso del divino, para las fiestas religiosas del Divino (con mayúscula), una imagen sagrada que es el otro orgullo, arcaico, del pueblito de Ricaurte (como reflexiona sobre sí misma uno de los personajes: “ella pertenecía a otra época, a otras gentes y a otros dioses”; p. 43). Las fiestas confluyen, ya que el pueblo, en realidad, le debe más milagros al divino Mauro que a la imagen del Ecce Homo, quizás falsa incluso, y en todo caso ya impotente (todo lo contrario que Mauro). Si alguna vez hizo milagros, no parece dispuesto a repetirlos; y, en todo caso, ha sido remplazado por una mano más terrenal, y más efectiva.
Las expectativas con la llegada del divino van a ir in crescendo hacia un final que se anuncia ominoso ─a causa de una posible venganza─, como en Crónica de una muerte enunciada, pero se desinfla irónicamente, con un suspiro o quejido de placer, en una aristeia homoerótica[3] y en un suicidio frustrante.
Mauro llega a Ricaurte, con su “harem de efebos luminosos” (p. 132), y desata una orgía sinfín, contracara del culto religioso y celebración de una nueva época que ha llegado para quedarse. En Ricaurte y en Colombia.
Figueroa Sánchez (2005) lo resume bien:

En El divino, está presente el poder del narcotráfico, lo que le permite al autor hacer una radiografía política de la nación, partiendo de la crisis de valores que ha sufrido la sociedad colombiana, a partir del surgimiento del narcotráfico como fenómeno. Es importante rescatar el contexto histórico, que se especifica de la siguiente manera: [citando el libro de Tittler sobre nuestro autor] “Estamos frente, pues, a un drama moral ─pero no moralizante─, una alegoría sobre la coyuntura nacional donde el villorrio de Ricaute representa en sus términos más elementales Colombia, y aun muchas otras partes de América Latina, donde sus sociedades han saltado de lo feudal a lo postmoderno, sin pasar por una modernidad ordenada o sustanciosa”. Es más, el poder “Es el producto de un desequilibrio temporal ocasionado por el chorro repentino de narcodólares en una sociedad tradicionalista”.

Mauro reflexiona sobre el poder en términos más complejos aun: “El poder, en el fondo, no ha sido más que eso, un equilibrio de acciones y reacciones, de amores y odios, de influencias y resquemores, y el divino Mauro... lo sabía ejercer para no perderlo. Era un dominio por el dinero, pero de todas maneras era un poder y a veces mucho más difícil de comprender y ejercer... Allí residía el poder, en saber tomar la determinación precisa en el momento adecuado... La mano triste de la pérdida de libertad por el exceso de poder” (pp. 153, 154, 155).
Por otro lado, Fonseca (2009) ha resumido la novela de la siguiente manera: “En la novela de Álvarez Gardeázabal, la llegada del mafioso Mauro a un pueblo del sur de Colombia desemboca en una serie de cambios en la vida diaria de los habitantes y en un des-colocamiento de las tradiciones de su región con la llegada de carros de lujo, helicópteros y bienes”.
Fonseca se propone, en su tesis Cuando llovió dinero en Macondo, examinar “la trayectoria de la narco-narrativa en Colombia y México a finales del siglo XX, enfatizando el período 1990 y 2005…”.

Mi estudio analiza los personajes de las narco-narrativas desde la lógica del dinero fácil del narcotráfico... Productos de un fenómeno global como es el tráfico de drogas, las narconarrativas dialogan con los discursos oficiales y crean nuevas maneras de aproximarse a las ideologías que subyacen al tráfico y también a la ‘guerra contra las drogas’ en los países productores. [Recordemos las referencias de la novela a los Estados Unidos, principal país consumidor de drogas.] En el caso colombiano, el deseo de ingresar al mercado del consumo de bienes de lujo llevó a muchos jóvenes a entrar en el narcotráfico como sicarios, paleros, transportadores y guardaespaldas... Tanto en Colombia como en México, el negocio del narcotráfico produjo cambios en la esfera económica y social con la emergencia de una nueva escala de valores... el lujo y el derroche de las fiestas del narcotráfico hacen pensar que ‘el dinero llueve en Macondo’...

Estas novelas “desmitifican los valores tradicionales de una sociedad letrada y miran críticamente los discursos de orden y progreso de la sociedad tradicional frente a los cambios que trae el narcotráfico...”. Resaltan la “emergencia de tipos sociales como sicarios, narcotraficantes, mulas y chicas ‘prepago’... Sectores excluidos ven en el narcotráfico la posibilidad de acceder a nuevos cánones de consumo”. A su vez, “las clases tradicionales se ven gradualmente desplazadas por la entrada de nuevos ricos...”.

[esta narrativa] subvierte un imaginario del mafioso, retrata una sociedad que empieza a rendir homenaje solamente a los hombres capaces de enriquecerse rápidamente... las narco-narrativas colombianas reflexionan sobre la culpabilidad de una sociedad que cedió al narcotráfico... la relación entre la Iglesia y el narcotráfico y la recepción de filantropías en las que flota el aroma del narcotráfico y el lavado de dinero... Pablo Escobar en la ciudad de Medellín y Amado Carrillo en México... repartían dinero, casas y regalos a las familias pobres...

Especialmente los jóvenes ven en el narcotráfico una

posibilidad de escalar socialmente y vencer el determinismo social... un imaginario social que vio en el dinero ilegal la manera más fácil de superar la crisis económica, social y política de estos dos países... En regiones donde el poder del Estado es casi nulo,[4] delincuentes y narcotraficantes han llenado un vacío social y se han convertido en hombres promotores del desarrollo económico.

Esta “influencia del narcotráfico en la axiología social”, como dice Fonseca, se ve muy bien la novela, a través de una mayoría de personajes que caen rendidos a los pies del divino: “no es de extrañarse en este mundo donde todos los valores han cambiado” (p. 39). Hasta el obispo ha sido cooptado por el narco (situación a la que alude uno de los apellidos principales del pueblo, ligados a la Iglesia, los Borja).
Y esta temática aparece de manera amplia en las dos discusiones[5] que tiene Melba y “el doctor”, un político tradicional que se resiste a dejarse llevar por los nuevos tiempos.
A primera vista, esta postura del político, mostrado como prácticamente el único “puro”, parece una ironía, o una broma al menos, del autor implícito. Pero no hay que olvidarse que el autor real también ha sido un político, que fue intendente de Tulúa y que se vio involucrado en varias acusaciones cruzadas respecto de su actuación en contra (o a favor) del narcotráfico. Y tampoco hay que olvidar que muchos políticos y otros hombres públicos colombianos fueron asesinados por el narco, debido a su resistencia a ser cooptados, como Luis Galán, que alguna vez se postuló como sucesor del lamentado Jorge Eliecer Gaitán (explotando incluso la paronimia de sus apellidos).
La segunda discusión, justamente, finaliza con una (astuta) opinión del doctor: “Si alguna oligarquía es inteligente en América Latina es la oligarquía colombiana” (p. 222). Que hace juego, en espejo, con la célebre frase de Pablo Escobar que Fonseca ha usado como epígrafe de su tesis: “Qué pobres son los ricos de este país”.[6]
Sabemos que Pablo Escobar Gaviria, el narco más famoso de todos los tiempos, capo del cartel de Medellín, fue asesinado en 1993 por una heterogénea y desmesurada coalición entre el gobierno colombiano y el norteamericano, grupos parapoliciales y paramilitares, y su cartel rival, el de Cali.
Mark Bowden, autor de Matar a Pablo Escobar, nos da algunas pinceladas maestras sobre esa vida y esa muerte paradigmáticas:

Medellín era la ciudad de Pablo: había sido allí donde había amasado sus miles de millones de dólares y donde aquel dinero había levantado bloques tic oficinas, edificios de apartamentos, discotecas y restaurantes; y también donde había dado casas a los pobres, aquellos mismos que hasta entonces se habían cobijado debajo de chabolas de carrón, de plástico y de lata, y que, con la boca y la nariz tapadas por un pañuelo, habían hurgado en las pestilentes montañas de desperdicios del basurero municipal en busca de cualquier cosa que pudiese ser recuperada, limpiada y vendida. En ese lugar, don Pablo había construido canchas de fútbol iluminadas para que los trabajadores pudiesen jugar de noche, y allí era donde tantas veces había ido a inaugurar instalaciones y cortar listones. En ocasiones, cuando ya se había convertido en una leyenda, don Pablo incluso participaba en aquellos partidos. Todos estaban de acuerdo en que don Pablo se había escondido allí durante dieciséis meses mientras la policía ponía la ciudad patas arriba; allí había vivido de escondrijo en escondrijo, rodeado de gente que, de haber conocido su verdadera identidad, tampoco lo habría entregado. Porque era en aquel barrio de Medellín donde fotos de él colgaban en marcos dorados, donde la gente le rezaba para que viviera muchos años y tuviera muchos hijos, y también donde —y él lo sabía bien— aquellos que no rezaban por él, le tenían terror... Cualquiera puede ser un criminal, pero llegar a ser un forajido requiere admiradores. El forajido representa algo que va más allá de su propio destino. Sus actos delictivos, por más egoístas o absurdos que fueran, transmitían un mensaje social. Los actos de violencia y los crímenes que cometían eran ataques a un poder lejano y opresivo... Su éxito se debió fundamentalmente a la particular cultura e historia de su tierra, a la tierra propiamente dicha y al clima, ingredientes indispensables para las cosechas de coca y de marihuana. Pero el otro ingrediente de la leyenda era el propio Pablo, porque a diferencia de los forajidos que le precedieron, él comprendía el poder de ser considerado una leyenda. Él creó la suya y la nutrió. Era un matón y un violento, pero tenía conciencia social. Era un capo despiadado y brutal, pero también un político dotado de un estilo personal y cautivador que, al menos para algunos, trascendía la bestialidad de sus actos. Era sagaz y arrogante y lo suficientemente rico como para sacar provecho de esa popularidad. En palabras del presidente colombiano César Gaviria, Escobar poseía “una especie de genio innato para las relaciones públicas”. A su muerte, miles lo lloraron. Y lo era en gran medida por su genial habilidad para manipular la opinión pública.

Con lo cual nos abrimos a la propuesta —sólo una propuesta inicial—, de este trabajo. El divino Mauro, como Pablo Escobar, resulta caracterizado como lo que podríamos llamar un líder populista paraestatal. Digo “paraestatal” por analogía irónica con “parapolicial”, “paramilitar”, etc., pero también como contraposición al hecho de que habitualmente se estudian los líderes populistas que detentan directamente el poder del Estado: Perón, Vargas, Cárdenas, etc.
De Mauro se dice también en la novela: “Él sabe muy bien qué le gusta a su pueblo” (p. 203). Y el hecho de que la afirmación contenga también una alusión sexual refuerza el aserto.
Una última cuestión, entre tantas, para referirnos a la postura del autor implícito (ya que los narradores y los focos van variando). Al respecto, una pista nos la da el mismo texto, como debe ser. Se dice de Ebelina, la que calcula los biorritmos, que “se apartó para estar acaso mucho más cerca” (p. 169).









Bibliografía

Álvarez Gardeazábal, Gustavo, 1986, El divino, Bogotá, Plaza & Janés.
Bowden, Mark, 2007, Matar a Pablo Escobar, Barcelona, RBA.
Figueroa Sánchez, Cristo Rafael, 2005, “Reseña de Jonathan Tittler: El verbo y el mando. Vida y milagros de Gustavo Álvarez Gardeazábal”, Tabula Rasa. Revista de Humanidades, Tulúa, UCEVA, pp. 264.
Fonseca, Alberto, 2009, Cuando llovió dinero en Macondo: Literatura y narcotráfico en Colombia y México, University of Kansas.
Hobsbawm, Eric, 2001a, Bandidos, Barcelona, Crítica.
Hobsbawm, Eric, 2001b, Rebeldes primitivos, Barcelona, Crítica.

Página web de Gustavo Álvarez Gardeazábal:







[1] Cito por Gustavo Álvarez Gardeazábal, 1986, El divino, Bogotá, Plaza & Janés.
[2] Sobre los famosos “bobos” de Ricaurte, ver: http://aupec.univalle.edu.co/informes/diciembre00/retardo.html.
[3] Que Mauro sea “homosexual” (bisexual o pansexual, en realidad) implica, entre otras cosas, un desafío al estereotipo sexista del narco machote; pero es más también: una figuración del narco como rey griego (Midas), dios andrógino o criatura mítica en general.
[4] Esto nos abre a otra línea de análisis, la aportada por Eric Hobsbawn sobre el “bandolerismo social”, en su clásico libro Bandidos. “El bandolerismo como fenómeno de masas, es decir, la acción independiente de grupos de hombres violentos y armados, aparecía sólo donde el poder era inestable, estaba ausente o había fallado. Con el declive e incluso la ruptura y disolución del poder del estado que estamos presenciando a finales del siglo XX, es posible que gran parte del mundo esté entrando de nuevo en otra era semejante”. Hobsbawn hace también referencias a Colombia: “Incluso hoy, por ejemplo, el gobierno de Colombia no puede controlar varias zonas de su territorio excepto por medio de incursiones militares periódicas...”. Pero luego relativiza el concepto: “Sea cual sea la imagen que perdura en el siglo XXI de los guerrilleros de las FARC, los paramilitares y los pistoleros del cártel de la droga, ya no tendrán nada en común con el antiguo mito del bandido”. Esto último exige profundización.
[5] Ver pp. 190-191 y 219-222.
[6] “Entre 1976 y 1980 los depósitos en los bancos colombianos se incrementaron más del doble... Llegaban tal cantidad de dólares norteamericanos ilegítimos que la élite dirigente comenzó a concebir maneras de participar en la bonanza sin infringir la ley. El Gobierno del presidente Alfonso López Michelsen permitió una práctica que el banco central denominó ‘abrir la ventana lateral’: la conversión legal de cantidades ilimitadas de dólares en pesos colombianos. Toda la nación estaba dispuesta a unirse a la fiesta de Pablo Escobar... El patrimonio de las familias más influyentes se había construido sobre los cimientos del crimen: la trata de esclavos, el tabaco, el tráfico de quinina y tantas otras actividades de dudosa ética” (Bowden, 2007).

(Ponencia en las 
III Jornadas de investigación “Escenas de literatura latinoamericana”, 
Buenos Aires, Instituto de Literatura Argentina “Ricardo Rojas”, 
27-28 de septiembre de 2012.)




viernes, 21 de octubre de 2011

Para acabar con el cine bizarro


 De un tiempo a esta parte, cunde el cine que algunos llaman “bizarro”. El simpático libro publicado el año pasado por Diego Curubeto, los ciclos y micros de Axel Kuschevatsky por televisión, el auge de las librerías especializadas son son sólo la culminación de un proceso más subterráneo pero constante. ¿A qué se refieren con “bizarro”? La palabra misma no dice demasiado, empezando con que es un galicismo. En castellano, “bizarro” quiere decir gallardo, valiente, etc. En francés (e inglés), bizarre sí quiere significar lo que sus cultores locales quieren significar: raro, extravagante, insólito.
Pero nada es tan sencillo como parece. El libro de Curubeto mencionado, por ejemplo, mezcla cosas tan disímiles como la ciencia ficción y el policial negro, cine clase B y cine independiente, Ed Wood y la Coca Sarli, los templarios de no sé dónde con 2001, odisea del espacio, los zombies con Cat People. No se trata solamente de las dificultades para definir o clasificar este género o, mejor, esta categoría que atraviesa otras categorías; después de todo, a quién le interesa mucho definir o clasificar. Quizás sea más interesante preguntarse de dónde sale todo esto y qué valor podría llegar a tener, más allá de la obvia (y a veces dudosa) actitud lúdica, juguetona, que implica.
En la década del sesenta las ciencias sociales dieron un vuelco fundamental hacia el estructuralismo, la semiología, el análisis de los medios de comunicación. La valoración estética dejó paso a otros puntos de vista y pasó a ser considerada (con mucha razón, por otra parte) deudora de una ideología burguesa en vísperas de una superación definitiva. De ahí la reivindicación de los géneros “menores”: el policial, el melodrama, el cómic; estéticas populares, por cierto, o al menos reflejo más o menos fiel de ciertas formas de la cultura o el gusto popular. La batalla era contra la “Alta Cultura”, las “Bellas Artes”, las “Letras”, el “Espíritu”, reductos de las aristocracias decadentes. La noción de “autor” fue otra que cayó en la picota, luego de décadas (siglos) de crítica biográfica o meramente historicista. El sujeto esencialmente dividido del psicoanálisis, el homo lacanianus, no puede ser autor de nada, ni siquiera de su propia desgracia.
Desde los nuevos enfoques, entonces, era “lo mismo” analizar a Balzac que a Pierre Loti o a Ian Fleming (Barthes, Eco lo hicieron). Era lo mismo porque las categorías pertinentes para el análisis (estructurales, ideológicas) pueden verse tanto en la Divina Comedia como en un aviso de pastas. El kitsch se transmutó en camp (según el conocido ejemplo, un enanito de jardín en un jardín de clase media baja es kitsch, pero en un loft de Nueva York es camp) e invadió todo el arte. El rótulo de pop se generalizó tanto que ya no implicaba algo definido (exactamente como esto de lo bizarro...).
Esta desjerarquización generalizada tenía un sentido claro, en principio: la destrucción de las jerarquías preestablecidas por los paradigmas dominantes. Pero a la larga produjo una especie de legitimación para nuevas valoraciones estéticas, que ya no se hacen cargo de las categorías ideológicas; lo cual es muy propio del posmodernismo, si esta palabra significa algo.
En cuanto al cine bizarro, o la estética bizarra en general, parece un resultado postrero de ese proceso, sucintamente descrito. Todo vale, especialmente si es raro, divertido, tan “malo” que se vuelve “bueno”. No se trata de una verdadera estética de la fealdad (Buñuel, Marco Ferreri), sino de una especie de reivindicación acrítica de la infancia: Titanes en el Ring y los chicles Bazooka; o de la adolescencia: las tetas de la Sarli en aquellos permisivos cines de barrio; y, por qué no, de los géneros “varoniles” (¿por qué el melodrama rosa no es bizarro?). Hay una oposición, pero no contra una “ideología dominante” (al menos, entendida políticamente), sino hacia el cine de arte reconocido: nunca queda claro si los bizarristas dan por descontado que Bergman y Fellini son grandes artistas de este siglo, o abominan de ellos. Es cierto que nunca hay que dar por descontado nada, que es bueno discutir todo. Ésa es la idea.
Estaría muy bien, por ejemplo, volver sobre aquella idea de autor, relativizada por la de “sujeto productor”, o algo similar; y reconsiderar que una obra de arte no tiene por qué ser el resultado de un Espíritu Superior, distinto del común de los mortales, etc. Ni producto de acciones absolutamente conscientes y voluntarias (volvemos al psicoanálisis). ¿Pero no será demasiado pensar para terminar idolatrando a Ed Wood y a Armando Bo?
También parece muy saludable oponerse, conscientemente, a las corrientes principales de la industria: cine de clase B contra superproducciones, por ejemplo. El cine de clase B, independiente o no, las “small movies” (que homenajea Godard al principio de su Prenom: Carmen) tienen un encanto innegable, y a veces otras virtudes, frente a los colosales fiascos que Hollywood desparrama cada día con mayor impunidad.
En resumen: ¿no habrá llegado el momento de revisar, desde un punto de vista más crítico, esta noción de lo “bizarro”, para ver si tiene algo de aprovechable? Tal vez las anteriores reflexiones puedan ser un comienzo, sobre todo si alguien está interesado en continuarlas.

(Escrito para la revista La Vereda de Enfrente, 1997.)