Mostrando entradas con la etiqueta 2012. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta 2012. Mostrar todas las entradas

lunes, 19 de agosto de 2013

Un líder populista paraestatal


(Sobre El divino, de Gustavo Álvarez Gardeazábal)
  

Quisiera ubicar este trabajo en el marco mucho más ambicioso de un estudio general sobre los líderes populistas en la literatura latinoamericana, a quienes a su vez pretendo situar en una taxonomía, un continuum, que vaya entre los dos polos caracterizados por las figuras tópicas del dictador latinoamericano y el rebelde primitivo.
Si bien suele identificarse al líder populista como un caudillo de masas a cargo del Estado, en este caso voy a proponer el concepto provisorio de líder paraestatal, a semejanza de esas figuras que tanto conocemos, desgraciadamente, en la política latinoamericana de las décadas del sesenta en adelante: paramilitares, parapoliciales, etc.
Para esta caracterización, me voy a valer de la novela de Gustavo Álvarez Gardeazábal El divino, porque se presta idealmente para eso, tanto por su personaje principal como por la dinámica social e ideológica en la que lo ubica.
Es fácil ver que la figura del divino está muy relacionada con la de Pablo Escobar Gaviria, lo que también me permitirá algunas reflexiones más generales sobre esa dinámica, en la historia concreta de Colombia en particular, y de Latinoamérica en general.

***

El divino reelabora estructuralmente la trajinada parábola del hijo pródigo, en la forma más general del regreso al pueblo natal, como en Pedro Páramo, de Rulfo, o El resplandor, de Mauricio Magdaleno (con la cual tiene muchos puntos de contacto, sobre todo ese tópico del regreso del coterráneo convertido en un “personaje”, en este caso un político, de quien se esperan dádivas y “progreso”).
Es, en ese sentido, también, una novela de “pueblo chico/infierno grande”, coral, en la que, en cierto sentido, hay un narrador inevitablemente colectivo, como en Recuerdo del porvenir, de Elena Garro. Efectivamente, algunos fragmentos están narrados por un personaje lateral de la trama; pero más importante es que la focalización, aparentemente omnisciente, en realidad va migrando de posiciones.
Mauro, el protagonista, es un muchacho originario del pueblo de Ricaurte, donde sólo “votamos... 93 personas, porque a los bobos no los dejan” (p. 20).[1] Los bobos[2] son 39 y, de alguna manera, el espejeo de los números indica cierta equivalencia. El joven, por su parte, posee dos virtudes: es un gran corredor (metáfora de su meteórico ascenso en el hampa) y tiene un sexo descomunal, que le sirve precisamente para abrirse camino en ese mundo (la metáfora popular de las “tres piernas” tiene esa doble valencia). Va a la ciudad y allí se hace rico en el tráfico, primero, de marihuana, y luego, de cocaína (itinerario que reproduce un esquema históricamente comprobable). Todo esto, de alguna manera, contribuye a su desmesurado apodo: el narcotraficante como un pequeño dios.
 El personaje epónimo, justamente, es definido de muchas maneras en la novela: “el divino Mauro es de la pesada y anda con guardaespaldas y carro acompañante y todo ese poco de cosas de los ricos de ahora” (p. 22); “nuestro benefactor y coterráneo Mauro” (p. 61); “el divino Mauro le ha ayudado a mucha gente en este pueblo” (p. 74); “rey Midas” (p. 204).
La primera parte de la novela transcurre en la espera del regreso del divino, para las fiestas religiosas del Divino (con mayúscula), una imagen sagrada que es el otro orgullo, arcaico, del pueblito de Ricaurte (como reflexiona sobre sí misma uno de los personajes: “ella pertenecía a otra época, a otras gentes y a otros dioses”; p. 43). Las fiestas confluyen, ya que el pueblo, en realidad, le debe más milagros al divino Mauro que a la imagen del Ecce Homo, quizás falsa incluso, y en todo caso ya impotente (todo lo contrario que Mauro). Si alguna vez hizo milagros, no parece dispuesto a repetirlos; y, en todo caso, ha sido remplazado por una mano más terrenal, y más efectiva.
Las expectativas con la llegada del divino van a ir in crescendo hacia un final que se anuncia ominoso ─a causa de una posible venganza─, como en Crónica de una muerte enunciada, pero se desinfla irónicamente, con un suspiro o quejido de placer, en una aristeia homoerótica[3] y en un suicidio frustrante.
Mauro llega a Ricaurte, con su “harem de efebos luminosos” (p. 132), y desata una orgía sinfín, contracara del culto religioso y celebración de una nueva época que ha llegado para quedarse. En Ricaurte y en Colombia.
Figueroa Sánchez (2005) lo resume bien:

En El divino, está presente el poder del narcotráfico, lo que le permite al autor hacer una radiografía política de la nación, partiendo de la crisis de valores que ha sufrido la sociedad colombiana, a partir del surgimiento del narcotráfico como fenómeno. Es importante rescatar el contexto histórico, que se especifica de la siguiente manera: [citando el libro de Tittler sobre nuestro autor] “Estamos frente, pues, a un drama moral ─pero no moralizante─, una alegoría sobre la coyuntura nacional donde el villorrio de Ricaute representa en sus términos más elementales Colombia, y aun muchas otras partes de América Latina, donde sus sociedades han saltado de lo feudal a lo postmoderno, sin pasar por una modernidad ordenada o sustanciosa”. Es más, el poder “Es el producto de un desequilibrio temporal ocasionado por el chorro repentino de narcodólares en una sociedad tradicionalista”.

Mauro reflexiona sobre el poder en términos más complejos aun: “El poder, en el fondo, no ha sido más que eso, un equilibrio de acciones y reacciones, de amores y odios, de influencias y resquemores, y el divino Mauro... lo sabía ejercer para no perderlo. Era un dominio por el dinero, pero de todas maneras era un poder y a veces mucho más difícil de comprender y ejercer... Allí residía el poder, en saber tomar la determinación precisa en el momento adecuado... La mano triste de la pérdida de libertad por el exceso de poder” (pp. 153, 154, 155).
Por otro lado, Fonseca (2009) ha resumido la novela de la siguiente manera: “En la novela de Álvarez Gardeázabal, la llegada del mafioso Mauro a un pueblo del sur de Colombia desemboca en una serie de cambios en la vida diaria de los habitantes y en un des-colocamiento de las tradiciones de su región con la llegada de carros de lujo, helicópteros y bienes”.
Fonseca se propone, en su tesis Cuando llovió dinero en Macondo, examinar “la trayectoria de la narco-narrativa en Colombia y México a finales del siglo XX, enfatizando el período 1990 y 2005…”.

Mi estudio analiza los personajes de las narco-narrativas desde la lógica del dinero fácil del narcotráfico... Productos de un fenómeno global como es el tráfico de drogas, las narconarrativas dialogan con los discursos oficiales y crean nuevas maneras de aproximarse a las ideologías que subyacen al tráfico y también a la ‘guerra contra las drogas’ en los países productores. [Recordemos las referencias de la novela a los Estados Unidos, principal país consumidor de drogas.] En el caso colombiano, el deseo de ingresar al mercado del consumo de bienes de lujo llevó a muchos jóvenes a entrar en el narcotráfico como sicarios, paleros, transportadores y guardaespaldas... Tanto en Colombia como en México, el negocio del narcotráfico produjo cambios en la esfera económica y social con la emergencia de una nueva escala de valores... el lujo y el derroche de las fiestas del narcotráfico hacen pensar que ‘el dinero llueve en Macondo’...

Estas novelas “desmitifican los valores tradicionales de una sociedad letrada y miran críticamente los discursos de orden y progreso de la sociedad tradicional frente a los cambios que trae el narcotráfico...”. Resaltan la “emergencia de tipos sociales como sicarios, narcotraficantes, mulas y chicas ‘prepago’... Sectores excluidos ven en el narcotráfico la posibilidad de acceder a nuevos cánones de consumo”. A su vez, “las clases tradicionales se ven gradualmente desplazadas por la entrada de nuevos ricos...”.

[esta narrativa] subvierte un imaginario del mafioso, retrata una sociedad que empieza a rendir homenaje solamente a los hombres capaces de enriquecerse rápidamente... las narco-narrativas colombianas reflexionan sobre la culpabilidad de una sociedad que cedió al narcotráfico... la relación entre la Iglesia y el narcotráfico y la recepción de filantropías en las que flota el aroma del narcotráfico y el lavado de dinero... Pablo Escobar en la ciudad de Medellín y Amado Carrillo en México... repartían dinero, casas y regalos a las familias pobres...

Especialmente los jóvenes ven en el narcotráfico una

posibilidad de escalar socialmente y vencer el determinismo social... un imaginario social que vio en el dinero ilegal la manera más fácil de superar la crisis económica, social y política de estos dos países... En regiones donde el poder del Estado es casi nulo,[4] delincuentes y narcotraficantes han llenado un vacío social y se han convertido en hombres promotores del desarrollo económico.

Esta “influencia del narcotráfico en la axiología social”, como dice Fonseca, se ve muy bien la novela, a través de una mayoría de personajes que caen rendidos a los pies del divino: “no es de extrañarse en este mundo donde todos los valores han cambiado” (p. 39). Hasta el obispo ha sido cooptado por el narco (situación a la que alude uno de los apellidos principales del pueblo, ligados a la Iglesia, los Borja).
Y esta temática aparece de manera amplia en las dos discusiones[5] que tiene Melba y “el doctor”, un político tradicional que se resiste a dejarse llevar por los nuevos tiempos.
A primera vista, esta postura del político, mostrado como prácticamente el único “puro”, parece una ironía, o una broma al menos, del autor implícito. Pero no hay que olvidarse que el autor real también ha sido un político, que fue intendente de Tulúa y que se vio involucrado en varias acusaciones cruzadas respecto de su actuación en contra (o a favor) del narcotráfico. Y tampoco hay que olvidar que muchos políticos y otros hombres públicos colombianos fueron asesinados por el narco, debido a su resistencia a ser cooptados, como Luis Galán, que alguna vez se postuló como sucesor del lamentado Jorge Eliecer Gaitán (explotando incluso la paronimia de sus apellidos).
La segunda discusión, justamente, finaliza con una (astuta) opinión del doctor: “Si alguna oligarquía es inteligente en América Latina es la oligarquía colombiana” (p. 222). Que hace juego, en espejo, con la célebre frase de Pablo Escobar que Fonseca ha usado como epígrafe de su tesis: “Qué pobres son los ricos de este país”.[6]
Sabemos que Pablo Escobar Gaviria, el narco más famoso de todos los tiempos, capo del cartel de Medellín, fue asesinado en 1993 por una heterogénea y desmesurada coalición entre el gobierno colombiano y el norteamericano, grupos parapoliciales y paramilitares, y su cartel rival, el de Cali.
Mark Bowden, autor de Matar a Pablo Escobar, nos da algunas pinceladas maestras sobre esa vida y esa muerte paradigmáticas:

Medellín era la ciudad de Pablo: había sido allí donde había amasado sus miles de millones de dólares y donde aquel dinero había levantado bloques tic oficinas, edificios de apartamentos, discotecas y restaurantes; y también donde había dado casas a los pobres, aquellos mismos que hasta entonces se habían cobijado debajo de chabolas de carrón, de plástico y de lata, y que, con la boca y la nariz tapadas por un pañuelo, habían hurgado en las pestilentes montañas de desperdicios del basurero municipal en busca de cualquier cosa que pudiese ser recuperada, limpiada y vendida. En ese lugar, don Pablo había construido canchas de fútbol iluminadas para que los trabajadores pudiesen jugar de noche, y allí era donde tantas veces había ido a inaugurar instalaciones y cortar listones. En ocasiones, cuando ya se había convertido en una leyenda, don Pablo incluso participaba en aquellos partidos. Todos estaban de acuerdo en que don Pablo se había escondido allí durante dieciséis meses mientras la policía ponía la ciudad patas arriba; allí había vivido de escondrijo en escondrijo, rodeado de gente que, de haber conocido su verdadera identidad, tampoco lo habría entregado. Porque era en aquel barrio de Medellín donde fotos de él colgaban en marcos dorados, donde la gente le rezaba para que viviera muchos años y tuviera muchos hijos, y también donde —y él lo sabía bien— aquellos que no rezaban por él, le tenían terror... Cualquiera puede ser un criminal, pero llegar a ser un forajido requiere admiradores. El forajido representa algo que va más allá de su propio destino. Sus actos delictivos, por más egoístas o absurdos que fueran, transmitían un mensaje social. Los actos de violencia y los crímenes que cometían eran ataques a un poder lejano y opresivo... Su éxito se debió fundamentalmente a la particular cultura e historia de su tierra, a la tierra propiamente dicha y al clima, ingredientes indispensables para las cosechas de coca y de marihuana. Pero el otro ingrediente de la leyenda era el propio Pablo, porque a diferencia de los forajidos que le precedieron, él comprendía el poder de ser considerado una leyenda. Él creó la suya y la nutrió. Era un matón y un violento, pero tenía conciencia social. Era un capo despiadado y brutal, pero también un político dotado de un estilo personal y cautivador que, al menos para algunos, trascendía la bestialidad de sus actos. Era sagaz y arrogante y lo suficientemente rico como para sacar provecho de esa popularidad. En palabras del presidente colombiano César Gaviria, Escobar poseía “una especie de genio innato para las relaciones públicas”. A su muerte, miles lo lloraron. Y lo era en gran medida por su genial habilidad para manipular la opinión pública.

Con lo cual nos abrimos a la propuesta —sólo una propuesta inicial—, de este trabajo. El divino Mauro, como Pablo Escobar, resulta caracterizado como lo que podríamos llamar un líder populista paraestatal. Digo “paraestatal” por analogía irónica con “parapolicial”, “paramilitar”, etc., pero también como contraposición al hecho de que habitualmente se estudian los líderes populistas que detentan directamente el poder del Estado: Perón, Vargas, Cárdenas, etc.
De Mauro se dice también en la novela: “Él sabe muy bien qué le gusta a su pueblo” (p. 203). Y el hecho de que la afirmación contenga también una alusión sexual refuerza el aserto.
Una última cuestión, entre tantas, para referirnos a la postura del autor implícito (ya que los narradores y los focos van variando). Al respecto, una pista nos la da el mismo texto, como debe ser. Se dice de Ebelina, la que calcula los biorritmos, que “se apartó para estar acaso mucho más cerca” (p. 169).









Bibliografía

Álvarez Gardeazábal, Gustavo, 1986, El divino, Bogotá, Plaza & Janés.
Bowden, Mark, 2007, Matar a Pablo Escobar, Barcelona, RBA.
Figueroa Sánchez, Cristo Rafael, 2005, “Reseña de Jonathan Tittler: El verbo y el mando. Vida y milagros de Gustavo Álvarez Gardeazábal”, Tabula Rasa. Revista de Humanidades, Tulúa, UCEVA, pp. 264.
Fonseca, Alberto, 2009, Cuando llovió dinero en Macondo: Literatura y narcotráfico en Colombia y México, University of Kansas.
Hobsbawm, Eric, 2001a, Bandidos, Barcelona, Crítica.
Hobsbawm, Eric, 2001b, Rebeldes primitivos, Barcelona, Crítica.

Página web de Gustavo Álvarez Gardeazábal:







[1] Cito por Gustavo Álvarez Gardeazábal, 1986, El divino, Bogotá, Plaza & Janés.
[2] Sobre los famosos “bobos” de Ricaurte, ver: http://aupec.univalle.edu.co/informes/diciembre00/retardo.html.
[3] Que Mauro sea “homosexual” (bisexual o pansexual, en realidad) implica, entre otras cosas, un desafío al estereotipo sexista del narco machote; pero es más también: una figuración del narco como rey griego (Midas), dios andrógino o criatura mítica en general.
[4] Esto nos abre a otra línea de análisis, la aportada por Eric Hobsbawn sobre el “bandolerismo social”, en su clásico libro Bandidos. “El bandolerismo como fenómeno de masas, es decir, la acción independiente de grupos de hombres violentos y armados, aparecía sólo donde el poder era inestable, estaba ausente o había fallado. Con el declive e incluso la ruptura y disolución del poder del estado que estamos presenciando a finales del siglo XX, es posible que gran parte del mundo esté entrando de nuevo en otra era semejante”. Hobsbawn hace también referencias a Colombia: “Incluso hoy, por ejemplo, el gobierno de Colombia no puede controlar varias zonas de su territorio excepto por medio de incursiones militares periódicas...”. Pero luego relativiza el concepto: “Sea cual sea la imagen que perdura en el siglo XXI de los guerrilleros de las FARC, los paramilitares y los pistoleros del cártel de la droga, ya no tendrán nada en común con el antiguo mito del bandido”. Esto último exige profundización.
[5] Ver pp. 190-191 y 219-222.
[6] “Entre 1976 y 1980 los depósitos en los bancos colombianos se incrementaron más del doble... Llegaban tal cantidad de dólares norteamericanos ilegítimos que la élite dirigente comenzó a concebir maneras de participar en la bonanza sin infringir la ley. El Gobierno del presidente Alfonso López Michelsen permitió una práctica que el banco central denominó ‘abrir la ventana lateral’: la conversión legal de cantidades ilimitadas de dólares en pesos colombianos. Toda la nación estaba dispuesta a unirse a la fiesta de Pablo Escobar... El patrimonio de las familias más influyentes se había construido sobre los cimientos del crimen: la trata de esclavos, el tabaco, el tráfico de quinina y tantas otras actividades de dudosa ética” (Bowden, 2007).

(Ponencia en las 
III Jornadas de investigación “Escenas de literatura latinoamericana”, 
Buenos Aires, Instituto de Literatura Argentina “Ricardo Rojas”, 
27-28 de septiembre de 2012.)




jueves, 10 de enero de 2013

An imaging cure?

(reseña de Un método peligroso, de David Cronenberg, 2011)

La historia de un triángulo perverso y productivo (el de Sabina Spielrein, Sigmund Freud y Carl G. Jung) prometía más de lo que logra. ¿En qué residen sus imposibilidades (y su fascinación a pesar de ellas)?


Locura.

Como se sabe, Cuéntame tu vida (Spellbound, 1945), de Alfred Hitchcock, fue uno de los primeros filmes que contaron un psicoanálisis. Si bien éste era más que nada una excusa para desarrollar el tópico hitchcockiano de la «caza del hombre» (ver el libro de reportajes de Truffaut), también estaba claro que se prestaba muy bien para un relato puntuado por las nociones (poco precisadas, desde ya) de trauma, amnesia histérica, transferencia, asociación libre, trabajo/interpretación del sueño (con la famosa colaboración de Dalí), etc.
Claro que, en definitiva, el relato de ese psicoanálisis (mezclado con una historia de amor y una historia policial) sólo pudo aparecer bruscamente recortado, resumido, como sucede con las peleas en las películas de boxeo o con los juicios en las películas de juicios. El psicoanálisis, que en cierto sentido es esencialmente narrativo (una historia de amor y una historia policial), se nos presenta así, paradójicamente, como algo irrepresentable.

Triángulo y gadgets.

¿Será este uno de los factores que hacen que la película de Cronenberg Un método peligroso no termine de cuajar? Veamos.
Sabina Naftulovna Spielrein (rusa, 1885-1942) es una de las primeras psicoanalistas. Pero antes fue paciente del suizo Carl Gustav Jung, el entonces discípulo preferido de Freud, que la curó de su histeria traumática aplicando los métodos, aún incipientes, de su maestro. La apertura de los archivos de Spielrein, en 1980, desencadenó una suerte de moda, integrada, entre otras obras, por el filme Prendimi l’anima, de Roberto Faenza (2002); de este mismo año es la pieza teatral de Christopher Hampton The Talking Cure (2002), basada a su vez en el libro (de no ficción) de John Kerr A Most Dangerous Method (1993). Hampton (adaptador en la inolvidable Relaciones peligrosas, de Frears) guionó el filme de Cronenberg.

Curada.

Se afirma que los aportes de Sabina (Keira Knightley) fueron fundamentales para que Freud (Viggo Mortensen) ajustara la noción de pulsión de muerte, basándose en lo que ella investigó sobre el sadismo y la autodestrucción, luego de que Jung (Michael Fassbender) la «curara», y la hiciera su amante intermitente, prácticas SM mediante.
Un método peligroso es, entre otras cosas, la historia de cómo esa primera relación Sabina-Jung se espeja y se triangula (no hay dos sin tres claro) en la relación Jung-Freud. Un espejo que multiplica los Edipos de manera abismal. Jung resiste hasta el final el (para él) excesivo énfasis en «lo sexual», que Freud no está dispuesto a sacrificar, porque es la piedra de toque de su teoría. Y no sólo en lo científico sino también (y principalmente) en su posicionamiento intelectual, social, profesional. Aun con sus enormes costos (entre ellos, renunciar a ser heredado por su hasta entonces predilecto).
Este «material» parecía mandado hacer para el realizador de espléndidos relatos perversos (léase relatos en los que la perversión es tanto la forma como la sustancia); Dead Ringers, Crash o M. Butterfly, por ejemplo.
Sin embargo, en varios aspectos de la película, parece que Cronenberg se hubiera quedado a mitad de camino, quizás demasiado atado a un guión profuso, rebosante de clichés (pero que la puesta en escena tampoco evita: ¿era necesario que Freud siempre tuviera un habano en la boca, hasta cuando se desmaya?; ¿era necesario que Vincent Cassel repitiera su habitual personaje oscuro/seductor?). En este sentido, la evitable maqueta de Nueva York hace juego con la inevitada frase de Freud, «¿sabrán que les traemos la peste?».

Les llevamos la peste.

Pero, sin duda, lo mejor de la película es el contraste de esos atildados decorados finiseculares aristocráticos (Jung) o pequeñoburgueses (Freud) con las corrientes oscuras, ocultas u ocultadas, de la enfermedad mental y el sexo prohibido. Sin que ese contraste sea reflejado por cambios obvios en la ambientación o la iluminación, al contrario. Ahí está el Cronenberg de M. Butterfly, seguramente (de hecho, Fassbender a veces parece actuar como Jeremy Irons, sin lograr las sugestivas ambigüedades de éste). Y el de Dead Ringers fulgura en el infaltable gadget cronenberguiano, esta vez un galvanómetro y sus accesorios, que Jung usa para experimentar con Sabina y su esposa, Emma (Sarah Gadon).
Y he aquí otra clave para destacar. Si no hay dos sin tres, quizás tampoco haya tres sin cuatro. La esposa de Jung, que lo ama a toda prueba y lo mantiene, cumple un rol fundamental en la historia, manejando los hilos desde un lugar aparentemente secundario, pero consciente de todo. (El matrimonio como cárcel tolerada: Naked Lunch.)

Cosas de mujeres.

Guillermo Cabado, comentando la película, afirma. «Año curioso [1925] para la relación entre cine y psicoanálisis. Una serie de acontecimientos se van sucediendo a partir del intento de algunos productores cinematográficos por lograr el aporte del psicoanálisis a sus proyectos. En todo ese rosario de episodios hay un hilo que perdura: la negativa de Freud a participar de esos intentos. En una carta a Abraham dice que “no creo que sea posible representar gráficamente nuestras abstracciones de un modo digno”.» Y agrega, más específicamente, sobre el filme del canadiense: «Cada espectador juzgará el valor de Un método peligroso, en particular los seguidores del cine de Cronenberg. Pero acaso haya quien guste además dialogar con ella a la hora de abordar esta pregunta: la sexualidad de la que habla el psicoanálisis, ¿es la sexualidad de los hechos que le acontecen al paciente afuera del consultorio?, ¿o la del erótico hecho de decir que sucede en transferencia? Si nos atenemos al antiguo debate Jung-Freud, habrá que afirmar que es una pregunta que ha atravesado el siglo con la potencia de lo que no cesa de no inscribirse... ¿se puede filmar un saber, no ya referencial, sino textual?»
La última pregunta suena retórica. Posiblemente, la única respuesta que admite es no.
Sin embargo, es sugerente esa referencia al siglo XX. Hablando con un célebre crítico, me sugirió algo parecido. Un método peligroso sería un intento de relevar cómo se prefiguraba el siglo XX en esa lucha edípica, triangular-cuadrangular, Jung-Freud-Sabina(-Emma). Quizás, agrego yo, en la estela de Más allá del bien y del mal, de Liliana Cavani («Celebran el nuevo siglo, ¡es nuestro siglo, Fritz!», dice al final Lou-Andreas Salomé, otra psicoanalista famosa).

Freud en su laberinto.

Pero aquí surge otro problema. Recordando a Cavani, ¿no habría también algo de Portero de noche? ¿Por qué en Un método peligroso la biografía final de Jung omite su discutida relación con el régimen nazi que terminaría sacrificando (no en lo imaginario, como él, sino en lo Real) a Sabina? Si en la historia de la película es tan importante la relación entre el protestantismo de Jung y el judaísmo de Freud (que quería ser «blanqueado» por aquél), esa omisión final se agiganta hasta límites insospechados. Precisamente como lo oculto, lo reprimido que, retrospectivamente, podría explicar muchas cosas.

(Publicada en revista digital El Gran Otro, mayo de 2012.)






sábado, 23 de junio de 2012

Herencia, territorio y orden familiar


Los descendientes, de Alexande Payne


(para Silvia, que me ayudó a ver esta película)



Matt King (George Clooney) es, más que el rey, el heredero (uno de ellos), y el custodio legal, de una herencia bicentenaria: una fortuna que no le gusta gastar y terrenos que deben ser vendidos cuanto antes por razones legales. Cuando su mujer, Elizabeth, queda en coma irreversible tras un accidente náutico, Matt tiene que retomar también las riendas de su pequeña familia: dos hijas a las que nunca les dedicó mucho tiempo y que se lo van a cobrar con creces. Para peor, descubre que su esposa lo engañaba con un agente inmobiliario, «casualmente» involucrado en la venta de aquellos paradisíacos terrenos.



Planteado así el argumento, parece que vamos a estar ante un drama denso. El filme de Payne no deja de serlo, pero también se atreve a intentar un tono más ligero, incluso con cierto humor negro. Al principio, esto es una grata sorpresa para el espectador; pero, cuando uno se acostumbra, y el tono deja de ser novedad, el filme se alarga un poco, y las peripecias de la trama se vuelven más previsibles.
Pero veamos un poco más allá de esa superficie.



Es un acierto la significativa ubicación (la misma de la novela original de Kaui Hart Hemmings, por supuesto) en Hawai, la tierra natal del presidente Obama, ese estado tan excéntrico respecto de unos Estados Unidos de por sí mucho más heterogéneos de lo que la comodidad hace creer. Las islas que los personajes atraviesan varias veces (mostrado con dibujitos kitsch) son más protagonistas que ellos mismos. «El último paraíso virgen» va a ser vendido a algún consorcio. Matt y la mayoría de sus primos quieren que el comprador sea local. Los hawaianos parecen pasar sus días vestidos con camisas, bermudas y sandalias, sean pobres o millonarios, jóvenes o jubilados.
Sin embargo, tanta libertad y tanta tranquilidad son sólo aparentes, y Matt lo sabe bien, porque es abogado y su vida se ha deslizado monótonamente entre pleitos y «papeles». Dos manojos de estos son significativos (y paralelos) en el filme: el testamento en el cual su mujer estipula una «muerte digna» para sí y el acta de acuerdo para la venta de los terrenos. Esas vidas tan pacíficas y tan en contacto con la «naturaleza», en verdad, están regidas por una maraña de dispositivos legales y administrativos, y por rituales sociales que, casi vacíos, terminan filtrando hasta las manifestaciones de afecto.


No se puede adelantar acá muchos pormenores de la trama; menos, los finales. Baste decir que el filme de Payne puede verse como una suerte de parábola sobre cómo se (re)construye una familia: asumiendo y, al mismo tiempo —quiero decir, en distintas medidas o aspectos—, traicionando la herencia; aferrándose a un territorio natal, condenado a desaparecer o transformarse; resignificando el pasado para construir un nuevo futuro.
Debe quedar claro, desde ya, que esta solución, formulada sin matices, sólo puede ser reaccionaria, en la medida en que parece intentar espiritualizar lo crudamente material de las relaciones de propiedad. Es una tensión la que se pone en juego, quizás homóloga a la que hay entre la tragedia contada y el tono elegido para hacerlo. Como dije al principio, no siempre funciona.


Por eso quizás el personaje más interesante de un filme en que hay muchos (y tan bien actuados) es el de la mujer agonizante, la esposa insatisfecha cuya alegría postrera constituye la primera secuencia del filme. Como ella no tiene voz, todos la hablan. ¿Cuál es su historia real (aparte de la que cuenta el padre)? ¿Cuáles fueron sus razones, sus deseos (aparte de los que describen los «amigos de la pareja»? ¿Cuáles hubieran sido sus palabras (aparte de cómo las transmite la hija mayor, que en cierto sentido ocupará su lugar)?
Las respuestas (imposibles) a estas preguntas iluminarían desde afuera la verdadera, u otra, cara de la familia King. Como alguien le dice a Matt: «Es irónico: Elizabeth en esta situación desgraciada (misfortune), mientras tú te haces rico (fortune)». La muerte —tal vez como todas— es, en realidad, una inmolación.












jueves, 21 de junio de 2012

Del otro lado del muro


Reseña de 
Los otros. Una historia del conurbano bonaerense
de Josefina Licitra, 
Buenos Aires, Debate, 2011, 232 páginas


La «crónica» podría considerarse uno de los géneros más típicos de la literatura latinoamericana, salvo por el hecho de que esa palabra se aplica a textos (y contextos) muy distintos entre sí. Dos puntos nodales de esta demasiado amplia clasificación serían la «crónica de Indias» y la «crónica modernista».
Algo de esta última (Martí, Darío, Gutiérrez Nájera) quizás pueda relevarse en su avatar contemporáneo: por un lado, el más superficial, la relación con el periodismo y, consecuentemente, con el mercado, la relativa profesionalización del escritor, etc.; por el otro, una posible explicación, vagamente historicista: lo finisecular, el arduo procesamiento de los cambios sociales, una nueva forma de relacionarse con un nuevo público. Y aquí el tema se muerde la cola para volver al (super)mercado, a la góndola que dice «Crónica» para que el consumidor se acerque a comprar sin buscar demasiado.
Como se sabe, a mitad del siglo XX, aparece la «non fiction», adelantada entre nosotros por Rodolfo Walsh (un punto de comparación al que es canónico recurrir, y más adelante tendré que hacerlo), y en el Norte por Truman Capote, Tom Wolfe, Richard Kapuscinski y muchos otros. Actualmente, grandes «cronistas» hay en nuestro país (María Moreno, Matilde Sánchez, Martín Caparrós, Cristian Alarcón, Leila Guerriero, Josefina Licitra, autora de Los otros), y en toda Latinoamérica, como el chileno Pedro Lemebel, el peruano Jaime Bedoya, el colombiano José Alejandro Castaño, los mexicanos Carlos Monsiváis, Juan Villoro, Elena Poniatowska, Guadalupe Loaeza, etc. Asimismo, se multiplican antologías, como esta, reciente.
El libro de Licitra, en la introducción, comienza admitiendo sin ambages su origen, su punto de partida: «A fines del año 2008, Glenda Vieites ─editora de este libro─ me propuso hacer un libro que contara el conurbano bonaerense».

Mapa del sur del Conurbano.

Ahora bien, el Conurbano, en los últimos años, se ha convertido en un recurrente cronotopo (el término es de Bajtín) de la literatura argentina, desde Villa Celina, de Juan Diego Incardona, hasta las muy recientes Kryptonita, de Leonardo Oyola, y Los mantenidos, de Walter Lezcano. Sin olvidar las obras pioneras, y quizás poco recordadas, de Jorge Asís (La calle de los caballos muertos, por ejemplo). Se trata de coordenadas espacio-temporales que configuran mucho más que un telón de fondo para la acción (ficticia o no): un locus, definido como un posible (pero inestable) lugar de enunciación, al mismo tiempo que un enigma para ser develado desde adentro o desde afuera.
En este cruce (dramático) afuera-adentro, se sitúa el relato de Los otros. Que, como a continuación explica la autora, renuncia a esa primera propuesta («contar el conurbano»), imposible por demasiado ambiciosa, para concentrarse en una historia del conurbano; historia que, así, se transformará en una suerte de matriz metonímica, sino de símbolo o incluso alegoría: «… en las manzanas que bordean el Riachuelo había, sí, algo. Un barrio de indigentes llamado Acuba. Y entre ellos estaban el árbol, la casa, la soledad y el miedo contando, finalmente, una historia».
Esta historia tiene un centro espacial, Lanús, y otro temporal: el 29 de mayo de 2009 (hace tan poco y tanto a la vez), en el que, tras una movilización de los habitantes del asentamiento de Acuba, Héctor Daniel Contreras, uno de ellos, es asesinado por un disparo atribuido a Antonio Baldassarre, habitante del «barrio de los italianos» (clase media en decadencia), del otro lado del muro. «Nadie sabe cómo pasaron las cosas, pero a esta altura quizás tampoco importe. Lo que importa es por qué», es una sorprendente afirmación de la autora. Sorprendente por tratarse de una crónica de raíz periodística, pero también indicadora de que la pregunta central se traslada de los hechos a sus causas; y sugiere desde el vamos que no va a haber respuestas.

El muro de ACUBA.

De ese nodo espacio-temporal, derivan otras historias y otros emplazamientos. Aparecen «personajes», muy atractivos, muy bien trazados; sobre todo, Marcelo Rodríguez, líder popular que va de puntero político a jefe de Seguridad de la feria de La Salada. También, Gabriel Gaita, presidente de Gaita SRL, la curtiembre que «apadrina» el asentamiento. «Gaita y Marcelo se entienden: parecen mirar desde una misma oscuridad… Gaita es como Marcelo Rodríguez pero blanco».
En todo momento, la autora se preocupa por dejar clara su situación, su foco: «Soy una mujer de clase media haciendo un libro sobre pobres, las cosas como son». Al respecto, hay una escena clave (tanto en el nivel del relato como en el nivel simbólico): el cruce del precario puente sobre el Riachuelo, para llegar a la Feria. Y, en la escena final, la del juicio, también se deslizan enunciados significativos entre esos mismos niveles, como: «dónde hacer la fila ─en qué lado pararse─ suele ser una pregunta inquietante».
El texto narrativo básico está «cortado» por otros géneros, como las cartas de la madre del chico muerto y una especie de poema (en realidad, una prosa desmembrada en incisos), en la voz de Adriana Amado, investigadora de la universidad de La Matanza, que se configura, por delegación, como el principal testimonio político opositor («la obra de los Kirchner», etc.).
«Acá hay víctimas por todos lados», se dice. Cierto. Pero, y lo repito, es muy llamativo (o, mejor dicho, sintomático) que la autora renuncie a «establecer» los hechos. En el juicio, Baldassarre es condenado, porque «Es política, es política», como dice una señora del barrio italiano luego de oír la sentencia. Pero ¿es culpable? No lo sabemos; no se puede saber.

Contaminación del Riachuelo.

Cerca del final de ¿Quién mató a Rosendo?, Walsh resume su reconstrucción de la escena del crimen y, en ella, la trayectoria de los disparos. Concluye: «Esa es mi “conjetura” particular: que el proyectil número 4 fue disparado por Vandor, atravesó el cuerpo de Rosendo García e hizo impacto en el mostrador de La Real, que hasta el día de hoy exhibe su huella. Admitiendo que no baste para condenar a Vandor como autor directo de la muerte de Rosendo, alcanza para definir el tamaño de la duda que desde el principio existió sobre él. Sobra en todo caso para probar lo que realmente me comprometí a probar cuando inicié esta campaña: Que Rosendo García fue muerto por la espalda por un miembro del grupo vandorista».
La trayectoria de la bala que mató a Contreras podría haberse rastreado de la misma manera, pero su cruda materialidad ya no pertenece al mundo líquido de hoy. Y esta imposibilidad marca los límites (o quizás el horizonte) de la «nueva crónica».
Nicolás Mavrakis, en su reciente #Fin del periodismo y otras autopsias en la morgue digital (CEC, 2011), propone: «La “crónica tradicional”, en la que un sujeto único construía una representación única del mundo a partir de una subjetividad única en contacto con un bagaje limitado de “impresiones”, es cada vez más un dispositivo textual en tensión con un sujeto colectivo que construye una representación colectiva del mundo a partir de una subjetividad colectiva en contacto con un bagaje ilimitado de “impresiones”… ¿Cuál es entonces la “crónica” interesante? La que precisamente se desapega en tanto dispositivo, forma y discurso textual de la subjetividad única y desnuda a partir de su propia exploración la angustia del género. Esto es: la angustia del cronista que se reconoce incompleto e incapaz de insertarse con gusto en el Olimpo de las subjetividades aristocráticas que ofrecen la seguridad del sentido único, ordenado y completo del mundo… ¿Por qué simular que lo que dicen y piensan “los otros” en realidad les pertenece de manera verificable, cuando solo se trata de palabras e ideas recortadas, seleccionadas y editadas a gusto y necesidad del narrador?».
Los otros se sitúa precisamente (lúcidamente) en esta encrucijada —de la historia, del periodismo, de la crónica, de la «verdad»— en que sólo quedan preguntas, y las respuestas son muy distintas a cada lado de un muro poroso y a la vez infranqueable.

Josefina Licitra.


Vínculo útil: