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sábado, 12 de marzo de 2016

Las posibles lecturas de la conformación del espacio en El astillero, de Juan Carlos Onetti

(borrador de exposición para concurso)


Las posibles lecturas de la conformación del espacio 
en El astillero de Juan Carlos Onetti

“¿No es el exterior una intimidad antigua
perdida en la sombra de la memoria?”
Bachelard



Perspectivas sobre el espacio según Janusz Slawinski
1) Como morfología de la obra. Aquí el espacio es concebido como un fenómeno explicable en el orden de la morfología de la obra literaria, como uno de los principios de organización de su plano temático-composicional (de la realidad presentada). ¿En qué espacio (real o irreal transcurre la obra? Esta topología sería lo básico para analizar la obra litreraria, porque luego se le superponen las otras dimensiones.
- el plano de la descripción,
- el plano del escenario, y
- el plano de los sentidos añadidos.

2) Tópica espacial, formas tradicionales de representación (¿cómo se describe ese espacio?)
3) Campo semántico que se suma a la espacialización lexical. (¿Cómo se usan las expresiones lingüísticas espaciales?)
4) Reflexiones sobre los patrones culturales de la experiencia del espacio y su papel en el modelado del mundo presentado de las obras literarias. Aquí entran en juego cuestiones como, por ejemplo, los correlatos espaciales de la jerarquía social; los terrenos «propios» y «ajenos», cotidianos y sagrados, vinculados a la práctica social y correspondientes a la inmovilidad y a las aspiraciones fantasmagóricas, los espacios de defensa y los espacios de conquista; las valoraciones morales, cosmovisivas o estéticas establecidas de lugares, zonas, direcciones, puntos cardinales y regiones —que se explican sobre la base de la mitología, la religión, las ideologías sociales, etc.
5) Universales espaciales arquetípicos, su papel en la formación de la imaginación de los escritores y sus exteriorizaciones en estilística, la semántica y la temática de las obras. Las imágenes o fábulas recurrentes que se urden en torno a las representaciones mentales de la Vertical, la Horizontal, el Centro, la Casa, el Camino, el Abismo, el Subterráneo y el Laberinto son reminiscencias tenaces de yacimientos arcaicos del subconsciente colectivo, variaciones de unos cuantos temas elementales que viven en el más largo tiempo de la historia: en el tiempo antropológico (Bachelard).
6) Metafórica que remite a los lenguajes de las teorías físicas, cosmológicas o astronómicas; se pueden encontrar referencias a las categorías del espacio euclideano, newtoneano, del espacio- tiempo einsteineano, etc. El objeto de los exámenes son propiedades del mundo presentado tales como la disposición de los objetos, la distancia entre ellos, las dimensiones y las formas, la continuidad y el carácter discreto, la finitud y la infinitud; esos exámenes conciernen también a los modos de orientación del espacio presentado, la estabilidad o desplazabilidad del centro de orientación, la relativización del sistema espacial presentado con respecto al punto de vista del observador supuesto. Las cuestiones que acabamos de mencionar dieron inicio a toda una desarrollada concepción de los «puntos de vista», que constituye un importante componente de la teoría del mensaje narrativo.
7) Concepciones en que se trata no del espacio como componente de la realidad presentada de la obra, sino de la obra misma concebida como un espacio sui generis. Me refiero a todas las concepciones de la morfología de la obra que suponen un modelo estereométrico de esta última —que introducen en las reflexiones teórico-literarias la terminología de «estratos», «niveles», «disposiciones», «zonas»...

***

Los espacios

Pocos textos parecen prestarse al análisis del espacio como El astillero desde que la novela está estructurada mediante capítulos titulados según los espacios donde ocurren, más un número de orden.
Como en un guion cinematográfico, los sets y las escenas.
Los lugares son principalmente cuatro más uno: Santa María, el Astillero, la Glorieta, la Casilla, que luego van coexistiendo en algunos capítulos.
Hay un quinto espacio, la Casa, que sólo aparece en el último capítulo (como “La Casa - I”), donde confluye con todos los otros, menos Santa María.
Todos los espacios son susceptibles de análisis sémicos: astillero/astillas, glorieta/gloria, casilla/casa. Santa María implica mucho más.

El Astillero
En el Astillero, es el mando, el poder, la importancia (perdida), como una parodia del que fue antes, porque no hay nada que dirigir, nada que hacer. (la palabra farsa aparece 7 veces, farsante 2). También variantes de juego. Tanto Larsen como Petrus son tahúres.
Es la decadencia, la antiactividad kafkiana, infinita; el proyecto absurdo en el cual se gastan todas las energías, sabiendo que no hay victoria posible, como si el fin fuera otro.
Pero OJO con el tema de la decadencia: Vargas Llosa y otros críticos (Carlos Franz, por ejemplo) han relacionado esa cuestión con la decadencia del Uruguay y de LATAM en general.
Nada más lejos de Onetti. No sólo porque este lo haya negado explícita y enfáticamente, sino porque el tópico de la decadencia para Onetti es constitutivo de su literatura, tanto desde el punto de vista temático como estructural.
No hay en él una edad de oro social, política, histórica (ver Raymond Williams). Si hay en Onetti una edad de oro, serían la infancia, la juventud. Pero siempre la muestra desde el otro lado, cuando ya está perdida. Ver, por ejemplo, “Bienvenido Bob” y la saga del joven Malabia.
El astillero es también la otra cara del prostíbulo, su conversión en farsa. Los “cadáveres” (esta palabra se usa), aquí, no son las prostitutas sino los pedazos de chatarra que se van vendiendo para subsistir.
Este espacio se convierte en la imagen misma de la desolación y el pasado irremontable. Hay algo de Stalker en él, que la película acentúa.
Pero también es el espacio en el que se cifra al autorrepresentación del texto (Ludmer). El Astillero es la creación, la ficción y, por lo tanto, la utopía de la salvación por la escritura.
JCO es uno de los grandes escritores en que coexisten y se implican mutuamente la metarreflexión sobre el escribir y la reflexión existencial.

La Glorieta
Es la comunicación (imposible), y el intento de seducción; también la vuelta a un pasado muy anterior (falso), donde el amor parecía posible; pero finalmente es la humillación, donde la heredera rica es remplazada por una sirvienta, que hasta ese momento había oficiado de celestina.
“la glorieta como un barco que lo llevara aguas abajo durante una hora, el doble los días de fiesta”.

La Casilla
Es también una posibilidad de comunicación-comunidad y, sobre todo, de refugio humano, pero Larsen termina huyendo a la vista del parto de la mujer de Gálvez, que siempre ha sido vista como una especie de monstruo.
(volveré sobre esta escena)

Santa María
Es el deseo de recuperar el poder perdido, la revancha; Larsen ejecuta actos vacíos, la recorre buscando una fraternidad perdida, reproduce rituales que apenas tienen significado para él, sin mayor resultado. Sabe que nunca va a ser aceptado, pero persiste en el desafío.
De todas maneras, volveré sobre esto.
La reconstrucción que Gustavo San Román hace de los espacios narrados demuestra que, si bien Santa María parece poseer cierta coherencia, no sucede lo mismo con Puerto Astillero, donde los espacios aparecen de dos maneras distintas, o al menos confusamente. En el último capítulo, en especial, es como si el espacio se comprimiera durante la fuga de Larsen hacia el embarcadero. Esto ocurre con varias de las referencias espaciales. (Y, de hecho, hay muchas diferencias con La vida breve.) Podríamos aventurar varias hipótesis:
1. Errores o descuidos de Onetti.
2. Se trata de un espacio plástico, expresionista.
3. Son los narradores ocultos los que se equivocan.
4. Estas incongruencias acentúan el carácter fantasmagórico de la ciudad y sus alrededores (como bien se ve en el documental Jamás leí a Onetti, cuando el dibujante intenta “hacer un plano”).
“–Brausen. Se estiró como para dormir la siesta y estuvo inventando Santa María y todas las historias. Está claro.
–Pero yo estuve allí. También usted.
–Está escrito, nada más. Pruebas no hay. Así que le repito: haga lo mismo. Tírese en la cama, invente usted también. Fabríquese la Santa María que más le guste, mienta, sueñe personas y cosas, sucedidos” (de Dejemos hablar al viento).
Aunque va variando a lo largo de la obra de JCO, hasta terminar como una gran ciudad, dividida en sectores y que absorbe a su propio origen, que es la colonia suiza.
San Román: “la ciudad ha sobrevivido el incendio de Dejemos hablar al viento (1979) pero exhibe importantes cambios, como la nueva ortografía de su nombre (en una palabra), la división en tres zonas (Vieja, Nueva y Este) y el traslado de la casa de Petrus de Puerto Astillero a la ciudad”.
Saer: “A propósito de espacio-tiempo, habría que detenerse quizás en Santa María, el lugar imaginario de Onetti, intercalado en un impreciso punto geográfico entre Montevideo y Buenos Aires, por lo menos en el diseño de su inventor, Brausen, y al que sólo es posible llamar «lugar» a causa de su estatuto y de sus dimensiones imprecisas, cambiantes, ya que a veces es únicamente una ciudad, a la que se agrega su colonia, pero que por momentos (Jacob y el otro) tiene las características de un pequeño país de América del Sur”.

La Casa
Aparece una sola vez. Esto le da realce, por contraste (de todas maneras siempre es una presencia ominosa, y deseada, en toda la novela).
Remplaza en cierto sentido a Santa María. Es entonces metáfora ésta.
Para Bachelard, en su topoanálisis de la casa: “... la casa es nuestro rincón del mundo... el no-yo que protege al yo... todo espacio realmente habitado lleva como esencia la noción de casa”.
Sin embargo, no es así en EA (y posiblemente nunca lo es en JCO). Larsen no tiene y quizás jamás ha tenido una casa en este sentido. Incluso el otro ambiente que podría considerarse casa, hogar, o sea, la Casilla (diminutivo de Casa), se ve caracterizado por su sordidez, y finalmente provoca un rechazo clave (volveré sobre esto).
EA es la novela más kafkiana de JCO. Puede leerse, entre tantas maneras, como el derrotero imposible de Larsen para entrar en la Casa, que el como el castillo, de K, en el que el agrimensor solo tiene contactos con sirvientes.
Es también una sinécdoque de Santa María. Poseer esa casa, para Larsen, sería como apropiarse de un parte de la ciudad que lo expulsó, una parte esencial de su revancha.
Bachelard: “La casa es imaginada como un ser vertical. Se eleva”... Pero Larsen nunca puede ascender. Ludmer dice justamente que esto es una referencia social.


Hipótesis de Verani

La espacialización del yo: Larsen es un personaje distinto en cada espacio.
“el espacio íntimo y el espacio exterior vienen, sin cesar, si puede decirse, a estimularse en su crecimiento”, GB
No es raro, dado que Larsen-Junta es un personaje variable a lo largo de gran parte de la obra de JCO.
El mismo apócope, “Junta”, puede remitir precisamente a una junta, a una reunión de personajes en uno.
“el lector está expuesto a una serie de visiones simultáneas de un mismo personaje”, dice Verani, “Cada máscara que Larsen asume desarrolla una posibilidad vital”, parece proyectarse en otro ser.
“como si estuviera inventando un imposible Larsen” (JCO)
Sin embargo también puede proponerse la hipótesis inversa: que todos los personajes de Onetti son el mismo. Al menos, casi todos los hombres. La paronomasia Brausen-Larsen sugiere esto. Pero recordemos que Brausen se convierte en Díaz Grey, y luego este se independiza y aquel queda como el “fundador”, convertido incluso en estatua, es decir, petrificado en una alegoría banal (la típica estatua del héroe). ¿Y qué es Jorgito Malabia sino un Larsen joven, un borrador de cafishio, que aún no ha fracasado lo suficiente?
Creo que sería posible intercambiar los pensamientos y las acciones de muchos de estos personajes, sin que se notara.
Si bien hay en Onetti un análisis psicológico de gran sutileza y detalle, no siempre es asignable a un personaje en particular, a la manera realista. Sino, más bien, a un “ser humano” genérico, a la manera existencialista.
Pero también se puede afirmar que esto subraya y enfatiza la significación y la importancia de los espacios (sus reflejos, sus simetrías, sus desplazamientos, sus equivalencias). En JCO casi siempre y en EA en particular.


Referencialidad de Santa María

Se ha dicho muchas veces: combinación de Buenos Aires y Montevideo.
O bien rechazo de Buenos Aires y nostalgia de Montevideo (adonde no puede volver).
(De Montevideo suele decirse, imperdonablemente, que es una Buenos Aires atrasada.)
Si la referencia es Montevideo no tiene nada que ver con la de Benedetti, por ejemplo, con sus grandes edificios de oficinas. O la de Carlos Martínez Moreno.
En Para una tumba sin nombre, los personajes cruzan de una a otra ciudad: la “real” y la “ficticia”.
Ludmer dice que lo que importa, en todo caso, es que está entre Buenos Aires y Montevideo.
Pero el autor afirmó por lo menos dos veces que se basó en Paraná, Entre Ríos.
San Román: “decidió entonces inventar a Santa María basándose en una visita de un día que hizo a la ciudad de Paraná, sobre el río homónimo: ‘entonces me busqué una ciudad imparcial, digamos, a la que bauticé Santa María y tiene mucho de parecido, geográfico y físico, con la ciudad de Paraná, en Entre Ríos’. Algo así dice Brausen en La vida breve: ‘Sólo una vez estuve allí, un día apenas, en verano; pero recuerdo el aire, los árboles frente al hotel, la placidez con que llegaba la balsa por el río. […] Santa María, porque yo había sido feliz allí, años antes, durante veinticuatro horas y sin motivo’ (20-21). Una característica significativa de esta zona de Argentina es su fuerte vinculación histórica con Uruguay, y la semejanza en actitud y valores de sus habitantes: ‘los entrerrianos […] se parecen mucho a los uruguayos y no a los porteños’ (Construcción de la noche, 108).”
Esto explica varias cosas:
- Hacia el sur se encontraría Buenos Aires, con connotaciones generalmente negativas. Es la “gran ciudad” en la que estudian Díaz Grey y Malabia. Es también el lugar donde se creó Santa María, la “ciudad maldita”. El oeste sería Santa Fe, de donde vienen los diarios que lee Díaz Grey. Hacia el este estaría Uruguay, connotada favorablemente, como el norte, donde parece haber una esperanza.
La excesiva influencia clerical (no característica de Uruguay, por lo menos de la ciudad; la prostitución siempre fue legal). Esto, de todas maneras, se nota más en Juntacadáveres.
SM, sin dudas, ha dejado de ser una comunidad, si es que alguna vez lo fue, pero todavía no es una sociedad.
(La adaptación cinematográfica acentúa estas características litorales, incluso por la música del Chango Spasiuk)

Santa María y Macondo
No todas las novelas o cuentos de JCO y GM transcurren en Santa María y Macondo, respectivamente.
(Por ejemplo, Harss dice que Los adioses transcurre en algún lugar cercano a Santa María, lo cual es muy difícil. No hay ninguna sugerencia al respecto, pero todo tiende a situarla en las sierras cordobesas. Ludmer dice que es Cosquín, aunque nunca se nombre.)
De hecho, el Puerto Astillero está a una hora de SM. Y en otros textos se menciona otra ciudad importante, Lavanda.
Lo mismo pasa con GM, están “el pueblo” (en El coronel no tiene quien le escriba) y la “localidad marítima”. Por supuesto que también los límites de Macondo son indefinidos, hasta lindar casi con el Vaticano (en “Los funerales de la Mamá Grande”).
Lo que sucede es que SM y Macondo son espacios ficcionales que tienden a absorber retroactivamente lo anterior, y también a veces lo posterior escrito por sus autores (a veces hasta parece que El general en su laberinto transcurre en Macondo...).


El campo y la ciudad

Por otro lado, SM es límite y mutua absorción entre el campo y la ciudad.
Esto tiene que ver con algo que representa Onetti desde el punto de vista de la historia literaria, junto con otros escritores uruguayos a partir de la década del 30, y sobre todo de la del 40.
El pasaje de una literatura rural a otra urbana, que se da en diferentes momentos en los distintos países de Latinoamérica.
Carlos Franz dice. “Santa María está en la orilla, en el doble sentido que esto tiene en la pampa: ribera de río o mar, y orilla de la ciudad con el campo, línea imaginaria por excelencia, pues no hay accidente geográfico que la marque, descontado el ocasional ombú. Así es que en Santa María, siempre y no muy lejos, está el campo, por todos lados, pues ésta es una urbe salida hace poco de la nada rural, de la pampa llana. Próxima hay una colonia de inmigrantes suizo alemanes, dedicados al agro. Corriente arriba está Puerto Astillero, la esperanza fabril y su fracaso. Y muy cerca, siempre, está el río”.


¿Por qué importa tanto pensar en el tipo de ciudad que es Santa María?

Se trata de una relativamente pequeña, la “ciudad provinciana” a la que vuelve Díaz Grey (en su primera aparición) en “La casa en la arena” (capítulo de La vida breve que quedó afuera de esta novela y se publicó un año antes).
Su tamaño acotado, que permite el conocimiento de todos entre todos, entre los que sobresalen “los notables”.
El chusmerío como productividad del relato. Todos dicen que vieron, todos cuentan lo que ven ellos o los otros. Larsen es permanentemente seguido por una mirada.
Esto podría pasar en un barrio, pero no en una ciudad entera.
Pensemos en Erdosáin caminando desaforado por una Buenos Aires hecha de edificios altos y luces, ignorado por todos, anónimo, el verdadero “hombre de la multitud”.
Su tipo de espacialidad establece la situación de enunciación del relato, condicionando el punto de vista y la modalización, con todas las consecuencias respectivas.
 En EA, los modalizadores que relativizan el punto de vista objetivo u omnisciente abundan en las primeras páginas: “Alguien profetizó...”, “Pocos los oyeron...”, “tal vez más gordo”, “Son muchos los que aseguran...”, “Algunos insisten... recuerdan su afán por ser descubierto e identificado...”, “Otros, al revés, siguen viéndolo apático y procaz...”, “Llegó, probablemente...”, “es seguro que cruzó la plaza”, “todos lo vimos”, “según se supo”...
Incluso se cita textualmente el “testimonio” de alguien que aparentemente trató de abordar a Larsen y fue maltratado por este.
Pero, más adelante, también en una de las primeras páginas, aparece este otro enunciado: “Pensó en algunas muertes y esto lo fue llenando de recuerdos...”.
¿Es decir que la focalización va desde un narrador testigo, en primera persona del plural (nosotros, los notables, incluyendo a Díaz Grey aunque aparezca como personaje), a un narrador omnisciente, que puede meterse en la mente de los personajes, al menos en la de Larsen?
Más bien diría que aquella modalización de duda que campea por todo el texto, sobre todo al principio, permea el resto, incluso cuando se dan las cosas por seguras (“sus nombres constan”).
Todo EA está contaminado por la morfología del rumor, del relato ajeno, transmitido de unos a otros apáticamente, en medio de la monotonía de esa vida provinciana, sin más interés que solazarse en la desgracia ajena.
Pero los que narran son, en definitiva, los notables. En cambio, Larsen —que en EA es el creador (frustrado)— nunca narra, siempre es narrado por los demás. Es el personaje más arltiano de JCO, el “escritor fracasado”.
Desde ya, este método culmina en la existencia de dos finales posibles.
Este sistema narrativo es la esencia de la escritura de Onetti.
Saer lo dice de manera algo distinta:
“El narrador, por ejemplo, en casi todos sus textos, más allá de las académicas atribuciones del punto de vista, siempre tiene una posición, una distancia, una capacidad de percibir y de comprender respecto de lo narrado que es diferente cada vez y únicamente válida para el relato al que se aplica. El célebre Qué le ven al coso ése (Henry James), proferido por Onetti en el bar La Fragata ante las caras escandalizadas de Borges y Rodríguez Monegal, podría explicarse por la constancia –admirable– de James en la utilización rigurosa de un mismo punto de vista para cada relato, que tal vez Onetti, lector de Conrad, Joyce y Faulkner, consideraba ya como de otra época... La opacidad del mundo social del que Henry James sugiere en muchos de sus textos la difícil lectura, y que trae aparejada la incapacidad de extraer de los diferentes comportamientos un sentido y una moral, se ha vuelto para Onetti ciénaga viscosa y laberíntica, patria oscura del desgaste, el fracaso y la perdición. De acuerdo con la estrategia de cada relato, los diferentes narradores intuyen, verifican y a veces incluso suscitan la catástrofe prevista ya desde el principio”.
No hay que olvidar que, de hecho, podemos leer EA como parte de la “saga de SM”, inaugurada en La vida breve, lo cual implicaría que es una ficción dentro de otra (la estatua del “fundador Brausen”, en un tercer nivel incluso, nos lo recuerda). Como una inception.
Onetti, por su parte, dijo que “él cree que ocurrió el segundo final”. Es decir, pretende desmentir el control que un autor se supone debe tener sobre sus personajes, como si estos fueran reales. Y claro que no lo son, están solo allí, en la novela. Pero la novela no se escribió sola, es JCO el que decidió, sí, ponerle dos finales.
Por lo tanto, más sutilmente, está sugiriendo no sólo que él no sabe en realidad que pasa con sus personajes, sino que a veces prefiere no saber. Es como el mismo Larsen cuando se asoma a la ventana de la Casilla y ve pariendo a la mujer de Gálvez. En una extraña reacción, sale corriendo: no quiere ver, no quiere saber. Veo en esto una figuración del narrador onettiano.
Este narrador no quiere saber, quiere salvarse.




Bibliografía utilizada

Fuentes
Onetti, Juan Carlos (1949), “La casa en la arena”, en Cuentos completos, prólogo de Jorge Rufinelli. Buenos Aires: Corregidor, 1980.
Onetti, Juan Carlos (1950). La vida breve. Buenos Aires: Sudamericana, 1981.
Onetti, Juan Carlos (1961). El astillero. Barcelona: Bruguera, 1980.
Onetti, Juan Carlos (1964). Juntacadáveres. Buenos Aires, Alfa, 1975.
Onetti, Juan Carlos. Obras Completas II. Novelas II (1959-1993). Barcelona: Galaxia Gutenberg.

Sobre Onetti
Balderston, Daniel. “Ciudades imaginarias: Torres García y Onetti”, en onetti.net; disponible en: http://www.onetti.net/es/descripciones/balderston_2.
Balderston, Daniel. “Los manuscritos de Juan Carlos Onetti”, en onetti.net; disponible en: http://www.onetti.net/es/descripciones/balderston_3.
Chaina, Patricia. “El astillero es una alegoría del poder. Entrevista a David Lipszyc”, en onetti.net; disponible en: http://www.onetti.net/es/descripciones/chaina.
Cymerman, Claude y Claude Fell (2001). Historia de la literatura hispanoamericana. Desde 1940 hasta la actualidad. Buenos Aires: Hachette. (Sobre Onetti, v. pp. 121-130.)
Ferro, Roberto (1986). La vida breve. Buenos Aires: Hachette.
Franco, Jean (1981). Historia de la literatura hispanoamericana. Barcelona: Ariel, 4.ª ed. (Ver esp. pp. 388-394).
Franz, Carlos. “Latinoamérica, el astillero astillado. Una lectura de la Santa María de Onetti como metáfora de Latinoamérica”, en onetti.net.
Gilio, María Esther (1986). Emergentes. Buenos Aires: De la Flor. (Ver esp. pp. 190-198.)
Gilio, María Esther y Carlos M. Domínguez (193). Construcción de la noche. La vida de Juan Carlos Onetti. Buenos Aires: Planeta.
Harss, Luis (1976). Los nuestros. Buenos Aires: Sudamericana. (Ver pp. 214-251)
Ludmer, Josefina (1977). Onetti. Los procesos de construcción del relato. Buenos Aires: Sudamericana.
Panesi, Jorge (2000). “La lectura como adivinanza en Los adioses”, en Críticas. Buenos Aires: Norma, pp. 221-232
Saer, Juan José. “Onetti y la novela breve”, en Novelas cortas. Córdoba: Alción, colección Archivos.
San Román, Gustavo (2000). “La geografía de Santa María en El astillero”, Bulletin of Hispanic Studies, 77/1, Liverpool, enero, 107-121.
Vargas Llosa, Mario (2008). El viaje a la ficción. El mundo de Juan Carlos Onetti. Buenos Aires: Alfaguara. (Ver esp. pp. 147-167.)
Verani, Hugo (1981). Onetti: el ritual de la impostura. Caracas: Monte Ávila. (Ver esp. pp. 197-215.)

Otros
Bachelard, Gaston (1957). La poética del espacio. México: FCE, 1965.
Slawinski, Janusz (1978). “El espacio en la literatura: distinciones elementales y evidencias introductorias”, en Textos y contextos, sel. y trad. por Desiderio Navarro, t. II, La Habana, 1989, pp. 265-287.
Williams, Raymond (1973). El campo y la ciudad. Buenos Aires: Paidós.

Audiovisual
El astillero, de David Lipszyc (Argentina, 1999), con adaptación de Ricardo Piglia.
Jamás leí a Onetti, de Pablo Dotta (documental, Uruguay, 2009). Disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=x3UinB0kBuA.


domingo, 16 de febrero de 2014

Popeye y Tiburcio o el patronazgo del mal

Popeye y Tiburcio 
o el patronazgo del mal


(Pablo Escobar, el patrón del mal, la telenovela que canal 9 está emitiendo en estos días, mucho tiempo después de su difusión en YouTube, me obligó a reflotar un texto inacabado, parte de una investigación académica más amplia sobre el liderazgo populista “paraestatal”.)

A fines de 2009, John Jairo Velásquez, alias Popeye, uno de los sicarios más importantes de Pablo Escobar Gaviria, dio una entrevista exclusiva a Ilia Calderón, periodista de la cadena colombiana de noticias Univisión.(1)


Más allá de tener en cuenta que, en este caso (quizás como en todos), la díada enunciación/enunciado debe ser interpretada en el marco de una estrategia comunicativo-jurídica, hay un punto que quiero destacar especialmente.
En el minuto 4:52 de la entrevista, dentro del contexto de una “confesión amplia” (aunque ambigua), Popeye afirma sin ambages: “Un año [Pablo Escobar] ordenó matar a mi mujer y yo la maté”.
Casi de inmediato (en el minuto 6), se da el siguiente diálogo con la entrevistadora:
“—Cuando él le da la orden, ¿usted qué piensa, qué siente?
—A mí se me entra la lealtad de Pablo Escobar y el amor por ella, porque ya era amor, estaba enamorado”.
Popeye pasa a relatar brevemente el “operativo”, que él ha organizado, y agrega: “Yo paso y la veo a ella muerta” (6:40). Para concluir, significativamente, refiriéndose a la época posterior a la muerte de su jefe y su propio encarcelamiento: “Yo no lloro porque tengo el alma muerta de tanto crimen, de tanta sangre. No soy capaz de llorar… No me importaba ya que me mataran a mí… Me sentí como desnudo, sin el escudo de Pablo Escobar” (7:51).(2)
El espeluznante episodio me recordó enseguida una escena, hasta cierto punto homóloga, de la novela ¡Vámonos con Pancho Villa!, de Rafael Muñoz, habitualmente asignada al ciclo de la Revolución Mexicana.
Como muchas de las obras de este tipo, ¡Vamonos…! es más bien una coletánea de episodios o peripecias(3) hiladas sólo por la pertenencia a una saga histórica altamente referencial; en este caso, las campañas, primero triunfantes y luego en decadencia, de Pancho Villa.
El protagonista, que lo hay, es Tiburcio Maya, uno de los dorados,(4) especie de guardia personal del líder norteño. En realidad, Tiburcio llega a pertenecer a un grupo más reducido aun, los “Leones”, cuya fama se extiende rápidamente en las numerosas batallas del poderoso ejército villista. Sin embargo, cuando comienzan los malos momentos, luego de Zacatecas, Tiburcio experimenta un gesto de rechazo por parte de su jefe, y decide desertar. Veamos cómo lo cuenta Muñoz (creo que citarlo extensamente vale la pena).

Al otro día, el 22 de junio, llegó Pancho Villa. Ángeles le informó de las posiciones ocupadas e hi­cieron la última distribución de tropas para el com­bate: Urbina y sus brigadas sobre La Bufa; Villa y las suyas sobre Loreto. Supo que habían tenido gran número de heridos, y recordando los días del ataque a Torreón, pensó que debía de haber en los trenes algunos soldados escondidos para no entrar a batalla. Y en su caballito pequeño y nervioso fuese a Calera, seguido por una escolta de sus fieles dorados. En la estación, frente a los trenes, echó pie a tierra y fue recorriendo carro por carro, atisbando en los rincones, bajo los bultos de la impedimenta, y des­cubriendo varios emboscados que imaginaban poder ser soldados y no combatir.
Furioso por la cobardía de aquellos hombres, llegó ante el vagón 7121. Tiburcio estaba sentado en la puerta, fumando, sin arma al cinto y sin cartucheras que le cruzaran el pecho. Al ver venir a su jefe se irguió rápidamente e hizo el saludo; sus ojos se en­cendieron y se sintió vibrar de entusiasmo. Una palabra, un gesto, y correría hacia donde estaban atrincherados los pelones, echándoles muchos bala­zos… Aquél sí que era hombre, y jefe de hombres, no como el chivo de Urbina, hijo de perra, ladrón de caballos... Aspiró a todo pulmón el viento húmedo y quiso gritar un “Viva Villa” que se oyera en todo Zacatecas...
Pero al fijarse en aquel carro, Pancho Villa encogió los hombros instintivamente, y su mirada llameante expresó un repentino temor. Un instante miró a Ti­burcio de arriba abajo, y haciendo una curva se alejó del vagón y pasó adelante, alargando el paso. Dentro, el viejo se quedó laxo como un costal vacío, combando el dorso como un carrizo al viento.
—Está bien —dijo—; aquí se acabó...
Lentamente se fajó la pistola, colocose sobre los hombros las cartucheras con la dotación completa como si entrara en combate, empuñó la carabina y de un salto se precipitó del carro hacia la noche (Muñoz, 1949: 82-83).

¿Qué pasa, en realidad, en este episodio? Lo retomaré más adelante, porque se va a resignificar a partir de la escena siguiente, que es la que me interesa parangonar con la confesión de Popeye Velásquez.
Un tiempo después de su deserción, Tiburcio Maya está en su rancho, retirado, junto a su familia. En el fondo, espera el regreso de su general Villa; que es exactamenrte lo que ocurre, cuando el otrora exitoso líder se ha convertido en un jefe de guerrillas y recluta a todos los hombres que puede.
Veamos ahora esta escena clave (Muñoz, 1949: 91-95).

Se acercaron. Venían en caballejos cansados que temblaban sobre las patas, volviendo la cara hacia el arroyo de aguas frescas. Traían las carabinas ten­didas entre el vientre y la cabeza de la silla, y es­taban cubiertos de tierra, con barbas crecidas y largos cabellos apelmazados en una pasta de polvo, sudor y grasa; andrajosos, descalzos. Sin embargo, algo te­nían de hermoso: el gesto. Miradas vivas, de cuervo; mandíbulas fuertes, de lobo; la cabeza altiva y de­cisivo el ademán. Siempre el hombre que se rebela es así, y no cambia ni a la hora de la muerte. Hay en él trazos que marcan el vigor de su alma, líneas es­culpidas por el destino. Le circunda un halo, como de tempestad.

Ya volveré sobre esta relación con la muerte y el destino que están marcados en los hombres que se rebelan, y especialmente en Tiburcio. Hombres que —hay que recalcarlo— “algo tenían de hermoso”, pero también tienen rasgos animalescos: de cuervo, de lobo.

El ranchero que estaba en pie sonrió. “Ya sabes quiénes son”, le dijo dentro de sí mismo el desertor de Zacatecas, que se erguía.
—¿Villistas?
—Para todo lo que se ofrezca.
—¿El jefe?
—¿Qué jefe?
—Mi general Villa...
La voz del campesino tenía un acento extraño: or­denaba y parecía llorar. Como un hachazo: primero, el golpe, y luego, el crujido del tronco.
Los demás jinetes se acercaron y lo fueron rodean­do; el muchacho se pegó a su cuerpo como antes pi­diera protección al nudoso sabino, y el padre buscaba con la mirada entre todas las caras que surgían de la masa de hombres, al desparramarse. Muchos rostros le parecieron conocidos bajo la máscara de tierra y barbas. Les sonrió.
Al final del tropel, sin nadie más a su espalda, llegó el esperado, hendiendo el círculo de sus hombres como una daga. Su caballo se adelantó al centro hacia donde estaba el labrador en posición de firme, salu­dando con la mano a la altura de la frente. Sin hablar, le contempló un momento.
—Eres Tiburcio Maya…
—Sí, mi general.
Te decían el León de San Pablo.
—Como otros cinco.
—Estabas conmigo en San Andrés, cuando derro­tamos a Félix Terrazas.
—Sí, mi general.
—En los cerros de Ranchería, contra Francisco Cas­tro.
—Sí, mi general.
—Frente a Chihuahua...
—Recogí a Navarro cuando lo mató una granada, en el mismo lugar donde usted estaba un minuto antes.
El jinete sonrió y se echó el sombrero hacia atrás; tenía una cabeza ancha, de parietales boludos sobre las crejas, y la cara bermeja como un sol al tocar el horizonte; sacó un pie del estribo y descansó sobre la montura, inclinado sobre el muslo y poniendo el codo en la teja.
—¿Te acuerdas de cuando agarramos los trenes en Laguna?
—Sí, mi general.
—¿De la toma de Ciudad Juárez?
—Sí, mi general.
—Fuiste de los que cogieron la artillería en loa arenales de Tierra Blanca...
—A José Inés Salazar.
—Estuviste en el asalto de La Pila...
—Ahí dejé a dos compañeros.
—Y fuiste emisario en Torreón...
Villa se complacía en demostrar su prodigiosa me­moria: como a Tiburcio, decía conocer a cada uno de sus hombres; recordaba las veces que habían es­tado cerca de él en la pelea, en las Caminatas por los desiertos; sus fidelidades y sus traiciones, sus cobar­días y sus heroísmos, sus éxitos, su crímenes...
—¡Ah, viejo desgraciado! Te me rajaste en Zacatecas, cuando estábamos en lo más duro, y te volviste en un tren de heridos...
Habló con las quijadas apretadas, escupiendo las palabras entre las cerdas de su bigote, indomable, y apretando los puños como para embestir.
—Usted perdone, mi general; pero no me rajé: fue usted mismo el que me ninguneó; no me quería ya en la División del Norte, porque tenía miedo de que se me hubiera pegado las viruelas. Y en los momentos más fuertes del pleito no serví sino para cargar he­ridos. Todos me huían, me desconfiaban, se aparta­ban de mí... Entonces, ¿para qué decir que no?, me acosté entre dos heridos y me dejé arrastrar hasta Torreón.
—Bueno, bueno, ya ves que no hiciste falta. Ahora sí te quiero, porque vamos a una lucha sagrada: va­mos a vengar a todos nuestros hermanos que han caído en esta pelea contra Carranza, porque son los güeros del otro lado los que lo están ayudando para que nos acabe. ¿Tienes carabina? Agárrala y vamos jalándole. No te olvides que aquí andan los puros hom­bres de calzón bien fajado.
Tiburcio se estiró: parecía ir creciendo, irse hin­chando.
—De veras, general, ¿quiere que me vaya con us­ted?
—No más agarras tu carabina y caballo, si tienes...
El muchacho, pegado al padre, le habló en voz baja:
—¿Y madre? ¿Y hermana?
El hombre sintió un relámpago en su espíritu, que le iluminó de lleno el dilema, y fue el principio de una tempestad interior. Un vendaval de violencia, lu­cha y muerte le ofuscaba la mente y le empujaba hacía la horda, para seguirla, para formar parte de ella, para azotar, incendiar y destrozar con ella, o para desaparecer. Y nuevos relámpagos le mostraban a las dos mujeres que habían de quedar atrás, en la senda arrasada, donde no volvería a crecer la hierba nunca. Titubeó.

En efecto, Tiburcio titubea. Es el turning point que resalta la resolución final de su duda. (Como lo describe idiolectalmente Popeye: “se me entra la lealtad de Pablo Escobar y el amor por ella”.)

—Yo sí quisiera, general; pero…
Su voz había cambiado: no fue ya como el hacha, sino como la fronda que se agita, y murmura suave­mente adulando al leñador que la amenaza.
—Pero ¿qué?
—Mi mujer, mi hija...
En la boca bestial del bandolero se formó una son­risa espantosa. Por ella salieron las palabras silbando y arrastrándose, como víboras.
— ¡Ah! Tienes mujer, tienes hija… Bueno, bueno, ¿por qué no lo habías dicho antes? La cosa cambia, llévame adonde están.
El campesino mostró con el brazo extendido la ca­sita de madera recostada en la loma, verde como el bosque, baja de techo, que se confundía en el océano de encinas. Y luego, alegremente, como si se hubiera escapado de un gran peligro, guió a la partida a tra­vés de la tierra labrada, brincando los surcos de tres en tres para no deshacerlos, sin fijarse en que tras él, los caballos los arrasaban.
—¿Ya comió usted, general? Que mi mujer le ase un cabrito...
En el cajal, la mujer y la hija, que habían visto acercarse el tropel, estaban de rodillas ante el cromo descolorido de un santo anónimo, rezando a gritos.
—Mujeres, mujeres, no tengan miedo, que no les voy a hacer nada...
Se levantaron, y temblando como gelatina, fueron a asar el cabrito. Villa se sentó en cuclillas, apoyando las espaldas en un rincón, y antes de comer, hizo que la mujer probara, que probaran la hija y el hijo; y luego devoró como un jaguar, sujetando la pieza con ambas manos. Ahito, se puso en pie, limpiándose la boca con la manga, y recordando sus costumbres de ranchero:
—Gracias a Dios —murmuró—, que nos da de comer...
Atrajo hacia sí la niña, pasándole sobre la cabecita su mano enorme.
—Tienes razón, Tiburcio Maya... ¿Cómo podías abandonarlas? Pero me haces falta, necesito todos los hombres que puedan juntarse, y habrás de se­guirme hoy mismo. Y para que sepas que ellas no van a pasar hambres, ni van a sufrir por tu ausencia, ¡mira!
Rápidamente, como un azote, desenfundó la pis­tola y de dos disparos dejó tendidas inmóviles y san­grientas a la mujer y a la hija.
—Ahora ya no tienes a nadie, no necesitas rancho ni bueyes. Agarra tu carabina y vámonos…
Con los ojos enrojecidos y la mandíbula inferior suelta y temblorosa, las manos convulsas, sudorosa la frente, sobre la que caían como espuma de jabón los cabellos blancos, el hombre tomó a su hijo de la mano y avanzó hacia la puerta. Al primer villista que encontró pidió una cartuchera que terció sobre el hombro, le pidió la carabina, que el otro entregó a una señal del cabecilla, y echó a andar por la tierra de su parcela que los caballos habían removido, hacia el Norte, hacia la guerra, hacia su destino, con el pe­cho saliente, los hombros echados hacia atrás y la cabeza levantada al viento, dispuesto a dar la vida por Francisco Villa...

Dar la vida o quitarla aparecen como hechos intercambiables, “equivalenciales”. Popeye organiza el asesinato de su propia mujer. Tiburcio asiste, no indiferente pero sí pasivo, al asesinato de la suya. En ambos momentos, el líder aparece como el catalizador, el que da la orden o la ejecuta por sí mismo y, al hacerlo, soluciona el problema. El subalterno no necesita pensar, no debe pensar. Cuestionar la orden equivaldría a su muerte, por supuesto, pero también a algo más (mucho más importante, dado que, como ha quedado claro, son hombres a los que no les importa morir): a romper el lazo libidinal, erótico, que lo une al líder (aunque “unir” es acá un verbo muy débil).
De hecho, pensemos en lo que significa “compartir” una mujer y cómo termina eso, por ejemplo, en “La intrusa” de Borges. Y recordemos que la “ruptura” entre Villa y Tiburcio, relatada en la primera escena, no es otra cosa que una escena de celos y despecho, enmascarada por un supuesto malentendido. “Al ver venir a su jefe se irguió rápidamente e hizo el saludo; sus ojos se encendieron y se sintió vibrar de entusiasmo… Aquél sí que era hombre, y jefe de hombres... Pero al fijarse en aquel carro, Pancho Villa encogió los hombros instintivamente, y su mirada llameante expresó un repentino temor… —Está bien —dijo [Tiburcio]—; aquí se acabó... y de un salto se precipitó del carro hacia la noche”. Hacia la noche, es decir, hacia la ausencia de sentido, hacia la lejanía del líder. O, como lo diría Popeye, más claramente aun: “Me sentí como desnudo, sin el escudo de Pablo Escobar”.
Y en la otra escena, la del reencuentro: “—¡Ah, viejo desgraciado! Te me rajaste en Zacatecas, cuando estábamos en lo más duro, y te volviste en un tren de heridos... —Usted perdone, mi general; pero no me rajé: fue usted mismo el que me ninguneó; no me quería ya en la División del Norte, porque tenía miedo de que se me hubiera pegado las viruelas…” Entonces Villa le contesta: “Ahora sí te quiero…”. “Tiburcio se estiró: parecía ir creciendo, irse hinchando. —De veras, general, ¿quiere que me vaya con usted?”. (Sería redundante enfatizar todas las reacciones corporales, que Muñoz prodiga sabiamente.)
Dar la vida o quitarla aparecen como hechos intercambiables, “equivalenciales”. Popeye organiza el asesinato de su propia mujer. Tiburcio asiste, no indiferente pero sí pasivo, al asesinato de la suya. En ambos momentos, el líder aparece como el catalizador, el que da la orden o la ejecuta por sí mismo y, al hacerlo, soluciona el problema, el dilema. El subalterno no necesita pensar, no debe pensar. Cuestionar la orden, la decisión del líder, equivaldría —de varias maneras— a su muerte, por supuesto, pero también a algo más (mucho más importante, dado que, como ha quedado claro, son hombres a los que no les importa morir): romper el lazo libidinal, erótico, que lo une al líder (aunque “unir” es acá un verbo muy débil).
De hecho, respecto de la relación Pablo-Popeye, pensemos en lo que significa “compartir” una mujer y cómo termina eso, por ejemplo, en “La intrusa” de Borges. Y recordemos que la “ruptura” entre Villa y Tiburcio, relatada en la primera escena, no es otra cosa que una escena de celos y despecho, enmascarada por un supuesto malentendido: “sus ojos se encendieron y se sintió vibrar de entusiasmo… Aquél sí que era hombre, y jefe de hombres... aquí se acabó... y de un salto se precipitó del carro hacia la noche”. Hacia la noche, es decir, hacia la ausencia de sentido, hacia la lejanía del líder. O, como lo diría Popeye, más claramente aun: “Me sentí como desnudo, sin el escudo de Pablo Escobar”. Y en la otra escena, la del reencuentro: “Ahora sí te quiero… Tiburcio se estiró: parecía ir creciendo, irse hinchando. —De veras, general, ¿quiere que me vaya con usted?”. (Sería redundante enfatizar todas las reacciones corporales, que Muñoz prodiga sabiamente.)
En Literature and Subjection. The economy of writing and marginality in Latin America, Horacio Legrás comenta largamente estos textos: “Tiburcio Maya es también el personaje que, en una parodia de la teleología hegeliana, encarna el anómico y desorientado espíritu revolucionario, de tal manera que su fidelidad [allegiance] a la revuelta se traduce en un casi total borramiento de su conciencia y su individualidad” (p. 150; las traducciones son mías). “Esta escena [se refiere al asesinato de la mujer y la hija] parece haber sido lo bastante chocante como para evitar la emergencia de toda interpretación moral. En su lugar, encontramos una suerte de desplazamiento, un truco hermenéutico que causa que el inviable efecto melodramático emerja en una ubicación diferente, a saber, en el sitio de la responsabilidad política y moral del autor. En esta lectura, ¡Vámonos…! es vista como un texto valiente que se atreve a retratar a un héroe revolucionario, Villa, como un cobarde y un asesino” (p. 52).
Pero no hay que olvidar que Tiburcio, aunque odia (por ende, ama) a Villa, y hasta en algún momento fantasea con matarlo, vuelve a seguirlo; diríamos que “renueva sus votos” de fidelidad a la revolución. Su cuerpo individual odia al Villa-hombre; su “cuerpo histórico”, en cambio, frente al destino que ese hombre encarna, se rinde, si no con su acquiescencia, al menos con su pasividad. Pero es una pasividad activa, si vale la contradicción, porque marcha con él a la guerra, a matar y morir.
Es decir que esto no es una mera división, es más bien una tensión: “Tiburcio encarna heroicamente una tensión entre su persona individual e histórica”, dice Legrás (p. 52) Pero ¿acaso esta división-tensión es propia del personaje Tiburcio o es característica de cualquier sujeto, enfrentado o no a una circunstancia histórica particular (como lo son todas)? ¿No se trata de la escisión constitutiva del sujeto en tanto tal? Legrás dice que, por supuesto, matar a la mujer y a la hija de Tiburcio no es, de ninguna manera, un acto revolucionario en sí mismo (aunque, pregunto y me pregunto, ¿cuál lo sería, por definición?). Pero, agrega, ese acto alegoriza de manera revulsiva y extrema el grado de disolución y reconfiguración que es condición de la revolución. Y yo agregaría que, además de alegorizar, se constituye en un eslabón de una cadena metonímica, interminable, de medios y fines; cadena dentro de la cual habría que replantear toda noción de “necesidad”, “decisión”, “voluntad”, “finalidad” (y también de “revolución”).
 Tiburcio, como bien indica Legrás, está marcado de entrada por la compañía de la Muerte. Muñoz mismo lo dice: “Siempre el hombre que se rebela es así, y no cambia ni a la hora de la muerte. Hay en él trazos que marcan el vigor de su alma, líneas es­culpidas por el destino”. Y acota Legrás: “Viaje, invasión, escape: todo movimiento regresa al sujeto al mismo lugar donde estaba antes. Y lo que siempre regresa al mismo lugar, dice Jacques Lacan, es lo Real”.
Y lo Real, aquí son, también, Villa, Escobar, los líderes. Los únicos que pueden suturar la grieta (la escisión) entre destino y libertad; o, al menos, pueden parecer capaces de hacerlo (y ese parecer lo es todo). Como se ha visto, el costo de tal sutura (que, para peor, sólo puede ser provisoria) es extremadamente alto.
Por último: ¿no sería todo esto, acaso, una de las características más definitorias de ese fenómeno, de por sí vago e indefinible, que es tan cómodo llamar populismo?


Notas

[1] “Confesiones de un criminal”, entrevista exclusiva de Ilia Calderón con John Jairo Velásquez, Popeye: http://noticias.univision.com/primer-impacto/noticias/article/2009-09-10/confesiones-de-un-criminal-entrevista#axzz2D4RGPWgo. El video puede verse también en http://www.youtube.com/watch?v=cqcn5FXql18. Sobre las relaciones entre Popeye y Escobar Gaviria, ver también Mauricio Aranguren, “Confesiones de Pablo Escobar a ‘Popeye’”, KIEN&KE (http://www.kienyke.com/historias/confesiones-de-pablo-escobar-a-popeye/), aunque es un texto de dudosa procedencia.
2 Sobre la muerte de Pablo Escobar, ver Bowden (2007). Una figuración literaria de este “líder paraestatal” (en El divino, de Gustavo Álvarez Gardeazábal) está analizada en un trabajo mío anterior (Valle, 2012). Como acotación muy al margen, ver el siguiente comentario, en la entrada de Google Books correspondiente a El verdadero Pablo, de Astrid Legarda Martínez: “LASTIMA QUE LO HALLAN ASESINADO EL MISMO ESTADO LA VIDA ES ASI EN COLOMBIA MI PAIS ESO PASA POR TENER COMO LIDEREZ A GENTE TAN COMPRADA POR ESOS GRINGOS LASTIMA COLOMBIA ES YSERA INVIDIADA POR OTROS PAISES POR SER UN PAIS MUY RICO EN TODO DONDE HUBIERAN DEJADO QUE ESTA GENTE PAGARAN LA DEUDA EXTERNA MI LINDO PAIS SERA LA MEJOR DEL MUNDO. LASTIMA PABLITO. QUE DIOS TE TENGA EN LA GLORIA GONZALO RODRIGUEZ GACHA QUE DIOS TE TENGA EN LA GLORIA [sic]” (http://books.google.com.ar/books/about/El_verdadero_Pablo.html?id=F_ncEwHEUJMC&redir_esc=y).
3 Insisto en que es verdaderamente llamativa esta característica episódica de las “novelas de la Revolución” (El águila y la serpiente, Cartucho, la canónica Los de abajo). Tienta proponer que el proceso revolucionario aparece así como un desarrollo caótico, sin centro, sin clave semántico-narrativa. Cuantos más episodios se acumulan, menos sentido unitario tiene. Claro que esto expresa el punto de vista ideológico de los autores, todos “pequeñoburgueses”, su fundamental desconcierto (y decepción).
4 Sobre los “dorados”, ver Taibo II (2006: 267).


Bibliografía

Bowden, Mark (2007): Matar a Pablo Escobar, Barcelona, RBA.
Laclau, Ernesto (2005). La razón populista. Buenos Aires, FCE.
Legrás, Horacio (2008): Literature and Subjection. The economy of writing and marginality in Latin America. Pittsburgh, University of Pittsburgh Press.
Muñoz, Rafael F. (1949): ¡Vámonos con Pancho Villa!, Buenos Aires, Espasa Calpe.
Taibo II, Paco Ignacio (2006). Pancho Villa. Una biografía narrativa. México: Planeta.
Valle, Pablo (2012): “Un líder populista paraestatal (Sobre El divino, de Gustavo Álvarez Gardeazábal)”, en las III Jornadas de investigación “Escenas de literatura latinoamericana”, Buenos Aires, Instituto de Literatura Argentina “Ricardo Rojas”, 27-28 de septiembre de 2012.


Pablo Valle, enero de 2014