Mostrando entradas con la etiqueta México. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta México. Mostrar todas las entradas

viernes, 25 de noviembre de 2011

El callejón de los milagros, de Jorge Fons


    La unánime celebración que la crítica argentina dedicó a El callejón de los milagros sería sospechosa si no supiéramos que reposa en una posmoderna —y a veces acrítica— sobrevaloración de los géneros menores, en este caso el melodrama. Pero la crítica olvida (quizás porque le conviene olvidarlo) que el uso de los géneros —menores o no— sólo se vuelve realmente productivo cuando es un abuso: un desvío, una perversión, una provocación.
    Y El callejón de los milagros sólo se salva de ser otro producto de ese origen for export, correcto pero intrascendente (al nivel de Como agua para chocolate) cuando se atreve siquiera a rozar lo impredecible, lo inclasificable, lo irrespetuoso.
    Veamos.
    El filme está dividido en cuatro episodios. Todos transcurren en el escenario central de la callejuela que se llama como el filme mismo; los tres primeros se centran en personajes epónimos, pero en verdad hay muchas historias paralelas. En el primer episodio, “Don Rutilio”, un patriarca tiránico y machista decide dedicarse a la homosexualidad y se consigue un efebo para tal fin; su hijo, el Chava, no puede soportarlo y ataca al amante de su padre. El segundo, “Alma”, es la historia de una espectacular y deseada nínfula del callejón: enamorada de Abel (que parte hacia EE. UU. para acompañar a su amigo Chava en desgracia), luego de un fallido compromiso matrimonial, es seducida por José Luis, obvio cafiolo elegante; cuando ella se da cuenta de la trampa en que ha caído, lo abandona, indignada, pero finalmente vuelve a él y acepta prostituirse. El tercero, “Susanita”, es el cruel relato de cómo una solterona irredenta trata de cumplir sus sueños románticos. En el cuarto, “El regreso”, como su nombre lo sugiere, las historias anteriores se anudan y concluyen. Veremos hasta qué punto.
    Como se puede deducir de estos bruscos resúmenes, se trata de relatos “pintorescos”, tributarios de un costumbrismo que, por suerte, nunca se desbarranca hacia el epigonal “realismo mágico” de tantos textos latinoamericanos actuales (literarios y fílmicos). En esto tiene que ver, seguramente, la novela original del egipcio Naguib Mahfouz, pero también la adaptación, a cargo del escritor mexicano Vicente Leñero, especialista en reconstruir historias “no ficcionales” y en el registro del habla coloquial, de la cual el filme abusa un poco, por cierto.
    Sin embargo, lo más interesante de El callejón... es su estructura. Porque la división en episodios no es neta, cortante, lineal; las historias se van entroncando, desarrollándose unas sobre otras hasta el punto de que algunas escenas se repiten, vistas desde diferentes ángulos de cámara/puntos de vista. El tiempo narrativo vuelve hacia atrás varias veces, a un momento ya visto, y sigue desde allí su curso (como, salvando las distancias, en The Killing de Stanley Kubrick). Esto desacomoda saludablemente al espectador, que a veces no sabe exactamente dónde (cuándo) está parado. Pero, sobre todo, produce un efecto de relativa circularidad, de temporalidad cerrada y asfixiante, como la vida en el callejón, de la que todos quieren salir pero a la que todos regresan de una manera u otra. De todo esto es emblema el juego de dominó con el que empiezan los capítulos (¿es el mismo, es otro?): como el truco para Borges, con su eterna repetición de jugadas y dichos, alude a la eternidad, pero también a un estancamiento vital, a la insuperabilidad del destino marcado. “Las cartas no mienten”, dice la fraudulenta adivina, pero a su manera tiene razón.
    Hasta acá, el melodrama, por supuesto. ¿Y la transgresión?
    Hay grietas por las que se cuela lo indecible, lo indecidible. Alma quiere tener relaciones sexuales por primera vez y para eso provoca a su novio Abel, que no tolera la iniciativa de ella y le replica: “No, tú tienes que decirme que no quieres...” Más tarde, cuando Alma se entera de que José Luis quiere convertirla en una puta fina, reacciona con la moralina y el honor mancillado de una heroína de culebrón... pero vuelve, sin que haya ninguna explicación verbalizada sobre ello.
    Tampoco hay explicación para la transición sexual del brutal don Rutilio, personaje en el que el tradicional machismo mexicano se resquebraja sin piedad. Y en la fulguración de los cuerpos desnudos de Rutilio y su efebo, en el baño para hombres, el melodrama pierde —por fin— su consistencia genérica, su esencial conformismo ideológico. Es para celebrar.

   

(Publicado en la revista La vereda de enfrente, núm. 6, Buenos Aires, marzo de 1997.)


miércoles, 19 de octubre de 2011

La cama de Pancho Villa


(dos escenas)

En la primera edición de Cartucho,(1) hay un breve relato que su autora, Nellie Campobello, sacó de la segunda edición. Se titula “Villa” y algunos lo han calificado de “estampa extrañísima”.(2) También es habitual preguntarse por la razón de ese descarte. Entre una y otra edición, se registran numerosos cambios y agregados, que parecen atribuirse a la influencia de Martín Luis Guzmán sobre la autora.
En este caso particular, el del único relato que desaparece en ese interregno de reencuentro personal entre dos grandes escritores “de la Revolución”, podría postularse, preliminar y superficialmente, que se quiso evitar un parangón evidente con una escena célebre de El águila y la serpiente,(3) parangón que voy a hacer en lo que sigue.

Así empieza el relato de Campobello:

Villa aquella mañana estaba de fierro malo. Siempre que llegaba de Canutillo, pasaba en casa de los Franco, una familia —de pelo rojo— que hay en Parral. Mamá iba con mi hermano el mudo y yo, el general no sabía que ella estaba en Parral.

Los tres son llevados a la habitación donde está Villa.

... junto a la ventana, en un colchón tirado en el suelo, estaba el general, se sentó mamá en una silla bajita (de manufactura nacional), él estaba sentado con las piernas tirantes, tenía la gorra puesta.

Veamos una parte del parágrafo de El águila... llamado “Primer vislumbre de Pancho Villa”:

Traspuesto el umbral, Amador había girado sobre su izquierda, escurriéndose por una de las hojas y el cuerpo del soldado. Pani lo seguía. Yo era el último. Luego, a los cuatro o cinco pasos, nos encontramos los tres en el rincón opuesto al de la lámpara: era el más oscuro de todos. Pancho Villa estaba allí.
Estaba Villa recostado en un catre y cubierto con una frazada cuyos pliegues le subían hasta la cintura. Para recibirnos se había enderezado ligeramente.(4)

Las similitudes son obvias.
Es tentador, para empezar, comparar los dos tríos de visitantes del caudillo. Por un lado: la Mamá (fuente de los cuentos-leyenda que contará alguna vez su hija);(5) la hija (precisamente, la futura narradora o, con más precisión, escritora de esos relatos), y el hermanito mudo. Por otro lado: el licenciado Amador; Alberto Pani, exsubsecretario de Madero, que le cuenta a Villa la historia de la muerte del Mártir, y el narrador, Martín Luis Guzmán.(6) Éste será quien permanezca mudo en toda la escena, como la narradora (de manera temporaria) y el hermanito de la narradora (de manera permanente). Pero es el encargado de transmitir la historia, como lo será la niña-adolescente, función similar a la que, en el transcurso de la escena, cumple Pani recordando a Madero. ¿Y la Mamá? Ella es la voz cantante, sin duda: “Algo dijo mamá... Aquella mañana mamá pudo dejar caer sobre Villa unas palabras de ánimo”;(7) en esto se parece a Pani. Aunque, creo, algo tiene también de Amador(a).
Pero los triángulos también pueden desarmarse (y es mejor así). Porque en todo Cartucho hay una gran ausencia: el padre. Y, si bien es demasiado evidente que este lugar lo ocupa el general Villa, no lo es mucho menos que también es un lugar ideal para que ocupe Guzmán (que de hecho lo va a hacer en sus enigmáticas relaciones con una mujer de por sí enigmática como lo fue Nellie Campbell-Campobello).(8)
Sigue ésta:

Cuando Villa estaba enfrente sólo se le podían ver los ojos, sus ojos tenían imán, se quedaba todo el mundo con los ojos de él clavados en el estómago.

El impacto inaudito de la mirada de Villa, su voz, su apostura física en general son lugares comunes de la “bibliografía villista” (a favor o en contra). Cifra por excelencia del poder carismático.(9)
En el fragmento de Guzmán, también aparece el tema de los ojos, varias veces, pero de manera tal vez anodina o esquiva:

Amador pronunció frases de presentación tan sinuosas como largas. Villa lo escuchó sin parpadear... Los rayos de la lámpara venían a darle de lleno y a sacar de sus facciones brillos de cobre en torno de los fulgores claros del blanco de los ojos... Su postura, sus gestos, su mirada de ojos constantemente en zozobra denotaban un no sé qué de fiera en el cubil...

Porque en esta escena lo corporal pasa por otro lado:

Luego Amador se calló en seco, y Villa, sin contestar, mandó que el soldado acercara sillas; pero como de éstas, por lo visto, sólo había dos, dos trajo el soldado: las ocuparon Amador y Pani. Yo, a invitación de Villa, me había sentado ya en el borde del lecho, a medio jeme del cuerpo que lo ocupaba. El calor de los cobertores penetró mi ropa y me llegó a la carne.

Antes de analizar esta perturbadora escena, prestemos atención a la cuestión de las sillas. En el primer caso, “se sentó mamá en una silla bajita (de manufactura nacional)”; en el segundo, también hay escasez de mobiliario, lo que acentúa la austeridad del entorno y la forma de vida del caudillo. (Hay que resaltar, incluso, que el episodio de Guzmán transcurre durante una etapa de apogeo de Villa, mientras que en el Campobello el general ya está permanentemente en retirada, perseguido por los carrancistas. En ambos casos, queda clara la precariedad de la situación del único caudillo revolucionario que no aprovechó los “frutos —políticos— de la revolución”.)
Pero, más que nada, interesa anotar cómo Guzmán se ve forzado a sentarse en el borde del lecho mismo, casi en contacto corporal con Villa,(10) mientras Mamá consigue un lugar más alejado, acorde con su condición de mujer, y de viuda, pero prácticamente a la misma altura que el caudillo. O un poco, apenas, más arriba: “... levantó los ojos hasta mamá; todo él era dos ojos amarillentos medio castaños, le cambiaban de color en todas las horas del día” (el subrayado es mío).
Otra vez los ojos; y aquí, como equivalente bien perceptible del “calor” corporal que le llega a “la carne” a Guzmán. (Recordemos que “todo el mundo” se quedaba “con los ojos de él clavados en el estómago”.) Y, donde Guzmán lee (o quiere leer) “zozobra”, Campobello, y quizás su madre, leen sutiles cambios de color que dejan transparentar los correlativos cambios de ánimo del hombre que rige sus destinos, con arbitrariedad pero también con benevolencia.
Hasta aquí la “puesta en escena”, digamos, la significativa ubicación de los “actores”. ¿Qué se habla entre ellos?
En Guzmán:

... por más de media hora nos entregamos a una conversación que puso en contacto dos órdenes de categorías mentales ajenas entre sí. A cada pregunta o respuesta de una y otra parte, se percibía que allí estaban tocándose dos mundos distintos y aun inconciliables en todo, salvo en el accidente casual de sumar sus esfuerzos para la lucha. Nosotros, pobres ilusos (...), habíamos llegado hasta ese sitio cargados con la endeble experiencia de nuestros libros (...) Veníamos huyendo de Victoriano Huerta (...) a caer en Pancho Villa, cuya alma, más que de hombre, era de jaguar: jaguar en esos momentos domesticado para nuestra obra, o para lo que creíamos ser nuestra obra; jaguar a quien, acariciadores, pasábamos la mano sobre el lomo, temblando de que nos tirara un zarpazo (subrayados míos).

Mamá también llega ante Villa cargada con escritura: “Algo dijo mamá. Algo le contestó. Luego le dio un pliego escrito en máquina. Villa se tardó mucho, mucho rato.” No sabemos exactamente qué decía el pliego, aunque se pueden suponer algunas cosas. Sabemos que las palabras de Mamá (las orales o las escritas, o ambas) causan en el general (que estaba “de fierro malo”) un cambio de ánimo, para mejor. Evidentemente, no hubo allí el “contacto” de los mundos “distintos y aun inconciliables” que Guzmán describe acudiendo, paradójica y quizás involuntariamente, al campo semántico de lo físico-corporal. En Cartucho, en cambio, a través del “solo” contacto visual, Mamá y Villa logran la comunicación profunda que la hija va a consagrarse a narrar en todo el resto del libro (y quizás en todo el resto de su obra).
Falta algo. Por qué no volver sobre alguna otra hipótesis acerca del retiro del fragmento en la segunda edición del libro. En este sentido, podría postularse que Nellie Campobello resigna su “Villa” para que predomine (el de) Martín Luis Guzmán;(11) pero también para obliterar la exhibición demasiado ostensible de un deseo, el de su madre, doblemente inadecuado: porque es el de su madre y porque, quizás, es el propio.


Notas

(1) La primera edición es de 1931. La segunda, de 1940, en la editorial de Rafael Giménez Siles y Martín Luis Guzmán. “Quizás no sabremos nunca qué pasó entre 1931 y 1941... Lo que fue, fue muy complejo”, dice Jorge Aguilar Mora en su Prólogo a la reciente edición de Era (México, 2000). Cito por ésta.
(2) Aguilar Mora, ob. cit. Excurso: el carácter episódico de las principales “novelas” de la Revolución Mexicana (Cartucho, El águila y la serpiente, Los de abajo), además de la proliferación de libros anecdóticos y memorialísticos (cf. Anécdotas de la Revolución, de José Ramos, y Memorias de un espectador, de José Fuentes Mares, por ejemplo), podría atribuirse —con cierta obviedad quizás— a las dificultades de abarcar un proceso cuya complejidad, por otra parte evidente, se resiste a las totalizaciones. El letrado no puede o no quiere entender; el subalterno, aparentemente, no lo necesita (cf. el personaje central de Los de abajo, Demetrio Macías, y su resistencia a intelectualizar su adhesión revolucionaria).
(3) Publicada en Madrid en 1928 o 1929, según las bibliografías disponibles. Cito por la edición de La Oveja Negra (Bogotá, 1985).
(4) Este episodio es analizado, desde una perspectiva distinta pero muy inspiradora, por Horacio Legras, “Martín Luis Guzmán: el viaje de la revolución”, MLN 118 (2003), pp. 427-454
(5) Célebre dedicatoria de Cartucho: “A Mamá, que me regaló cuentos verdaderos en un país donde se fabrican leyendas y donde la gente vive adormecida de dolor oyéndolas.” Ver también el fragmento llamado “Los hombres de Urbina”, donde la madre lega a su hija el conocimiento de los hechos y la misión de contarlos: “Narrar el fin de todas sus gentes era todo lo que le quedaba.”
(6) En realidad, el narrador sólo es llamado “Luisito”; esto ocurre en otro episodio del libro, y es justamente Alberto Pani quien lo denomina así.
(7) Las “palabras de ánimo” que Mamá logra dar a Villa son simétricas de las que Guzmán utiliza para desarmarlo, en otra famosa escena de El águila... (ver Horacio Legrás, ob. cit., pp. 449-452). Sería muy arriesgado, sin embargo, proponer que se juegan en esta oposición dos figuras de intelectual, el que anima (orgánico) y el que desarma (ilustrado). La tentación de, además, atribuir esta dicotomía a los géneros involucrados es demasiado desproporcionada.
(8) “¡Ahora sí ganamos! ¡Ya tenemos hombre!”, le había dicho Vasconcelos a Guzmán, refiriéndose por supuesto a Villa. Y Guzmán, luego de recordar/repetir la frase de Vasconcelos, tras la escena del catre, se dice, como extasiado: “¡Hombre!... ¡Hombre!” Por otra parte, antes de retirarse de la presencia de Mamá y sus dos hijos, dice Villa: “Hoy soy el padre de todas las viudas de mis hombres.”
(9) Sólo como asociación libre, recuerdo esa escena de Un día muy particular en que el personaje de Sofia Loren recuerda un encuentro personal con Mussolini: él iba a caballo y la mira fijamente; en ese momento, ella sabe que está embarazada. Eugenio Gaburri y Laura Ambrosiano, en Aullar con los lobos. Conformismo y reverie (Buenos Aires, Lumen, 2006), cuentan el caso de una paciente cuya madre afirmaba respecto de su marido: “Bastaba que me mirase para hacerme quedar embarazada.”
(10) El calor que percibe Guzmán es paralelo al que va a percibir cuando reciba la pistola de Villa de sus propias manos, más adelante: “Luego, en medio de un silencio general, me entregó la pistola, con canana y todo. Al sentir en mis manos aquel peso, tibio aún, me estremecí...” (Juro que no intento erotizar —o falicizar— innecesariamente las escenas analizadas, que en ese sentido hablan por sí solas.)
(11) Se cree que Nellie facilitó a Guzmán mucha de la documentación que éste usaría en sus contradictorias Memorias de Pancho Villa.

(Escrito para las Jornadas de Historia de México, Rosario, octubre de 2006. Publicado en la revista digital Aurora Boreal, Dinamarca, julio de 2009)