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domingo, 3 de enero de 2016

“Pobre país el que necesita héroes”

El problema de la representación política 
en Show Me a Hero, de David Simon




Yonkers in 1987 was a microcosm, a perfect preamble.
It was us, all of us, in this very day,
and at this very hour.
David Simon[1]

En el proceso de representación hay una opacidad,
una esencial impureza,
que a la vez es condición tanto de la posibilidad
como de la imposibilidad.
Ernesto Laclau

La muerte de los héroes se parece a la puesta del Sol,
no al estallido de una rana que se ha hinchado.
Karl Marx


Ya que la miniserie Show Me a Hero usa como título, al menos parcialmente, una cita de Scott Fitzgerald (“Denme un héroe y les escribiré una tragedia”), quizás se justifique recurrir a una —más trajinada— cita del Galileo de Brecht para titular este artículo.


Me propongo tan sólo pensar algunas cuestiones que la serie escrita por David Simon (Homicide, The Wire, Treme), sobre el libro de non fiction de Lisa Belkin, evoca en relación con la representación política, en gran medida tal como la piensa Laclau en algunos de sus artículos. Prefiero apostar a que no se trate de “ilustrar” o “ejemplificar” (horribile dictu!) una teoría previa, sino de pensar con cierta libertad en el enrarecido espacio entre dos texturas muy diversas: una miniserie “basada en un hecho real” y la teoría política.
Pero, para empezar, también quisiera intentar un acercamiento más o menos polémico entre Show Me a Hero (SMaH) y una serie mucho más extensa (de hecho, lleva ya tres temporadas y parece decidida a continuar), House of Cards, desarrollada por Beau Willimon, con la cual comparten el “tema”. Quiero decir, ambos productos televisivos tienen como forma y contenido los entretelones de la política local norteamericana, entendida como perpetuo juego de poder(es), donde la traición y la falta de escrúpulos son la norma. Juego de ajedrez sería una metáfora recurrente al respecto, pero agregaría que nada tiene para envidiarle a nuestra famosa “política criolla”.


Sin embargo, ahí acaban las similitudes; dentro de ese marco de referencia aparentemente común. House of Cards (HoC) ve —y muestra— la política como una permanente “intriga palaciega”. No es casual la frase, dado que su inspiración, como se ha divulgado en las respectivas gacetillas, es el Ricardo III de Shakespeare. Prácticamente, no “sale a la calle”, salvo cuando su protagonista, Frank Underwood (Kevin Spacey), “se escapa” a comer costillas de cerdo a un chiringuito de su predilección. De ahí, también, que sea más eficaz cuando se enfoca en el intrincado trasiego de cargos, pero hace agua (y hasta un ligero ridículo, me atrevería a decir) cuando abandona su impulso formalista, casi abstracto,[2] para tratar de dotar de algún contenido esas intrigas. Desde el reclamo de los docentes, en la primera temporada, hasta la caricatura de Putin, en la tercera (con un uso hasta vergonzante del conflicto de Medio Oriente). Y acá desbarranca casi por completo. El “contenido” de la política sólo es una excusa para el irresistible ascenso de Frank Underwood (que se vuelve descenso, paradójicamente —o quizás no tanto— a medida que se va acercando al poder total).
En este sentido, la diferencia básica con SMaH (aparte, claro, de la ventaja de que ésta es una miniserie de apenas seis horas) es que aquí hay un “tema” que pasa al primer plano de la narración.
A fines de la década del setenta, un juez federal decidió que, en el distrito de Yonkers, Nueva York, debían construirse cierta cantidad de viviendas sociales, destinadas a trasladar habitantes (negros y latinos, claro) de otros barrios copados por la miseria, el delito y la marginalidad, como el irredimible Schloborn, una especie de Fuerte Apache. El proyecto va a tardar años en cuajar, pero mientras tanto ocurrirán muchas cosas, que son el centro de SMaH. Entre ellas, los vecinos blancos de Yonkers, por supuesto, se oponen radicalmente al proyecto, aduciendo que “son formas distintas de vida”, que “sus propiedades se desvalorizarán”, etc. Lo de siempre, con un trasfondo de racismo básico, por supuesto (aunque esto habrá que relativizarlo más adelante).
En medio de esta escalada, el casi eterno alcalde demócrata Angelo Martinelli (Jim Belushi) pone en juego una vez más su reelección, colocando frente a él a alguien que, si bien es una “joven promesa”, en circunstancias normales no podría haberle hecho sombra. Se trata del concejal Nicholas Nick Wasicsko (Oscar Isaac), el “héroe” de esta historia (que terminará como sugería Fitzgerald). Martinelli se niega a apelar el fallo del juez, porque sabe que va a perder en la Corte, con un costo económico que no vale la pena; pero Wasicsko, sin pensarlo mucho, apuesta a esa apelación, la convierte casi por casualidad en centro de su campaña, y gana las elecciones, sorpresivamente, con el apoyo de los vecinos indignados (podríamos llamarlos caceroleros, también).


Y éste es el comienzo de su tragedia personal. La apelación fracasa; el juez insistirá con su sentencia (durante años), hasta que se cumpla. Por lo pronto, declarará en desacato al distrito y su ayuntamiento, lo que equivale a llevarlo a la bancarrota, e incluso impondrá multas a los concejales que votaron en contra del proyecto, entre los cuales se encuentra el desagradable Hank Spallone (Alfred Molina), un republicano demagogo que remplaza inmediatamente a Wasicsko en la alcaldía. La estrella del joven ex policía y abogado se apaga rápidamente, porque sus votantes le imputan el fracaso de la apelación. Al perder la reelección, cae en seguida en las redes de la pequeña política, que lo va relegando cada vez más a cargos menores, hasta banearlo por completo.
Mientras tanto, la serie incluye otras tramas, en pequeñas escenas sutilmente intercaladas. Por un lado, las historias de los habitantes de Schloborn que van a terminar ocupando, después de muchos años, las nuevas viviendas sociales. Estas personas/personajes son reales. Más allá de que se trate de una historia realmente ocurrida, me refiero a que, en la serie, no son peones de un juego exterior a ellos. Empiezan a organizarse parcialmente, a actuar, a decidir (personalmente y en grupos, con infinidad de dificultades pero en un firme proceso de aprendizaje ciudadano; volveré sobre esto al final).
La otra trama, complementaria, tiene que ver con la “conversión” de la vecina Mary Dorman (Catherine Keener), una de los más recalcitrantes al principio, que de a poco va involucrándose en el tema, e incluso llega a formar parte de una de las comisiones de ayuda para los nuevos inquilinos (un recurso muy hábil de parte de la Comisión de Vivienda del estado de Nueva York, algo que nunca se les había ocurrido a los limitadísimos miembros del ayuntamiento, Wasicsko incluido).
Justamente, a medida que el problema de las viviendas va adquiriendo una solución, la carrera del “alcalde más joven de América” se disuelve en la mediocridad. Lo más extraño de esto es que él se consuela (relativamente) considerándose el factótum de la construcción de las viviendas, cuando en realidad poco ha hecho para eso, salvo enfrentar la ira de los vecinos blancos decepcionados (amenazas, conatos de agresión, un escupitajo dirigido a su rostro con mucha puntería). Y lo hace porque no tiene otra salida. Es patética, y conmovedora, una de las escenas finales, cuando Nick, ya en plena decadencia, pasa por el nuevo barrio, tocando timbre por timbre y presentándose ante los nuevos habitantes —aquellos negros y latinos—, que ni siquiera saben quién es (salvo la vieja negra casi ciega que, precisamente como en las tragedias, es la que más “ve”).


¿Por qué adaptar un libro de 1999 que cuenta sucesos de décadas anteriores? Simon lo explica en el prólogo a la nueva edición (2015), contemporánea de su miniserie. Como dice en la frase que usé como epígrafe: “Yonkers en 1987 era un microcosmos, un preámbulo perfecto. Somos nosotros, todos nosotros, hoy mismo y en este mismo momento”. Ve esa “pequeña historia” como un prólogo de lo que vendría después, es decir, hoy. Si The Wire era sobre un presente que mostraba las ruinas de un pasado feraz, SMaH es sobre un pasado que preanunciaba el futuro cercano, o sea, nuestro presente atroz.
Pero, dejando a un lado lo que Simon (o incluso Belkin) hayan querido hacer al contar esta historia de un fracaso personal recortado sobre lo que, de todas maneras, fue un pequeño (aunque muy costoso) triunfo social, pasemos a otro nivel.
El tópico de la representación política es central para las ciencias sociales desde hace mucho tiempo. Nada hay zanjado al respecto, ni puede haberlo, pero me gustaría recordar acá algunos conceptos de Ernesto Laclau, que fue un gran renovador en el tema. Porque, claramente, lo que surge siempre desde el sentido (supuestamente) común es que el político en campaña es mentiroso por naturaleza; que el representante, una vez electo, jamás permanece fiel al representado. Pero ¿es así de sencillo? ¿Qué significa “ser fiel” o, directamente, representar? Veamos.
“... muchas veces la hegemonía del representante sobre el representado, es una condición de la movilización de la acción democrática de masas, porque lo que presupone el antirrepresentativismo es que siempre el representado tiene una voluntad absolutamente constituida en torno al interés; si esto fuera así, el proceso de representación, desde luego, sería un proceso esencialmente externo, pero no lo es, porque en muchos casos la voluntad del representado no está estructurada y sólo es capaz de constituirse al interior mismo del proceso de representación”.[3]
El subrayado es mío. Hay una intrincada relación entre el representante y el representado, en la cual ambos se modifican mutuamente, dado que sus identidades nunca están constituidas previamente, de una vez y para siempre:[4]no puede prevalecer ninguna relación pura de representación, porque la esencia misma del proceso de representación exige que el representante contribuya a la identidad de lo representado; esto no puede convertirse sin incongruencia en la afirmación de que debería abandonarse el concepto de ‘representación’, pues en tal caso nos quedaríamos con las identidades desnudas de lo representado y su representante como identidades autónomas, que es precisamente la premisa cuestionada por toda la crítica de la noción de representación”.[5]
¿Qué se supone que implica, entonces, el proceso de representación (política)? “En esencia, la fictio iuris de que alguien está presente en un sitio en el que se encuentra materialmente ausente. La representación es el proceso por el cual alguien (el representante) ‘sustituye’ y, al mismo tiempo, ‘encarna’ al representado. Parecería que las condiciones de una representación perfecta estarían dadas cuando ella es un proceso directo de transmisión de la voluntad del representado, cuando el acto de representación es por entero transparente respecto de esa voluntad. Esto presupone que dicha voluntad esté plenamente constituida y que el papel del representante se agote en su función mediadora. La opacidad inherente a toda sustitución y encarnación debe reducirse al mínimo; el cuerpo en el que cobra lugar la encarnación tiene que ser casi invisible. Sin embargo, en este punto surgen dificultades, ya que ni por el lado del representante ni por el lado del representado prevalecen las condiciones de una representación perfecta; y esto no es consecuencia de lo empíricamente factible, sino de la lógica misma inherente al proceso de representación. En lo que concierne al representado, si éste necesita ser representado es porque su identidad básica está constituida en un lugar A y las decisiones que afectan su identidad se tomarán, en cambio, en un lugar B. Pero en tal caso su identidad es incompleta y la relación de representación, lejos de ser una identidad cabal, es un suplemento necesario para la constitución de la identidad [...] el representante inscribe un interés dentro de una realidad compleja, distinta de aquella en la cual dicho interés se formuló inicialmente, y al hacerlo construye y transforma ese interés. Pero el representante transforma también la identidad del representado. La brecha original en la identidad del representado, que debió ser llenada por un suplemento que fue aportado por el proceso de representación, abre en dos direcciones un movimiento indecidible que es constitutivo e irreductible. En el proceso de representación hay una opacidad, una esencial impureza, que a la vez es condición tanto de la posibilidad como de la imposibilidad. El ‘cuerpo’ del representante no puede reducirse, por motivos esenciales. Una situación de transmisión y rendición de cuentas perfectas en un medio transparente no exigiría representación alguna. La idea de una representación perfecta implica una imposibilidad lógica... pero esto no quiere decir que la representación sea totalmente imposible”.


En SMaH se muestra cómo las identidades de los actores son modificadas en función de procesos estructurales que les son parcialmente ajenos. De hecho, las identidades parecen conformarse en el cruce de estos procesos. Y esto ocurre con infinidad de matices: algunos habitantes de Schloborn sueñan de entrada con mudarse; otros vacilan, hasta que se convencen; algunos van a empezar a militar y a exigir, lo que antes era impensable. Wasicsko mismo recurre a la demagogia para ser elegido, y luego parece considerarse sinceramente responsable de que se hayan construido las viviendas...[6] Y no sólo él va a ser arrastrado por el “problema habitacional”, sino también el antipático Spallone (que tampoco puede hacer lo que prometió).
Sin embargo, en donde mejor se ve la transformación del representado es, como adelanté más arriba, en el personaje de Mary Dorman. Ella, que al principio aparece entre los opositores más intensos, advierte no sólo que los representantes no pueden hacer lo que los vecinos “quieren” (aunque lo hayan “prometido”), sino que su propia intervención en el proceso puede hacer que éste vaya en una dirección mejor, o al menos distinta. Reconoce que hay varios “intereses” legítimos (o legitimados en el proceso mismo; por ejemplo, por la decisión inapelable de un juez, pero también por la mera existencia de un Otro irreductible, y por eso reacciona desfavorablemente ante el racismo de sus vecinos) y comprende que puede ayudar en una intermediación. También descubre que esto no es fácil ni tiene un fin predeterminado. De hecho, llega a sobrevalorar su intervención, y se decepciona cuando las comisiones de ayuda son disueltas: el Otro debe hacer su propio camino (y ella es también el Otro para ellos).
Para finalizar: “Lo decisivo es averiguar si este suplemento puede ser deducido simplemente del lugar A en que se constituyó la identidad original del representado o si es un agregado enteramente nuevo, en cuyo caso la identidad del representado quedaría transformada y ampliada por el proceso de representación. En nuestra opinión, casi siempre ocurre esto último”.[7] En SMaH no sólo se exhibe cómo se modifican las identidades de los representados, sino también las de los representantes, héroes o no.






[1] Lisa Belkin, Show Me a Hero. A Tale of Murder, Suicide, Race, and Redemption, Nueva York, Back Bay Books, 1999.
[2] Ver al respecto mi artículo “La cátedra o la vida. Reseña de El estudiante, de Santiago Mitre” (revista digital El Gran Otro, febrero de 2012; también disponible en http://borradoresfinales.blogspot.com.ar/2012/06/el-estudiante-de-santiago-mitre.html), en el que, al principio, relaciono la película argentina con la novela breve La caída, de Dürrenmatt, por su tratamiento “formalista” de la política.
[3] Ernesto Laclau, “Representación y movimientos sociales”, revista www.izquierdas.cl, N° 15, abril de 2013, pp. 214-223. (Conferencia en la Universidad Nacional Andrés Bello, Santiago, 15 de noviembre de 2012, transcripción de Manuel Loyola).
[4] Sería pertinente aquí una referencia a la semiótica de Charles Peirce, especialmente en lo que hace a la compleja relación de representación entre signo y objeto, pero nos alejaría demasiado del tema y extendería mucho estas consideraciones.
[5] Ernesto Laclau, “Poder y representación”, en Mark Poster (ed.), Politics, Theory and Contemporary Culture, Nueva York, Columbia University Press, 1993. (Traducción de Leandro Wolfson).
[6] Curioso este pasaje del texto de Laclau: “allí donde no es posible diferenciar el contenido concreto y la forma general del completamiento —o sea, en un universo cerrado en que no se requiere representación alguna—, no hay competencia democrática posible. La transparencia de una identidad plenamente adquirida sería la fuente automática de todas las decisiones. Éste es el mundo de los héroes homéricos”. El subrayado, claro, es mío.
[7] Laclau, “Poder y representación”, ob. cit.

lunes, 11 de marzo de 2013

Breaking Bad: viaje a las tinieblas del corazón



Después de haber visto las cinco temporadas de Breaking Bad, en pocos días, casi alelado, adictivamente, surgió una pregunta tan acuciante como innecesaria: ¿por qué casi todos dicen que es una de las mejores series de la historia? O, lo que es lo mismo, ¿qué tiene para producir ese efecto de conmoción esta serie que podría haber sido una más del género policial?
Primero, veamos algunos detalles preliminares. BB es una serie creada por Vince Gilligan, cuya primera temporada fue emitida en 2008 y constó  de solo 8 capítulos, a causa de la contundente huelga de guionistas de ese año. Las siguientes temporadas fueron más largas (no mucho: 13 episodios), y la quinta y última se programó dividida en dos partes de 8 cada una. La primera ya fue emitida en 2012, y se espera —con síndrome de abstinencia— la última parte para julio de este año.
¿Qué «cuenta» BB? Brevemente: Walter White (Bryan Cranston), de 50 años, es un profesor de química en una secundaria pública, muy «sobrecalificado» para ese puesto, tan agobiado por deudas que incluso trabaja por las tardes en un lavadero de autos. Su esposa, Skyler (Anna Gunn), embarazada, es escritora de cuentos infantiles, pero por el momento se dedica a ayudar la economía familiar vendiendo chucherías por e-Bay. (Las alusiones a la crisis económica de los últimos años es evidente: eternas hipotecas impagables, desocupación; luego, los limitados y carísimos servicios médicos.) Tienen un hijo adolescente afectado por una parálisis infantil, Walter Jr. (RJ Mitte). La hermana de Skyler, Marie (Betsy Brandt), es metiche y cleptómana pero, sobre todo, tiene un esposo, Hank Schrader (Dean Norris), que es agente de la DEA.


En este escenario suburbano, familiar, casi banal (Albuquerque), se desencadena una módica tragedia americana: a Walter se le diagnostica un cáncer de pulmón, probablemente terminal, y al mismo tiempo, casi por casualidad (gracias a Hank, en realidad), descubre las potencialidades económicas de la fabricación de metanfetamina, la droga del momento. Como químico, advierte que está capacitado para fabricar la versión más pura del «cristal», y esa misma casualidad lo lleva a contactarse con un joven exalumno problemático, Jesse Pinkman (Aaron Paul).
¿Qué más? En el primer capítulo, ya está casi todo planteado. De ahí en adelante, la trama se desarrolla «lógicamente», como un desprendimiento de estas premisas iniciales: dónde cocinar la droga, quién puede distribuirla, cómo ocultarse de su familia, por la que supuestamente Walter hace todo eso: para asegurar su tranquilidad económica cuando él ya no esté (además de pagar el mejor tratamiento para su enfermedad).
Con el correr de la serie, quedará claro que estas últimas intenciones no son las principales. Y, como siempre en la estética norteamericana, de Hemingway a Hitchcock, lo que verdaderamente cuenta no es lo que «se cuenta».
Se ha discutido mucho el significado del título, así como su dificultosa traducción al castellano. Según parece, to break bad, en billar y otros deportes, significa que las bolas no son bien dirigidas en el inicio del juego. Por extensión, se puede aplicar a una persona que toma el «mal camino» en la vida, que se hace delincuente. En el Urban Dictionary, hay más matices de la expresión: «to go wild, get crazy, let loose, to forget all your cares and just plain not give a sh**, to have a great time, to break out of your mold. To completely dominate or humiliate through sheer superiority». Liberarse, salirse del molde, tomar el control…
Volvamos ahora a la pregunta inicial. ¿Por qué BB es tan extraordinaria? La respuesta fácil surge enseguida: porque tiene muy «buenos» diálogos, dichos por actores increíblemente «buenos». (Agreguemos, ya que estamos, a Bob Odenkirk, el caricaturesco abogado Saul Goodman; a Giancarlo Esposito, el todopoderoso narco Gus Fring, y a Jonathan Banks, el asesino infalible Mike Ehrmantraut; estos dos últimos, de una sutileza notable.) Todo eso, con un argumento que consiste (como debe ser) en la administración cuidadosamente dosificada de numerosas inverosimilitudes, basándose, más que nada, en una gran capacidad de recuperación y desarrollo de «cabos sueltos» —nunca todos, sería imposible—, a veces mediante flashbacks (¿cómo hizo Jesse para tener una casa rodante?), pero incluyendo también flashforwards (ya sabemos que Walter cumplirá 52 años lejos de su casa y con pelo…), recurso que no es tan común en este tipo de series.
Incluso hay una variedad de recursos de un gran desparpajo: el videoclip con el narcocorrido de Los Cuates de Sinaloa con que empieza el episodio 7 de la segunda temporada («ese compa ya está muerto, / no más no le han avisado»); el episodio 10 de la tercera, «Fly», cuasi beckettiano, que prácticamente transcurre por completo en un solo escenario de encierro y parece desgajado del resto de la trama (aunque tiene muchas, sutiles, relaciones con ella). En el episodio 4 de la cuarta temporada, hasta hay una «puesta en abismo», cuando Skyler prepara un «guión» para hacer verosímil el cuento de un Walter ludópata que ha ganado su flamante fortuna en el juego.


Decir que todo esto es «bueno», y mucho, no resuelve el problema, lo convierte en un loop. Ante el desconcierto, como hacían los antiguos, recurramos a un oráculo, o al menos a una cita de autoridad.
En su artículo sobre Casablanca (incluido en La estrategia de la ilusión), Umberto Eco se pregunta algo parecido: «¿Cuál es entonces la fascinación de Casablanca? Pregunta legítima, ya que Casablanca, estéticamente (o desde el punto de vista de una crítica exigente), es una película muy modesta. Fotonovela, folletín, donde la verosimilitud psicológica es muy débil y los efectos dramáticos se encadenan sin demasiada lógica».
Un principio de respuesta es que «sus autores han metido de todo un poco en la trama argumental, y para ello eligieron material del repertorio de lo tradicionalmente aceptado. Cuando la elección de lo ya aceptado es limitada, se obtiene un film amanerado, de serie, o incluso kitsch. Pero cuando de lo aceptado se utiliza verdaderamente todo, lo que se logra es una arquitectura como la Sagrada Familia de Gaudí. Se logra el vértigo, se roza la genialidad».
Y, en definitiva, «entra en juego una intriga de Arquetipos Eternos. Situaciones que han presidido las historias de todos los tiempos. Aunque habitualmente para hacer una buena historia basta con una sola situación arquetípica. Y sobra. Por ejemplo, el Amor Desgraciado. O la Fuga. Casablanca no se contenta con eso: las mete todas […]. Pero justamente porque están todos los arquetipos, justamente porque Casablanca es la cita de otras mil películas y porque cada actor repite en ella un papel interpretado otras veces, opera en el espectador la resonancia de la intertextualidad. […]. Cuando todos los arquetipos irrumpen sin pudor alguno, se alcanzan profundidades homéricas».
Desde ya que BB opera con una acumulación de lugares comunes, mil veces vistos: el fracasado redimido; la enfermedad que cambia la vida del protagonista; el asesino despiadado, pero leal y hasta afectuoso; el narcotraficante insospechable; el joven junkie rechazado por sus padres; los crudelísimos narcos mexicanos; el horror escondido en la cotidianidad campirana, aparentemente luminosa (a la inversa de The Wire, donde todo es oscuro, en un escenario posturbano). Incluso muchos de estos tópicos rozan deliberadamente la parodia (los primos Salamanca; un picapleitos, más digno de Los Simpsons, que tiene solución para todo). Sí, el vértigo.
Hay, también, múltiples referencias intertexuales, desde Whitman (irónico: el alabado progreso también lleva a fabricar drogas cada vez más letales) hasta el Scarface de Pacino-De Palma.
Por supuesto que BB también puede ser vista como una metáfora de los Estados Unidos actuales, en el sentido de lo que subyace en una apacible vida de familia suburbana, más o menos apegada a valores tradicionales. Esta lectura, tanto como la que refiere a una clase media yanqui arrojada a insólitos niveles de degradación por la mala situación económica, es pertinente y debe ser consignada, pero nunca puesta en un primer plano.
Por otro lado, el tema moral se discute de vez en cuando, aunque el protagonista no busca ninguna justificación («Si crees que existe el infierno…, bueno, nosotros estamos bastante metidos»). La oscuridad de la serie va mucho más allá de lo políticamente correcto: pensemos en la cantidad de chicos que aparecen, matando, muriendo o a punto de morir.
De hecho, por más que Walter repita cada tanto «lo hice por mi familia», enseguida se entiende que hay algo más. Esto queda claro, quizás demasiado, en los últimos episodios: lo que él quiere construir es un «imperio», léase (entre otras cosas) resarcirse por haber abandonado en su juventud la sociedad con unos amigos, que pudo hacerlo billonario. Es decir, lo que quiere es reconstruirse a sí mismo.
Una pregunta final: ¿qué impacto tendrá el fin de la serie? Gilligan ya ha anunciado que no contentará a todos, pero eso es una obviedad. ¿Terminará, inevitablemente, «mal»? Ya hemos presenciado ciertas decepciones (exageradas): en el final de House, por ejemplo. Pero no habría que darle tanta importancia a esto; me atrevería a proponer que, en una serie, y una tan extensa, el final, aun siendo el resultado consciente, y por lo tanto significativo, de una elección entre (pocas) alternativas, no alcanza a resignificar absolutamente todo lo anterior (como se vio más claramente en Lost).
Hay pocas opciones. Veremos cuál de ellas nos tiene reservada BB. Quizás haya una sorpresa (sobre todo, si se piensa en una película futura, como ha sugerido Cranston). Escribo este artículo ahora, cuando aún no lo sabemos, para adelantarme a negar o minimizar cualquier brusca resignificación que un final produciría en un sentido o en otro. Lo que seguirá importando es ese viaje (compartido) al corazón de las tinieblas: las que están, a su vez, en el corazón del protagonista.

(Publicada en revista El Gran Otro, enero de 2013)