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domingo, 30 de octubre de 2011

Representación y significación


(Una propuesta sobre la relación

entre literatura y cine)*




Sin dudas, el de la adaptación de obras literarias es uno de los temas más frecuentados de la teoría y la crítica cinematográfica. No es esperable, hoy por hoy, llegar fácilmente a puntos de acuerdo. Si no hay demasiado consenso sobre la especificidad de los discursos literario y cinematográfico, menos aún parece haberlo sobre alguna posible —o incluso deseable—homología entre ambos.
Lo que sigue no pretende ser más que una reflexión suscitada a su vez por un fragmento de Barthes, tan breve como rico en posibilidades de profundización. Se trata de un apartado de S/Z que lleva por título “Lo real, lo operable”, y que se refiere al siguiente párrafo balzaciano:
Addio, Addio!, decía con las inflexiones más bellas de su voz juvenil. Y agregó a la última sílaba unos gorgoritos admirablemente bien ejecutados, pero en voz baja, como para expresar en forma poética la efusión de su corazón.”
Vale la pena transcribir el fragmento entero.
“¿Qué ocurriría si realmente se ejecutase el addio de Marianina tal como el discurso lo describe? Sin duda algo incongruente, extravagante y nada musical. Más aún, ¿es posible realizar el acontecimiento referido? Esto lleva a dos proposiciones. La primera es que el discurso no tiene ninguna responsabilidad con lo real: en la novela más realista, el referente no tiene ‘realidad’: imagínese el desorden provocado por la más prudente de las narraciones si sus descripciones fuesen tomadas literalmente, convertidas en programas de operaciones y simplemente ejecutadas. En resumen (y ésta es la segunda proposición), lo que se llama ‘real’ (en la teoría del texto realista) no es más que un código de representación (de significación) y no un código de ejecución: lo real novelesco no es operable. Identificar —hacerlo sería bastante ‘realista’ después de todo— lo real y lo operable sería subvertir la novela al límite de su género (de ahí la fatal destrucción de las novelas cuando pasan de la escritura al cine, de un sistema de sentido a un orden de lo operable).”(1)
Por lo que se deduce de la apretada prosa barthesiana, la dificultad para homologar (un) discurso cinematográfico (visual, icónico) y (un) discurso literario (verbal, lingüístico) del cual aquél procediera, residiría en la noción de código de representación y significación. O, lisa y llanamente, de significación. Cada uno de dichos discursos tiene a su disposición su propio código de significación. No se podrían “exportar” los mecanismos de significación de uno al otro (o viceversa). Si la significación está compuesta por una serie de relaciones entre significantes y significados, al variar la naturaleza (visual/verbal) de los significantes, no se debe esperar que los significados permanezcan automáticamente inalterados.
El código verbal dispone de sus propios significantes y con ellos vehiculiza determinados significados; denotativos, en cuanto señalan a su referente inmediato, por ejemplo, “negro” es un color determinado; connotativos, en cuanto ese primer significado se despliega hacia un sistema de contenidos culturales también relativamente predeterminados pero mucho más difusos, donde “negro” llega a significar “sombrío”, “amenazante”, “feo”, “malo”, “negativo”, etc. Este fue tan sólo un ejemplo, tal vez no demasiado afortunado si queremos extenderlo al otro campo de análisis, ya que visualmente el color negro podría tener el mismo rango de significados. Pero no era ésta mi intención, en primer lugar porque —y esto hay que recalcarlo— tampoco los significados se dan aisladamente sino como parte de un sistema mayor que los define, es decir, en relación con los demás significados (un “sistema de sentido”).
Entonces sí, voy a tratar de ejemplificar esta cuestión con dos caracterizaciones de personajes trasladados de la literatura al cine. El primero es Sam Spade, el recio detective de El halcón maltés, de Dashiell Hammet. Veamos su detallada descripción (que es, por otra parte, el primer párrafo de la novela).
“La mandíbula de Samuel Spade era larga y huesuda, y su barbilla, una V que sobresalía bajo la V más flexible de su boca. Las ventanas de su nariz se curvaban hacia atrás para formar otra V más pequeña. Sus ojos de color amarillo grisáceo eran horizontales. El leit-motiv de la V aparecía nuevamente en sus espesas cejas, que al alzarse formaban dos pliegues gemelos por encima de su nariz aguileña, y su cabello castaño claro caía en un punto de su frente, desde las sienes altas y planas. Tenía el aspecto de un demonio rubio, un aspecto más bien agradable.”(2)
Imaginemos ahora las dificultades para “operar” o “ejecutar” (en términos de Barthes) en la “realidad” esta descripción. Las varias V que surcan el duro rostro de Spade, sus ojos “amarillo grisáceo”... De hecho, fue intentado por Iván Tubau, en un libro sobre cómo realizar historietas.(3) El dibujante intenta recrear lo más exactamente posible los rasgos descritos por Hammett.



 “¿Qué tal?”, pregunta, ante el decepcionante resultado, “Realmente, quizás en exceso desagradable.” Es decir, el efecto exactamente opuesto al buscado por el autor. Seguidamente, Tubau hace algunos cambios en su dibujo. 


“Hemos conservado los rasgos duros y antipáticos del personaje, pero haciéndolo algo más parecido a los protagonistas clásicos de historieta.” Claro, se mantienen los significados connotativos de los rasgos del personaje literario, subordinándolos al código de significación visual de un género otro.
Parecida solución es la aportada por quien personificó a Spade en la versión más famosa de la novela: Humphrey Bogart en el filme de John Huston (1941). Sin duda, pocos actores podrían aproximarse tanto a la reciedumbre irónica (con un fondo sentimental) del detective por antonomasia, un “demonio agradable”. 




Curiosamente, Humphrey Bogart representó también a otro célebre detective duro, Philip Marlowe (en The Big Sleep, de Howard Hawks, 1946). Su caracterización también parece ajustada. Sin embargo, es sabido que el creador de este personaje, Raymond Chandler, lo imaginaba más bien como Cary Grant, un actor quizás ubicable en las antípodas de Bogie (aunque el escritor también elogió la actuación de éste en el filme mencionado). “Si alguna vez hubiera tenido la oportunidad de elegir un actor de cine que representara mejor la imagen que yo tengo de él, creo que tendría que haber sido Cary Grant.”(4) 




Aquí, además de una cuestión de casting, hay una evidente disociación entre lo que el autor imaginó para su personaje, y sus versiones predominantes entre el lector y el público cinematográfico. ¿Por qué no analizar a otros intérpretes de Marlowe? Robert Montgomery y Robert Mitchum (éste muy elogiado por la crítica) parecen pertenecer a la línea “dura‑Bogart”; James Garner y Elliot Gould, a la “blanda-Grant”. (Habría que ver cómo se integran estas caracterizaciones al resto de cada filme, como “sistema de sentido”; esto sería particularmente interesante de hacer en la extravagante versión de The Long Good-Bye hecha por Altman y protagonizada por Gould.)


































Ahora veamos un ejemplo nacional: Juan Moreira. En la novela de Eduardo Gutiérrez, abundan las descripciones del personaje (una razón, no la única, para esta reiteración es la publicación originaria en forma de folletín).
“No había en su semblante una sola línea innoble; su continente era marcial y esbelto, y hablaba con un acento profundo de ternura, bañando, por decirlo así, el semblante de su interlocutor con la intensa y suavísima mirada que brotaba de su pupila de terciopelo...” “Su hermosa cabeza estaba adornada de una tupida cabellera negra, cuyos magníficos rizos caían divididos sobre sus hombros; usaba la barba entera, barba magnífica y sedosa que descendía hasta el pecho, sombreando graciosamente una boca algo gruesa donde se hallaba eternamente dibujada una sonrisa de suprema amargura...” “... dejando caer la mirada de sus negros ojos sobre Sardetti...”(5)
Se machaca notoriamente sobre los ojos negros de Moreira, pero también sobre una mirada que, a pesar de encenderse frecuentemente con los fuegos de la ira, guarda siempre un fondo de esencial ternura e inocencia. (Contraste semántico que refleja la innovación ideológica ya presente en el Martín Fierro: el gaucho perseguido sin ninguna culpa.) Notar también la barba que le llegaba “hasta el pecho”. Todos recordamos la caracterización de Rodolfo Bebán en el extraordinario filme de Leonardo Favio (1973), donde el matón de comité se combina con o se transmuta en una especie de Che Guevara populista. Mi propuesta es que los ojos claros de Bebán reproducen más fielmente los significados connotativos del texto verbal. Una mirada literalmente “negra” ofrecería ciertas dificultades, por sus connotaciones visualmente negativas para el público “occidental”.(6)



Por último quisiera referirme —mucho más brevemente de lo que el tema exige— a la cuestión del erotismo en el cine. Ya Truffaut afirmaba, con agudeza: “Desgraciadamente no puedo citar todavía ni un solo film erótico que sea el equivalente de Henry Miller (los mejores, desde Bergman a Bertolucci, han sido películas pesimistas), pero, después de todo, esta conquista de la libertad es, para el cine, bien reciente y debemos considerar también que la crudeza de las imágenes plantea problemas más arduos que la de las palabras.”(7)
Y profundizando un grado más aún, podríamos preguntarnos: ¿cómo trasladar a Sade al cine? Respuesta, hasta ahora, imposible. Nunca, en todo caso, cediendo a la tentación de un realismo totalmente inadecuado. Recurro otra vez a Barthes:
“... en cada página de su obra, Sade nos da pruebas de ‘irrealismo’ concertado: lo que ocurre en una novela de Sade es fabuloso propiamente dicho, o sea imposible; o, para hablar con mayor exactitud, las imposibilidades del discurso, las constricciones son desplazadas (...). Por ejemplo: en una misma escena, Sade multiplica los éxtasis del libertino más allá de toda posibilidad (...). Por ser escritor, y no autor realista, Sade elige siempre el discurso contra el referente; se coloca siempre del lado de la semiosis, no de la mimesis; lo que él ‘representa’ es deformado incesantemente por el sentido, y es en el nivel del sentido, no del referente, que debemos leerlo.”(8)
¿Quién ha logrado, voluntariamente o no, trasladar al cine “el nivel del sentido” en Sade? Quizás Borowczyz (el de Goto, la isla del amor); más probablemente, Buñuel. Pasolini fue más audaz (en Saló, por supuesto): invirtiendo a Sade, trasladándolo a un contexto donde el “sadismo” retorna a una de sus esencias (lo inconcebible/irrepresentable del Mal), le es más fiel. Lo que, por lo que he tratado de pensar en este artículo, no es totalmente paradójico.




Notas
* Una versión ligeramente reducida de este artículo fue publicada en la revista La vereda de enfrente, núm. 9, Buenos Aires, julio de 1997.
(1) Barthes, Roland, S/Z, traducción de Nicolás Rosa, Madrid, Siglo XXI, 1980. Se trata de un análisis brillante y microscópico de una nouvelle de Balzac, “Sarrasine”. No podríamos explicar brevemente lo esencial de una obra que precisamente se propone una lectura plural e inagotable del texto analizado. En lo que a nosotros nos interesa, una de sus claves es el cuestionamiento a la noción canónica de “realismo”, estética a la cual Balzac es clásicamente asignado. Barthes, como veremos más adelante ya había tratado el tema en Sade, Loyola, Fourier, donde apunta la imposibilidad de “ejecutar” muchas de las configuraciones eróticas de la narrativa sadiana.
(2) Hammett, Dashiell, El halcón maltés, traducción de E. F. Lavalle, Buenos Aires, Fabril, 1960, p. 9.
(3) Tubau, Iván, Dibujando historietas, Barcelona, CEAC, 1969, pp. 38-41.
(4) Cf. Chandler, Raymond, Cartas y escritos inéditos, Buenos Aires, De la Flor, 1976, pp. 249, 262.
(5) Gutiérrez, Eduardo, Juan Moreira, Buenos Aires, CEAL, 1980, pp. 12, 24.
(6) Por esta razón, es fama que Amira Yoma, con ocasión de un célebre programa televisivo, se colocó lentes de contacto azules, para mitigar la fuerza arrolladora de su oscura mirada árabe. Todo esto según las recomendaciones de asesores de imágenes, basados en un marketing aparentemente primitivo pero a la postre eficaz, habida cuenta de los resultados aparentemente exitosos del asedio periodístico.
(7) Truffaut, François, Las películas de mi vida, Bilbao, Mensajero, 1976, p. 16.
(8) Barthes, Roland, Sade, Loyola, Fourier, trad. de Néstor Leal, Caracas, Monte Ávila, 1977, pp. 38 y ss. Más adelante: “Si a alguna compañía le dieran ganas de realizar literalmente una de las orgías descritas por Sade (...), la escena sadiana aparecería pronto fuera de toda realidad: complicación de combinaciones, contorsiones de las parejas, agotamiento de los gozadores y resistencia de las víctimas, todo excede la naturaleza humana (...). Así aparece el libertinaje: como un hecho de lenguaje.”



lunes, 24 de octubre de 2011

El género policial: la forma como metáfora

En las últimas dos décadas, por lo menos, el género policial, tanto en literatura como en cine, ha experimentado un verdadero asedio crítico-teórico, en general favorable. Desde las formas de populismo (incluyendo el de izquierda: Gramsci), que ven en el éxito popular del género un signo de su eficacia estética e incluso ideológica, hasta el primer estructuralismo (Barthes) y sus variantes más o menos posmodernas (Umberto Eco, Wim Wenders), que lo utilizan como paradigma de narratividad, de ordenamiento de lo real, de relación con las estructuras del saber.

La siguiente nota no pretende hacer un estado de la cuestión, que a estas alturas sería una empresa harto ambiciosa, ya que el género ha caído en lo inabarcable (e inatacable) de todo clásico. Se trata, más bien, de establecer algunos puntos interesantes dentro de tan amplio panorama, para finalmente centrar la atención en obras de la literatura y el cine argentinos de los últimos tiempos, en las que creemos ver revelados algunos funcionamientos privilegiados del género.

Un primer corte está dado por la oposición entre el policial clásico y la “serie negra”. El primero fue establecido, en teoría y práctica, por Edgar Allan Poe; en los cuentos protagonizados por el detective aficionado Auguste Dupin, pero también en el temprano “Hombre de la multitud”, que tiende las líneas principales: intriga, deducción, un contexto urbano moderno que Baudelaire, gran admirador de Poe, organizaría en otros sentidos. La segunda es un producto que se debe estudiar no sólo en sus notas predominantes sino también en su momento y lugar de origen, que la determinan más que aquéllas: los EE.UU. de la década del veinte.

En realidad, es este subgénero el que más nos interesa, por su influencia directa y productiva sobre el cine, entre otras cosas. El policial de intriga, “a la inglesa”, no ha tenido un sólido equivalente cinematográfico, más bien limitado a tardías y aburridas adaptaciones de Agatha Christie.

El desplazamiento que sufre el género entre una y otra forma, tan bien marcado por Ricardo Piglia, nos remite al problema de la referencialidad. El policial clásico surge de una peculiar combinación de irracionalismo romántico y positivismo; no es más que la lucha constante entre los poderes de la mente humana y el miedo a lo desconocido: si la primera parece salir siempre vencedora, no es menos cierto que el segundo se cuela por los crecientes intersticios de la sociedad industrial (y esto ya lo sabía mejor el fundador Poe que sus seguidores más o menos “ingenuos”, desde Conan Doyle).

En cambio, la “serie negra” propone la imagen inversa, quizás la del estado de la sociedad occidental al final de aquel ciclo optimista. Una representación figurada, mucho más estilizada de lo que creemos, que ahora nos parece “realista” por un peculiar pero frecuente efecto de lectura, de perspectiva histórica inherente a la evolución interna de los géneros. Se ha producido una hipercodificación que, al fijar significantes, cristaliza irremediablemente significados; el policial fuerte y violento de los años veinte y treinta quiso cifrar el funcionamiento de una sociedad corrompida y decadente, los mecanismos ocultos por la ideología dominante; para “desocultarlos”, tuvo que recurrir a nuevos ideologemas que automatizaron y, hasta cierto punto, agotaron el género: personajes como el detective cínico pero honesto, el jefe de la mafia, la mujer fatal; y situaciones que forman una nueva y fácilmente cuantificable morfología. (Para algunos estructuralistas, el policial será lo que los cuentos de hadas para Vladimir Propp, autor de una canónica Morfología del cuento.)

El cine intentó retomar estas determinaciones del género, pero por su carácter masivo fue víctima fácil de la censura: si se mostraba el origen social del gangster, había que confrontarlo con una figura positiva del mismo origen; los duros y cínicos personajes no podían ser valientes y triunfadores hasta el final, para no aportar un “modelo negativo” a la juventud; etc. Aun así, hay obras excelentes, quizás comparables a sus modelos literarios.

Volviendo a lo anterior, mientras el Barthes del Análisis estructural del relato proponía un paradigma teórico algo rígido, el Barthes de S/Z (diez años después) se preocuparía especialmente en desmentirse a sí mismo, dando una lectura plural de los textos como redes de códigos, de “voces” que se entrelazan y superponen, aumentando la densidad material de la escritura (y de la lectura). Pero, en la multiplicidad de códigos que se tejen en el texto, parecería que son los códigos proairético (la lógica de las acciones) y hermenéutico (los enigmas en la forma de pregunta/respuesta, intriga/develamiento) los que organizan básicamente la superficie narrativa del relato policial.

Y en esto sí habría puntos de contacto entre los dos grandes subgéneros mencionados: el “suspenso”, la búsqueda del objeto mágico o de la verdad o del poder (que a cierto nivel son intercambiables), un armado preciso e implacable, vertebran textos “clásicos” de Poe, Conan Doyle, Chesterton, Christie, Ellery Queen, y “modernos”, como por ejemplo el excelente Halcón maltés de Hammett. Diferencia esencial es la común felicidad con que concluyen los primeros (en la que incluso podría participar catárticamente un lector tan sagaz como el detective) y la frustración siempre amarga de los segundos. Los asesinos pueden ser encontrados (y generalmente aniquilados), pero las mujeres deseadas suelen perderse y los objetos mágicos retornan al despiadado circuito económico del capitalismo.

Sobre esta hipercodificación, y automatización, que mencionáramos antes, se articula otro “uso” contemporáneo del género, como cifra de sí mismo y del funcionamiento de todo relato. Intentos recientes y notorios han sido El nombre de la rosa (en la cual la “forma policial”, con sus obvias referencias a Sherlock Holmes y, en la versión cinematográfica, a James Bond, soporta el cruce de géneros y lecturas posibles que su autor considera paradigma de la novela posmoderna) y los filmes de Wim Wenders, especialmente El amigo americano. Aquí, “lo policial” es una trama de citas que permiten (y a veces exigen) una reflexión duramente poética sobre el cine, la pertenencia a una cultura y otros paraísos perdidos. También en El estado de las cosas y Las alas del deseo se encuentra una línea fundamental de meditación sobre la narración en sí misma (entre Benjamin y Borges), pero sin referencia alguna al género, salvo en el final de la primera y en algún personaje de la segunda.

Sin embargo, este “uso” no es tan novedoso como parece: existe Borges, hábil urdidor de tramas policiales que siempre parecen remitir “a otra cosa” y, antes que nada, a sí mismas. El novelista y crítico francés Claude Ollier vio en el “Tema del traidor del héroe” una metáfora del funcionamiento narrativo, investigación y apropiación de la Historia por la Literatura. El nombre de uno de sus protagonistas, Nolan, aparece en una novela de Ollier (L’echec de Nolan), donde el género policial, nuevamente, sostiene la reflexión “teórica” sobre qué significa narrar.(1) Ollier es también el guionista de Ecoute voir… (estrenado aquí como El juego del poder, con escasa repercusión), filme francés de Hugo Santiago donde, otra vez, como El amigo americano, la intriga policial es un esquema “estructuralista” en el que se mueven sombras del pasado (mucho menos nostálgico y sensible que el filme alemán, sin duda, y más abstracto, desde un detective a la Bogart interpretado por… Catherine Deneuve,(2) y un final “expresionista” en el que los decorados se funden en uno solo, mostrando las cartas desnudas de la ficción). La conexión Hugo Santiago-Borges (y Bioy Casares) viene desde la excelente Invasión (1969).

El “Tema del traidor y del héroe” es también uno de los intertextos generadores de la que ya es seguramente una novela fundamental de la década: Respiración artificial, de Ricardo Piglia. Éste, a quien ya citamos, es un decidido vindicador del género, como director de una famosa colección de Serie Negra para la Editorial Tiempo Contemporáneo, y autor de algunos relatos magistrales, como “La loca y el relato del crimen”, infaltable en toda antología. En Piglia, hay una matriz policial básica, dada por el motivo de la investigación, de la búsqueda. El inquisidor persigue una verdad, la verdad de la historia (como relato, como Historia), generalmente cifrada en palabras, en nombres (falsos), en textos. El trayecto está puntuado por pistas, por intrigas parciales, por revelaciones sucesivas, pero el corolario de una empresa imposible es el fracaso, inevitable. En realidad, el enigma fundante es la historia argentina, en la cual un pasado inextricable se perpetúa infinitamente en un presente atroz, el de la dictadura militar, cuando lo “policial negro” desbordaba la ficción desde el genocidio hacia la cotidianidad más palpable.

Otro cultor del género es Juan Carlos Martini, también director de una colección homónima en España, para la difunta Bruguera. Su primera trilogía de novelas, El agua en los pulmones, Los asesinos las prefieren rubias y El cerco exploraba variantes más o menos definidas e identificables, pero en una de sus mayores obras, La vida entera (1981), es donde se puede encontrar la mayor productividad del género. En esta novela, Martini despliega la historia de una ciudad imaginaria, Encarnación, dominada por grupos de gangsters en continua lucha por el poder. Paralelamente, la periferia de la ciudad está ocupada por la Villa del Rosario, en la que el sector “popular”, de tibia resistencia, experimenta parecidos problemas, ante la inminente muerte de su líder y su dificultoso relevo. La ciudad es una transposición onettiana de Rosario, por supuesto, pero también de la Personville (o Poisonville) de Cosecha roja, de Hammett, novela que funciona como intertexto de La vida entera. Acá, la matriz se desarrolla en el sentido antes apuntado: la lucha por los fragmentos del poder, bajo la forma particular de la sucesión. Por supuesto, la alegoría tiene su referencia en los años del peronismo de los setenta, cuando la muerte de Perón, primero temida y luego nunca aceptada del todo, planteó la lucha a muerte entre fracciones rivales. Una noción foucaultiana del poder socava la posible rigidez de esta alegoría, dándole verdadera profundidad (especialmente si se la compara con un intento paralelo de Soriano, en No habrá más penas ni olvido, de recursos muy eficaces pero a veces facilistas; el filme correspondiente, de Héctor Olivera, cumplió una función lamentable, si bien quizás involuntaria, antes de las elecciones del ’83: una versión imaginable de La vida entera difícilmente hubiese condescendido a ello).

Vamos aclarando, ya hacia el final de este trabajo, que, desde nuestro punto de vista, el género policial se ha reducido a diversas posibilidades de usos y funciones, muy alejadas de su origen, tal vez, pero perfectamente consecuentes con las necesidades del sistema estético y social en que, una y otra vez, reaparece.

Vayan, como ejemplo último, algunas referencias al cine argentino durante la última dictadura militar.

Si nos ponemos de acuerdo en que el género policial puede ser definido por un “tono” particular y por elementos estructurales, más que “de contenido”, no habría mayores dificultades en clasificar a El poder de las tinieblas (Mario Sábato, 1979) y Tiempo de revancha (Adolfo Aristarain, 1981) como películas policiales, superando un primer momento de extrañeza. (En el segundo caso, su mismo director pone en duda la clasificación, pero quizás para no encasillarse, ya que el filme está enmarcado por otros dos, La parte del león, de 1979, y Últimos días de la víctima, de 1983, más obviamente calificables; en el primer caso, su origen literario parecería proscribir de entrada nuestra propuesta: veremos.)

En El poder… basado en el famoso “Informe sobre ciegos”, parte de Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sábato, su director aprovecha ese punto de partida “prestigioso”. Su Fernando Olmos (Sergio Renán) es un “detective” (estatus cifrado en el clásico impermeable gris) que, como él mismo dice, tal vez demasiado explícitamente, investiga “el Mal”. Pero, si en la novela original los ciegos son un delirio paranoico de alguien obsesionado con el incesto, real (con su hija) y simbólico (con su madre), por el miedo a perder los ojos, como Edipo y como los pájaros que torturaba en su infancia, y a la vez una metáfora universalista del Mal, un concepto metafísico del destino como determinación del inconsciente, en el filme se convierten rápidamente en otra cosa. En una escena clave, el actor Franklin Caicedo interpreta a un personaje que ha pasado a la clandestinidad por haber descubierto el supuesto complot de la secta; le dice a Olmos, que aún permanece algo escéptico: “No solamente lo persiguen a uno, se meten con la familia, hasta que no queda nadie” (cito de memoria). Se refiere a “los ciegos” pero, en el contexto de aquellos años, es imposible no entenderlo como una alusión apenas opaca al sistema represivo de los militares: alusión que dispara todo el filme hacia otra dirección.

Algo parecido sucede con Tiempo de revancha. Federico Luppi interpreta a Bengoa, un obrero especializado en explosivos, con un pasado sindical más o menos difuso; convencido por un compañero (Ulises Dumont), adopta una estratagema para enfrentarse con la multinacional (Tulsaco) que lo emplea: se finge mudo con el objeto de cobrar un interesante seguro. El final se hizo famoso: para preservar su ardid, ante el asedio de los “servicios” de informaciones que registran hasta su mayor intimidad (y han asesinado a otro compañero, arrojándolo a sus pies desde un Falcon), elige cortarse la lengua en un gesto que es a la vez una aparente derrota y una afirmación gloriosa de la resistencia individual frente al poder (un ideologema central para el género, como ya sugerí).

Decía Adorno que la relación del arte con la sociedad, y por lo tanto lo que él llamaba su “contenido de verdad”, se da a través de las formas, no de los contenidos, de la inclusión deliberada de referencias sociales inmediatas. El arte (la literatura, en este caso) no es “reflejo”, mera “representación”, sino configuración de sentidos que presuponen y alientan un acto de conocimiento.

En los ejemplos analizados anteriormente, si bien en forma muy esquemática (Respiración artificial, La vida entera, El poder de las tinieblas, Tiempo de revancha), tratamos de mostrar los usos “alegóricos” del género policial en el arte argentino reciente (y aún contemporáneo). La alegoría, según Benjamin, es una actitud sintomática ante la pérdida de sentido (y no una transmisión codificada de un sentido ya establecido); un sentido que se quiere decir pero a la vez no puede ser dicho: por enigmático, por censurable, por reprimido, en la doble acepción, psicoanalítica y —ya que estamos— policial, del término.

La narración, en su sentido más fuerte, es ese intento de rescatar del caos un significado más o menos consolador, un posible ordenamiento, de lo real que sirva, en el mejor de los casos, como guía de la acción, y en el peor, como excusa del sometimiento. La narración “policial”, con su rigor constructivo, su violencia, su tensión de búsqueda, es una “forma” privilegiada de configurar las experiencias inasibles y acaso desgarradoras. Y este “modo de formar” (en términos de Umberto Eco) es sin duda el compromiso máximo del escritor, del artista, como tal: su poder y, a la vez, su límite.





Notas




(1) Debo estos datos al extraordinario libro de Edgardo Cozarinsky, Borges y el cine, Buenos Aires, Sur, 1974.

(2) Más recientemente, Sam Raimi intentó una variante western: The Quick and the Dead (conocida en la Argentina como Rápida y mortal), evidentemente inspirada en el filme de Santiago y protagonizada por Sharon Stone como un(a) pistolero(a) infalible. Toda esta película es “intertextual” respecto de su propio género, pero no llega a la altura de los experimentos de Clint Eastwood (Los imperdonables y, sobre todo, El jinete pálido).



Bibliografía




Adorno, Theodor, Teoría estética, Madrid, Hyspamérica, 1984.

Alsina Thevenet, Homero, “Informe sobre cine policial” en Violencia y erotismo, Buenos Aires, Cuarto Mundo, 1974.

Barthes, Roland, “Introducción al análisis estructural del relato”, en El análisis estructural, Buenos Aires, CEAL, 1977.

Barthes, Roland, S/Z, Madrid, Siglo XXI, 1980.

Benjamin, Walter, “El narrador. Consideraciones sobre la obra de Nikolai Leskow” en Sobre el programa de la filosofía futura, Barcelona, Planeta-Agostini, 1986.

Boileau-Narcejac, La novela policial, Buenos Aires, Paidós, 1968.

Cozarinsky, Edgardo, Borges y el cine, Buenos Aires, Sur, 1974.

Eco, Umberto, “De la manera de formar como compromiso con la realidad” en Obra abierta, Barcelona, Planeta-Agostini, 1984.

Gubern, Roman (comp.), La novela criminal, Barcelona, Tusquets, 1970.

Lafforgue, Jorge y Rivera, Jorge, Narrativa policial en la Argentina, Buenos Aires, CEAL (Capítulo nº 104), 1981.

Piglia, Ricardo, Introducción a Cuentos de la serie negra, Buenos Aires, CEAL, 1979.

Sarlo, Beatriz, “Política, ideología y figuración literaria” en Ficción y política. La narrativa argentina durante el proceso militar, Buenos Aires, Alianza, 1987.

Rest, Jaime, “Narrativa detectivesca” en Conceptos de literatura moderna, Buenos Aires, CEAL, 1979.





(Una versión de este artículo fue publicada en la revista Corregidor Cultural, núms. 7/8, Buenos Aires, enero/febrero de 1991.)

sábado, 15 de octubre de 2011

Del lado de allá


 
(Prólogo al capítulo “El meridiano intelectual de Hispanoamérica”, en Marcela Croce ed.: Polémicas intelectuales en América Latina. Del “meridiano intelectual” al caso Padilla 1927-1971, Buenos Aires, Simurg, 2006.)

La polémica tuvo inicio cuando la revista española La Gaceta Literaria publicó, en su número del 15 de abril de 1927, una nota llamada “Madrid, meridiano intelectual de Hispanoamérica”. Como no tenía firma, se atribuyó en primera instancia al director de la revista, Ernesto Giménez Caballero. Pero luego se supo que el verdadero autor era Guillermo de Torre, el teórico de las vanguardias, especialmente del ultraísmo, inclinación compartida por su notorio cuñado, Jorge Luis Borges.
El autor plantea el tema del “meridiano” en una relación “profiláctica” frente a dos problemas (que él mismo llama “puntos concretos cuya resolución es urgente”) y que no siempre serán tenidos en cuenta en el largo debate posterior, frecuentemente obnubilado por los dudosos brillos de la palabreja central. Esos puntos son básicamente dos: la cuestión del latinismo y el tema del mercado. Respecto del primero, propone: “Eliminemos, pues, de una vez para siempre, en nuestro vocabulario, los espúreos términos de ‘América Latina’ y de ‘latinoamericanismo’. Darles validez entre nosotros equivaldría a hacernos cómplices inconscientes de las turbias maniobras anexionistas que Francia e Italia vienen realizando respecto a América, so capa de latinismo. (...) El latinismo intelectual entraña no menores peligros que la influencia sajona en el plano político.”
(En una entrevista que le hace la Gaceta a Guillermo de Torre, antes de su viaje a Buenos Aires en ese mismo año de 1927, el hombre insiste: “Es necesario (sin que esto implique patriotismo) que la capitalidad máxima de nuestra literatura
—España-América— sea Madrid. Que Madrid sea el gran meridiano literario. No lo digo por restar hegemonía a cada una de las grandes metrópolis americanas, sino porque hay que reaccionar contra la influencia de París: la ‘América latina’ es un absurdo.”)
Respecto del segundo punto, “nuestra exportación de libros y revistas a América es muy escasa, en proporción con las cifras que debiera alcanzar... el libro español, en la mayor parte de Suramérica, no puede competir en precios con el libro francés e italiano... la reciprocidad no existe... sigue dándose el caso de no ser posible encontrar en las librerías españolas, más que, por azar, libros y revistas de América”.
Es una gran tentación considerar que el primer problema (rechazo del latinismo) actúa como cobertura ideológica del segundo (insuficiencia del mercado).
Veamos como se siguen modulando en las dolidas respuestas de los españoles a las airadas respuestas de los argentinos (en el número del 1 de septiembre de 1927).
Giménez Caballero, luego de hacer honor por anticipado a sus posteriores inclinaciones falangistas (“«Martín Fierro» ha dado a nuestro editorial del núm. 8 una interpretación de campesino ofendido... ¡Cómo se va a entender Madrid con quienes aspiran a forjarse una cultura a base de candongueos y frases de mulato!”), apunta a un tema esencial en la disputa, el lenguaje: “Ustedes creen que a nosotros nos asusta el idioma argentino y los vocablos de color... Mándennos criollismos, verán que no les tenemos miedo.” (Ramón Gómez de la Serna va a dedicar casi todo su espacio a este problema, para el cual ofrece una solución por lo menos discutible: contra “el idioma de los argentinos”, el español como “lengua franca”, para latinoamericanos y europeos; otra vez, el mercado.)
Guillermo de Torre, sin reconocer la autoría del editorial, pretende dar una vuelta de tuerca, que en realidad resulta un retroceso: “... en el fondo de las argumentaciones amistosas enarboladas por nuestro periódico, más que una tendencia a contrarrestar el influjo francés sobre América —otorgando este predominio a España—, vibraba subterránea y vehementemente una cordial incitación hacia la absoluta independencia americana”.
Si hay algún enemigo que designar, es, sin duda, ese latinismo baboso y confusionista, en el que se mezcla de propaganda turística y hotelera de Francia, el trémolo acechante de Italia y el turbio rencor de los emigrantes aun mal fundidos y vanidosos que quisieron borrar la substancia española de tierras que —en el fondo— viven de ella todavía”, afirma Enrique Lafuente, en quien el esencialismo deriva (como siempre) hacia un racismo apenas disimulado, al que tampoco se resisten Francisco Ayala y otros de los respondedores.
Gabriel García Maroto, por su parte, es muy hábil al proponer otra alternativa del meridiano (coincidiendo avant la lettre con Mariátegui): “... Méjico, en donde se fragua, intentando con gran esfuerzo canalizarse, un movimiento artístico de poder sorprendente. Méjico, en donde se puede afirmar que se encontrará, dentro de poco, el meridiano artístico de América, meridiano que los jóvenes violentos de «Martín Fierro» ignoro si atienden y estiman en sus valores efectivos”.
Una afirmación de César Arconada (“Yo siempre pienso que se es nacionalista cuando no se puede ser universal”) tiene ecos proféticos del Borges que quince años después la hubiera sucrito perfectamente.
Por fin, José María Sucre es el único que se atreve a una alusión política sólo retomada firmemente por Mariátegui: “¿Que los camaradas de ‘Martín Fierro’ han querido con sus diatribas dirigir a los peninsulares determinadas insinuaciones de rectificación de la actualidad política? Este es ya otro cantar u otro vidalito u otra sonsera, que podemos deletrear conjuntamente cuando gusten.” Por supuesto, eso nunca se hizo.
Poco tiempo después, el 18 de septiembre, en el número 38 de la revista italiana La Fiera Letteraria, A. R. Ferrarin se atrevió a intervenir en la polémica con un “salvavidas de plomo”: afirmaba que también había un meridiano en Roma, mucho más importante para los sudamericanos...
El 1 de octubre, Francisco Ayala le respondió a La Fiera Letteraria con un artículo llamado “En torno al meridiano. El minutero de Italia”. Y bastante después, el 15 de mayo de 1928, La Gaceta Literaria todavía se dedicó a la cuestión italiana (“No quiere pasar por Roma el meridiano”), con opiniones de escritores argentinos (Leopoldo Lugones, Ricardo Rojas, Alfredo A. Bianchi, Alfonsina Storni) que tampoco estaban de acuerdo con Ferrarin y, de esta manera, hasta cierto punto, ofrecen una oportunidad de reconciliación con los enojados españoles.
Todavía en 1929, como respuesta a una pregunta de La Gaceta Literaria (“¿Cómo ven la nueva juventud española?”), Antonio Machado recuerda de soslayo la polémica y trata de diluirla con una finta hacia lo universal: “Ninguno de nuestros jóvenes representativos parece haber puesto su reloj por el meridiano de su pueblo. Su hora aspira a ser mundial. Carece de la superstición de lo castizo, y buena parte de su producción pudiera, sin mengua, traducirse al esperanto.”
Volviendo a Borges, que siempre ofrece campo fértil para pensar los problemas relativos a las identidades nacionales (y, por lo tanto, a los mercados literarios), es bueno recordar algunos de sus célebres argumentos de “El escritor argentino y la tradición”. Primero, que “la historia argentina puede definirse sin equivocación como un querer apartarse de España”.
¿Cómo valora Borges esto, positivamente, como el romanticismo revolucionario y sarmientino, o negativamente, como la hispanofilia del Centenario? En el momento de la polémica, sin duda, está en la primera posición, la de Sarmiento (que alguna vez, estando en España, cuando le objetaron su propuesta de reforma ortográfica, contestó: “Éste no es un grave inconveniente; como allá no leemos libros españoles; como Vds. no tienen autores, ni escritores, ni sabios, ni economistas, ni políticos, ni historiadores, ni cosa que lo valga; como Vds. aquí y nosotros allá traducimos, nos es absolutamente indiferente que Vds. escriban de un modo lo traducido y nosotros de otro”).
Segundo, y como para darle la razón a La Gaceta Literaria, su “falacia de los amigos”, variante (criolla, al parecer) del argumento de autoridad: según Borges, sus amigos gustaban fácilmente de libros franceses e ingleses, pero difícilmente de libros españoles.
Es sorprendente lo que esto sugiere respecto del mercado literario argentino (y, seguramente, latinoamericano); un campo escindido entre la literatura extranjera, muchas veces leída en el idioma original, y una literatura popular que era despreciada desde las páginas de una revista llamada, paradójicamente, Martín Fierro.

jueves, 13 de octubre de 2011

Martín Fierro y Cruz, Borges y Martínez Estrada: una batalla crítica




Me propongo relevar y acaso revelar un diálogo subterráneo entre dos textos argentinos sumamente heterogéneos: el cuento de Borges “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1829-1874)” —en adelante, BTIC— y el libro de Ezequiel Martínez Estrada Muerte y transfiguración de Martín Fierro —en adelante, MTMF—.
Más: propongo leer BITC como una crítica (antedatada) al tipo de crítica que MTMF implica. O, en otras palabras, BITC como una manera de leer el Martín Fierro (y la tradición que lo incluye, pero también toda textualidad) que implícitamente desafía los presupuestos filosóficos (¿ideológicos?) que MTMF lleva a su máximo (nota 1).
Se sabe que este último enuncia paratextualmente, en su subtítulo, el tipo de operación que quiere realizar: “Ensayo de interpretación de la vida argentina.” Para ello, hace centro en el texto del poema, pero un centro perpetuamente elusivo, porque su enfoque contextual carece de límites precisos.
“Puesto que el Poema refleja la vida del paisano en determinada época del país, hay en él un valor cronológico, de historia, que concuerda con los sucesos, su índole y su oportunidad” (p. 169) (nota 2), dice Martínez Estrada, con petición de principio incluida. Y: “El Poema se totaliza por nuestra facultad de entender no los datos concretos de las cosas, sino sus configuraciones generales y sus conexiones con otras cosas que entran en otras configuraciones generales. Es preciso, pues, incorporar los hechos y elementos positivos ausentes al texto de la acción” (p. 321).
Pero es claro que esos elementos “ausentes” son rigurosamente infinitos. Habría que encontrar, entonces, un criterio para su pertinencia.
En Después de Babel, George Steiner, refiriéndose a la traducción de un pasaje de Shakespeare, se pregunta: “¿Y dónde están, cuáles son los confines de lo que es pertinente de lo que no lo es? A priori ningún texto anterior o contemporáneo a Shakespeare puede ser descartado por carecer de alguna relación imaginable. La cultura isabelina, la cultura europea no presentan ningún aspecto que escape al contexto total de un pasaje shakespeariano. Las exploraciones de la estructura semántica suscitan muy pronto el problema de las series infinitas. Wittgenstein preguntaba dónde, cuándo y por medio de qué criterios racionalmente establecidos se podía suspender en el psicoanálisis el proceso de las libres asociaciones potencialmente alusivas y significantes. Un ejercicio de ‘lectura total’ también es potencialmente interminable” (p. 29). “Al enfrentarse al problema de un contexto necesario y suficiente, a la cantidad de material previo requerido para comprender cierta unidad de mensaje, algunos lingüistas han propuesto un término: preinformación. ¿Cuánta preinformación necesitamos para analizar con exactitud...?” (pp. 32-33) (nota 3).
La respuesta de Martínez Estrada es “todo”. Todo es pertinente. Todo es necesario.
Para Martínez Estrada, hay “... un trasfondo de palimpsesto en la lectura literal de la letra clara, escolar” (p. 407). “Toda obra completa en significado debe tener dos textos que se lean simultáneamente” (p. 406). Este segundo texto es casi infinito. Pero se puede leer. Y él lo intenta con profusión. “… reconstruiremos la imagen del original, la de un tipo histórico más que biográfico, biográfico más que único” (p. 80). “El protagonista es el país, un momento de la historia argentina; es la pampa: una historia en un lugar y un tiempo. Lo demás es literatura (de la buena)” (p. 349). “Hoy no es posible hacer el estudio de una obra, cualquiera, con referencias escasas, incompletas o maliciosamente desviadas. Cualquier obra se conecta con un texto mayor, con un contexto social donde se halla su sentido cabal y su justísima absolución” (p. 981).
La reconstrucción del contexto lleva su tiempo, y su espacio. La obra de Martínez Estrada deriva hacia consideraciones sobre el indio, el caballo, el cuchillo. Es fácil ser irónico (aunque debe reconocerse que Martínez Estrada ya lo era, pero en otro sentido) frente a un parágrafo que se titula: “Un importante personaje histórico: la vaca” (pp. 531 y ss.). Inevitablemente, otro parágrafo se llama: “Miscelánea” (pp. 883 y ss.), como esa categoría de los formularios o archivos que dice “Otros”, “Varios” u “Observaciones”.
Un discurso de esta naturaleza siempre corre el riesgo de “olvidarse” del poema, razón o excusa inicial. Por eso, recurre a modalizaciones o shifters metatextuales —“Tal como se ve en el Poema” (p. 839), “En una de esas levas es llevado Martín Fierro al Fortín” (p. 596)—, que pretenden restaurar la triple conexión entre su crítica, el Martín Fierro y la realidad que éste reflejaría.
La idea de revelar los “huecos” o “hiatos” del poema, como especialmente significativos, podía ser relativamente innovadora para su época (nota 4). Pero el mecanismo de la revelación no termina de cuajar. Por ejemplo: “No hay en el Poema ningún pasaje en que se describan festines, a los que eran muy aficionados los indios. Evidentemente, Martín Fierro vivió fuera de los toldos, a distancia, y sólo presenció algo de lo que acontecía a campo raso” (p. 906). Aquí, y en otros lados, de una ausencia, Martínez Estrada deduce, infiere otra ausencia, ya que parte del presupuesto de que Martín Fierro es un personaje en cierta manera real. Lo que recuerda el debate, tradicional en la crítica literaria, sobre si Hamlet se había acostado o no con Ofelia (nota 5): ¿Qué estatus tiene algo que ocurre “fuera” del espacio textual?
Martínez Estrada no puede responder. Borges, sí.
¿Qué hace Borges en “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz...”? Precisamente, y en principio, tomar el tópico de la biografía, aquello que Martínez Estrada asigna a Martín Fierro, e invertirlo, mediante un proceso de ficcionalización.
“Mi propósito —dice Borges— no es repetir su historia [la de Cruz]” (nota 6). “La aventura consta en un libro insigne; es decir, en un libro cuya materia puede ser todo para todos (I Corintios 9:22), pues es capaz de casi inagotables repeticiones, versiones, perversiones. Quienes han comentado, y son muchos, la historia de Tadeo Isidoro, destacan el influjo de la llanura sobre su formación, pero gauchos idénticos a él nacieron y murieron en las selváticas riberas del Paraná y en las cuchillas orientales” (p. 561). Aquí Borges prácticamente repite, como en espejo, su tesis de “La literatura gauchesca”, publicada varios años antes (nota 7), lo que, entre otras cosas, reafirma el carácter metatextual o, por lo menos, deliberadamente polémico, del cuento.
“En su oscura y valerosa historia [la de Cruz] abundan los hiatos.” Precisamente, el hiato es un principio constructivo en Borges: “Un motivo notorio me veda referir la pelea.” Ese motivo es la existencia misma del Martín Fierro. O bien la existencia, en el Martín Fierro, de una descripción pormenorizada y célebre de esa pelea. Borges tiene horror a la mera repetición, que es la matriz por excelencia en cualquier texto (ensayístico) de Martínez Estrada. Por eso opta, Borges, por la transformación; como ejemplo mayor, en el final de su cuento, traslada el famoso grito de Cruz del discurso directo al discurso indirecto: “Cruz arrojó por tierra el quepís, gritó que no iba a consentir el delito de que se matara a un valiente y se puso a pelear contra los soldados, junto al desertor Martín Fierro” (subrayado mío).
La biografía borgiana, es sabido, reconstruye mediante fragmentos aislados y significativos (nota 8). Esto recuerda el método de los biografemas de Barthes: “Si yo fuera escritor, y estuviera muerto, me gustaría mucho que mi vida se redujera, gracias a los cuidados de un biógrafo amistoso y desenvuelto, a algunos detalles, algunos gustos, algunas inflexiones, digamos: ‘biografemas’ cuya distinción y movilidad pudieran viajar más allá de cualquier destino y llegar a tocar, a la manera de átomos epícureos, algún cuerpo futuro, prometido a la misma dispersión” (nota 9).
Para Martínez Estrada, el componente biográfico (o autobiográfico) es esencial. Se podrían multiplicar las citas: “Lo que cuenta de sí Martín Fierro es una historia común, que puede pertenecer a cualquier gaucho de su época. En archivos policiales, sea el propio o el ajeno, ese retrato es fiel, personal, plural y suyo” (p. 79). “La biografía que cada cual [Fierro y Cruz] confiesa es como un sueño, y sin embargo tienen la sustancia y la forma de todas las biografías, de lo biográfico absoluto” (p. 315). “… con las quejas por su suerte encubre lo que pudo habernos puesto en contacto directo con su alma y con su real biografía” (pp. 320-321) (nota 10).
Lo biográfico es otro shifter que conecta el texto con su afuera. Pero también es un principio constructivo que Martínez Estrada busca incansablemente (en el Martín Fierro, en su propia obra), y no siempre encuentra.
Si Martínez Estrada aspira a la exhaustividad, Borges opera sobre la elipsis. Martínez Estrada quiere decir todo (el todo), y termina produciendo un efecto contrario, una acumulación cuya sola forma alude irremediablemente a todo lo que falta. (Pensemos, precisamente, en las enumeraciones borgianas, que funcionan exactamente al revés [nota 11].) Borges, es sabido, tiende a lo contrario: una palabra —quizás un silencio— puede contener toda la literatura; la forma breve, más ostensible, comunica por eso mismo, pero por alusión, indirectamente.
De hecho, MTMF es lo que Borges dice (en el epílogo de El Aleph) que es BTIC —pero no es—: “una glosa al Martín Fierro”. Una glosa abierta, interminable.
Dos puntos en que Martínez Estrada y Borges revelan su disidencia precisamente por su cercanía: el Martín Fierro como novela y el tema del doble.
Es sabido que Borges ve el poema de Hernández como una novela, predominantemente por su índole narrativa y abarcadora. (Recordar, por otra parte, que para Borges la clasificación no es precisamente elogiosa.) De acuerdo con esto, como en una especie de demostración de su tesis, su “prosificación” noveliza al Martín Fierro, pero en un sentido distinto del que le da Martínez Estrada (para quien el Martín Fierro es una novela por su realismo, aquello de lo que Borges reniega una y otra vez).
Sobre el doble, Martínez Estrada es también muy abundante: “Cruz es él mismo [Martín Fierro], con variantes episódicas” (p. 79). “Éste el es el personaje más enigmático del Poema. En múltiples sentidos, es el ‘doble’ de Martín Fierro. (…) En parte su biografía parece ser un fragmento de la biografía de otro, acaso del mismo Martín Fierro… Es el ‘doble’ de Martín Fierro, su reverso, su sombra” (p. 89). “Lo más indiscutible es que Martín Fierro y Cruz son la misma persona (…) pues en el texto, en la escritura, Cruz es el “doble” de Fierro. Su doble simiesco, su antiél. Su caricatura” (p. 93). “La muerte de Cruz era inevitable, porque Martín Fierro necesitaba liberarse de su propio ‘doble’…” (p. 181).
El doble está dentro del análisis predominantemente psicologista, o metafísico, de Martínez Estrada, cuando para Borges es, entre otras cosas, una “función” (también en un sentido aproximadamente formalista): Martín Fierro y Cruz son uno, en todo caso, estructuralmente hablando, desde la visión de una “divinidad” o conciencia narrativa absoluta, para quien todas las “personas” son iguales, o intercambiables. (Y, entre otras cosas, así “despsicologiza” a los personajes, los sustrae de todo agenciamiento fácilmente mimético.) (nota 12).
Estoy queriendo decir que Borges, con una re-ficcionalización del Martín Fierro, restituyó la glosa de Martínez Estrada a un discurso ficcional, del que nunca debió salir. En cierto sentido, incluso, Borges se mofa de los que se toman al Martín Fierro demasiado “en serio”, como un documento, un testimonio, una biografía. (De ahí el efecto irónico de poner las fechas de nacimiento y muerte de Cruz en el título del cuento.)
Y con todo esto produjo un quiebre en la crítica literaria argentina, cuyo efecto de canon aún iba a tardar un par de décadas en hacerse sentir.
Para explicar esto, nada mejor que recurrir —otra vez— a Barthes, a su artículo “Las dos críticas” (de 1963), incluido en Ensayos críticos y en cierto sentido precursor (palabra cara a Borges) u homólogo (palabra cara a Barthes) del mucho más famoso “De la obra al texto” (nota 13).
Dice Barthes: “... al limitar voluntariamente sus investigaciones a las ‘circunstancias’ de la obra (incluso cuando se trata de circunstancias interiores), la crítica positivista practica una idea totalmente parcial de la literatura; porque no querer interrogarse sobre el ser de la literatura equivale automáticamente a acreditar la idea de que este ser es eterno, o, si se prefiere, natural, en una palabra, que la literatura es algo obvio” (p. 294). “... el trabajo de esta crítica está constituido primordialmente por la búsqueda de las ‘fuentes’: se trata siempre de relacionar la obra estudiada con otra cosa, con algo distinto de la literatura; este algo distinto puede ser otra obra (precedente), una circunstancia biográfica o también una ‘pasión’ realmente experimentada por el autor y que él ‘expresa’ (siempre la expresión) en su obra (Orestes es Racine a los veintiséis años, enamorado y celoso, etc.); el segundo término de la relación cuenta mucho menos que su naturaleza, que es constante en toda obra objetiva: esta relación siempre es analógica; implica la certidumbre de que escribir nunca es nada más que reproducir, copiar, inspirarse en, etc.” (pp. 295-296). Pero “la similitud no es en modo alguno la relación privilegiada que la creación mantiene con lo real” (p. 296), “la obra es su propio modelo (...) una correspondencia homológica, y no analógica” (p. 197), “El crítico tiene que admitir que su objeto mismo, bajo su forma más general, es la literatura, que se le resiste, o que le huye, no el ‘secreto’ biográfico de su autor” (p. 295).
Es sabido que Borges fue largamente agenciado por la “nueva crítica” cuya acta fundacional Barthes dictó de manera inapelable. Un tipo de crítica textual, para decirlo rápido, que niega todo realismo o capacidad referencial de la literatura, la psicología de los personajes, su anclaje social unilateral y, en definitiva, todo monocausalismo respecto de la obra literaria, que pasa a ser un texto con una productividad inmanente, o bien intertextual.
Lo que quise demostrar es que todo esto, efectivamente, ya está en Borges, pero no sólo en sus textos ensayísticos explícitos sino, con un sesgo mucho más radical, en un texto tan... “extraño” como la “Biografía de Isidoro Tadeo Cruz...”.

Una última reflexión, que sólo puedo dejar esbozada. Ante el auge de los llamados “estudios culturales” y sus pretensiones omniabarcadoras: ¿se trata de un retorno a la crítica positivista-idealista, al modo de Martínez Estrada, o hay una síntesis posible, que Borges rechazaría inexorablemente pero (porque) sería el principio del fin de su hegemonía?



Notas

Nota 1. ¿BITD, un cuento, como crítica? No puedo justificarlo aquí, pero sugiero que toda operación intertextual puede implicar una operación metatextual. Por ejemplo, la función crítica de la parodia es evidente (ver, entre otros, Genette, Palimpsestos). De hecho, precisamente lo que estoy afirmando es que fue Borges quien estableció este canon en la literatura argentina (incluso, sin necesidad de sucesión temporal, cf. “Kafka y sus precursores”). El carácter híbrido de los textos borgianos (¿cuentos?, ¿ensayos?) es ya un lugar común de la crítica. Ver, por ejemplo, Cozarinsky, Edgardo, Borges y el cine, Buenos Aires, Sur, 1974, pp. 14 y ss. (que es interesante porque asigna todo texto borgiano a lo narrativo, pero es evidente, entonces, que lo contrario también es cierto).
Nota 2. Cito según Martínez Estrada, Ezequiel, Muerte y transfiguración de Martín Fierro, Buenos Aires, CEAL, cuatro volúmenes, 1983.
Nota 3. Steiner, George, Después de Babel. Aspectos del lenguaje y la traducción, trad. de Adolfo Castañón y Aurelio Major, México, FCE, 1995.
Nota 4. Esto recuerda, por supuesto, a Macherey (Pour une théorie de la production littéraire, París, Maspero, 1966). Ver, entre otros fragmentos: “Lo que falta en el Poema tiene la misma función efectiva que lo incluido en él” (p. 322); “La intuición de Hernández, de que por medio de lo anónimo y amorfo se configura en la nuca del lector una imagen veraz de la realidad…” (p. 323); “La obra no tiene por qué darnos, pues, un cuadro completo de la vida familiar; pero no otro es, en resumen, el objeto del canto; por eso es lícito reunir los trozos y recomponer el cuadro hasta donde ello sea posible” (p. 942). En esta cita, se ve el propósito verdadero, que no es extraer las consecuencias significativas de la ausencia, sino reconstruir el simulacro de una presencia, con lo cual se neutraliza casi todo el valor de la operación.
Nota 5. Ver, por ejemplo, El Hamlet de Shakespeare, ensayo de interpretación, traducción y notas de Salvador de Madariaga, Buenos Aires, Sudamericana, 1978, pp. 71 y ss.
Nota 6. Cito según Borges, Jorge Luis, “Biografía de Teodoro Isidoro Cruz (1829-1874)”, en Obras completas, Buenos Aires, Emecé, 1972. El cuento fue publicado originalmente en la revista Sur, núm. 122, 1944, pp. 7-10, y recogido en El Aleph (1949), un año después de la primera edición de Muerte y transfiguración de Martín Fierro.
Nota 7. Borges, Jorge Luis, “La poesía gauchesca”, en Discusión (1932), y Obras completas, Buenos Aires, Emecé, 1972, pp. 179 y ss.: “Quienes me han precedido en esta labor se han limitado a una: la vida pastoril que era típica de las cuchillas y de la pampa. Esa causa, apta sin duda para la amplificación oratoria y para la digresión pintoresca, es insuficiente; la vida pastoril ha sido típica de muchas regiones de América, desde Montana y Oregón hasta Chile, pero esos territorios, hasta ahora, se han abstenido enérgicamente de redactar El gaucho Martín Fierro. No bastan, pues, el duro pastor y el desierto. (...) Derivar la literatura gauchesca de su materia, el gaucho, es una confusión que desfigura la notoria verdad. No menos necesario para la formación de ese género que la pampa y que las cuchillas fue el carácter urbano de Buenos Aires y de Montevideo. (...) Tan dilatado y tan incalculable es el arte, tan secreto su juego” (p. 179). “¿Qué fin se proponía Hernández? Uno, limitadísimo: la historia del destino de Martín Fierro, referida por éste” (p. 182). “... todo arte es convencional; también lo es la payada biográfica de Martín Fierro” (p. 187). “Tres profusiones ha tenido el error con nuestro Martín Fierro, una, las admiraciones que condescienden; otra, los elogios groseros, ilimitados; otra, la digresión histórica o filológica. La segunda... deriva de una superstición: presuponer que determinados géneros literarios (en este caso particular, la epopeya) valen formalmente más que otros. (...) La tercera... afirma, con delicado error, por ejemplo, que Martín Fierro es una presentación de la pampa. (...) Rojas sólo deja lugar en el porvenir para el estudio filológico del poema” (p. 193-194). Así, Borges parece prefigurar aun más tempranamente la crítica de Martínez Estrada (que lo cita en la p. 446 de MTMF, pero no se da por aludido). “Esa postulación de la realidad me parece significativa de todo el libro. Su tema —lo repito— no es la imposible presentación de todos los hechos que atravesaron la conciencia de un hombre, ni tampoco la desfigurada, mínima parte que de ellos puede rescatar el recuerdo, sino la narración del paisano, el hombre que se muestra al contar” (p. 197).
Nota 8. Para la biografía en Borges, ver Molloy, Sylvia, Las letras de Borges, Buenos Aires, Sudamericana, 1979, pp. 26 y ss.
Nota 9. Barthes, Roland, Sade, Loyola, Fourier, Caracas, Monte Ávila, 1977, p. 13.
Nota 10. El siguiente fragmento es particularmente sugestivo: “Pues nunca se vive la propia biografía, sino que todo resulta compleja y absurdamente ordenado, por tener la vida y el pensamiento que acomodarse al hueco que les dejan las cosas, al pedacito de espacio y tiempo que ha de ocupar, entre hechos y entre vidas de otros” (p. 326).
Nota 11. Para el tema de la enumeración en Borges, ver, entre otros, Molloy, Sylvia, Las letras de Borges, Buenos Aires, Sudamericana, 1979, pp. 193 y ss.; y Cozarinsky, Edgardo, Borges y el cine, Buenos Aires, Sur, 1974, pp. 19 y ss.
Nota 12. “Lo esperaba, secreta en el porvenir, una lúcida noche fundamental: la noche en que por fin vio su propia cara, la noche en que por fin oyó su nombre.” “Comprendió que el otro era él.” En su propia pelea con la partida, Cruz se guarece en un fachinal, como Martín Fierro en un pajonal, en la suya. Después, a Cruz le parece haber vivido ya el momento de su encuentro con Martín Fierro... Para el tema del doble en Borges, ver Molloy, Sylvia, Las letras de Borges, Buenos Aires, Sudamericana, 1979, pp. 75 y ss.
Nota 13. Y, por supuesto, de Crítica y verdad. Ver Barthes, Roland, “Las dos críticas”, en Ensayos críticos, traducción de Carlos Pujol, Barcelona, Seix Barral, 1967. “El positivismo le proporciona (a la Universidad) la obligación de un saber vasto, difícil, paciente; la crítica inmanente —al menos eso le parece— sólo pide, ante la obra, una capacidad de asombro, difícilmente mensurable (...)” (p. 299).




Bibliografía

Altamirano, Carlos y Sarlo, Beatriz, “Martínez Estrada: de la crítica al Martín Fierro al ensayo sobre el ser nacional”, en Ensayos argentinos, Buenos Aires, CEAL, 1982.
Barthes, Roland, “De la obra al texto”, ed. orig. en Revue d’esthetique, 1971, recopilado en (entre otros) El susurro del lenguaje, Barcelona, Paidós.
Barthes, Roland, “Las dos críticas”, en Ensayos críticos, traducción de Carlos Pujol, Barcelona, Seix Barral, 1967.
Barthes, Roland, Sade, Loyola, Fourier, trad. de Néstor Leal, Caracas, Monte Ávila, 1977.
Borges, Jorge Luis, “Biografía de Teodoro Isidoro Cruz (1829-1874)”, en El Aleph (1949), y Obras completas, Buenos Aires, Emecé, 1972.
Borges, Jorge Luis, “La poesía gauchesca”, en Discusión (1932), y Obras completas, Buenos Aires, Emecé, 1972.
Cozarinsky, Edgardo, Borges y el cine, Buenos Aires, Sur, 1974.
Martínez Estrada, Ezequiel, Muerte y transfiguración de Martín Fierro, Buenos Aires, CEAL, cuatro volúmenes, 1983.
Molloy, Sylvia, Las letras de Borges, Buenos Aires, Sudamericana, 1979.
Sarlo, Beatriz, Borges, un escritor en las orillas, Buenos Aires, Ariel, 1995.
Steiner, George, Después de Babel. Aspectos del lenguaje y la traducción, trad. de Adolfo Castañón y Aurelio Major, México, FCE, 1995.
                                                            



(Una versión de este trabajo fue expuesta en el congreso “Razones de la Crítica”, Rosario, Facultad de Humanidades, octubre de 1998. Luego, fue premiado por el Credit Suisse y la Fundación Borgesiana, y publicado en el libro Ensayos borgesianos, 2000.)