sábado, 15 de octubre de 2011

Del lado de allá


 
(Prólogo al capítulo “El meridiano intelectual de Hispanoamérica”, en Marcela Croce ed.: Polémicas intelectuales en América Latina. Del “meridiano intelectual” al caso Padilla 1927-1971, Buenos Aires, Simurg, 2006.)

La polémica tuvo inicio cuando la revista española La Gaceta Literaria publicó, en su número del 15 de abril de 1927, una nota llamada “Madrid, meridiano intelectual de Hispanoamérica”. Como no tenía firma, se atribuyó en primera instancia al director de la revista, Ernesto Giménez Caballero. Pero luego se supo que el verdadero autor era Guillermo de Torre, el teórico de las vanguardias, especialmente del ultraísmo, inclinación compartida por su notorio cuñado, Jorge Luis Borges.
El autor plantea el tema del “meridiano” en una relación “profiláctica” frente a dos problemas (que él mismo llama “puntos concretos cuya resolución es urgente”) y que no siempre serán tenidos en cuenta en el largo debate posterior, frecuentemente obnubilado por los dudosos brillos de la palabreja central. Esos puntos son básicamente dos: la cuestión del latinismo y el tema del mercado. Respecto del primero, propone: “Eliminemos, pues, de una vez para siempre, en nuestro vocabulario, los espúreos términos de ‘América Latina’ y de ‘latinoamericanismo’. Darles validez entre nosotros equivaldría a hacernos cómplices inconscientes de las turbias maniobras anexionistas que Francia e Italia vienen realizando respecto a América, so capa de latinismo. (...) El latinismo intelectual entraña no menores peligros que la influencia sajona en el plano político.”
(En una entrevista que le hace la Gaceta a Guillermo de Torre, antes de su viaje a Buenos Aires en ese mismo año de 1927, el hombre insiste: “Es necesario (sin que esto implique patriotismo) que la capitalidad máxima de nuestra literatura
—España-América— sea Madrid. Que Madrid sea el gran meridiano literario. No lo digo por restar hegemonía a cada una de las grandes metrópolis americanas, sino porque hay que reaccionar contra la influencia de París: la ‘América latina’ es un absurdo.”)
Respecto del segundo punto, “nuestra exportación de libros y revistas a América es muy escasa, en proporción con las cifras que debiera alcanzar... el libro español, en la mayor parte de Suramérica, no puede competir en precios con el libro francés e italiano... la reciprocidad no existe... sigue dándose el caso de no ser posible encontrar en las librerías españolas, más que, por azar, libros y revistas de América”.
Es una gran tentación considerar que el primer problema (rechazo del latinismo) actúa como cobertura ideológica del segundo (insuficiencia del mercado).
Veamos como se siguen modulando en las dolidas respuestas de los españoles a las airadas respuestas de los argentinos (en el número del 1 de septiembre de 1927).
Giménez Caballero, luego de hacer honor por anticipado a sus posteriores inclinaciones falangistas (“«Martín Fierro» ha dado a nuestro editorial del núm. 8 una interpretación de campesino ofendido... ¡Cómo se va a entender Madrid con quienes aspiran a forjarse una cultura a base de candongueos y frases de mulato!”), apunta a un tema esencial en la disputa, el lenguaje: “Ustedes creen que a nosotros nos asusta el idioma argentino y los vocablos de color... Mándennos criollismos, verán que no les tenemos miedo.” (Ramón Gómez de la Serna va a dedicar casi todo su espacio a este problema, para el cual ofrece una solución por lo menos discutible: contra “el idioma de los argentinos”, el español como “lengua franca”, para latinoamericanos y europeos; otra vez, el mercado.)
Guillermo de Torre, sin reconocer la autoría del editorial, pretende dar una vuelta de tuerca, que en realidad resulta un retroceso: “... en el fondo de las argumentaciones amistosas enarboladas por nuestro periódico, más que una tendencia a contrarrestar el influjo francés sobre América —otorgando este predominio a España—, vibraba subterránea y vehementemente una cordial incitación hacia la absoluta independencia americana”.
Si hay algún enemigo que designar, es, sin duda, ese latinismo baboso y confusionista, en el que se mezcla de propaganda turística y hotelera de Francia, el trémolo acechante de Italia y el turbio rencor de los emigrantes aun mal fundidos y vanidosos que quisieron borrar la substancia española de tierras que —en el fondo— viven de ella todavía”, afirma Enrique Lafuente, en quien el esencialismo deriva (como siempre) hacia un racismo apenas disimulado, al que tampoco se resisten Francisco Ayala y otros de los respondedores.
Gabriel García Maroto, por su parte, es muy hábil al proponer otra alternativa del meridiano (coincidiendo avant la lettre con Mariátegui): “... Méjico, en donde se fragua, intentando con gran esfuerzo canalizarse, un movimiento artístico de poder sorprendente. Méjico, en donde se puede afirmar que se encontrará, dentro de poco, el meridiano artístico de América, meridiano que los jóvenes violentos de «Martín Fierro» ignoro si atienden y estiman en sus valores efectivos”.
Una afirmación de César Arconada (“Yo siempre pienso que se es nacionalista cuando no se puede ser universal”) tiene ecos proféticos del Borges que quince años después la hubiera sucrito perfectamente.
Por fin, José María Sucre es el único que se atreve a una alusión política sólo retomada firmemente por Mariátegui: “¿Que los camaradas de ‘Martín Fierro’ han querido con sus diatribas dirigir a los peninsulares determinadas insinuaciones de rectificación de la actualidad política? Este es ya otro cantar u otro vidalito u otra sonsera, que podemos deletrear conjuntamente cuando gusten.” Por supuesto, eso nunca se hizo.
Poco tiempo después, el 18 de septiembre, en el número 38 de la revista italiana La Fiera Letteraria, A. R. Ferrarin se atrevió a intervenir en la polémica con un “salvavidas de plomo”: afirmaba que también había un meridiano en Roma, mucho más importante para los sudamericanos...
El 1 de octubre, Francisco Ayala le respondió a La Fiera Letteraria con un artículo llamado “En torno al meridiano. El minutero de Italia”. Y bastante después, el 15 de mayo de 1928, La Gaceta Literaria todavía se dedicó a la cuestión italiana (“No quiere pasar por Roma el meridiano”), con opiniones de escritores argentinos (Leopoldo Lugones, Ricardo Rojas, Alfredo A. Bianchi, Alfonsina Storni) que tampoco estaban de acuerdo con Ferrarin y, de esta manera, hasta cierto punto, ofrecen una oportunidad de reconciliación con los enojados españoles.
Todavía en 1929, como respuesta a una pregunta de La Gaceta Literaria (“¿Cómo ven la nueva juventud española?”), Antonio Machado recuerda de soslayo la polémica y trata de diluirla con una finta hacia lo universal: “Ninguno de nuestros jóvenes representativos parece haber puesto su reloj por el meridiano de su pueblo. Su hora aspira a ser mundial. Carece de la superstición de lo castizo, y buena parte de su producción pudiera, sin mengua, traducirse al esperanto.”
Volviendo a Borges, que siempre ofrece campo fértil para pensar los problemas relativos a las identidades nacionales (y, por lo tanto, a los mercados literarios), es bueno recordar algunos de sus célebres argumentos de “El escritor argentino y la tradición”. Primero, que “la historia argentina puede definirse sin equivocación como un querer apartarse de España”.
¿Cómo valora Borges esto, positivamente, como el romanticismo revolucionario y sarmientino, o negativamente, como la hispanofilia del Centenario? En el momento de la polémica, sin duda, está en la primera posición, la de Sarmiento (que alguna vez, estando en España, cuando le objetaron su propuesta de reforma ortográfica, contestó: “Éste no es un grave inconveniente; como allá no leemos libros españoles; como Vds. no tienen autores, ni escritores, ni sabios, ni economistas, ni políticos, ni historiadores, ni cosa que lo valga; como Vds. aquí y nosotros allá traducimos, nos es absolutamente indiferente que Vds. escriban de un modo lo traducido y nosotros de otro”).
Segundo, y como para darle la razón a La Gaceta Literaria, su “falacia de los amigos”, variante (criolla, al parecer) del argumento de autoridad: según Borges, sus amigos gustaban fácilmente de libros franceses e ingleses, pero difícilmente de libros españoles.
Es sorprendente lo que esto sugiere respecto del mercado literario argentino (y, seguramente, latinoamericano); un campo escindido entre la literatura extranjera, muchas veces leída en el idioma original, y una literatura popular que era despreciada desde las páginas de una revista llamada, paradójicamente, Martín Fierro.

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