domingo, 9 de octubre de 2011

Cruces posibles entre el relato y el silencio


Macedonio Fernández/Néstor Sánchez
“Una novela que comienza”/“Adagio para viola d’amore”


… si hay algo en lo que nada el esquizofrénico 
es en ese manejo enloquecido del lenguaje, 
pero simplemente no logra que se hinque sobre su cuerpo.
Lacan


1. Síndrome de Bartleby/Vila-Matas

  
… sus excursiones mentales de carácter alucinatorio pudieron tener mucho que ver con su rechazo de la escritura

Vila-Matas, sobre Sócrates (y Rimbaud), en Bartleby y compañía

Conjeturo que se tratara de Rómulo Gómez, la persona real que subyace al “R. G.” de Una novela que comienza (1941), trabajo comenzado hacia 1921, pero retocado en 1926-1927, a raíz de que el poeta peruano Alberto Hidalgo instara a MF a editarlo (en contra de lo que a veces se asegura, MF pensaba ya antes de 1928 en sacar a luz libros).
Carlos García, “Macedonio Fernández y Xul Solar: Cuatro cartas y tres dedicatorias (1926-1941)”, en http://www.macedonio.net/critical/macxul.htm.


El “Adagio…” empieza con un coordinante extraoracional “Y…” (“Y en alguna medida capaz de hacérsenos irreprochable…”), como si el texto continuara alguna conversación más o menos secreta, alguna charla interrumpida. La conjunción es la marca que reenvía a un contexto pasado, pero también inmediato o persistente; quizás equivale al “Como decíamos ayer…”, de fray Luis.
Por supuesto, lo “conversacional” es un elemento importante en Macedonio, “escritor oral” por excelencia, al menos en su versión mitificada por Borges y otros. Y también es importante en otro “anciano venerable”, Juan L. Ortiz, presencia aludida pero innombrada en el “Adagio”. (El cuento está dedicado a Hugo Gola, y todo el paisaje y la situación enmarcada por él remiten a esas visitas rituales hasta la casa del paradigmático poeta, peregrinaciones hasta cierto punto parodiadas en la novela Moral, de Sergio Chejfec; “bajo el mismo árbol de casi toda la vida”, dice Néstor.)
El vocativo que sigue, “querido viejo”, también es una marca de este diálogo imaginario. Pero después hay un sintagma tal vez inesperado, seguramente muy significativo: “frases interrumpidas para siempre”. Creo que esta contradicción es esencial en el cuento, y quizás en toda la obra de Néstor: tensión estética (y vital) entre la enunciación y el silencio, entre la narración-conversación y su interrupción, siempre amenazante y finalmente cumplida.
“Adagio…” intenta recuperar un momento inasible de una “vida minúscula”, de una “diversidad simplísima”. Este oxímoron se refleja y se despliega en pequeños movimientos, como en cámara lenta, que son casi no-acciones (hay muchas negaciones de acciones en el texto), vinculadas paradójicamente con el acto de narrar; volveré más adelante sobre esto.
Pero, por otro lado, la no-acción se vincula necesariamente con la no-escritura. Alude a un vacío no tan fácil de llenar. En Macedonio, aparece la digresión como estructura básica; en Néstor, la desconexión propia de la poesía contemporánea (el famoso “fijar vértigos” de Rimbaud). (“¿Qué nexos? ¿rotos cuándo o dónde?”, se pregunta en Cómico de la lengua.)
“La otra enormidad de todo lo indecible” es a la vez estimulante y paralizante. Quizás se dividiría así: estimulante para Macedonio, paralizante para Néstor.
Por eso el silencio es, más que una tentación permanente, o además de eso, un destino trabajado cuidadosamente. (Ver Anexo, “Voz de Néstor Sánchez”.)
En Macedonio, como sabemos, lo que se da es un permanente jugueteo de y con comienzos frustrados: “Preveo una Novela que no sigue. Menos suerte tuvo mi Novela impedida, que no pudo empezar porque naciole un impedimento canónico no dirimible: una de las ‘personajes’ resultó hermana del autor y las nupcias de éste y ella que ya entreveíanse en la trama… etcétera, etcétera” (final de “Una novela…).
Sin embargo, aun dentro de su habitual tragicidad, es difícil para Néstor renunciar del todo a la esperanza: “Y usted no dijo todo poema es y será la historia invertida de una carencia o, con un poco menos de afectación: estamos realmente abandonados en medio de todo lo que queremos. Usted descreyó una vez más de toda palabra, en plena vejez, en la misma provincia de casi toda la vida. Sin embargo aquel rato junto al fuego durante el que fue tan despacio hacia ella ¿puede, querido viejo, perdurar inútilmente en nosotros?” (final del “Adagio”).
Descreer de la palabra, entonces, pero depositar cierta esperanza en la perduración que ellas pueden, si acaso, acarrear: “todo parece confluir a una desmemoria si se prefiere impersonal y deslumbrada”.



2. Pulsión escópica: visión de una(s) mujer(es)


Si tu mirada te es ocasión de caer, arráncate los ojos
Mateo 18, 9


En efecto, “todo poema ha sido, es y seguirá siendo nada más que la historia secreta de una carencia”, se (pre)dice también en Cómico de la lengua.
Alguna vez, Nicolás Rosa analizó El amhor, los orsinis y la muerte, la tercera novela de Néstor (título en el que la h intercalada alude y a la vez distancia a Cortázar), en función de un “relato o discurso de la droga”. Quizás hoy, cuando esta sinécdoque de singular por plural se sabe reaccionaria, podríamos hablar, mejor, de un “relato o discurso de la abstinencia”, es decir, de la falta. Pero esto ya es un pleonasmo, porque todo discurso es un discurso de la Falta.
Veámoslo más de cerca. Suele decir Piglia que gran parte de la literatura argentina está “motivada” (quizás en el sentido de los formalistas rusos) a partir de la ausencia de unas mujeres: Elsa en Los siete locos, Solveig en Adán Buenosayres, Elena en Macedonio, Beatriz Viterbo en “El Aleph”, la Maga en Rayuela. Etc.
Esa ausencia desencadena una búsqueda, o al menos una nostalgia, que se condensa en diversas formas narrativas. Por supuesto, el relato querría actuar como una sutura (imposible) de esa ausencia, remplazando el cuerpo deseado con un cuerpo textual, de palabras.
En “Adagio...”, hay al mismo tiempo una ausencia (“su casa donde ya no está Eleonor”) y unas presencias (“las mujeres rodeándolo —¿usted recuperaría pobremente a Eleonor?—”), presencias que se resuelven ambigua, fantasmalmente.
Por su parte, todo el relato de Macedonio gira también en torno a dos mujeres vistas o entrevistas, o reconstruidas por el recuerdo, y que se quieren recuperar de dos maneras: mediante el bizarro aviso clasificado del principio y mediante el texto todo, casi exactamente como en el “Adagio...”. “Conozco una mujer. ¿Conozco una mujer?”, se pregunta Macedonio, y sigue: “Estudio mucho a la mujer desde años atrás y cada día desespero más de sentir alguna vez como ella siente… ¿Cómo será ser mujer?... la bella está muy lejos y sólo tenemos cerca nuestra necesidad... [pensemos en “Elena bellamuerte”] te he conocido en un instante tan plenamente como si fueras una obra de mi deseo”.



3. Narrar contra la narración: ventajas y desventajas


El “digresionismo” aquí se vuelve lírico, convirtiéndose en principio narrativo: el casi relato de amor es puro preludio, melancólica añoranza erótica cuya cristalización es genialmente impedida por el autor a cada vuelta del “argumento”. La desconcertante fecha de composición de este texto que anticipa y supera la experimentación de la vanguardia, del Boom y del post-Boom es: 1921.
Jo Anne Engelbert, “El proyecto narrativo de Macedonio”, en Fernández, Macedonio, Museo de la novela de la Eterna, edición crítica de Ana María Camblong y Adolfo de Obieta, Madrid, Colección Archivos, 1993 (también en



Pero en Macedonio una de las mujeres termina contestando, aparece su voz, aunque sea virtualmente, como una hipótesis objetivada.
Lo que nos hace volver a un tema mencionado anteriormente: hay en Néstor y en Macedonio un rasgo característico: contar cosas que no suceden en la historia relatada. Esto implica una paradoja, ya que habitualmente se considera que la narración lo es precisamente de hechos, no de no-hechos. Sin embargo, aquello que no ocurre también puede ser “contado”, vale decir, puede ocupar el mismo “espacio textual” que lo que se da por ocurrido. Dice Néstor: “cada momento contiene la posibilidad casi inaudita de su contrario”; ambas cosas, el momento y su o sus contrarios, pueden contarse, y este “jardín de senderos que se bifurcan” tiene un claro precursor borgesiano en Macedonio.
Conocemos, o deberíamos conocer, los riesgos de esta posición “antinarrativa”, de este repliegue hacia formas de narración cuasi afásicas (por digresión o por desconexión, por proliferación o por silencio).
Con una especie de lucidez trágica, si cabe la expresión, Néstor reconocerá que deja de escribir porque ya no hay épica (ver “Anexo”). Y Macedonio comenta a pie de página, irónicamente: “¿Qué les parece? ¿Estoy del todo novelista con un modo de mirar en mi haber, irrepresentable, imposible, como de novelista psicólogo?”
Pero sabemos, o deberíamos saber, que la épica no es tanto una cuestión del objeto como de la mirada que lo construye. No es tanto cuestión de inspiración (“oh, musa…”) como de estrategia (Homero y sus griegos, Virgilio y sus romanos).
Por lo tanto, entregarse a la imposibilidad de narrar, vale decir, de darle un sentido al objeto mediante la mirada, es tanto una denuncia de la situación (la muerte del relato o de la posibilidad de narrar la experiencia) como una derrota, más o menos resignada, frente a ella.




Anexo

Voz de Néstor Sánchez


(Extraído de un reportaje de Leonardo Longhi para La Idea Fija y otro de Lautaro Ortiz para Radar Libros.)


Con el final de Cómico de la lengua, hubo asimismo un final de un ciclo de escritura: desde el punto de vista del “trabajo” me parecía inmoral seguir escribiendo. Para eso había que tener el nivel de conciencia de un maestro, y yo no tenía derecho ir más allá de esos límites ni de usar la experiencia del “trabajo” para mi escritura. Estaba la muerte de nuevo, se había tragado todo.

En esos años escribía notas y después las tiraba, eran sólo una especie de apoyatura. Cuando volví hice crisis y escribí La condición efímera. Fragmentos de aquellas experiencias aparecen en “Diario de Manhattan”. Si no hubiera escrito ese relato podría haber sucedido mi novela: la historia de Los Ángeles y Nueva York. Pero la resumí ahí, en el “Diario”, y se terminó. El recurso del diario íntimo y de las anotaciones fue algo viable para mí, porque el diario se escribe con facilidad: se hacen “cortes” y se pasa a algo distinto sin dar explicaciones (solamente la fecha de la escritura).
Ahora el peligro era que mi posición se volviera profesoral, la de apoyarme en mi aprendizaje para influir en los demás. Por eso llamé a ese ciclo de escritura “disyuntiva ética”: había que asimilar y tolerar el aprendizaje para hacerlo posible. Ya no se trataba de escritura poemática ni nada por el estilo, sino de una finalidad ideológica que siempre me había negado a tener. Por eso escribir era “inmoral”. El último relato, “Devociones”, lo escribí pensando que ya no iba a escribir. Por eso cierra el libro: quedaban las devociones, nada más.
Mi actitud frente a la escritura fue siempre la de intentar llegar a algo que estaba más allá, algo inalcanzable. Ahora me quedé sin nada.
Yo fui un buen lector de poesía, más que de novelas. Pero, como el poema nunca se me dio, opté por una escritura poemática, sin darle mucha importancia a la anécdota ni a los personajes, sino más bien al tono del libro. Como si el libro en su totalidad fuese un poema: cada capítulo, un verso. Es que a mí me interesó siempre la novela que se vincula con la poesía. Lo demás no me interesa; digo, la novela como historia no me interesa. Hoy por hoy, sólo se escribe y se lee ese tipo de literatura. Será por eso también que no soy muy leído.
Yo buscaba vivir más. Estaba convencido, en mi enfermedad, de que se podía vivir 300 años. Hoy supongo que da lo mismo. Gurdjieff fue una experiencia decisiva en mi vida. Siempre estaba la muerte como leitmotiv, me parecía mentira que la gente no se diera cuenta de que se iba a morir, eso me pasó siempre, entonces en todos mis libros hay una advertencia: la vigencia de la muerte. Ésa era la épica.
A veces, por las tardes, cuando voy a un bar que está aquí cerca, me permito pensar por un momento en la escritura y es evidente que aparece una leve onda de sosiego, es como si me fuera dado encontrar una épica en esta vida monótona que llevo. Es que nunca en mis libros inventé una historia. Todo ha sido en base a mi vida presente o pasada, y esto ahora ya no puede ser. Me quedé sin épica. De todos modos pedí prestadas algunas novelas célebres y las leo con la remota esperanza de que me motiven. Pero esas lecturas no hacen más que recordarme desde qué punto de vista escribí mis libros, es decir “en contra” de la novela tradicional, procurando que la prosa fuera nada más que una excusa para llegar a la poesía.
El escritor parece siempre un Dios que todo lo sabe y que por lo tanto puede estar en la cabeza y en el corazón de sus personajes, después viene el diálogo y las descripciones del paisaje. A veces tengo una sospecha de Tema, pero no encaja en un ritmo y así giro en redondo sin tampoco la alegría que me deparaba el hecho de escribir. Le repito que no puedo inventar una historia y mucho menos manejarme con los elementos del suspenso que abundan hoy por hoy. Es aquí donde redescubro que me quedé sin épica y sin pasado personal como materia de vida que se transforme en lenguaje.
En mi escritura había adhesión al surrealismo, a la beat generation. También fue importante en su momento la aparición de Rayuela, un intento poemático: “¿Encontraría a la Maga?”, esa proposición del primer capítulo no deja de llamar la atención. Pero esa influencia, muy visible, llegó nada más hasta Nosotros dos (un libro que fue muy bien recibido por Cortázar). Después me quedé sin ciudad.
Yo parto de la premisa contraria: empiezo la escritura sin saber hacia dónde voy. La novela se va haciendo a medida que escribo. De ahí el tema de la improvisación, el jazz como música lumpen: todo músico de jazz es un lumpen en potencia, un marginal.
En esa época estaba muy vívida la idea del suicidio, no me quedaba casi nada por qué vivir, la literatura no alcanzaba como excusa de vida. Por eso en Cómico... siento que doy un testamento de ese estado: el suicidio de Chavarría (que se contacta con el maestro) y la muerte de Barcia (que escribe la novela) al final del libro demuestran claramente cuál era mi intención: los dos personajes eran yo.
Una escritura vinculada a la improvisación jazzística: a medida que quemaba etapas tenía la certidumbre de que ya no se podía volver a escribir eso que había escrito, y se reiniciaba un período de pérdida…largo proceso de pérdidas.
Sí. Yo decidí terminar con todo. Siento que se terminó la épica y dejé de escribir. En realidad, cuando yo escribía, mi vida tenía otra riqueza que fue perdiendo. Ahora me quedé sin nada: es la vejez. Siempre escribí en relación conmigo mismo, en relación con un estado de sinceridad irremediable. Le repito, se me terminó la épica.


(Charla en las Segundas Jornadas de Literatura y Psicoanálisis “Autopistas de la palabra”, junio de 2005.)

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