Macedonio Fernández/Néstor Sánchez
“Una novela que comienza”/“Adagio para viola d’amore”
… si hay algo en lo que nada el esquizofrénico
es en
ese manejo enloquecido del lenguaje,
pero simplemente no logra que se hinque
sobre su cuerpo.
Lacan
1. Síndrome de
Bartleby/Vila-Matas
… sus excursiones mentales de carácter
alucinatorio pudieron tener mucho que ver con su rechazo de la escritura
Vila-Matas, sobre Sócrates (y Rimbaud), en Bartleby y compañía
Conjeturo que se
tratara de Rómulo Gómez, la persona real que subyace al “R. G.” de Una novela que comienza (1941), trabajo comenzado
hacia 1921, pero retocado en 1926-1927, a raíz de que el poeta peruano Alberto
Hidalgo instara a MF a editarlo (en contra de lo que a veces se asegura, MF
pensaba ya antes de 1928 en sacar a luz libros).
Carlos García, “Macedonio Fernández y Xul
Solar: Cuatro cartas y tres dedicatorias (1926-1941)”, en http://www.macedonio.net/critical/macxul.htm.
El “Adagio…” empieza con un coordinante extraoracional
“Y…” (“Y en alguna medida capaz de hacérsenos irreprochable…”), como si el
texto continuara alguna conversación más o menos secreta, alguna charla
interrumpida. La conjunción es la marca que reenvía a un contexto pasado, pero
también inmediato o persistente; quizás equivale al “Como decíamos ayer…”, de
fray Luis.
Por supuesto, lo “conversacional” es un elemento
importante en Macedonio, “escritor oral” por excelencia, al menos en su versión
mitificada por Borges y otros. Y también es importante en otro “anciano
venerable”, Juan L. Ortiz, presencia aludida pero innombrada en el “Adagio”.
(El cuento está dedicado a Hugo Gola, y todo el paisaje y la situación
enmarcada por él remiten a esas visitas rituales hasta la casa del
paradigmático poeta, peregrinaciones hasta cierto punto parodiadas en la novela
Moral, de Sergio Chejfec; “bajo el
mismo árbol de casi toda la vida”, dice Néstor.)
El vocativo que sigue, “querido viejo”, también es una
marca de este diálogo imaginario. Pero después hay un sintagma tal vez
inesperado, seguramente muy significativo: “frases interrumpidas para siempre”.
Creo que esta contradicción es esencial en el cuento, y quizás en toda la obra
de Néstor: tensión estética (y vital) entre la enunciación y el silencio, entre
la narración-conversación y su interrupción, siempre amenazante y finalmente
cumplida.
“Adagio…” intenta recuperar un momento inasible de una
“vida minúscula”, de una “diversidad simplísima”. Este oxímoron se refleja y se
despliega en pequeños movimientos, como en cámara lenta, que son casi
no-acciones (hay muchas negaciones de acciones en el texto), vinculadas
paradójicamente con el acto de narrar; volveré más adelante sobre esto.
Pero, por otro lado, la no-acción se vincula
necesariamente con la no-escritura. Alude a un vacío no tan fácil de llenar. En
Macedonio, aparece la digresión como estructura básica; en Néstor, la
desconexión propia de la poesía contemporánea (el famoso “fijar vértigos” de
Rimbaud). (“¿Qué nexos? ¿rotos cuándo o dónde?”, se pregunta en Cómico de la lengua.)
“La otra enormidad de todo lo indecible” es a la vez
estimulante y paralizante. Quizás se dividiría así: estimulante para Macedonio,
paralizante para Néstor.
Por eso el silencio es, más que una tentación
permanente, o además de eso, un destino trabajado cuidadosamente. (Ver Anexo,
“Voz de Néstor Sánchez”.)
En Macedonio, como sabemos, lo que se da es un
permanente jugueteo de y con comienzos frustrados: “Preveo una Novela que no sigue. Menos suerte tuvo
mi Novela impedida, que no pudo
empezar porque naciole un impedimento canónico no dirimible: una de las
‘personajes’ resultó hermana del autor y las nupcias de éste y ella que ya
entreveíanse en la trama… etcétera, etcétera” (final de “Una novela…).
Sin embargo, aun dentro de su habitual tragicidad, es
difícil para Néstor renunciar del todo a la esperanza: “Y usted no dijo todo
poema es y será la historia invertida de una carencia o, con un poco menos de
afectación: estamos realmente abandonados en medio de todo lo que queremos.
Usted descreyó una vez más de toda palabra, en plena vejez, en la misma
provincia de casi toda la vida. Sin embargo aquel rato junto al fuego durante
el que fue tan despacio hacia ella ¿puede, querido viejo, perdurar inútilmente
en nosotros?” (final del “Adagio”).
Descreer de la palabra, entonces, pero depositar cierta
esperanza en la perduración que ellas pueden, si acaso, acarrear: “todo parece
confluir a una desmemoria si se prefiere impersonal y deslumbrada”.
2. Pulsión
escópica: visión de una(s) mujer(es)
Si tu mirada te es
ocasión de caer, arráncate los ojos
Mateo 18, 9
En efecto, “todo poema ha sido, es y seguirá siendo nada
más que la historia secreta de una carencia”, se (pre)dice también en Cómico de la lengua.
Alguna vez, Nicolás Rosa analizó El amhor, los orsinis y la muerte, la tercera novela de Néstor
(título en el que la h intercalada alude y a la vez distancia a Cortázar), en
función de un “relato o discurso de la droga”. Quizás hoy, cuando esta
sinécdoque de singular por plural se sabe reaccionaria, podríamos hablar,
mejor, de un “relato o discurso de la abstinencia”, es decir, de la falta. Pero
esto ya es un pleonasmo, porque todo discurso es un discurso de la Falta.
Veámoslo más de cerca. Suele decir Piglia que gran parte
de la literatura argentina está “motivada” (quizás en el sentido de los
formalistas rusos) a partir de la ausencia de unas mujeres: Elsa en Los siete locos, Solveig en Adán Buenosayres, Elena en Macedonio, Beatriz
Viterbo en “El Aleph”, la Maga
en Rayuela. Etc.
Esa ausencia desencadena una búsqueda, o al menos una
nostalgia, que se condensa en diversas formas narrativas. Por supuesto, el
relato querría actuar como una sutura (imposible) de esa ausencia, remplazando
el cuerpo deseado con un cuerpo textual, de palabras.
En “Adagio...”, hay al mismo tiempo una ausencia (“su
casa donde ya no está Eleonor”) y unas presencias (“las mujeres rodeándolo
—¿usted recuperaría pobremente a Eleonor?—”), presencias que se resuelven
ambigua, fantasmalmente.
Por su parte, todo el relato de Macedonio gira también
en torno a dos mujeres vistas o entrevistas, o reconstruidas por el recuerdo, y
que se quieren recuperar de dos maneras: mediante el bizarro aviso clasificado
del principio y mediante el texto todo, casi exactamente como en el
“Adagio...”. “Conozco una mujer. ¿Conozco una mujer?”, se pregunta Macedonio, y
sigue: “Estudio mucho a la mujer desde años atrás y cada día desespero más de
sentir alguna vez como ella siente… ¿Cómo será ser mujer?... la bella está muy
lejos y sólo tenemos cerca nuestra necesidad... [pensemos en “Elena
bellamuerte”] te he conocido en un instante tan plenamente como si fueras una
obra de mi deseo”.
3. Narrar contra
la narración: ventajas y desventajas
El “digresionismo” aquí se vuelve lírico, convirtiéndose en principio
narrativo: el casi relato de amor es puro preludio, melancólica añoranza
erótica cuya cristalización es genialmente impedida por el autor a cada vuelta
del “argumento”. La desconcertante fecha de composición de este texto que
anticipa y supera la experimentación de la vanguardia, del Boom y del post-Boom
es: 1921.
Jo Anne Engelbert, “El proyecto narrativo de Macedonio”, en Fernández, Macedonio, Museo de la novela de la Eterna, edición crítica
de Ana María Camblong y Adolfo de Obieta, Madrid, Colección Archivos, 1993
(también en
Pero en Macedonio una de las mujeres termina
contestando, aparece su voz, aunque sea virtualmente, como una hipótesis
objetivada.
Lo que nos hace volver a un tema mencionado anteriormente:
hay en Néstor y en Macedonio un rasgo característico: contar cosas que no suceden en la historia relatada. Esto
implica una paradoja, ya que habitualmente se considera que la narración lo es
precisamente de hechos, no de no-hechos. Sin embargo, aquello que no ocurre
también puede ser “contado”, vale decir, puede ocupar el mismo “espacio
textual” que lo que se da por ocurrido. Dice Néstor: “cada momento contiene la
posibilidad casi inaudita de su contrario”; ambas cosas, el momento y su o sus
contrarios, pueden contarse, y este “jardín de senderos que se bifurcan” tiene
un claro precursor borgesiano en Macedonio.
Conocemos, o deberíamos conocer, los riesgos de esta
posición “antinarrativa”, de este repliegue hacia formas de narración cuasi
afásicas (por digresión o por desconexión, por proliferación o por silencio).
Con una especie de lucidez trágica, si cabe la
expresión, Néstor reconocerá que deja de escribir porque ya no hay épica (ver
“Anexo”). Y Macedonio comenta a pie de página, irónicamente: “¿Qué les parece?
¿Estoy del todo novelista con un modo de
mirar en mi haber, irrepresentable, imposible, como de novelista
psicólogo?”
Pero sabemos, o deberíamos saber, que la épica no es
tanto una cuestión del objeto como de la mirada que lo construye. No es tanto
cuestión de inspiración (“oh, musa…”) como de estrategia (Homero y sus
griegos, Virgilio y sus romanos).
Por lo tanto, entregarse a la imposibilidad de narrar,
vale decir, de darle un sentido al objeto mediante la mirada, es tanto una
denuncia de la situación (la muerte del relato o de la posibilidad de narrar la
experiencia) como una derrota, más o menos resignada, frente a ella.
Anexo
Voz de Néstor
Sánchez
(Extraído de un
reportaje de Leonardo Longhi para La Idea Fija y otro de Lautaro Ortiz para Radar Libros.)
Con el final de Cómico de la lengua, hubo
asimismo un final de un ciclo de escritura: desde el punto de vista del
“trabajo” me parecía inmoral seguir escribiendo. Para eso había que tener el
nivel de conciencia de un maestro, y yo no tenía derecho ir más allá de esos
límites ni de usar la experiencia del “trabajo” para mi escritura. Estaba la
muerte de nuevo, se había tragado todo.
En esos años escribía notas y después las tiraba, eran
sólo una especie de apoyatura. Cuando volví hice crisis y escribí La condición efímera.
Fragmentos de aquellas experiencias aparecen en “Diario de Manhattan”. Si no
hubiera escrito ese relato podría haber sucedido mi novela: la historia de Los
Ángeles y Nueva York. Pero la resumí ahí, en el “Diario”, y se terminó. El
recurso del diario íntimo y de las anotaciones fue algo viable para mí, porque
el diario se escribe con facilidad: se hacen “cortes” y se pasa a algo distinto
sin dar explicaciones (solamente la fecha de la escritura).
Ahora el peligro
era que mi posición se volviera profesoral, la de apoyarme en mi aprendizaje
para influir en los demás. Por eso llamé a ese ciclo de escritura “disyuntiva
ética”: había que asimilar y tolerar el aprendizaje para hacerlo posible. Ya no
se trataba de escritura poemática ni nada por el estilo, sino de una finalidad
ideológica que siempre me había negado a tener. Por eso escribir era “inmoral”.
El último relato, “Devociones”, lo escribí pensando que ya no iba a escribir.
Por eso cierra el libro: quedaban las devociones, nada más.
Mi actitud frente
a la escritura fue siempre la de intentar llegar a algo que estaba más allá,
algo inalcanzable. Ahora me quedé sin nada.
Yo fui un buen
lector de poesía, más que de novelas. Pero, como el poema nunca se me dio, opté
por una escritura poemática, sin darle mucha importancia a la anécdota ni a los
personajes, sino más bien al tono del libro. Como si el libro en su totalidad
fuese un poema: cada capítulo, un verso. Es que a mí me interesó siempre la
novela que se vincula con la poesía. Lo demás no me interesa; digo, la novela
como historia no me interesa. Hoy por hoy, sólo se escribe y se lee ese tipo de
literatura. Será por eso también que no soy muy leído.
Yo buscaba vivir
más. Estaba convencido, en mi enfermedad, de que se podía vivir 300 años. Hoy
supongo que da lo mismo. Gurdjieff fue una experiencia decisiva en mi vida.
Siempre estaba la muerte como leitmotiv, me parecía mentira que la gente no se
diera cuenta de que se iba a morir, eso me pasó siempre, entonces en todos mis
libros hay una advertencia: la vigencia de la muerte. Ésa era la épica.
A veces, por las
tardes, cuando voy a un bar que está aquí cerca, me permito pensar por un
momento en la escritura y es evidente que aparece una leve onda de sosiego, es
como si me fuera dado encontrar una épica en esta vida monótona que llevo. Es
que nunca en mis libros inventé una historia. Todo ha sido en base a mi vida
presente o pasada, y esto ahora ya no puede ser. Me quedé sin épica. De todos
modos pedí prestadas algunas novelas célebres y las leo con la remota esperanza
de que me motiven. Pero esas lecturas no hacen más que recordarme desde qué
punto de vista escribí mis libros, es decir “en contra” de la novela
tradicional, procurando que la prosa fuera nada más que una excusa para llegar
a la poesía.
El escritor parece
siempre un Dios que todo lo sabe y que por lo tanto puede estar en la cabeza y
en el corazón de sus personajes, después viene el diálogo y las descripciones
del paisaje. A veces tengo una sospecha de Tema, pero no encaja en un ritmo y
así giro en redondo sin tampoco la alegría que me deparaba el hecho de escribir.
Le repito que no puedo inventar una historia y mucho menos manejarme con los
elementos del suspenso que abundan hoy por hoy. Es aquí donde redescubro que me
quedé sin épica y sin pasado personal como materia de vida que se transforme en
lenguaje.
En mi escritura
había adhesión al surrealismo, a la beat generation. También fue importante en
su momento la aparición de Rayuela, un intento poemático: “¿Encontraría a la Maga?”, esa proposición del
primer capítulo no deja de llamar la atención. Pero esa influencia, muy
visible, llegó nada más hasta Nosotros dos (un libro que fue muy bien recibido por Cortázar). Después me quedé
sin ciudad.
Yo parto de la
premisa contraria: empiezo la escritura sin saber hacia dónde voy. La novela se
va haciendo a medida que escribo. De ahí el tema de la improvisación, el jazz
como música lumpen: todo músico de jazz es un lumpen en potencia, un marginal.
En esa época
estaba muy vívida la idea del suicidio, no me quedaba casi nada por qué vivir,
la literatura no alcanzaba como excusa de vida. Por eso en Cómico... siento que doy un
testamento de ese estado: el suicidio de Chavarría (que se contacta con el
maestro) y la muerte de Barcia (que escribe la novela) al final del libro
demuestran claramente cuál era mi intención: los dos personajes eran yo.
Una escritura
vinculada a la improvisación jazzística: a medida que quemaba etapas tenía la
certidumbre de que ya no se podía volver a escribir eso que había escrito, y se
reiniciaba un período de pérdida…largo proceso de pérdidas.
Sí. Yo decidí
terminar con todo. Siento que se terminó la épica y dejé de escribir. En
realidad, cuando yo escribía, mi vida tenía otra riqueza que fue perdiendo.
Ahora me quedé sin nada: es la vejez. Siempre escribí en relación conmigo
mismo, en relación con un estado de sinceridad irremediable. Le repito, se me
terminó la épica.
(Charla en las Segundas Jornadas de Literatura y Psicoanálisis “Autopistas de la palabra”, junio de 2005.)
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