Por hipocresía llaman al
negro moreno;
trato a la usura;
a la putería casa;
trato a la usura;
a la putería casa;
al barbero sastre de
barbas
y al mozo de mulas gentilhombre del camino.
y al mozo de mulas gentilhombre del camino.
Quevedo
El llamado “lenguaje
políticamente correcto” (LPC) es ya un fenómeno lo suficientemente complejo
como para exigir de quien lo trate una actitud más profunda que simplemente
estar a favor o en contra. Es cierto que se presta para el cachondeo (y voy a
caer en ello, por qué no), pero implica muchas otras cosas de cierta
importancia, que trataré de abarcar también, en la breve medida que este
artículo me permita.
Suele atribuirse el origen de
este fenómeno político-lingüístico (el orden de los factores es para discutir)
a la llamada “izquierda radical norteamericana”. Paso por alto esta ambigua
denominación para ir al punto. Es cierto que el ordenamiento político-jurídico
estadounidense, con toda la influencia que a su vez pudo tener en el resto del
orbe, vía medios masivos de comunicación y universidades, parece ser el ámbito
inicial en el que se desarrolló esta suerte de “nomenclatura compasiva” que es
el LPC. Con lo cual se unirían las buenas intenciones originales, aun
supuestas, con los correspondientes resguardos judiciales (es fama que en EE.
UU. se puede llegar a la corte por, literalmente, “cualquier cosa”, con todo lo
bueno y lo malo que esto tiene). Difícil apostar a cuál sería en este caso la
“ganancia secundaria”.
Lo cierto es que el LPC invadió
los libros de estilo de las más variadas instituciones y medios. Y con ello
apareció una “nueva policía lingüística” (la expresión es de Rafael Sábat),
siempre dispuesta a perseguir, atrapar in fraganti y, por lo tanto, condenar a
los infractores, voluntarios o no.
¿Qué es, entonces, si se puede
saber, el LPC? No se busquen, en lo que sigue, respuestas fáciles o unívocas.
Quizás este léxico sea un
pariente cercano del eufemismo (entre otros, Jaime Bedoya lo propone así). El
eufemismo es, según el Diccionario de la Real Academia, una
“manifestación suave o decorosa cuya recta y franca expresión sería dura o
malsonante”; y, según el diccionario digital Estrada, una “palabra o frase con
que se suaviza una idea o concepto”. Llama la atención la idea de “suave”, de
“suavizar”; y el hecho de que se oponga a, por un lado, lo duro o “malsonante”,
pero también, por otro, a la expresión “recta y franca”. Sin embargo, siempre
queda claro que lo que se suaviza es la “idea o concepto”... no la realidad.
(Volveré sobre esto.)
No todo lo que se considera
eufemismo tiene el mismo valor. Por ejemplo, remplazar “ciego” por “no vidente”
es una estupidez lisa y llana o, para decirlo más suavemente, algo inútil, ya que las dos expresiones son
equivalentes; en cambio, remplazar “inválido” por “minusválido” o
“discapacitado” tiene la innegable ventaja de una mayor precisión y, por qué
no, cierta justicia intrínseca. Si eso es lo que se busca, bienvenido sea.
Pero el LPC va mucho más allá
de esto. Lo que parece pretender es validar, autentificar, legitimar al
enunciador (persona física o jurídica, pero siempre “imaginaria”, como todo
sujeto de la enunciación) en tanto titular de una actitud antidiscriminatoria
en todos los sentidos y alcances de este término.
Vale decir: el que enuncia
“afroamericano” en lugar de “negro” se
pone en un lugar enunciativo especial.
Y esto puede ser tan imprescindible en una institución como dudoso en un
individuo concreto, en la medida en que nada dice sobre la “realidad”,
incluyendo los sentimientos “reales” de ese individuo. Hasta acá, sin embargo,
y dejando de lado los abusos que siempre aparecen (aunque quizás en este caso
sean intrínsecos al LPC), la cuestión no carece de justificaciones. Las
instituciones (y algunas personas, sobre todo si las representan) deben “dar el
ejemplo”, lo que implica una “imagen” determinada y, mejor aún, una cierta
conducta.
Pero aquí entramos al terreno
álgido del LPC: la conducta.
Decía Michel Foucault algo así
como que el orden del discurso es independiente pero no autónomo del orden de
lo real. Quería decir que el lenguaje sigue sus propias reglas, que no son las
de una correspondencia unívoca (reflejo, espejo, filtro) con la “realidad”,
pero a su vez ésta tiene formas de determinar al lenguaje y de ser determinada
por él. El famoso “giro lingüístico” de la filosofía contemporánea (me refiero
al siglo XX) ha tenido la innegable ventaja de llamar la atención —diría: para siempre— sobre la relevancia
esencial del lenguaje para relacionarse con la realidad, y para que la realidad
se relacione con nosotros. Por cierto: como lo quería la escuela de Oxford,
decir es hacer, o una forma particular de hacer.
De ahí que el LPC sea también
un síntoma de la llamada “posmodernidad” con todo lo malo y, por qué no, lo
bueno que ella implica: fin de las certidumbres autocráticas, por ejemplo. No
en vano ciertos autores relacionan el LPC con el pecado del “relativismo”
cultural; que, con todos los cuestionamientos que puede y debe suscitar, tiene
la ventaja de ponerle los pelos de punta a más de un reaccionario, como se ve
en este caso. Por ejemplo, José Basaburua, en un
desopilante artículo de la revista en línea ARBIL,
núm. 45, parangona el LPC con la masonería (!?): “El lenguaje
‘políticamente correcto’ y su contenido ético de los valores comunes cívicos
mínimos, son un calco de los principios propugnados por la masonería de todo
signo: relativismo vital, liberalismo político y personal, subjetivismo moral,
imposición de una ética civil ajena y opuesta al cristianismo, etc.”
Y otros (Aleix Vidal-Quadras)
dan como ejemplo de LPC, entre otros similares, llamar “lucha armada” al
“terrorismo”; sin advertir que esto no es, necesariamente, una cuestión de mero
LPC sino de posiciones ideológicas. ¿O acaso “terrorismo” será siempre lo que
los Estados Unidos y sus admiradores quieren que sea? (Como “democracia” puede
ser cualquier cosa, menos Cuba...)
Vuelvo a lo anterior: decir es
hacer, pero una forma particular de
hacer. Si digo “obeso” en lugar de “gordo”, mi actitud antidiscriminatoria
queda confinada al terreno del lenguaje, con toda su importancia (la ofensa
estaría circunscrita al lenguaje, y no a mi intención); no va, no puede ir más
allá. Si digo “A Coruña” o “Lleida”, en lugar de “La Coruña” o “Lérida”, estoy
manifestando una especie de buena voluntad política para con gallegos,
catalanes o quienes sean; nada más
(especialmente, si lo hago obligado...). Como dice Santiago Arellano Hernández,
director general de Educación de la Comunidad Foral de Navarra, respecto de ciertas
leyes educativas españolas: “No debemos olvidar que la propuesta prescrita...
no tiene otro amparo que lo que se entiende por ‘lenguaje políticamente
correcto’. El trasfondo, sin embargo, no es tan halagüeño. Las solas palabras,
por correctas que parezcan, no tienen la magia de convertir los objetivos o
medidas en viables o inviables, posibles o imposibles.” ¿Cambiamos el lenguaje
para cambiar la realidad o para evitar
cambiar la realidad? Porque, mientras los españoles (ya que hablamos de
ellos) se preocupan de no decir “moros” sino “magrebíes”, se cuidan mucho de la
“invasión de magrebíes” hambreados que quieren cruzar el Mediterráneo a como dé
lugar; y ocasionalmente los internan en campos de concentración ad hoc. Perdón, en “centros para
extranjeros”. Y quizás eviten decir “gitanos”, pero se cuiden mucho al enviar a
sus hijos a una escuela “intercultural”...
Esto se da en numerosos
ámbitos, que nos llevaría mucho más espacio desarrollar. Baste recordar la
cuestión del lenguaje sexista. Mucho se ha afirmado acerca de que el castellano
es un lenguaje sexista, pero con esto no siempre se dice la misma cosa. Es
cierto que es particularmente molesto para las mujeres que, si hay treinta de
ellas y un varón, deban decir “nosotros”. Pero esto es una cuestión de género
(no de sexo) no marcado, es decir que se da por supuesto y funciona como
neutro; y no digo que las convenciones sean inocentes, lo que digo es que una
actitud discriminatoria inherente a
un idioma es algo más bien difícil de probar. Es cierto que los
hispanohablantes tendemos a ser machistas, pero ¿los ingleses no? Es que
volvemos a lo anterior: lo sexista está en la actitud del hablante, no en su
habla.
Por eso es francamente mucho
más molesto tener que recurrir a sintagmas como “las niñas y los niños”, “los
profesores y las profesoras”, “los padres y las madres”. Y casi ridículo
(aunque más creativo, quizás) remplazar la infamante “o”, supuestamente
masculina, por el signo más de moda: la omnipresente arroba: “niñ@s” incluiría
a “niñas y niños”... Propuesta que se hace con seriedad (yo, como editor, ya la
he visto en originales de respetables autores), aunque sea más apta para
chistes. Pero parece que al LPC una de las cosas que más tirria le dan es el
humor.
¿Alguna conclusión? Sólo para
seguir pensando.
Me atrevería a proponer que el
LPC no sirve porque:
1. El lenguaje no cambia la
actitud (la realidad, la acción, etc.): nominalismo mal digerido.
2. No se pueden controlar todas
las connotaciones: “compañero animal”, “méxico-americano” (mucho menos, en una
traducción).
3. El sintagma influye sobre el
signo aislado: “a ese barrio no se puede ir porque está lleno de
afroamericanos...”, “esos talibán de m...”.
4. Elementos de la enunciación
legitiman (o deslegitiman) el enunciado: un chiste judío significa distinto si es contado por un judío, por un no judío, por
un nazi, etc.
Se aceptan críticas de los
lectores (y de las lectoras).
Incorrecto
Correcto
anomia apoyo al gobierno
asesinato exceso en defensa de
la sociedad
basurero técnico en residuos
borracho alcohólico; privado de sobriedad
capitalismo salvaje reactivación económica; libre
mercado
chica premujer
dictadura democracia orgánica o
restringida
especulador inversionista pragmático; broker
genocidio limpieza étnica
gitanos (y otros) minorías étnicas en proceso de
integración
gordo obeso; de imagen corporal alternativa
imbécil recusado cerebralmente
impunidad reconciliación nacional
con castigo en manos de Dios
juegos de azar esparcimiento probatorio de
bienestar social
libertad de prensa libertad de empres
mascota compañero animal
mascota compañero animal
moro magrebí
negro afroamericano; subsahariano
niño persona de corta edad
nuevos ricos clase emergente con estética
en formación
obrero operario; productor manual
piropo acoso sexual callejero
preso usuario del sistema correccional o
penitenciario
reprobar alcanzar un insuficiente; no alcanzar los
objetivos
sirvienta empleada del hogar;
doméstica; muchacha; ayudante
sordo hipoacúsico
vendedor ambulante microempresario; cuentapropista
viejo de la tercera
edad; adulto mayor; cronológicamente dotado
(Publicado en la revista Idiomas núm. 6, Buenos Aires, mayo de 2002.)
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