martes, 25 de octubre de 2011

El backstage: ¿la magia perdida?





De un tiempo a esta parte, nos invaden los makings, ese género híbrido de propaganda apenas disimulada, que supuestamente muestra el backstage, el “detrás de la escena” de una película o una serie: Cómo se filmó... tal o cual cosa. El cinéfilo, voyeurista por antonomasia, no vacila en regodearse ante estos objetos relativamente nuevos en el panorama fílmico. ¿Fulano de verdad se tiró por esa cuerdita desde aquel helicóptero, o fue un doble, o un efecto de computadora? ¿Fulana estaba totalmente desnuda en aquella escena de la ducha, o tenía una toalla, o era una doble de cuerpo? “De verdad”, “totalmente”... expresiones esencialmente ajenas al cine, arte constituido en sí mismo por la simulación y el (re)corte.
Entonces, ¿el backstage vendría a destruir —sádicamente— la “ilusión”, esa sistemática suspensión de la incredulidad que caracteriza a todo arte y al cine en especial? No sé. Tal vez. En parte. Veamos.
Por un lado, no es claro hasta qué punto los makings muestran. Son recursos publicitarios que crean, más que nada, cierta expectativa sobre lo que viene. Y pareciera que ya no basta con ver y asombrarse ante los efectos especiales: ahora hay una necesidad de saber cómo se hacen (el viejo truco del capitalismo, que “no sólo crea objetos para los sujetos, sino también sujetos para los objetos”, como decía aquel filósofo alemán tan pasado de moda). Cuando el espectador vea finalmente la película, podrá recordar (y comentar a la salida) “cómo se hizo” esta o aquella escena. Entonces, lo que se exhibe de la factura cinematográfica suele ser lo más superficial, precisamente lo más recordable y comentable luego. (Esto los diferencia de otras experiencias más complejas, como el Diario de filmación de Bergman, o la reciente En busca de Ricardo III, de Al Pacino. Cosas que, es cierto, no se pueden pedir todos los días.)
Pero, por otro lado, me atrevería a proponer que todo esto se conecta con otra tendencia cultural muy actual (muy de moda): las biografías “desmitificadoras”. En poco tiempo, nos hemos enterado de que Simenon fue antisemita y colaboracionista, Lacan un megalómano insoportable, el Che Guevara un autoritario, etc. Ah: y todo el mundo era homosexual, salvo... ¡los Village People! (no es un chiste). Es bueno no crear ni mantener ídolos de barro: “pobre país (pobre mundo) el que necesita héroes”, decía el Galileo de Brecht, y decía bien. Pero que se haya producido un fenómeno editorial con esta actividad es muy significativo. Otra vez: voyeurismo de los pequeños (o grandes) defectos ajenos, del “detrás de la escena” de una figura pública, admirada en este ámbito pero quizás execrable en aquél. Al menos, un tipo como todos (de ahí, en nuestro tema, el placer de ver a los actores y actrices más glamorosos en ropas comunes, preparando escenas, cometiendo errores...).
Defectos o virtudes, el backstage parece mostrar lo que debía estar oculto, escondido como secreto casi íntimo, peligroso. En realidad, al romper la ilusión primitiva, a veces infantil, que el cine proporciona, crea otra ilusión: la de compartir el proceso de confección de un filme, como si hubiéramos estado allí mismo, cerca de la acción que habitualmente nos deja afuera. Backstage = Being there, entonces, para citar el título original de la recordada Desde el jardín. Una forma atenuada, por cierto, del “estar ahí”, habida cuenta de que los reality shows al estilo Mauro Viale lo hacen verdaderamente posible, a costa de un desfile interminable de lacras y humillaciones.
Pero no es para tanto. En esto del backstage, como en otras cosas, siempre se puede encontrar un diamante en el barro. Por ahora, lo peor que nos puede pasar al respecto es vernos forzados a presenciar el de Comodines o La furia. Vade retro, Suar.

(Publicado en revista La vereda de enfrente, núm. 10, Buenos Aires, agosto de 1997.)

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