jueves, 27 de octubre de 2011

Cine argentino: política, identidad, cuerpo




Había esperado que la acumulación de fragmentos
cristalizara de pronto en una realidad total.
Julio Cortázar

El yo es predominantemente corporal.
Sigmund Freud

... es necesario acudir a los medios —el cine, como ya dijimos, en especial—; ellos reconfiguran el modo de vernos y de ver.
Oscar Traversa

0. ¿Identidad?


Según el psicoanálisis, el yo es predominantemente “corporal”. ¿Y la identidad nacional? ¿Hay un cuerpo de la Patria? O bien: ¿qué hace la Patria con sus cuerpos (además de mandarlos a morir en la guerra)?
Si esto pudiera verse en algún lado, sería en el cine.[1] El cine es una máquina de dar cuerpo. Allí donde y cuando la mirada ingenua, o alegremente desprevenida, quiere ver un reflejo —tranquilizadora confusión propiciada por la imagen—, nosotros queremos decir: todo discurso, aun el que se pretende analógico, mimético, produce sus objetos. O, al menos, para no ser tan drásticos, colabora en la construcción de sus objetos, con otros discursos. Los cuerpos no son una excepción a este proceso generalizado de asignación de identidades.[2]
Pero como esto, por definición, sólo puede ser captado desde adentro (lo que es decir no captado, porque el “observador” también es construido de la misma manera), uno teme —espera— que sólo pueda lograrse una visión fragmentaria.
Como sea: si toda identidad está hecha de fragmentos, aquí van algunos.


1. El cuerpo de Evita I


Un papel sencillo y agradable; trabajo de los días de fiesta, trabajo de recibir honores... es casi lo mismo que pude hacer antes, y creo que más o menos bien, en el teatro o en el cine... No vaya a creerse por esto que digo que la tarea de Evita me resulte fácil. Más bien me resulta en cambio siempre difícil y nunca me he sentido del todo contenta con esa actuación. En cambio el papel de Eva Perón me parece fácil. ¿Acaso no resulta siempre más fácil representar un papel en el teatro que vivirlo en la realidad?
Y en mi caso lo cierto es que como Eva Perón represento un viejo papel que otras mujeres en todos los tiempos han vivido ya; pero como Evita vivo una realidad que tal vez ninguna mujer haya vivido en la historia de la humanidad.
Eva Perón, La razón de mi vida

Sí: el cine es una máquina de dar cuerpo, en todos los sentidos literales y figurados de la expresión. Los actores y actrices no sólo —como se dice—corporizan (dan cuerpo) a sus personajes, sino también a los espectadores. No es un juego de palabras. Nuestros cuerpos se modelan de muchas maneras: con palabras, gimnasia, con torturas, también con películas.
Basta seguir los avatares de los cuerpos femeninos, desde el esmirriado y casi etéreo cine mudo hasta la actualidad, que oscila extrañamente entre la anorexia y las siliconas, pasando por una voluptuosa década del cincuenta. Sin embargo, en el cuerpo de los hombres —siempre menos expuesto—, las transformaciones no son tan evidentes pero también pueden rastrearse. ¿No es Clint Eastwood, acaso, el último, residual, galán “sin cola”, cuando Marlon Brando fue el primero, emergente, que la exhibió con generosidad?
La política, en sentido amplio, es una modeladora principal. Y en nuestro país, el peronismo, como el cine, es una máquina de “dar cuerpo(s)”. Evita, en La pródiga (Mario Sóffici, 1944), hizo el ensayo general, quizás involuntario, de su futuro papel como protectora y proveedora de las masas.[3] Es muy impresionante ver esta película, tanto tiempo después (su estreno oficial fue largamente demorado: el cuerpo de Evita no podía verse más que en su nuevo rol, donde la realidad ha desplazado, o suplantado, a la —apenas—ficción). Eva está más gorda que en su iconografía oficial, sobre todo de sus últimos tiempos, pero toda la anécdota del filme, bastante trivial por otra parte, es una metáfora antedatada de su propia historia. ¿Hasta qué punto esa película no modeló a la que iba a ser la abanderada de los humildes? ¿Hasta qué punto la misma Eva no confundió la ficción con la realidad, con la breve realidad que le iba a tocar vivir?
Nuestra historia manifiesta una tenaz voluntad de imitar a la ficción o, por lo menos, a las leyendas seculares y fundantes de nuestra nacionalidad: según testimonios varios, Evita recordaba perfectamente a todos los que iban a pedirle algo a la Fundación —esas interminables colas, prefiguración de las que visitarían su cadáver expuesto—, de manera que les reprochaba que volvieran. Esto recuerda a Napoleón y a Facundo Quiroga, que conocían a todos sus soldados por el nombre, por lo menos según Sarmiento. Y esa memoria infinita evoca también el atributo de un dios modesto, casi doméstico, pero dios al fin, sujeto natural de la omnipotencia y acaso de la arbitrariedad.
A favor o en contra: los “contreras”, precisamente, también supieron usar —explotar— un cuerpo célebre. En Después del silencio (Lucas Demare, 1956), García Buhr se interpreta a sí mismo, como un médico liberal que se resiste a ser cómplice de los torturadores de la “Sección especial” y finalmente tiene que exiliarse a Montevideo, para volver en triunfo cuando la Libertadora. Por supuesto, los realizadores, convenientemente acomodaticios (antes habían cantado con obediencia la Marchita, según críticos de la época), tienen la precaución de dejar bien parada a la Policía Federal, que es la encargada final de autodepurarse de aquellos molestos “infiltrados”.

 


2. Una palabra


La política entra al cine argentino por la ventana (por la ventanilla). En La barra de la esquina (Julio Saraceni, 1950), el personaje de José Marrone se acerca a la ventanilla de teatro donde canta su viejo amigo, ahora triunfador (Alberto Castillo); lleva un puñado de billetes, laboriosamente juntados, para pagar la entrada, pero el boletero le dice que ya no quedan, ante lo cual Marrone se rebela y le grita: “¡Agiotista!”
Ahora bien, éste era un insulto que se había puesto de moda en la década del cincuenta, en gran medida promovido por el gobierno peronista, que se debatía entre la crisis económica y el segundo plan quinquenal. Es correlativo a la consigna “haga patria, mate un comerciante”, ya que se responsabilizaba a éstos por la crisis.[4]
La escena se repitió en los setenta, protagonizada esta vez por Juan Carlos Altavista (“trabajás, te cansás, qué ganás”) y Palito Ortega, en Los muchachos de mi barrio. Sé que los recuerdos de ambas escenas se me confunden; pero sé, también, que en la segunda la palabra “agiotista” no aparece.


3. El cine como acto


Una generación que había ido a la escuela en tranvía o caballo, de pronto se encontró bajo el cielo abierto en un paisaje en que nada había quedado igual, salvo las nubes, teniendo bajo los pies, en un campo de fuerzas de corrientes y explosiones destructoras, el minúsculo y frágil cuerpo humano.
Walter Benjamin

“En el fondo, aquella foto había sido una buena acción”, dice Cortázar en un cuento magistral, “Las babas del diablo”.[5] Su narrador-protagonista se refiere a que, mediante el mero hecho de apuntar con su cámara de fotos, había logrado impedir que se consumara un acto vagamente ominoso.
¿Puede una foto (es decir, un cuento, un filme, una “obra de arte” en general) ser una acción, buena o mala? La década del sesenta decía que sí. Era lo que Martín Caparrós llamó, con brillante cinismo, “literatura Roger Rabbit”, aquella en la que la ficción y la realidad se mezclan, y no sólo eso, sino que la primera puede —y, por lo tanto, debe— influir sobre la segunda.[6]
En cierto sentido, el actual período democrático se inaugura —cinematográficamente—, con una similar profesión de fe. No habrá más penas ni olvido (Héctor Olivera, 1983), sobre la novela homónima de Osvaldo Soriano, le dijo a la gente, con suma claridad, qué tenía que hacer en la encrucijada de votar o no al peronismo de Luder y Herminio Iglesias.
¿El cine como “acto de habla”?



4. El cuerpo de Evita II



El cuerpo es traición contra sí mismo.
Nicolás Rosa

El cuento de Walsh “Esa mujer” sugiere que ciertos cuerpos —por negados, por escamoteados— sólo pueden ser representados mediante la figura de la elipsis. Las peripecias (tómese la palabra en un sentido literal, más clásico) del cadáver de Eva Perón retornan, desmesuradamente expuestas, en la novela Santa Evita, de Tomás Eloy Martínez.
El cine, por su parte, trató de mostrar a Eva, viva. Sin embargo, también se topó con aquello que, por diversas razones, no era mostrable.
 En Evita, quien quiera oír que oiga (Eduardo Mignogna, 1984), el cuerpo de Evita, interpretado por una juvenil Flavia Palmiero, está de alguna manera resacralizado, angelizado. Con una estructura de semidocumental, se alternan escenas de la juventud de Eva (su viaje de Junín a Buenos Aires, recorre como un leit motiv todo el filme) con testimonios —en su mayoría, “favorables”— de diversos hombres públicos. Pero precisamente ese viaje es un punto controvertido de la vida de Evita, y los realizadores deciden un escamoteo esencial. ¿Viajó sola o con un hombre, con Agustín Magaldi? La pregunta parece banal, y en cierto sentido (literal) lo es: se sabe que Eva vivió cierto tiempo en un departamento de soltero del popular cantante, pero que haya viajado o no con él carece de importancia. Sin embargo, al renunciar a este tema, Mignogna elige negarle a Evita un cierto espesor, una cierta corporalidad, como si ésta fuera culposa de por sí. Como si, ocultando lo que el discurso “gorila” se empaña en subrayar, se le diera, en definitiva, cierta razón.
Eva Perón, de De Sanzo y Feinmann (1996), en cambio, se empeña en mostrar. Mostrar a Eva, mostrar a Perón, insistentemente, con una carnadura que a veces es chocante y casi siempre es sorprendente (esto, independientemente de cómo se juzguen las interpretaciones de Goris y Laplace). Mostrar “el lado humano” de los personajes históricos puede ser un lugar común poco sostenible, pero en este caso es un intento que se justifica a sí mismo, más allá de los resultados (ver, más adelante, “Cuerpos de bronce”). Eva y Perón besándose, abrazándose, discutiendo, transpirando, llorando: he aquí un logro del cine argentino. ¿De la política argentina? La espalda desnuda de Eva-Goris no es, creo, suficientemente endeble, pero su súbita refulgencia en la pantalla busca conmover e, inevitablemente, lo logra.
Lástima que no se pueda mostrar todo (el todo), y tenga que ser rellenado con tantas palabras. Lo que pudo ser un drama de los cuerpos se convierte en un drama de tesis, sartreano, lleno de arquetipos demasiado discursivos, como los ferroviarios socialistas (Cooke es el peronismo revolucionario, Jamandreu es la resistencia de las minorías sexuales[7]…). Tal vez no hay —todavía— otras opciones. Y, por supuesto, el cuerpo rechoncho de una Madonna embarazada le quedó muy grande a Evita...


5. El cine de David Viñas


Dice Nicolás Rosa:[8] “El cuerpo simboliza la existencia, es la existencia, puesto que actualiza el ser: la hace presente. La novelística de Viñas es, al nivel estructural, una fenomenología del cuerpo, lo que implica, ideológicamente, una descripción completa del cuerpo como tal —la carnalidad orgánica—; del cuerpo y sus relaciones con los otros cuerpos —el cuerpo como existente—; y del cuerpo y sus relaciones con el mundo —la “corporalidad” en situación. (...) La vida corporal y el psiquismo están en estrecha relación. (...) El cuerpo es, pues, el ser y, al mismo tiempo, el mundo (...). En las novelas de Viñas el cuerpo está siempre presente (…). La presencia carnal de los cuerpos es para Viñas la presencia del Mal; su ausencia: la muerte, la negación de la materia, del mundo (…). La corporalidad es la carne en acción, es decir en el tiempo, en la historia.”
Pero el cine, sobre todo en determinadas circunstancias históricas caracterizadas por un alto grado de censura, también “descorporiza”, y se nota mucho más en un autor como Viñas, consagrado —como acabamos de ver a través de uno de sus principales críticos— a narrar el cuerpo.
Especialmente en Dar la cara (José Martínez Suárez, 1962), donde la sexualidad de los protagonistas debió ser estructurante. Viñas escribió la novela paralelamente al guión del filme, y parece que tuvo que resignarse a que la “apertura” democrática de ese año alcanzara sólo —apenas— para lo político y no para lo sexual. Se conserva, sin embargo, cierta velada, sutil sensualidad en alguna escena entre Beto y Pelusa, como un pálido resumen que sólo se entiende si se lee completa la extensa novela.
(El cine siempre se las arregló para sugerir que una pareja hacía el amor, sin necesidad de mostrarlo directamente. Ahora bien, cómo lo hacían exactamente, eso siempre fue renuente a toda metaforización o metonimización. Hubo que esperar mucho tiempo para eso. Filmes como Último tango en París o El imperio de los sentidos no podrían imaginarse ni siquiera diez años antes de la fecha de su realización. Cualquier censura los borra de la existencia.)
Justamente, el cine “de” Viñas —El jefe (1958), El candidato (1959), Con gusto a rabia (1964), las tres dirigidas por Fernando Ayala— se caracteriza por un intento sistemático de enfocar la política del país con ciertas categorías de análisis que parecen deberle tanto al marxismo, filtrado por un “nacionalismo democrático de izquierda”, como al frondizismo (si se perdona el salto conceptual). Particularmente, la famosa El jefe, aun con toda la fuerza que todavía conserva, se resiente bastante por una tendencia casi molesta a la alegoría. Sus personajes son de una pieza, representan demasiado arquetípicamente a figuras que Viñas considera esenciales para entender al país de ese momento: el forzudo sin cerebro de Luis Tasca es un matón de sindicato, el escritor mercenario de Duilio Marzio es la disyuntiva sartreana de los intelectuales: colaborar, borrarse o qué. Y, finalmente, el “jefe” carismático y finalmente traidor de Alberto de Mendoza es, por supuesto, el mismísimo Perón.


6. El cuerpo de Perón


Es también lo que ocurre, sin voz, en el “Poema conjetural” o en “El Sur” de Borges, y con voz en “La fiesta del monstruo”. El desafío del monstruo se dirige siempre al cuerpo del hombre de letras y cielos.
Josefina Ludmer

Como se sugirió antes, El jefe, la película de Ayala-Viñas, no deja de ser una trasposición sartreana y politizada del famoso cuento de Borges-Bioy Casares “La fiesta del monstruo”.[9] El monstruo es, se entiende, Juan Domingo Perón. Su traición final, sin embargo, parece previsible desde el punto de vista del intelectual, el único que se atreve a desafiarlo. O a responder a su desafío.
Hay en el cine argentino otra figuración de Perón que no suele ser muy recordada. Se trata de Fin de fiesta, una película de Leopoldo Torre Nilsson (1959), basada en una novela homónima de Beatriz Guido. Braceras es, primeramente, una trasposición en clave del célebre caudillo de Avellaneda, Barceló. Pero, en segundo término, Braceras-Barceló es una prefiguración y una metáfora de Perón. O, dicho al revés, Perón es un Barceló perfeccionado, así como Sarmiento decía que Rosas era un Quiroga perfeccionado... Recordar que la novela de Beatriz Guido tiene una estructura silogística-analógica muy cara a la literatura argentina (Facundo, desde ya, pero también “El matadero”): la provincia en manos de Barceló es, pars pro toto, el país en manos de Perón.
Extraña paradoja: esta vez, el caudillo protoperonista es interpretado por García Buhr.
Finalmente: ¿por qué no ver también El sueño de los héroes, la extraordinaria novela de Bioy Casares, como una “fiesta del monstruo” ligeramente edulcorada?



6 bis. El cuerpo de los sueños[10]


Renán: Muchas veces hay textos literarios que son bellos en sí mismos pero poco trasladables en cuanto a la posibilidad de ser dichos con verdad y con los sentimientos que les dan origen.
Bioy: De eso estoy absolutamente seguro.
(del reportaje utilizado en la prensa del filme)


“A lo largo de tres días y de tres noches del carnaval de 1927 la vida de Emilio Gauna logró su primera y misteriosa culminación.” Éste es seguramente el comienzo más famoso de la literatura nacional. Y El sueño de los héroes (1954) es una de las cuatro novelas argentinas más codiciadas por nuestros cineastas (las otras son Adán Buenosayres, Zama y Rayuela).
Los admiradores (y los críticos) de Bioy Casares suelen dividirse entre los que reivindican La invención de Morel y los que apuestan por El sueño de los héroes. En general, en la primera suele verse con excesiva nitidez la sombra de Borges (Bioy habría escrito las novelas que su maestro no pudo o no quiso escribir): trama perfecta, geométrica, lenguaje barroco, sentimientos muy filtrados por una distancia gélida; de aquí también su revaloración posmo, su lado cool. El sueño… sería una evolución hacia cierto “realismo fantástico” —contradicción aparente—, más cercano a Cortázar, un intento más o menos logrado (según el crítico) de reproducir el lenguaje popular y de situar ciertos temas filosóficos en un ambiente urbano identificable.
Sin embargo, La invención… y El sueño… no son tan radicalmente opuestas. Tienen en común algo fundamental: la narrativización de variantes sobre el eterno retorno, es decir, el destino humano visto como una combinatoria mecánica y recurrente, cuya percepción subjetiva adopta la forma paradójica —y cruel— de la libertad. Dicho de otra manera, se trata de un oxímoron narrativo y metafísico: el hombre acepta libremente (y hasta con alegría) lo prefijado por un destino inexorable.
Sobre los supuestos ideológicos de tal concepción, Jorge Rivera afirma, en un artículo de 1968: “Esta insistencia en destacar la inmodificabilidad del tiempo —la espacialización del continuum temporal— comporta la afirmación de que nada puede ser cambiado, y permite negar de paso la factibilidad de la praxis humana. (...) Abolida esta dialéctica [de la temporalidad] mediante la congelación del tiempo, se oscurece sensiblemente la posibilidad de comprender la Historia, la que se nos ofrece desrealizada y desestructurada en su duración; pero también se diluye la posibilidad de hacer la Historia como proyecto humano, se anula la acción humana sobre el futuro por mediación del azar, de la fatalidad o de la intervención de poderes y mediaciones (...). Se trata, en síntesis, de actuar sobre el presente a través de un bloqueo de lo porvenir, típico juego mitificador, desdialectizador y utopista que revela en el plano filosófico los concretos intereses de la clase.”
En este sentido preciso, Bioy puede, sí, asimilarse a Borges. Y El sueño…, verse como una suerte de ampliación novelística de “El Sur” (en la escena culminante del filme, esto está acentuado, porque Antúnez le da un cuchillo a Gauna para que pelee con Valerga —como pasa en el final del cuento de Borges—, lo cual no es del todo verosímil; en la novela, de hecho, Gauna tiene un “cuchillito” propio, como corresponde a un aprendiz de guapo).
Y, en cuanto al lenguaje supuestamente coloquial, más de uno se ha dejado engañar, creo, con las localizaciones en apariencia precisas de un Buenos Aires ido: Saavedra, Villa Urquiza, Barracas, la quema, etc. Los personajes, sin embargo, hablan como el “argentino exquisito” del diccionario de Bioy: un kitsch urbano bastante mal intencionado. Que detrás de la permanente desvalorización —parodia o mera caricatura— pueda asomarse algún dejo de ternura e identificación con los personajes, es otro de los logros (muy ambiguo, por cierto) de la prosa bioycasareana.
Por otra parte, y volviendo a la película, la solidez exterior de la historia que cuenta la novela se prestaba engañosamente para su adaptación cinematográfica. Renán y Goldenberg eligieron una fidelidad máxima a “la letra” (hay parlamentos enteros transcriptos, sobre todo los de Valerga y Taboada, “padres” antitéticos de Gauna; éste conserva hasta el detalle de sus ojos verdes…), con aparentemente mínimas pero esenciales infidelidades.
En realidad, había dificultades insuperables para una adaptación más profunda de ciertos aspectos formales que —me atrevo a conjeturar— son lo mejor que la novela tiene: la ironía permanente pero casi imperceptible, el distanciamiento variable del narrador, ese punto de vista desde el personaje principal, que colorea todo y sin embargo deja que el lector comprenda “a través” de esa mirada opaca. (El procedimiento es marca de fábrica en Bioy, y fue llevado a su exasperación paródica en, por ejemplo, Dormir al sol.) ¿Un prodigio técnico sólo permitido a la literatura? Quizás, si exceptuamos el cine expresionista, desde Caligari hasta Antonioni (El desierto rojo, Blow-up), pero donde el realismo está proscripto desde el vamos. El distanciamiento en sí es “fácil”: pensar en Chabrol o en cierto Visconti. El problema es establecer las adecuadas distancias narrador-personaje-lector/espectador, cosa que el cine, arte objetivador por excelencia, parece, en principio, cohibir.
El mejor ejemplo de esto es el personaje de Valerga, un “monstruo” in corpore, transfiguración en clave del Perón que Bioy y Borges odiaron minuciosamente.
En la novela, es un héroe para Gauna y sus amigotes oligofrénicos. Sin embargo, el lector va adivinando, progresivamente (mucho antes incluso que los otros personajes), que el falso doctor —que en su habla ampulosa se come sistemáticamente las b intermedias— es también un energúmeno, un fanfarrón, un mentiroso, un violento. Pero su figura apenas deja de ser grotesca en el duelo final, sólo entrevisto por y desde Gauna. En la película, el personaje se transforma en una encarnación del Mal casi en estado puro, un “villano” metafísico, sabatiano, que Lito Cruz (últimamente condenado a este tipo de papeles) lleva a su punto máximo. Risible a veces, sí, pero de manera involuntaria; por ejemplo, en sus desplantes en medio del corso… ¡cubierto de papel picado! No es que esta connotación estuviera ausente en la novela, lo que se pierde es la ambigüedad que deriva de ese manejo del punto de vista descripto antes.
En este contexto, era inevitable que se perdiera mucha de la sugestión del duelo final, entrevisto por Gauna en flashes constantes y certeros. Tampoco fue muy acertado dejar la explicación del enigma en boca de una Clara demasiado histérica.
Hay que decir, sin embargo, que mucha de la magia del relato se extiende al filme, aunque hubiera sido deseable menor fidelidad exterior y mayor reelaboración formal. La reconstrucción de época por ejemplo, es cara pero rutinaria (cada vez que se enfoca la calle, pasa un auto “antiguo”…). El Armenonville nunca llega a ser el lugar mágico que el texto sugiere, agobiado por tanto detalle de reconstrucción y un cantante meloso.
Sobre el casting —los cuerpos más concretos, en definitiva—, qué decir. Bien Cruz (por barroco) y Palacios (por sobrio). Soledad Villamil no siempre logra ser la Clara que el texto exigía: la que lucha contra el destino y sólo pierde al final. Los demás, en general, demasiado pegados a tics televisivos. Tal vez el tiempo los (nos) libere de ese condicionamiento perceptivo. Por algo el cine es, de verdad, La invención de Morel, una forma limitada, e implacable, de la inmortalidad de los cuerpos.


7. Para acabar con el cine bizarro


De un tiempo a esta parte, cunde el cine que algunos llaman “bizarro”. El simpático libro publicado recientemente por Diego Curubeto,[11] los ciclos y micros de Axel Kuschevatsky por televisión, el auge de las librerías especializadas son sólo la culminación de un proceso más subterráneo pero constante. ¿A qué se refieren con “bizarro”? La palabra misma no dice demasiado, empezando con que es un galicismo. En castellano, “bizarro” quiere decir gallardo, valiente, etc. En francés (e inglés), bizarre sí quiere significar lo que sus cultores locales quieren significar: raro, extravagante, insólito.
Pero nada es tan sencillo como parece. El libro de Curubeto mencionado, por ejemplo, mezcla cosas tan disímiles como la ciencia ficción y el policial negro, el cine clase B y el cine independiente, Ed Wood y la Coca Sarli, los templarios de no sé dónde con 2001, odisea del espacio, los zombies con Cat People. No se trata solamente de las dificultades para definir o clasificar este género o, mejor, esta categoría que atraviesa otras categorías; después de todo, a quién le interesa mucho definir o clasificar. Quizás sea más interesante preguntarse de dónde sale todo esto y qué valor podría llegar a tener, más allá de la obvia (y a veces dudosa) actitud lúdica, juguetona, que implica.
En la década del sesenta las ciencias sociales dieron un vuelco fundamental hacia el estructuralismo, la semiología, el análisis de los medios de comunicación. La valoración estética dejó paso a otros puntos de vista y pasó a ser considerada (con mucha razón, por otra parte) deudora de una ideología burguesa en vísperas de una superación definitiva. De ahí la reivindicación de los géneros “menores”: el policial, el melodrama, el cómic; estéticas populares, por cierto, o al menos reflejo más o menos fiel de ciertas formas de la cultura o el gusto popular. La batalla era contra la “Alta Cultura”, las “Bellas Artes”, las “Letras”, el “Espíritu”, reductos de las aristocracias decadentes. La noción de “autor” fue otra que cayó en la picota, luego de décadas (siglos) de crítica biográfica o meramente historicista. El sujeto esencialmente dividido del psicoanálisis, el homo lacanianus, no puede ser autor de nada, ni siquiera de su propia desgracia.
Desde los nuevos enfoques, entonces, era “lo mismo” analizar a Balzac que a Pierre Loti o a Ian Fleming (Barthes, Eco lo hicieron). Era lo mismo porque las categorías pertinentes para el análisis (estructurales, ideológicas) pueden verse tanto en la Divina Comedia como en un aviso de pastas. El kitsch se transmutó en camp (según el conocido ejemplo, un enanito de jardín en un jardín de clase media baja es kitsch, pero en un loft de Nueva York es camp) e invadió todo el arte. El rótulo de pop se generalizó tanto que ya no implicaba algo definido (exactamente como esto de lo bizarro...).
Esta desjerarquización generalizada tenía un sentido claro, en principio: la destrucción de las jerarquías preestablecidas por los paradigmas dominantes. Pero a la larga produjo una especie de legitimación para nuevas valoraciones estéticas, que ya no se hacen cargo de las categorías ideológicas; lo cual es muy propio del posmodernismo, si esta palabra significa algo.
En cuanto al cine bizarro, o la estética bizarra en general, parece un resultado postrero de ese proceso, sucintamente descrito. Todo vale, especialmente si es raro, divertido, tan “malo” que se vuelve “bueno”. No se trata de una verdadera estética de la fealdad (Buñuel, Marco Ferreri), sino de una especie de reivindicación acrítica de la infancia: Titanes en el Ring y los chicles Bazooka; o de la adolescencia: las tetas de la Sarli en aquellos permisivos cines de barrio; y, por qué no, de los géneros “varoniles” (¿por qué el melodrama rosa no es bizarro?). Hay una oposición, pero no contra una “ideología dominante” (al menos, entendida políticamente), sino hacia el cine de arte reconocido: nunca queda claro si los bizarristas dan por descontado que Bergman y Fellini son grandes artistas de este siglo, o abominan de ellos. Es cierto que nunca hay que dar por descontado nada, que es bueno discutir todo. Ésa es la idea.
Estaría muy bien, por ejemplo, volver sobre aquella idea de autor, relativizada por la de “sujeto productor”, o algo similar; y reconsiderar que una obra de arte no tiene por qué ser el resultado de un Espíritu Superior, distinto del común de los mortales, etc. Ni producto de acciones absolutamente conscientes y voluntarias (volvemos al psicoanálisis). ¿Pero no será demasiado pensar para terminar idolatrando a Ed Wood y a Armando Bo?
También parece muy saludable oponerse, conscientemente, a las corrientes principales de la industria: cine de clase B contra superproducciones, por ejemplo. El cine de clase B, independiente o no, las “small movies” (que homenajea Godard al principio de su Prenom: Carmen) tienen un encanto innegable, y a veces otras virtudes, frente a los colosales fiascos que Hollywood desparrama cada día con mayor impunidad.
En resumen: ¿no habrá llegado el momento de revisar, desde un punto de vista más crítico, esta noción de lo “bizarro”, para ver si tiene algo de aprovechable?


8. Nombres


En una película realmente bizarra, Los afincaos de Leónidas Barletta, los créditos (actores y técnicos del Teatro del Pueblo) aparecen todos juntos, en un solo cartel, como en ciertas películas de John Cassavettes. Cooperativa en serio, como ya no hay.


9. El cine de Cortázar


         
Hay, también, un cine de Cortázar, en la medida en que las versiones de sus cuentos fueron varias y plantean interesantes cuestiones estéticas e ideológicas, además de la muy remanida del grado de fidelidad de la adaptación.
Una lista provisoria es la siguiente: La cifra impar (Manuel Antín, 1960, sobre “Cartas de mamá”); El perseguidor (de Osías Wilenski, 1962, sobre cuento homónimo); Circe (Manuel Antín, 1963, sobre cuento homónimo); Intimidad de los parques (Manuel Antín, 1964, sobre “Continuidad de los parques” y “El ídolo de las Cícladas”); Blow-up (Michelangelo Antonioni, 1966, “Las babas del diablo”)
Hubo una suerte de singular conjunción entre la literatura cortazariana y cierta estética cinematográfica muy de los sesenta. Particularmente, las primeras películas de Antín (las nombradas, más otras como Los venerables todos o Castigo al traidor) fueron un intento de adaptar al cine argentino las estéticas de la vanguardia europea, en lo que va del existencialismo al estructuralismo. Una nouvelle vague cercana, sobre todo, a Resnais. Cine “estructuralista”, sí, muy difícil a veces, que culminaría en un exponente máximo, y quizás más famoso: Invasión, de Hugo Santiago (1968), con guión de Borges y Bioy Casares.
Las adaptaciones “argentinas” son singularmente fieles (salvando detalles como el de convertir a Charlie Parker en Sergio Renán): Cortázar era ya un autor que imponía su respeto. Cartas de mamá y Circe, en especial, reproducen con bastante éxito un clima opresivo y angustiante de clase media, con sus zaguanes, sus noviazgos de barrio y sus triángulos culposos. Intimidad…, en cambio, conjuga dos hibrideces: la de ser una coproducción (lo que siempre impone ciertas condiciones molestas) y la de combinar poco felizmente dos cuentos muy distintos.
Curiosamente, la versión “libre” de Antonioni opta por un tema muy cortazariano, sobre todo de las primeras épocas: la resistencia de la realidad al conocimiento racional, la poca o nula consistencia del espíritu humano para aferrarse a alguna certeza. Pero hay en Antonioni un pesimismo mucho más radical, incluso en lo político, que contrasta profundamente con algo que empezaba a insinuarse en Cortázar: la confianza en el poder revolucionario del arte (ver arriba, “El cine como acto”).
Venecia rojo shocking (Don’t Look Now, 1973), de Nicolas Roeg —director, junto con Donald Cammell, de la psicodélica y borgeana Performance—, es un caso raro. Desde ya, no hay una atribución clara al escritor argentino, pues no se basa en ninguno de sus relatos. Pero la influencia es evidente, indisimulable.[12] Extremando las cosas, es casi una versión de 62. Modelo para armar, sin dudas la mejor novela de Cortázar. En 62 y en Don’t Look..., todo lo que pasa tiene una consecuencia posterior, o anterior. Todo está relacionado con todo, más allá del tiempo y del espacio. Dice Héctor Schmucler, al respecto: “... la sintaxis no se esfuerza en la ‘representación’ del mundo exterior, sino en el cumplimiento de una verdad presidida por los significantes. (...) Las ‘razones’, la lógica de su trama nada tienen que ver con las determinaciones psicológicas habituales que reflejan los mecanismos del pensamiento de occidente. (...) En este campo de lectura, los personajes viven una existencia que repite los gestos de lo cotidiano, pero el texto permanece ajeno a sus relaciones y sugiere un orden diferente, orden de funciones que se repiten, huecos que se llenan en una estructura a‑histórica. (...) La lucha pertinaz que se dibuja en Rayuela para distanciarse del lector a fin de no engañarlo, para que se reencuentre en un falaz modelo existencial, sino en las profundas determinaciones de los actos, se vuelve en 62 conciencia de la autonomía del texto: el texto de 62 ‘dice’ la verdad de sí mismo y no ‘representa’ el mundo exterior; participa de ese mundo y proclama —negándola— la ideología que lo piensa.”
¿“Espíritu” de época o influencia directa? Probablemente, ni lo uno ni la otra. O un poco de cada cosa. En 62, Cortázar llega al punto máximo de su literatura; desde allí, sólo podrá caer, urgido por compromisos políticos que lo honraron pero no lo favorecieron como escritor, ya que a partir de entonces los caminos de la política y de la estética volverían a separarse, hasta hoy. Don´t Look..., a su vez, también plantea un límite, el de un cine (una época del cine) que se atrevió a ser de vanguardia y a tener éxito. A partir de allí, esos caminos volverían a separarse, hasta hoy.

 

10. ¿Cuál guerra? ¿Cuál gaucho?


Nada había que estuviese más lejos de la mente o del recuerdo de los gauchos argentinos, que la idea de que ellos fuesen españoles, o de que lo hubiesen sido alguna vez. Su acento era diferentísimo; su idioma completamente recortado en otra forma, aunque con los mismos elementos; sus acepciones exóticas y bastante numerosas para hacerse incomprensibles de un hombre de España que no estuviese habituado a interpretarlas. Y sobre todo, lo que lo separaba de sus orígenes europeos era el caballo y la vida libre de los campos. Estas dos causas habían sido tan poderosas que habían alterado las formas de su cuerpo y la naturaleza misma de sus ideas.
                        V. F. López, citado por Martínez Estrada en Muerte y transfiguración de Martín Fierro (sub. mío)


Lugones publica La guerra gaucha en 1905, cerca del Centenario, en uno de los puntos altos del llamado “primer nacionalismo”.[13] Es una puesta en práctica antedatada de la teoría que va a explicitar en las célebres conferencias del teatro Odeón, de 1913, recogidas en El payador (1916): un criollismo nacionalista-oligárquico, aristocratizante, empachado del peor Nietzsche. Para “don Leopoldo”, se sabe, el Martín Fierro es el poema épico fundante de la nacionalidad, como las epopeyas homéricas o los cantares de gesta medievales. Y el gaucho, ya desaparecido (lo que Lugones reconoce con una especie de cinismo ¿involuntario?), el prototipo de la raza.[14]
Hay en La guerra gaucha una interesante “voluntad de estilo” que se ve, sobre todo, en un barroquismo que la hace casi ilegible en su mayor parte. Pero, también, en el uso sistemático de neologismos; por ejemplo, “tercerolearlo” en lugar de “fusilarlo” es una exhibición consciente y metalingüística de la teoría lugoniana, una autorización/justificación interna (muy moderna, por otra parte): las palabras se crean según las circunstancias y su necesidad, no por orden académica. Operación de nacionalismo lingüístico con discutible éxito, pero valiosa hasta cierto punto, sobre todo si la guerra (gaucha o no) se da fronteras adentro de un texto.
La guerra gaucha de Lucas Demare (1942), basada en los relatos de Lugones,[15] debe de ser la película argentina más famosa, y quizás la más elogiada, de todos los tiempos. No es ninguna casualidad que se haya realizado al principio la década que vio el apogeo del “segundo nacionalismo” (al año siguiente llegaría al poder una dictadura filonazi). El filme está respetuosa, casi untuosamente dedicado al autor del libro original, cuyos antecedentes político-ideológicos estaban muy frescos entonces, tanto como su suicidio, cuatro años antes.
En verdad, la adaptación de Manzi y Petit de Murat es una maravilla. Mientras en los textos lugonianos predomina lo poético-descriptivo (son más “estampas” modernistas que cuentos propiamente dichos, y lo lírico conspira constantemente contra lo épico que el autor pretendió lograr), en el filme la narración se impone con una solidez pocas veces alcanzada en el habitualmente desmañado cine nacional.
Sin embargo, otras diferencias más importantes (y menos enaltecedoras, quizás) saltan a la vista, en distintos niveles; por ejemplo: en los relatos originales, los héroes son anónimos, es decir que se propone (más o menos convincentemente, esto es otro problema) una suerte de héroe colectivo que está en el meollo de la intención lugoniana; en el filme, no. Consecuentemente, hay ciertas concesiones a la fotogenia en el vestuario, el casting y las caracterizaciones (aunque éstas son muy buenas). Los españoles no están presentados tan cruelmente en el filme como en el original; evidentemente, ya ha pasado por el país, y se ha asentado, la vertiente hispanófila del nacionalismo.
Finalmente: el toque western. No hay duda de que los realizadores del filme buscaron deliberadamente que tuviera un ritmo, una estructura, un look de ese género consagrado en el cine de espectáculo.[16] Creo que lo lograron plenamente. Pero no deja de ser una paradoja que un tema “nacionalista” se vea revestido de una forma típicamente yanqui. Como dice Traversa, “... la figuración del cuerpo en las sociedades mediáticas pareciera, por esa condición, tener otras fronteras distintas de las establecidas por los mapas”.[17]


11. Cuerpos de bronce


Cuando han obtenido la revelación de un detalle característico, de un gesto, de una actitud acompañada de alguna frase de sintaxis convencional, ya están conformes. Lo mismo ocurre con nuestra cinematografía. Pero si eso es lo que nuestros autores ven y lo que nuestros lectores y espectadores gustan, entonces es que no se trata de un vicio “superficial” o restricto a lo literario y lo artístico, sino de una modalidad del alma nacional, de una forma de no ver, de una educación para no ver, de una conciencia deformada desde la niñez.
Ezequiel Martínez Estrada, Muerte y transfiguración de Martín Fierro

Quien procura reconstruir el ayer, ayudado por —o valiéndose de— las imágenes, sabe que debe, para lograr su propósito, atravesarlas.
Oscar Traversa

Dicen que, cuando Torre Nilsson presentó su guión de El santo de la espada a las autoridades militares de entonces (1969), se le objetó que el prócer fuera mostrado con debilidades humanas, enfermedades, etc. Y que no pudo hacer ni un veinte por ciento de lo que quería.
Cosa rara: uno de mis recuerdos más fuertes de esa película —además de ir a verla, en agosto, casi todos los años de mi escuela primaria— es a Alfredo Alcón (¿a San Martín?) tosiendo. No recuerdo qué sentía exactamente entonces, pero probablemente era algo del orden del asombro, de la transgresión, de la duda.
Eran épocas militaristas, sí, pero la elección de San Martín como protagonista de un filme no parecía afortunada desde ningún punto de vista. ¿Qué esperaba Torre Nilsson que le dejaran mostrar? Luego, reincidió con Güemes.[18]
Hubo, también, un inverosímil intento de encajar a Manuel Belgrano en el macizo cuerpo de Nacho Quiroz (Bajo el signo de la Patria, René Mugica, 1971). En realidad, era una tentativa de “masculinizar” la iconografía clásica del —aparentemente— delicado héroe nacional, tan sospechado por rumores populares. Y, así, “por casualidad”, dieron con una suerte de verdad involuntaria, ya que Belgrano era más bien grueso, sobre todo de asentaderas.[19]
El Juan Manuel de Rosas de Manuel Antín (1971), aunque revisionista, no escapa en absoluto a la misma estética “broncínea”. (Renán, como un blondo Juan Lavalle, es una especie de conflictuado proto-Haffner, pero el Quiroga de Juan María Gutiérrez resulta desopilante.)[20]
¿Era, es realmente posible otra salida? Si se acude al panteón de los héroes, ¿puede encontrarse otra cosa que mármol? Es sólo una pregunta. La literatura ha tratado de responderla a su modo (ver El farmer, de Andrés Rivera, por ejemplo), pero la imagen plantea, por supuesto, otros problemas.

... el cuerpo es hablado (o silenciado) desde múltiples lugares textuales...
Oscar Traversa


12. Favio: el cuerpo del pueblo


En el cine de Leonardo Favio, el cuerpo siempre ha sido protagonista. Podría decirse que toda su “puesta en escena”, tantas veces acusada de estetizante, gira en torno a la corporalidad, o por lo menos a las manifestaciones más espectacularmente visuales de la corporalidad. Quizás, incluso, esa “estetización” (tan visible, sobre todo, en Nazareno...) sea una forma de populismo del cuerpo. Y, así como —tradicionalmente— el “pueblo” permite a sus líderes “cualquier cosa”, sólo a Favio podía permitirle profanar el cuerpo sagrado del macho argentino, el cuerpo sagrado de Carlos Monzón.
Cuerpo en muerte, quiero agregar. La muerte de Aniceto, de Moreira, de Gatica...
Pero, si el final apoteósico del Moreira sólo dejaba lugar para una transfiguración gloriosa (el traidor Chirino sale de cuadro, la imagen se distorsiona y congela en una figuración de eternidad inalienable), ¿qué queda para el final de Gatica?
El Mono ha muerto de manera patética y humillante, como corolario cuasi lógico de una vida que, a su vez, fue presentada como una alegoría del ascenso y caída del peronismo. Y aquí también asistimos a una imagen transfigurada: el cuerpo lacerado, sangrante, del boxeador, en cámara lenta, con el telón de fondo de banderas argentinas. ¿El pueblo —el peronismo—, sin embargo, no ha muerto, es eterno? ¿Volveremos? Pero ¿no habíamos vuelto ya? La ambigüedad persiste, porque no puede resolverse fácilmente la trampa que el mismo Favio, con su inmenso talento, ha tendido. Para ser el primero en caer.[21]

13. El cuerpo del delito (Pizza, birra, faso)


... hoy más que nunca el cuerpo es un cuerpo mediático, cuya residencia privilegiada —aunque no única— es la televisión.
Oscar Traversa


Acabamos de ver un filme extraño, de origen desconocido. Por el color de piel de la mayoría de sus protagonistas, parece provenir de algún país del Tercer Mundo, quizás Irán, o bien Palestina. Gracias a los azares de la distribución local, está doblado a un español dificultoso, tal vez el que se habla en Guatemala o Colombia.
Podemos entender la odisea de ese grupo de muchachos marginales gracias a la pericia con que sus directores (posiblemente veteranos) la han transmitido, aunque no agregan nada nuevo a un género ya muy codificado en nuestro cine (es decir, el norteamericano y el argentino). Si nos apuran, hasta podríamos decir que Leonardo Favio ya había dicho todo lo posible sobre el tema, en otras épocas de nuestro país felizmente superadas.
Ahora, nos atrevemos a preguntar: ¿qué hace en la película ese extraño artefacto de piedra, puntiagudo, enhiesto sobre una ciudad destruida, irreconocible, quizás posnuclear? Para símbolos, Bergman...
Sin embargo, y en definitiva, hay que reconocer en este filme una satisfactoria muestra de un cine promisorio, quién sabe cuál.







Notas



1 Oscar Traversa, Cuerpos de papel. Figuraciones del cuerpo en la prensa 1918-1940, Barcelona, Gedisa, 1997. “Las tematizaciones del cuerpo en los medios convocan ese tipo de búsqueda (de genealogía discursiva, si se pretende un nombre), desde lo aparentemente más pueril —su estallido exhibitivo, creciente en lo que va del siglo—, hasta lo más intrincado y difícilmente aprehensible —sus modificaciones como valor social y modos de desempeño—; más aun, en un momento en que pareciera que todo lo que daba fundamento a las conductas que le conciernen se conmueve. Hallazgos en el terreno biológico que pueden alterar las relaciones de filiación, patologías de rasgos inéditos cuya prevención (SIDA) o etiología incluso (anorexia, bulimia), es necesario buscar en fenómenos discursivos. Estos, entre otros sucesos, han sacudido y puesto en crisis tanto la confianza en los recursos de la ciencia, como en los dispositivos sociales que establecen los límites y garantías de la intimidad” (p. 14).
[2] “... el cuerpo se construye por los medios y no como una presunta semejanza a algún modelo que preexiste en el mundo” (Traversa, op. cit., p. 269).
[3] Ver Hill, Ricardo, “Eva Perón como trabajadora social”, en Lo social/personal, Buenos Aires, Lumen-Hvmanitas, 1998.
[4] Ver Goldar, Ernesto, Buenos Aires: vida cotidiana en la década del cincuenta, Buenos Aires, Plus Ultra, 1980, esp. pp. 161 y ss.
[5] Las armas secretas, en Cuentos completos, Madrid, Alfaguara, 1994, p. 222.
[6] Contra esto se manifiesta Raúl Beceyro, ver Cine y política. Ensayos sobre cine argentino, Santa Fe, Universidad Nacional del Litoral, 1997, p 45.
[7] Se sabe: Evita es un ícono gay, como Marilyn Monroe, pero no creo que Feinmann haya captado esto más allá de cierta condescendencia típicamente progre. Hay que ver Copi, y algún análisis apresurado que T. E. Martínez incluye en su novela.
[8] Ver Rosa, Nicolás, “Sexo y novela: David Viñas”, en Crítica y significación, Buenos Aires, galerna, 1970.
[9] En Nuevos cuentos de Bustos Domecq, Buenos Aires, La Ciudad, 1977.
[10] Una primera versión de este apartado fue publicada como “El precio de los sueños” (reseña de El sueño de los héroes, de Sergio Renán), en revista La vereda de enfrente, núm. 13, Buenos Aires, diciembre de 1997.
[11] Cine bizarro, Buenos Aires, Sudamericana, 1996.
[12] Ver Cozarinsky, Edgardo, Borges y el cine, Buenos Aires, Sur, 1974, p. 97. Aquí se releva, también, la más evidente influencia borgeana.
[13] Leopoldo Lugones, La guerra gaucha (1905), Buenos Aires, Centurión, 1947.
[14] Quizás podría adscribirse, entonces, a una cierta vertiente de la literatura gauchesca en “lengua culta” (de la cual Don Segundo Sombra sería a la vez apogeo y arquetipo). Ver Josefina Ludmer, El género gauchesco. Un tratado sobre la patria, Buenos Aires, Sudamericana, 1988. “La oscilación del sentido entre el uso del cuerpo y de la voz, entre la guerra y la guerra de palabras, constituye la materia literaria fundamental del género” (p. 29). “El debate propio del género se instala entonces en el interior de cada coyuntura. En la de la guerra, crisis y movilización, se disputa el uso del cuerpo del gaucho y su espacio: soldado o trabajador” (p. 155).
[15] Según Eduardo Romano —Literatura/cine argentinos sobre la(s) frontera(s), Buenos Aires, Catálogos, 1992, pp. 108 y ss.—, adapta principalmente cuatro textos: “Juramento”: el oficialito realista peruano (Ángel Magaña) se pasa a los americanos por su amor hacia la viudita patriota (Amelia Bence). “Carga”: los caballos con fuego en sus colas arrasan el campamento godo. “Al rastro”: un hombre solo (Francisco Petrone) hace explotar la carreta-polvorín de los españoles y se bate contra ellos hasta que muere (casi de pie). “Dianas”: el sacristán aparentemente realista (Enrique Muiño) avisa a los patriotas con toques de campana hasta que le tienden una trampa y lo descubren. Pero combina (muy hábilmente) otros textos, tomando personajes y frases “sueltas”: “Alerta”: la tejedora humillada por los españoles (Dorita Ferreiro), que le rompen el telar; el niño (Carlos Campagnale) que muere por balas traicioneras y llega a la pulpería ya muerto. “Sorpresa”: “Entre los oficiales de la montonera había un capitán medio literato y que sabía latín” (Sebastián Chiola). Llama “esposa” a su lanza y ejecuta a los prisioneros en combate singular. También aquí aparece un ciego que toca el himno en el violín hasta la última refriega (fusionado con el personaje de Muiño). “Un lazo”: el santiagueño (René Mujica) que sabe cómo desembichar caballos pero sólo lo revela ante la premonición de su propia muerte. “Güemes”: la aparición final del caudillo de los caudillos, a contrasol, como símbolo del futuro venturoso, “de derrota en derrota hasta la victoria final...”.
[16] El último perro, también de Lucas Demare (1955), que tiene más de western todavía. Y también estaba basada en un libro exitoso de otro nacionalista, Guillermo House (Roberto Casaux), hoy mucho menos notorio que Lugones, por cierto.
[17] Op. cit., p. 15.
[18] Ver Beceyro, Raúl, Cine y política. Ensayos sobre cine argentino, Santa Fe, Universidad Nacional del Litoral, 1997, pp. 10-11.
[19] Cf. su imagen en Sota de bastos, caballo de espadas, la extraordinaria novela de Héctor Tizón.
[20] A propósito, si la voz forma parte —inseparable— del cuerpo, sería interesante analizar por qué el Facundo Quiroga de Lito Cruz no pudo tener tonada riojana (en el reciente largometraje-miniserie Facundo, la sombra del tigre, de Nicolás Sarquís).
[21] Ver Beceyro, Raúl, op. cit., pp. 113 y ss.: “... hace falta creer en el pueblo y en la patria para ver Gatica.”
 
                                   

(Mención en el premio “Senador José Hernández”, del Honorable Senado de la Nación Argentina, 1998. Mención concurso de ensayos “Arturo Jauretche”, Secretaría de Cultura de la Provincia de Buenos Aires, 2001; publicado en el volumen colectivo  Ensayos, Buenos Aires, Secretaría de Cultura de la Provincia de Buenos Aires/Corregidor, 2003.)



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