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sábado, 19 de noviembre de 2011

¿Experimentalismo sin vanguardia?



(reseña de Una novela de mil páginas, de David Wapner)


¿Y qué es ese resto, que nadie quiere mostrar,
pero que todos ven, aunque no lo reconozcan?

Desde el título, es tentador seguir la isotopía de la autorreferencialidad, según el canon actual, aparentemente ineludible, de que todo texto literario habla (debe hablar) de la literatura en general y de sí mismo en particular (un mismo movimiento en espejo, puesta en abismo, etc.).
Tantos ejemplos: “la escritura se hace a sí misma” (p. 317); “Pero por qué no te dedicás a hacer algo más consistente. Estás hace dos años, más o menos, quemándote los ojos por algo que (perdoname que sea duro) si lo soplás se deshace, y no te queda nada...” (p. 192); “Pero es un misterio, y me rompo la cabeza, y no me sale, no logro juntar las piezas de este aparato desarmado y disperso, no puedo armar en mi cabeza un circuito formado de casualidades, entretejido por hilos que de sólo mirarse producen chispas, y eso no alcanza” (p. 238); “por un exceso de documentación, Gurber tampoco duerme, no sabe qué hacer con todo el material que juntó. mejor sería olvidarse de todo, tirar todo al tacho, comenzar una novela ‘vacía’” (p. 342); “¡Barnes, 10.000 páginas de nada, NADA!” (p. 204).
Otro tópico recurrente es el de la imposibilidad, la inutilidad o la inoportunidad del narrar: “¿Qué puedo contar?” (p. 361); “¿Y la antropología? ¿Y el estructuralismo? ¿Y los pedazos que andan sueltos, acá y allá?” (p. 368); “Todo había perdido significado, hasta el aburrimiento mismo” (p. 388). Y el agotamiento de lo representable (tópico barroco, en realidad): “Cuesta inventar cada minuto algo nuevo, a veces me tengo que agarrar de las patas de una idea vieja, treparme hasta las ubres, tratar de ordeñar a una madre que ya parió demasiado y quiere descansar, y no la dejo” (p. 803).
Y está, consecuentemente, el tópico de la oposición a (¿todo?) realismo: “Ya otros hablaron de lo mismo, no tengo interés en hacerlo yo también: puertos, callejuelas, tugurios, alcohol, olor a sangre, qué más. Que otros llenen los huecos: hay tantos y tan buenos. Bueno, hay algunos que son muy buenos” (p. 744). “Y el principio de realidad, ¿qué tal?” (p. 154). Porque, entre otras cosas, “también una foto falsa es verdadera” (p. 95).
Sin embargo... También desde el título esa autorreferencialidad se anuncia como falsa, como un dilema: o no son 1.000 o no son páginas (en tanto libro). ¿Será una novela? ¿Será una?
Por lo pronto, las “páginas” (que son 1.000) son en verdad fragmentos numerados correlativamente y a su vez agrupados en capítulos. Esto le da, de por sí, una “forma visual” muy extraña para una novela. Claro que lo más extraño es que esos fragmentos tienen una ilación que se adelgaza al infinito (“apenas se insinúa una melodía que a lo largo de toda la canción no acaba por definirse”, p. 480).
Incluso algunos de esos fragmentos-páginas constan de una o dos palabras: “Llegamos” (p. 688); “A aquel” (p. 455). O contienen signos sin referente: “5++++++++” (p. 529).
La extrema falta de ilación entre los fragmentos (y en el relato en sí) está a veces destacada, paradójicamente, por la presencia de coordinaciones extraoracionales falsas: “Y lo arroja a otro mundo” (p. 170). “Pero ¿el país?” (p. 172)
El relato, sin embargo, va adquiriendo una especie de cohesión bizarra, mediante el empleo de marcadores semánticos específicos. Uno de ellos (fundamental por su relevancia en la tradición literaria narrativa, aquí socavada) son los personajes. Generalmente consisten sólo en nombres propios (como algunos de 62. Modelo para armar) que se repiten un cierto número de veces y cuya función actancial parece estar precisamente reducida a asegurar esa seudocohesión narrativa. (En algunos casos, aparecen nombres en clave: Enrique Sums, Brogues; seguramente hay algunos anagramas, incluso del autor.)
Estos personajes suelen agruparse de manera oscura, en clusters deshilvanados, opuestos entre sí, un remedo de luchas políticas indefinidas, abstractas (“¡Qué va a ser la revolución!... Muertos sí, cualquier cantidad. Pero, la revolución, ¿qué revolución?”, p. 284; “Todo, ¿conspira? ¡No! ¡Es así, nomás!”, p. 364), como en el filme Invasión, de Hugo Santiago (1968), con guión de Bioy y Borges (el primer filme “estructuralista”, según la crítica de entonces).
Aparte de los nombres propios, el autor se vale de otras marcas de cohesión, temáticas esta vez, como leit motivs que operan sólo en la superficie del texto: el tren, perros y gatos, objetos tecnológicos, “ataques” diversos. (Digo en la superficie, sin negar su posible pertinencia simbólica, que habría que rastrear; me refiero, mejor, a que no se pueden integrar en un nivel, digamos “proairético”, para usar un tecnicismo innecesario, es decir, en una secuencia de acciones con principio, desarrollo y fin; o bien “hermenéutico”: pregunta-respuesta.)
Hablé de 62, es decir, de la mejor novela de Cortázar. Pero podría agregar que Una novela de mil páginas parece más bien una Rayuela sin tablero de dirección (de ahí, creo, tanta insistencia en referirse a trayectos de calles, casi siempre sin salida). “Olivares [¿Olivera?] piensa acerca de si sus respectivas situaciones son intercambiables” (p. 102). Sí, todo es más o menos intercambiable. Pero parece negarse al lector la tentación de reconstruir una trama: “En este punto, la historia se hace una pasta, y cualquiera podría modelarla a su gusto. Pero no es así” (p. 484).
Mencioné a Borges y sugerí una clave en el nombre Brogues, mencionado un par de veces. “Aunque ese país, el de Brogues, quede tan lejos” (p. 13). Es decir, aquí debemos entrar en la “angustia de las influencias”. Si yo tuviera que elegir una (“¿Y puede desprenderse de toda influencia, Revenguren?”, p. 186), preferiría invocar a Néstor Sánchez, sobre todo el de Cómico de la lengua, su última novela: “ya no hay nada que contar, cuando se corta el hilo del habla, comienza el poema en prosa” (p. 658), afirmación que Sánchez hubiera podido suscribir a la perfección, si es que no le pertenece, directamente.
Ahora bien, la tentación de reconstruir una “historia” (comillas obligadas), un campo semántico, una mancha temática (diría Viñas) también es muy grande. Si cediera a ella, diría que aquí se trata del exilio, del exilio posdictadura, un tema poco frecuentado en la literatura argentina. Uno de los pocos fragmentos en primera persona (“¿Qué creí que dejaba atrás cuando me mudaba de país? En medio de mis relaciones personales, con gente, animales, objetos y atmósferas, ¿cómo quedaba parada mi situación como ‘hombre que genera textos’, al decir de Bert Caughan?”. p. 757) resulta central y paradigmático, porque une ambos planos de la novela, los que uno creía que no podían coexistir en ella: lo referencial y lo autorreferencial.
En esta época en que no hay vanguardias (porque todo se presenta como vanguardia, cuando en realidad sigue la lógica de la moda), la novela o las 1.000 páginas de Wapner proponen que el experimentalismo —apelando a una famosa dicotomía de Umberto Eco—, sólo aparentemente más modesto, es posible todavía: “En la culminación del espectáculo, un hombre se hizo presente entre la multitud, unas veinte mil personas, y se quedó quieto, rígido como un tronco, en medio del baile, que llaman, o llamaban, pogo, sin que nada malo le pasase, pero causando un hecho cuya vibración se habrá sentido en alguna parte del mundo” (p. 302; el subrayado es, claro, mío).

(publicado en en el blog Valley of Tears, 24 de noviembre de 2011)

jueves, 3 de noviembre de 2011

La seducción de las masas


(Los años despiadados, de David Viñas,
y La boca de la ballena, de Héctor Lastra)


El cuerpo es traición contra sí mismo
Nicolás Rosa

Es también lo que ocurre, sin voz,
en el “Poema conjetural” o en “El Sur” de Borges,
y con voz en “La fiesta del monstruo”.
El desafío del monstruo se dirige siempre al cuerpo
del hombre de letras y cielos.
Josefina Ludmer



El trabajo que presenté en las jornadas del año pasado (Valle, 2010) se llamaba “El cuerpo y la letra: líderes carismáticos y razón populista (de Facundo a Evo)”. Como su título indica, se trataba de rastrear las figuraciones del líder, y de su ascendencia sobre la masa, en algunos textos literarios de cierta importancia, como Facundo, Los sertones y novelas de la Revolución Mexicana.
Ahora trataré de rastrear el revés de la trama: la seducción que ejerce, no el líder, sino la masa. Sobre quién y de qué manera. Por eso la ambigüedad de la preposición “de” en el título de este trabajo.
Voy a hablar de dos novelas que tienen muchos puntos en común, aunque la separen casi veinte años en cuanto a su fecha de escritura.
Los años despiadados (LAD) se editó en 1956; es la primera novela escrita por Viñas, aunque la segunda publicada (Valverde, 1989: 94 y ss.), y esto es muy importante, porque está dedicada temáticamente a la gran obsesión del escritor, el peronismo, e inaugura muchas de las líneas maestras de su obra. Es un verdadero “comienzo” (beginning), en el sentido de Edward Said (1975), algo que permite una re-construcción a posteriori, más que un inicio meramente temporal.
La boca de la ballena (LBB) se publicó por primera vez en 1973 y fue prohibida al poco tiempo por razones de “moralidad”. Esto no deja de ser curioso, ya que en ese momento había un gobierno peronista, y la novela, sin ser abiertamente peronista, explora sin ninguna condescendencia el interior en descomposición de las clases oligárquicas que produjeron el derrocamiento de Perón.
LAD transcurre en 1951, apogeo del peronismo clásico. Evita aún está viva, y no se avizora ningún final de época, al contrario. (También es el año de publicación en libro del cuento de Cortázar “Casa tomada”, al que LAD alude un par de veces.)[1]
LBB, en cambio, transcurre en 1955, durante la finalización violenta gobierno peronista.[2]
El protagonista de ambas novelas es un chico, un preadolescente. Rubén, en LAD, vive con su hermana y su madre en una casa de departamentos de Buenos Aires, a la que se mudan al principio de la novela, en un movimiento social descendente atribuible al peronismo. El chico de LBB, que narra en primera persona y nunca es nombrado por otros, vive en una familia oligárquica, también venida a menos, pero en San Isidro.
Ambas familias carecen de padre, lo cual es muy significativo en tanto ausencia que es evidentemente llenada por el gran Padre de todos, Perón.[3] 
Por último, y lo más importante, las dos novelas tienen una referencia clara en “El matadero”, de Echeverría.
Como es sabido, “El matadero” ha sido considerado el texto fundante de una tradición narrativa que trata, por un lado, de ejemplificar la dicotomía sarmientina y, por otro, de resolver, si bien precariamente, el problema narrativo-ideológico de “contar al otro”.
Entonces, esta literatura, la “literatura nacional”, como también suele repetirse, empieza con una violación. Y la violación es el acmé de las dos novelas que estoy comentando.
La otredad, ya en Echeverría, se carga con las connotaciones que trazan una línea, una serie literaria que quisiera leer: es una fuente de constante amenaza (a la propia vida, pero asimismo a la integridad de sentido y, también por este lado, a la tranquilidad, a la seguridad); consecuentemente, es un polo de seducción: se desea lo otro, lo que no soy yo mismo, pero —al reconocer en ese otro parte de mí mismo, o a la inversa (y esto está clarísimo en Sarmiento)— se reinstala el verdadero objeto del deseo, la Totalidad perdida.
Entonces, la dicotomía que va a estructurar estos textos es la de amenaza/seducción.
Exactamente el camino que va de LAD a LBB.[4]
El misterio de lo desconocido, lo indefinible, lo opaco, lo indecible (lo incomunicable es fuente de toda violencia, decía por entonces Sartre). Objetivación y exteriorización de lo irracional, lo intuitivo (a veces valorado positivamente tanto desde el pensamiento populista como desde la intelligentsia culposa). En suma, reificación de un polo de una contradicción real ideologizada. Como siempre, bajo la forma de hipóstasis o elipsis, de negación o desplazamiento, reencontramos, más sencillamente, la lucha de clases.
En LAD, desde el título mismo, se plantea una polisemia triangular. Si esos “años despiadados” son los del peronismo y a la vez los de la adolescencia, el texto postula (“transitivamente”) la época peronista como una forma de adolescencia: transición, crecimiento desgarrante y, sobre todo, aparición de lo que está oculto, latente. El peronismo es un país que sale de la infancia y se encamina hacia una adultez cuya forma aparece aún incógnita.
Aquí, el adolescente prototípico es Rubén, con su ambigüedad sexual, sus vacilaciones, su inserción de clase (Sebreli, por esta época, decía que la juventud es un mito de la conciencia burguesa, que el proletariado pasa directamente de la niñez a la adultez). Rubén-Rube-Rubi-el rubio representa esa suerte de “pecado original” de la clase media que Masotta iba a analizar en su libro sobre Arlt. Sus relaciones con Mario, el “morocho”, el hijo del portero, son de una dominación aparentemente reversible: si Mario es todopoderoso, hace lo que le da la gana, “se los coje a todos”, Rubén lo domina discursivamente (por ejemplo, en el capítulo VI, donde juegan de acuerdo con sus reglas y logra que Mario se vista de mujer).
Rubén mira al mundo desde arriba, desde su “torre”; su poder es visual, discursivo, ficcional, masturbatorio. “Rubén contemplaba todo desde su rincón. Allí estaba seguro… ‘Nadie me ve’… Se sentía poderoso… Y él veía todo: era invulnerable y podía ser implacable… Desde ahí arriba… algo inesperado para los de allá abajo” (p. 9; subrayado mío).
Pero “conocer desde arriba —le dice Mario, más adelante— no es conocer… Conocer a alguien es haberlo visto de cerca, haberlo tocado…” (p. 112). El lugar de Mario (del peronismo) es la realidad, “las cosas”, el mundo verdadero, sobre todo la calle. Y éste es finalmente el escenario de la violación, que consuma lo no explicitado de “El matadero”, y de alguna manera lo justifica. El peronismo aparece, entonces, no sólo como lo oculto de la sociedad argentina (lo “invisible” de Mallea), sino también como una especie de culpa que la clase media debe —o incluso quiere— expiar. El objeto (inerte, explotable, narrable) que se vuelve sujeto. La mirada desde arriba, correlativamente, se vuelve mirada desde abajo (la posición del que es violado).
Habría que agregar a este esquema sus ratificaciones laterales (o no tanto), especialmente en el personaje de Ofelia, hermana de Rubén, en la que la ambigua fascinación hacia el peronismo está explicitada con otras formas de consumación. Ella concurre a las manifestaciones para experimentar el contacto corporal con las masas y alcanzar una forma de satisfacción libidinal apenas sublimada: “Ahora me siento cansada… pero me gusta” (p. 52).
El texto se construye en base a estas tensiones: el peronismo sigue siendo la masa informe, agresiva, poderosa, inorgánica; pero también síntoma, emergente de una realidad social de cuyas contradicciones la novela quiere hacerse cargo. Esta realidad es vista bajo una forma sartreanamente totalizadora en la que cada elemento puede y debe ser relacionado con otros, y cada nivel tiene su correlato en otro nivel, apuntando hacia la recuperación de un sentido global. De esta manera, la lucha de clases tiene su manifestación en los cuerpos, en la sexualidad,[5] y ésta, por lo tanto, ser metáfora de aquélla.
El peronismo como amenaza, como misterio, como tentación, como seducción. Pero también como un callejón sin salida (salvo imaginarias).
El chico de LBB, igual que Ofelia en LAD, se siente atraído por “el bajo”, la zona pobre que está enfrente de su casa, la mansión familiar en la que se van clausurando habitaciones, para ahorrar. Él pasea por la villa miseria como terreno propio, para aislarse de su familia decadente, pero también para internarse en el descubrimiento de una otredad que resulta al fin reveladora de su propia definición sexual.
“El bajo, Margarita y el pueblo seguían siendo, hasta ese entonces, mi único escape y mi única posibilidad de nuevos descubrimientos” (p. 103); “el bajo es mío” (p. 150). No deja de ser curioso que el chico experimente la relación con el bajo (al que también llaman “el pueblo”) y con sus personajes en los modos de la posesión, de la propiedad. Quizás por esto no hay redención allí; porque —y en la medida en que— no hay (verdadero)  desclasamiento.
El bajo es el infierno, pero también la tentación. Sodoma (como se dice en la novela), con sus múltiples significados y connotaciones.
Al final de la novela, cae el peronismo, y el “pueblo” es parcialmente incendiado (entre otras cosas, como venganza contra la “quema de iglesias”). Cuando el chico pasea por esas ruinas, tratando de recuperar aquello que él creía suyo, lo único que era suyo, ocurre la violación final, definitiva.
Y esta violación final resulta prolegómeno de la muerte (simbólica, ya que se narra desde “después”).
Otra vez, la necesidad de humillarse como para pagar culpas (personales, de clase), pero encontrando en ese mismo gesto un placer que en definitiva realimenta la culpa.



Bibliografía

Avellaneda, Andrés, 1986, “Héctor Lastra. Testimonio, Hispamérica, Año 15, N.º 43, abril (http://www.jstor.org/stable/i20539143).
Lastra, Héctor, 1984, La boca de la ballena, Buenos Aires, Legasa (primera ed., Corregidor, 1973.
Rosa, Nicolás, 1969, “Sexo y novela: David Viñas”, en Crítica y significación, Buenos Aires, Galerna, 1970.
Said, Edward, 1975, Beginnings: Intention and Method, Columbia University Press.
Valle, Pablo, 2010, “El cuerpo y la letra: líderes carismáticos y razón populista (deFacundo a Evo)”, en las Jornadas de Investigación, Instituto de Literatura Argentina, octubre (en prensa).
Valverde, Estela, 1989, David Viñas: en busca de una síntesis de la Historia argentina, Buenos Aires, Plus Ultra.
Viñas, David, 1967, Los años despiadados, Buenos Aires, Ediciones De la Flor (primera ed., Letras Universitarias, 1956).







[1] “Que toda la casa, la calle, toda la ciudad habían sido tomadas” (p. 34)
[2] Sin embargo, o por eso mismo, el narrador llega a decir: “Es que en esos años, el peronismo no era para mí un sistema político sino una cosa natural, un elemento más dentro del mundo en el que había nacido y en el que me tocaba vivir” (p. 212).
[3] Aunque hay algunas sugerencias veladas respecto de un carismático y omnipresente tío Pablo, que quizás sea su padre.
[4] Pasando, para mencionarlo nuevamente, por el primer Cortázar, el de “Ómnibus”, “Casa tomada” y, más que nada, “Las puertas del cielo”, sin excluir la temprana novela, publicada póstumamente, El examen. Podríamos insertar aquí “La fiesta del monstruo”, de Borges-Bioy, pero con otras connotaciones más despiadadas, justamente.
[5] “El cuerpo simboliza la existencia, es la existencia, puesto que actualiza el ser: la hace presente. La novelística de Viñas es, al nivel estructural, una fenomenología del cuerpo, lo que implica, ideológicamente, una descripción completa del cuerpo como tal —la carnalidad orgánica—; del cuerpo y sus relaciones con los otros cuerpos —el cuerpo como existente—; y del cuerpo y sus relaciones con el mundo —la ‘corporalidad’ en situación. (...) La vida corporal y el psiquismo están en estrecha relación. (...) El cuerpo es, pues, el ser y, al mismo tiempo, el mundo (...). En las novelas de Viñas el cuerpo está siempre presente (…). La presencia carnal de los cuerpos es para Viñas la presencia del Mal; su ausencia: la muerte, la negación de la materia, del mundo (…). La corporalidad es la carne en acción, es decir en el tiempo, en la historia” (Rosa, 1969).

(Ponencia en las I Jornadas de Investigación "Latinoamérica, literaura y política. Homenaje a David Viñas", Facultad de Filosofía y letras, Buenos Aires, 13 y 14 de octubre de 2011.)