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miércoles, 19 de octubre de 2011

La cama de Pancho Villa


(dos escenas)

En la primera edición de Cartucho,(1) hay un breve relato que su autora, Nellie Campobello, sacó de la segunda edición. Se titula “Villa” y algunos lo han calificado de “estampa extrañísima”.(2) También es habitual preguntarse por la razón de ese descarte. Entre una y otra edición, se registran numerosos cambios y agregados, que parecen atribuirse a la influencia de Martín Luis Guzmán sobre la autora.
En este caso particular, el del único relato que desaparece en ese interregno de reencuentro personal entre dos grandes escritores “de la Revolución”, podría postularse, preliminar y superficialmente, que se quiso evitar un parangón evidente con una escena célebre de El águila y la serpiente,(3) parangón que voy a hacer en lo que sigue.

Así empieza el relato de Campobello:

Villa aquella mañana estaba de fierro malo. Siempre que llegaba de Canutillo, pasaba en casa de los Franco, una familia —de pelo rojo— que hay en Parral. Mamá iba con mi hermano el mudo y yo, el general no sabía que ella estaba en Parral.

Los tres son llevados a la habitación donde está Villa.

... junto a la ventana, en un colchón tirado en el suelo, estaba el general, se sentó mamá en una silla bajita (de manufactura nacional), él estaba sentado con las piernas tirantes, tenía la gorra puesta.

Veamos una parte del parágrafo de El águila... llamado “Primer vislumbre de Pancho Villa”:

Traspuesto el umbral, Amador había girado sobre su izquierda, escurriéndose por una de las hojas y el cuerpo del soldado. Pani lo seguía. Yo era el último. Luego, a los cuatro o cinco pasos, nos encontramos los tres en el rincón opuesto al de la lámpara: era el más oscuro de todos. Pancho Villa estaba allí.
Estaba Villa recostado en un catre y cubierto con una frazada cuyos pliegues le subían hasta la cintura. Para recibirnos se había enderezado ligeramente.(4)

Las similitudes son obvias.
Es tentador, para empezar, comparar los dos tríos de visitantes del caudillo. Por un lado: la Mamá (fuente de los cuentos-leyenda que contará alguna vez su hija);(5) la hija (precisamente, la futura narradora o, con más precisión, escritora de esos relatos), y el hermanito mudo. Por otro lado: el licenciado Amador; Alberto Pani, exsubsecretario de Madero, que le cuenta a Villa la historia de la muerte del Mártir, y el narrador, Martín Luis Guzmán.(6) Éste será quien permanezca mudo en toda la escena, como la narradora (de manera temporaria) y el hermanito de la narradora (de manera permanente). Pero es el encargado de transmitir la historia, como lo será la niña-adolescente, función similar a la que, en el transcurso de la escena, cumple Pani recordando a Madero. ¿Y la Mamá? Ella es la voz cantante, sin duda: “Algo dijo mamá... Aquella mañana mamá pudo dejar caer sobre Villa unas palabras de ánimo”;(7) en esto se parece a Pani. Aunque, creo, algo tiene también de Amador(a).
Pero los triángulos también pueden desarmarse (y es mejor así). Porque en todo Cartucho hay una gran ausencia: el padre. Y, si bien es demasiado evidente que este lugar lo ocupa el general Villa, no lo es mucho menos que también es un lugar ideal para que ocupe Guzmán (que de hecho lo va a hacer en sus enigmáticas relaciones con una mujer de por sí enigmática como lo fue Nellie Campbell-Campobello).(8)
Sigue ésta:

Cuando Villa estaba enfrente sólo se le podían ver los ojos, sus ojos tenían imán, se quedaba todo el mundo con los ojos de él clavados en el estómago.

El impacto inaudito de la mirada de Villa, su voz, su apostura física en general son lugares comunes de la “bibliografía villista” (a favor o en contra). Cifra por excelencia del poder carismático.(9)
En el fragmento de Guzmán, también aparece el tema de los ojos, varias veces, pero de manera tal vez anodina o esquiva:

Amador pronunció frases de presentación tan sinuosas como largas. Villa lo escuchó sin parpadear... Los rayos de la lámpara venían a darle de lleno y a sacar de sus facciones brillos de cobre en torno de los fulgores claros del blanco de los ojos... Su postura, sus gestos, su mirada de ojos constantemente en zozobra denotaban un no sé qué de fiera en el cubil...

Porque en esta escena lo corporal pasa por otro lado:

Luego Amador se calló en seco, y Villa, sin contestar, mandó que el soldado acercara sillas; pero como de éstas, por lo visto, sólo había dos, dos trajo el soldado: las ocuparon Amador y Pani. Yo, a invitación de Villa, me había sentado ya en el borde del lecho, a medio jeme del cuerpo que lo ocupaba. El calor de los cobertores penetró mi ropa y me llegó a la carne.

Antes de analizar esta perturbadora escena, prestemos atención a la cuestión de las sillas. En el primer caso, “se sentó mamá en una silla bajita (de manufactura nacional)”; en el segundo, también hay escasez de mobiliario, lo que acentúa la austeridad del entorno y la forma de vida del caudillo. (Hay que resaltar, incluso, que el episodio de Guzmán transcurre durante una etapa de apogeo de Villa, mientras que en el Campobello el general ya está permanentemente en retirada, perseguido por los carrancistas. En ambos casos, queda clara la precariedad de la situación del único caudillo revolucionario que no aprovechó los “frutos —políticos— de la revolución”.)
Pero, más que nada, interesa anotar cómo Guzmán se ve forzado a sentarse en el borde del lecho mismo, casi en contacto corporal con Villa,(10) mientras Mamá consigue un lugar más alejado, acorde con su condición de mujer, y de viuda, pero prácticamente a la misma altura que el caudillo. O un poco, apenas, más arriba: “... levantó los ojos hasta mamá; todo él era dos ojos amarillentos medio castaños, le cambiaban de color en todas las horas del día” (el subrayado es mío).
Otra vez los ojos; y aquí, como equivalente bien perceptible del “calor” corporal que le llega a “la carne” a Guzmán. (Recordemos que “todo el mundo” se quedaba “con los ojos de él clavados en el estómago”.) Y, donde Guzmán lee (o quiere leer) “zozobra”, Campobello, y quizás su madre, leen sutiles cambios de color que dejan transparentar los correlativos cambios de ánimo del hombre que rige sus destinos, con arbitrariedad pero también con benevolencia.
Hasta aquí la “puesta en escena”, digamos, la significativa ubicación de los “actores”. ¿Qué se habla entre ellos?
En Guzmán:

... por más de media hora nos entregamos a una conversación que puso en contacto dos órdenes de categorías mentales ajenas entre sí. A cada pregunta o respuesta de una y otra parte, se percibía que allí estaban tocándose dos mundos distintos y aun inconciliables en todo, salvo en el accidente casual de sumar sus esfuerzos para la lucha. Nosotros, pobres ilusos (...), habíamos llegado hasta ese sitio cargados con la endeble experiencia de nuestros libros (...) Veníamos huyendo de Victoriano Huerta (...) a caer en Pancho Villa, cuya alma, más que de hombre, era de jaguar: jaguar en esos momentos domesticado para nuestra obra, o para lo que creíamos ser nuestra obra; jaguar a quien, acariciadores, pasábamos la mano sobre el lomo, temblando de que nos tirara un zarpazo (subrayados míos).

Mamá también llega ante Villa cargada con escritura: “Algo dijo mamá. Algo le contestó. Luego le dio un pliego escrito en máquina. Villa se tardó mucho, mucho rato.” No sabemos exactamente qué decía el pliego, aunque se pueden suponer algunas cosas. Sabemos que las palabras de Mamá (las orales o las escritas, o ambas) causan en el general (que estaba “de fierro malo”) un cambio de ánimo, para mejor. Evidentemente, no hubo allí el “contacto” de los mundos “distintos y aun inconciliables” que Guzmán describe acudiendo, paradójica y quizás involuntariamente, al campo semántico de lo físico-corporal. En Cartucho, en cambio, a través del “solo” contacto visual, Mamá y Villa logran la comunicación profunda que la hija va a consagrarse a narrar en todo el resto del libro (y quizás en todo el resto de su obra).
Falta algo. Por qué no volver sobre alguna otra hipótesis acerca del retiro del fragmento en la segunda edición del libro. En este sentido, podría postularse que Nellie Campobello resigna su “Villa” para que predomine (el de) Martín Luis Guzmán;(11) pero también para obliterar la exhibición demasiado ostensible de un deseo, el de su madre, doblemente inadecuado: porque es el de su madre y porque, quizás, es el propio.


Notas

(1) La primera edición es de 1931. La segunda, de 1940, en la editorial de Rafael Giménez Siles y Martín Luis Guzmán. “Quizás no sabremos nunca qué pasó entre 1931 y 1941... Lo que fue, fue muy complejo”, dice Jorge Aguilar Mora en su Prólogo a la reciente edición de Era (México, 2000). Cito por ésta.
(2) Aguilar Mora, ob. cit. Excurso: el carácter episódico de las principales “novelas” de la Revolución Mexicana (Cartucho, El águila y la serpiente, Los de abajo), además de la proliferación de libros anecdóticos y memorialísticos (cf. Anécdotas de la Revolución, de José Ramos, y Memorias de un espectador, de José Fuentes Mares, por ejemplo), podría atribuirse —con cierta obviedad quizás— a las dificultades de abarcar un proceso cuya complejidad, por otra parte evidente, se resiste a las totalizaciones. El letrado no puede o no quiere entender; el subalterno, aparentemente, no lo necesita (cf. el personaje central de Los de abajo, Demetrio Macías, y su resistencia a intelectualizar su adhesión revolucionaria).
(3) Publicada en Madrid en 1928 o 1929, según las bibliografías disponibles. Cito por la edición de La Oveja Negra (Bogotá, 1985).
(4) Este episodio es analizado, desde una perspectiva distinta pero muy inspiradora, por Horacio Legras, “Martín Luis Guzmán: el viaje de la revolución”, MLN 118 (2003), pp. 427-454
(5) Célebre dedicatoria de Cartucho: “A Mamá, que me regaló cuentos verdaderos en un país donde se fabrican leyendas y donde la gente vive adormecida de dolor oyéndolas.” Ver también el fragmento llamado “Los hombres de Urbina”, donde la madre lega a su hija el conocimiento de los hechos y la misión de contarlos: “Narrar el fin de todas sus gentes era todo lo que le quedaba.”
(6) En realidad, el narrador sólo es llamado “Luisito”; esto ocurre en otro episodio del libro, y es justamente Alberto Pani quien lo denomina así.
(7) Las “palabras de ánimo” que Mamá logra dar a Villa son simétricas de las que Guzmán utiliza para desarmarlo, en otra famosa escena de El águila... (ver Horacio Legrás, ob. cit., pp. 449-452). Sería muy arriesgado, sin embargo, proponer que se juegan en esta oposición dos figuras de intelectual, el que anima (orgánico) y el que desarma (ilustrado). La tentación de, además, atribuir esta dicotomía a los géneros involucrados es demasiado desproporcionada.
(8) “¡Ahora sí ganamos! ¡Ya tenemos hombre!”, le había dicho Vasconcelos a Guzmán, refiriéndose por supuesto a Villa. Y Guzmán, luego de recordar/repetir la frase de Vasconcelos, tras la escena del catre, se dice, como extasiado: “¡Hombre!... ¡Hombre!” Por otra parte, antes de retirarse de la presencia de Mamá y sus dos hijos, dice Villa: “Hoy soy el padre de todas las viudas de mis hombres.”
(9) Sólo como asociación libre, recuerdo esa escena de Un día muy particular en que el personaje de Sofia Loren recuerda un encuentro personal con Mussolini: él iba a caballo y la mira fijamente; en ese momento, ella sabe que está embarazada. Eugenio Gaburri y Laura Ambrosiano, en Aullar con los lobos. Conformismo y reverie (Buenos Aires, Lumen, 2006), cuentan el caso de una paciente cuya madre afirmaba respecto de su marido: “Bastaba que me mirase para hacerme quedar embarazada.”
(10) El calor que percibe Guzmán es paralelo al que va a percibir cuando reciba la pistola de Villa de sus propias manos, más adelante: “Luego, en medio de un silencio general, me entregó la pistola, con canana y todo. Al sentir en mis manos aquel peso, tibio aún, me estremecí...” (Juro que no intento erotizar —o falicizar— innecesariamente las escenas analizadas, que en ese sentido hablan por sí solas.)
(11) Se cree que Nellie facilitó a Guzmán mucha de la documentación que éste usaría en sus contradictorias Memorias de Pancho Villa.

(Escrito para las Jornadas de Historia de México, Rosario, octubre de 2006. Publicado en la revista digital Aurora Boreal, Dinamarca, julio de 2009)

martes, 11 de octubre de 2011

El cuerpo y la letra: líderes carismáticos y razón populista (de Facundo a Evo)


En trabajos anteriores, más o menos recientes, me he ocupado de:
1. El saber del baqueano, como opuesto al saber letrado. El primero, dependiente de un paradigma indiciario, considerado primitivo, es degradado y desprestigiado, pero a la vez utilizado, aprovechado por el segundo, cargado con el prestigio ambiguo de lo simbólico; operación que sencillamente, entre otras cosas, consiste en apropiarse de un saber ajeno para dominar y, en última instancia, borrar a ese mismo sujeto que sabe.[1]
2. La relación erótica o libidinal con el líder, figurada en escenas que tienen lugar frente o sobre la propia cama de Pancho Villa, el héroe-bandido de la Revolución Mexicana (Valle, 2009). Estas escenas están en las novelas autobiográficas El águila y la serpiente, de Martín Luis Guzmán, y Cartucho, de Nellie Campobello.[2]
En este nuevo trabajo, continuación y a la vez comienzo, voy a tratar de unir ambas líneas de investigación, con el objeto de reflexionar sobre cómo se imbrican esas formas consideradas primitivas del saber con la corporalidad de los sujetos que las portan, y cómo la degradación de aquéllas es el correlato de la degradación de éstos, aun en una operación que no carece de incoherencias y ambigüedades.
Para Sarmiento, como ya sabemos, el baqueano, el rastreador son figuras características de la pampa, zona bárbara por excelencia; pero figuras que destacan por capacidades sin duda extraordinarias, y hasta muy útiles en su reducido ámbito de incidencia, aunque siempre provoquen un plus de desconfianza, ya que se depende de ellos, y su lealtad siempre suscita un (lógico) interrogante. Acá aparece de una manera emblemática el “desacuerdo entre saberes”, como lo llama Graciela Montaldo (2010: 31), puesto que, por un lado, si Sarmiento expresa cierta admiración (con reticencias, pero admiración al fin), por esos personajes, por otro lado, no deja de concluir que sus habilidades están fatalmente condenadas a ser remplazadas por los saberes ilustrados; por, en definitiva, la ciencia europea, ese pleonasmo.
Como he analizado con más detalle en los artículos antes citados, el baqueano (y, por extensión, el gaucho, se podría decir) posee un saber indiciario, intuitivo, poco menos que irracional: corporal. Un saber que se transmite de padres a hijos, por imitación, casi biológicamente (en un extremo, reforzado a rebencazo limpio; recuérdese la famosa escena de Don Segundo Sombra: “¡Hacete duro, muchacho!”).[3] Este saber debe ser sustituido por el saber simbólico del letrado, del intelectual, del cartógrafo, del ingeniero, etc.[4] El saber simbólico se transmite por la letra, el libro, el mapa; es el “capitalismo de imprenta” del que habla Benedict Anderson (1997), que produce una nueva mitificación, la ilusión (ideológica) de que es infinitamente distribuible, un saber “al alcance de todos”: democrático en un nuevo sentido, no peyorativo, pero que pretende ignorar u ocultar sobre qué ruinas y sobre qué exclusiones se asienta.
En esta operación, culturalmente muy compleja, el (saber del) cuerpo es degradado como ligado a lo irracional y lo afectivo: opuesto al espíritu, al logos, a la palabra escrita. Se trata, entre otras cosas, de neutralizar, por desprestigio, el saber del subalterno y, al mismo tiempo, construir imaginariamente un espacio[5] que pueda ser un locus enunciativo[6] del saber ilustrado, el cual poco a poco va ocupando todo el territorio (de legitimación y, por ende, de dominación) posible. El baqueano no deja de ser una especie de niño[7] que debe crecer; o también, un animal, cosa que veremos a continuación.
Propongo lo siguiente: si las escenas de la cama de Pancho Villa configuran un extremo, una cifra del poder carismático basado en la corporalidad, la mirada es una condensación aun mayor.
Desde su cama, Pancho Villa da órdenes, organiza sus campañas, atiende pedidos, explica sus posiciones. Paradójicamente, en una inactividad casi total (producto del cansancio, lo cual no deja de implicar y evocar la actividad anterior, y la posterior),[8] la inercia del cuerpo lo muestra en la cúspide de su poder, como un rey en un trono plebeyo. Su engañosa inmovilidad es la de un animal al acecho. Y toda la amenaza se concentra en su mirada felina, tantas veces evocada en las novelas de la Revolución.[9]
Cuando Villa estaba enfrente sólo se le podían ver los ojos, sus ojos tenían imán, se quedaba todo el mundo con los ojos de él clavados en el estómago (...) todo él era dos ojos amarillentos medio castaños, le cambiaban de color en todas las horas del día (de Cartucho).
Amador pronunció frases de presentación tan sinuosas como largas. Villa lo escuchó sin parpadear... Los rayos de la lámpara venían a darle de lleno y a sacar de sus facciones brillos de cobre en torno de los fulgores claros del blanco de los ojos... Su postura, sus gestos, su mirada de ojos constantemente en zozobra denotaban un no sé qué de fiera en el cubil... (de El águila y la serpiente).

El tópico de la mirada campea sobre muchos textos de los que he considerado anteriormente.Por ejemplo, en Los sertones, los ejemplos pueden multiplicarse:

... E surgia na Bahia o anacoreta sombrio, cabelos crescidos até aos ombros, barba inculta e longa; face escaveirada; olhar fulgurante; monstruoso, a sua fisionomia estranha: face morta, rígida como uma máscara, sem olhar e sem risos; pálpebras descidas dentro de órbitas profundas (...). Tinha, entretanto, ao que parece, a preocupação do efeito produzido por uma ou outra frase mais decisiva. Enunciava-a e emudecia; alevantava a cabeça, descerrava de golpe as pálpebras; viam-se-lhe então os olhos extremamente negros e vivos, e o olhar —uma cintilação ofuscante... Ninguém ousava contemplá-lo. A multidão sucumbida abaixava, por sua vez, as vistas, fascinada, sob o estranho hipnotismo daquela insânia formidável. (...) torso dobrado, fronte abatida e olhos baixos, Antônio Conselheiro aparecia. Quedava longo tempo, imóvel e mudo, ante a multidão silenciosa e queda. Erguia lentamente a face macilenta, de súbito iluminada por olhar fulgurante e fixo. E pregava.[10]
Algunos párrafos de Facundo son curiosamente parecidos:
... su cólera era la de las fieras: la melena de sus renegridos y ensortijados cabellos caía sobre su frente y sus ojos, en guedejas como las serpientes de la cabeza de Medusa; su voz se enronquecía, y sus miradas se convertían en puñaladas. (...) todos los concurrentes se habían escurrido, uno a uno, al leer en la mirada siniestra de Quiroga que aquélla era la última postura (...). Sus ojos negros, llenos de fuego y sombreados por pobladas cejas, causaban una sensación involuntaria de terror en aquellos sobre quienes, alguna vez, llegaban a fijarse; porque Facundo no miraba nunca de frente, y por hábito, por arte, por deseo de hacerse siempre temible, tenía de ordinario la cabeza inclinada y miraba por entre las cejas, como el Alí-Bajá de Monvoisin.
Pero también en Campaña en el Ejército Grande hay un fragmento, dedicado a Urquiza, donde se une la cuestión de la mirada con la cuestión del saber y del mando:
Daba impulso a aquel extenso y variado campo de acción la mirada eléctrica del General en Jefe que, situado en una eminencia, dominaba la escena, inspirando arrojo a los unos y a todos actividad y entusiasmo.
Es que la mirada es la cifra del poder carismático, basado en una relación personal imaginaria. Veamos, de una manera resumida, cómo funciona esto.
En el líder carismático, como en cualquier otra forma de representación política, se instala un dilema, una tensión entre los dos sentidos de esta palabra (el político y el retórico), que quizás convendría mantener separados.[11] Dilema, o tensión, por un lado, porque se pretende cancelar la distancia implícita inevitablemente en ella, ya que toda representación es parcial (si no, sería una identidad).[12] Evo Morales dice en Jefazo: “Queremos votar por nosotros mismos” (p. 129); en el contexto, se entiende lo que quiere decir, por supuesto, pero la misma estructura de la frase quiere encubrir y, en vez, exhibe un desdoblamiento inevitable. El líder, entonces, pasa a representar a su pueblo de manera metafórica: es como su pueblo (la “chompa” de Evo). Y adquiere –en forma excelsa, o por antonomasia– algunas de sus virtudes, por ejemplo, las del baqueano-rastreador.
Si Rosas conocía el sabor de cada pasto de la pampa, y Facundo el nombre y la historia de cada uno de sus soldados (como Napoleón),[13] también Pancho Villa exhibe esos saberes. Pueden, entonces, prescindir de los guías, porque ellos saben más, no los necesitan, y evitan así ser engañados. Es decir, evitan ser ellos mismos representados. También pueden engañar mejor, o por lo menos desorientar a sus enemigos, pero también a sus mismos seguidores, sus representados.
Durante todos estos años [Villa] aprendió a no confiar en nadie. Cuando hacía sus jornadas secretas a través del país con un acompañante leal, acampaba a menudo en un lugar despoblado y allí despedía a su guía; dejaba una fogata ardiendo y cabalgaba toda la noche para alejarse de su fiel acompañante. Así fue cómo Villa aprendió el arte de la guerra; y hoy, en el campo, cuando llega el ejército para acampar en la noche, Villa tira las bridas de su caballo a un asistente, se echa el sarape sobre los hombros y se va, solo, a buscar el abrigo de los cerros. Parece que nunca duerme. En medio de la noche se presenta de improviso en cualquier parte de los puestos avanzados, para ver si los centinelas están en su lugar; cuando retorna en la mañana, viene de una dirección distinta. Nadie, ni siquiera el oficial de mayor confianza en su Estado Mayor, conoce nada de sus planes hasta que está listo para entrar en acción (Reed, 1971).
No hay árbol, ni una peña, ni una cerca de piedras que yo no conozca. Sé dónde hay cuevas, y de dónde sale el agua buena para beber. Me amarras una venda, me llevas y me dejas en mitad de un cañón, que no se vea más que un cerro para un lado y otro para otro, y te digo dónde estoy. No hay una vereda por donde no haya caminado, y cuando me salgo de ellas, nadie puede seguirme (...). Y así como yo conozco el campo, el campo me conoce a mí... (Rafael Muñoz, ¡Vámonos con Pancho Villa!).
Los ejemplos se pueden multiplicar.
El desprecio por este tipo de saberes (o su sobrevaloración paradójica) es correlativo del tradicional desprecio por el llamado populismo. Remito para esto a toda la primera parte del libro de Ernesto Laclau La razón populista (2005), que pasa revista a las teorías tradicionales sobre este tema. No puedo resumir aquí las complejas teorías del politólogo argentino (que además deben siempre ponerse en relación con su clásico posmarxista Hegemonía y estrategia socialista), pero trataré de destacar dos aspectos que tienen que ver con la dirección de mi trabajo: la verdadera función del líder y la importancia de la dimensión afectiva.
Tradicionalmente, se atribuyeron al líder carismático-populista las capacidades, más o menos equivalentes o correlativas, de sugestión y de manipulación de las masas. Pero, como bien dice Laclau (2005), esto, aunque fuera cierto, deja por explicar cómo y por qué se pueden producir tales operaciones (por otro lado, más o menos similares, o mutuamente implicadas): “La unificación simbólica del grupo en torno a una individualidad –y aquí estamos de acuerdo con Freud– es inherente a la formación de un pueblo.” En primera instancia, entonces, es el “nombre del líder” el que unifica (siempre provisoriamente) las demandas equivalentes que constituyen la lógica estructural populista: “Encarnar algo sólo puede significar dar un nombre a lo que está siendo encarnado...”. Pero esto no se completaría sin la investidura afectiva libidinal (amor u odio) que fundamenta el proceso de significación: “... pero como lo que está siendo encarnado es una plenitud imposible..., la entidad ‘encarnadora’ se convierte en el objeto pleno de investidura catéctica”. Proceso que nunca es completo, por eso puede cambiar en cualquier momento. Y por eso representante y representados se configuran mutuamente.
Este rodeo por lo libidinal-afectivo (que rocé en el trabajo sobre “la cama de Pancho Villa”) nos reconduce al tema del cuerpo del líder y sus saberes respectivos, encarnados, precisamente, de manera privilegiada, en las formas de su mirada: magnética, fulgurante, eléctrica, vacilante y a la vez súbitamente penetrante; ojos que son como imanes o puñales, que no miran de frente o se abren bruscamente, y que pueden “ver” incluso detrás de una venda (porque es todo el cuerpo el que “ve”), y abarcan más de lo que puede ponerse en palabras, revelando así la carencia fundamental de lo simbólico.
Para terminar, por ahora. Los saberes ilustrados (de izquierda y de derecha) suelen despreciar este saber iletrado, corporal, libidinal, propio de ciertos populismos; los logros de estos últimos suelen ser calificados, paradójicamente, de meramente “culturales” o, en este otro sentido, “simbólicos” (la política social del peronismo es un buen ejemplo), como si las transformaciones materiales y las imaginarias fueran por sendas totalmente distintas.[14] Intenté empezar a mostrar que ambas cosas están imbricadas de varias maneras, y que el cuerpo del líder es el punto nodal de aparición y de fuga de estas maneras.

Bibliografía
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[1] Valle (2008a). Con algunas variantes, Valle (2008b).
[2] Hay escenas parecidas en el libro de crónicas periodísticas México insurgente, de John Reed: “Lo he visto con frecuencia cabizbajo en su catre, dentro del reducido vagón rojo en que viajaba siempre, contando chistes familiarmente con veinte soldados andrajosos tendidos en el suelo, en las mesas o las sillas. (…) A la mañana siguiente fui a ver a Villa a su carro. Era un vagón rojo, con cortinas de saraza en las ventanas; el famoso y reducido carro que Villa ha usado en todas sus andanzas desde la caída de Juárez. Estaba dividido por tabiques en dos cuartos, la cocina y la recámara del general. Esta pequeña habitación, de poco más de tres por siete metros, era el corazón del ejército constitucionalista. (...) Dos literas doble ancho de madera plegadas contra la pared, en una de las cuales dormía Villa y el general Ángeles; en la otra, José Rodríguez y el doctor Raschbaum, médico de cabecera de Villa. Era todo... —¿Qué desea, amigo? —dijo Villa, sentándose al extremo de la litera, en paños menores color azul. Los soldados que holgazaneaban en torno, indolentes, me hicieron un sitio” (1971, passim; los subrayados son míos).
[3] Fin del capítulo VIII. El rebencazo es, en un oxímoron, “casi insensible”. Y Fabio agrega “creí haber reconocido la voz de Don Segundo”. ¿Quién otro iba a ser? Pero esta duda refleja la impersonalidad de la operación: es la misma pampa la que golpea, la que enseña.
[4] Estos temas han sido brillantemente elaborados en el reciente libro de Fermín Rodríguez (2010). Por otro lado, no me parece casual que Euclides Da Cunha fuera “ingeniero militar”; remito, para ello, a Valle (2009: 11). Luego del éxito de este libro, Euclides es enviado como perito agrimensor para saldar los conflictos limítrofes entre Perú, Bolivia y Brasil. Ver Da Cunha (1975).
[5] Para el tema del espacio, desde el punto de vista de un brillante geógrafo contemporáneo, ver Milton Santos (1988): “O espaço não é nem uma coisa, nem um sistema de coisas, senão uma realidade relacional: coisas e relações juntas. Eis por que sua definição não pode ser encontrada senão em relação a outras realidades: a natureza e a sociedade, mediatizadas pelo trabalho. Não é o espaço, portanto, como nas definições clássicas de geografia, o resultado de uma interação entre o homem e a natureza bruta, nem sequer um amálgama forma pela sociedade de hoje e o meio ambiente. O espaço deve ser considerado com um conjunto indissociável de que participam, de um lado, certo arranjo de objetos geográficos, objetos naturais e objetos sociais, e, de outro, a vida que os preenche e os anima, seja a sociedade em movimento. O conteúdo (da sociedade) não é independente, da forma (os objetos geográficos), e cada forma encerra uma fração do conteúdo. O espaço, por conseguinte, é isto: um conjunto de formas contendo cada qual frações da sociedade em movimento As forma, pois têm um papel na realização social.”
[6] Para la construcción de este espacio privilegiado desde el cual se puede enunciar “la Verdad” (imperialista, colonial, dominante), ver varios trabajos de los últimos años de Walter Mignolo; entre ellos: “Espacios geográficos y localizaciones epistemológicas: la ratio entre la localización geográfica y la subalternización de conocimientos”, “Postoccidentalismo: el argumento desde América latina” (ubicables en Internet), y su confluencia en Mignolo (2007).
[7] “Ahora es interesante verlo leer, o más bien, oírlo, porque tiene que hacer una especie de deletreo gutural, un zumbido con las palabras en voz alta, como si fuera un pequeño que apenas puede o empieza a leer”, dice John Reed (1971) sobre Pancho Villa.
[8] “Parece que nunca duerme” (otra vez Reed).
[9] La animalización de los seres humanos en estos sistemas metafóricos es el correlato de la naturalización de la historia, como bien han advertido los teóricos poscoloniales: “... metáforas que asimilan las sublevaciones campesinas con fenómenos naturales: estallan como tormentas de truenos, se mueven como terremotos, se extienden como incendios de monte, se contagian como epidemias” (Guha, 1997). Mientras escribo esto (domingo 12/9/2010), leo en Clarín una nota de Eduardo Van der Kooy en la que dice que el piquetero Luis D’Elía “abandonó su madriguera”.
[10] “... Y surgía en Bahía el anacoreta sombrío, de cabellos crecidos hasta los hombros, barba inculta y larga; rostro como calavera; mirada fulgurante (...) su extraña fisionomía: rostro muerto, rígido como una máscara, sin mirada y sin sonrisa; párpados caídos, dentro de órbitas profundas (...). Tenía, sin embargo, por lo que parece, preocupación por el efecto producido por una o otra frase más decisiva. La enunciaba y enmudecía; levantaba la cabeza, abría de golpe los párpados; se le veían entonces los ojos extremadamente negros y vivos, y la mirada: una cintilación ofuscante... Nadie osaba contemplarlo. La multitud apabullada bajaba, a su vez, la vista, fascinada, bajo el extraño hipnotismo de aquella formidable insania. (...) torso doblado, frente abatida y ojos bajos, Antonio Conselheiro aparecía. Se quedaba largo tiempo, inmóvil y mudo, ante la multitud silenciosa. Erguía lentamente el rostro macilento, súbitamente iluminado por una mirada fulgurante y fija. Y predicaba” (mi traducción).
[11] Los dos significados “están relacionados pero son irreductiblemente discontinuos”, señala Gayatri Spivak en su ya canónico artículo “¿Puede hablar el subalterno?” (1988).
[12] “... ¿qué entraña el proceso de representación? En esencia, la fictio iuris de que alguien está presente en un sitio en el que se encuentra materialmente ausente. La representación es el proceso por el cual alguien (el representante) ‘sustituye’ y, al mismo tiempo, ‘encarna’ al representado. Parecería que las condiciones de una representación perfecta estarían dadas cuando ella es un proceso directo de transmisión de la voluntad del representado, cuando el acto de representación es por entero transparente respecto de esa voluntad. Esto presupone que dicha voluntad esté plenamente constituida y que el papel del representante se agote en su función mediadora. La opacidad inherente a toda sustitución y encarnación debe reducirse al mínimo; el cuerpo en el que cobra lugar la encarnación tiene que ser casi invisible. Sin embargo, en este punto surgen dificultades, ya que ni por el lado del representante ni por el lado del representado prevalecen las condiciones de una representación perfecta; y esto no es consecuencia de lo empíricamente factible, sino de la lógica misma inherente al proceso de representación. (...) En el proceso de representación hay una opacidad, una esencial impureza, que a la vez es condición tanto de la posibilidad como de la imposibilidad. El ‘cuerpo’ del representante no puede reducirse, por motivos esenciales. Una situación de transmisión y rendición de cuentas perfectas en un medio transparente no exigiría representación alguna. (...) ¿Qué ocurre con la representabilidad? Está claro que si no existe un cimiento racional supremo de lo social, la representabilidad total es imposible; pero en tal caso no podemos hablar tampoco de representaciones ‘parciales’ que serían, dentro de sus respectivos límites, cuadros más o menos adecuados del mundo. Si la contingencia radical ha ocupado el terreno del cimiento, todo significado social será una construcción social y no un reflejo intelectual de lo que son las ‘cosas-en-sí’” (Laclau, 1993; subrayados míos).
[13] Y recordemos, a propósito de esto, el escepticismo de Valentín Alsina al respecto. Ver “Notas de Valentín Alsina al libro Civilización y barbarie”, en la edición del Facundo de la Biblioteca Ayacucho.
[14] Esto también está desarrollado ampliamente, por la senda de Laclau, en el libro de Alejandro Groppo  (2009).



(Leído en las I Jornadas de investigación “De la Colonia al Tercer Milenio. Literatura latinoamericana”, Buenos Aires, Instituto de Literatura Argentina “Ricardo Rojas”, 23-24 de septiembre de 2010; actas, en prensa)