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miércoles, 19 de octubre de 2011

Terra ignota: saberes e identidades territoriales



The vanishing american

El personaje, la figura del baqueano(1, 1bis) atraviesa gran parte de la literatura latinoamericana del siglo XIX. Con sus variantes más o menos cercanas (el guía, el rastreador, el cazador, el práctico, etc.), es un elemento recurrente con el que fácilmente se puede armar una serie, una isotopía, que a su vez podría remontarse a las crónicas de la conquista ibérica. Y prolongarse hasta bastante avanzado el siglo XX, con, por ejemplo, la novela de la Revolución Mexicana, el indigenismo, etc. Típico, por otra parte, de toda literatura “de frontera”, de exploración, de “aventura” en tierras salvajes (desde el Lejano Oeste al Lejano Oriente).
 Pero, en este trabajo (parte de otro mayor en progreso), me voy a centrar en algunas ocurrencias del siglo XIX latinoamericano y sus inmediaciones, porque es el que se caracteriza por las guerras de independencia, primero, y la búsqueda de consolidación de los Estados nacionales, después.
El caso de Brasil, como se sabe, sigue una cronología (y una dinámica política) desfasada respecto de las naciones hispanoamericanas; sobre todo, las de América del Sur, ya que también en las Antillas (notoriamente, Cuba) las independencias fueron posteriores. Pero por eso mismo es interesante incluir a Brasil en estas notas, porque, en su caso, no importa tanto la simultaneidad como la secuencia de los procesos históricos, aun —mejor aun— con sus particularidades.
 Para empezar, citaré in extenso el fragmento del Facundo en el que Sarmiento describe al baqueano (es en el capítulo “Originalidad y caracteres argentinos”).
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... personaje eminente y que tiene en sus manos la suerte de los particulares y de las provincias. El baqueano es un gaucho grave y reservado, que conoce a palmos veinte mil leguas cuadradas de llanuras, bosques y montañas. Es el topógrafo más completo, es el único mapa que lleva un general para dirigir los movimientos de su campaña. El baqueano va siempre a su lado. Modesto y reservado como una tapia, está en todos los secretos de la campaña; la suerte del ejército, el éxito de una batalla, la conquista de una provincia, todo depende de él.
El baqueano es casi siempre fiel a su deber; pero no siempre el general tiene en él plena confianza. Imaginaos la posición de un jefe condenado a llevar un traidor a su lado y a pedirle los conocimientos indispensables para triunfar. Un baqueano encuentra una sendita que hace cruz con el camino que lleva: él sabe a qué aguada remota conduce; si encuentra mil, y esto sucede en un espacio de mil leguas, él las conoce todas, sabe de dónde vienen y adónde van. (...) En lo más oscuro de la noche, en medio de los bosques o en las llanuras sin límites, perdidos sus compañeros, extraviados, da una vuelta en círculo de ellos, observa los árboles; si no los hay, se desmonta, se inclina a tierra, examina algunos matorrales y se orienta de la altura en que se halla, monta en seguida, y les dice, para asegurarlos: «Estamos en dereceras de tal lugar, a tantas leguas de las habitaciones; el camino ha de ir al Sur»; y se dirige hacia el mundo que señala tranquilo, sin prisa de encontrarlo y sin responder a las objeciones que el temor o la fascinación sugiere a los otros.
Si aún esto no basta, o si se encuentra en la pampa y la oscuridad es impenetrable, entonces arranca pastos de varios puntos, huele la raíz y la tierra, las masca y, después de repetir este procedimiento varias veces, se cerciora de la proximidad de algún lago, o arroyo salado, o de agua dulce, y sale en su busca para orientarse fijamente. El general Rosas, dicen, conoce, por el gusto, el pasto de cada estancia del sur de Buenos Aires.
Si el baqueano lo es de la pampa, donde no hay caminos para atravesarla, y un pasajero le pide que lo lleve directamente a un paraje distante cincuenta leguas, el baqueano se para un momento, reconoce el horizonte, examina el suelo, clava la vista en un punto y se echa a galopar con la rectitud de una flecha, hasta que cambia de rumbo por motivos que sólo él sabe, y, galopando día y noche, llega al lugar designado.
El baqueano anuncia también la proximidad del enemigo, esto es, diez leguas, y el rumbo por donde se acerca, por medio del movimiento de los avestruces, de los gamos y guanacos que huyen en cierta dirección. Cuando se aproxima, observa los polvos y por su espesor cuenta la fuerza: «Son dos mil hombres» -dice-, «quinientos», «doscientos», y el jefe obra bajo este dato, que casi siempre es infalible. Si los cóndores y cuervos revolotean en un círculo del cielo, él sabrá decir si hay gente escondida, o es un campamento recién abandonado, o un simple animal muerto. El baqueano conoce la distancia que hay de un lugar a otro; los días y las horas necesarias para llegar a él, y a más, una senda extraviada e ignorada, por donde se puede llegar de sorpresa y en la mitad del tiempo; así es que las partidas de montoneras emprenden sorpresas sobre pueblos que están a cincuenta leguas de distancia, que casi siempre las aciertan. ¿Creeráse exagerado? ¡No! El general Rivera, de la Banda Oriental, es un simple baqueano, que conoce cada árbol que hay en toda la extensión de la República del Uruguay. (...) El general Rivera principió sus estudios del terreno el año de 1804: y haciendo la guerra a las autoridades, entonces, como contrabandista; a los contrabandistas, después, como empleado; al rey, en seguida, como patriota; a los patriotas, más tarde, como montonero; a los argentinos, como jefe brasilero; a éstos, como general argentino; a Lavalleja, como Presidente; al Presidente Oribe, como jefe proscripto; a Rosas, en fin, aliado de Oribe, como general oriental, ha tenido sobrado tiempo para aprender un poco de la ciencia del baqueano.(2)

Claramente, para Sarmiento, el baqueano, en tanto gaucho inevitable (“insufrible”, podría decir con Bolaño), está del lado de la barbarie. Sin embargo, le atribuye un saber específico, prácticamente infalible y, lo que es más importante, esencial para ciertas funciones. De hecho, de él depende, según dice al principio, la “suerte de los particulares y de las provincias”. En el mismo párrafo, esto se especifica significativamente en “la suerte del ejército, el éxito de una batalla, la conquista de una provincia, todo depende de él”.
Esta dependencia, por supuesto, tiene dos caras; sin necesidad de echar mano de la socorrida (y generalmente mal entendida) “dialéctica del amo y el esclavo”, es evidente aquí que, si se puede confiar en el baqueano, está todo bien; si no... (“no siempre el general tiene en él plena confianza. Imaginaos la posición de un jefe condenado a llevar un traidor a su lado y a pedirle los conocimientos indispensables para triunfar”). Volveré sobre esto, pero es bueno notar que Rosas y Rivera (dos bárbaros, pero destacados) son considerados baqueanos por antonomasia, o bien por extensión. Lo cual confirma, por si era necesario, la permanencia de ambos, y del baqueano, al campo semántico de lo negativo, lo inaceptable, lo que se debe superar.
Desde ya: los elogios de Sarmiento, dentro de una valoración en general positiva, y hasta hiperbólica,(3) son paradójicos. Aprecia, sí, pero también, sutilmente, descalifica. El baqueano, en todo caso, gaucho analfabeto al fin, sólo puede leer los signos de la naturaleza. Y esto implica, desde ya, una escala de valores, previa, claramente definida. Porque hay signos con un estatus superior.
Carlo Ginzburg ha hablado reiteradamente de un “paradigma indiciario”,(4) sistema de conocimiento primitivo que puede ser “rescatado” por modos más modernos y “científicos”. También debo citar in extenso:
Durante miles de años la humanidad vivió de la caza. En el curso de sus interminables persecuciones, los cazadores aprendieron a reconstruir el aspecto y los movimientos de una presa invisible a través de sus rastros: huellas en terreno blando, ramitas rotas, excrementos, pelos o plumas arrancados, olores, charcos enturbiados, hilos de saliva. Aprendieron a husmear, a observar, a dar significado y contexto a la más mínima huella. Aprendieron a hacer complejos cálculos en un instante, en bosques umbríos o claros traicioneros. Sucesivas generaciones de cazadores enriquecieron y transmitieron este patrimonio de saber. [...] “Descifrar”, “leer” las huellas de animales son metáforas. Pero vale la pena tratar de entenderlo literalmente, como la condensación verbal de un proceso histórico que lleva, a través de un espacio de tiempo muy largo, a la invención de la escritura. La misma conexión es sugerida en una tradición china que explica los orígenes de la escritura, y según la cual ésta fue inventada por un alto funcionario que había observado las huellas de un ave en la orilla arenosa de un río. [...] Es legítimo hablar de un paradigma indiciario o adivinatorio orientable hacia el pasado, o el presente, o el futuro, según el tipo de conocimiento invocado. [...] Pero detrás de ese paradigma indiciario o adivinatorio, se vislumbra el gesto quizá más antiguo de la historia intelectual humana: el del cazador agazapado en el barro, examinando las huellas de una presa. [...] En todo caso, estos tipos de saber eran más ricos que lo escrito por cualquier autoridad sobre el tema; no se aprendían en los libros, sino de oídas, en la práctica, observando; apenas si podía darse una expresión formal a sus sutilezas, y no podían reducirse a palabras; eran el legado —en parte común, en parte diversificado— de hombres y mujeres de toda clase. Estaban enhebrados en un hilo común: todos nacían de la experiencia, de lo concreto e individual. Y esa cualidad de concreto era a la vez la fuerza de esa clase de conocimiento y su limitación; no le permitía hacer uso del poderoso y terrible instrumento de la abstracción. [...] La realidad es opaca; pero existen ciertos puntos privilegiados —indicios, síntomas— que nos permiten descifrarla. [...] Se trata de formas de saber que tienden a ser mudas...

Nuestro baqueano, entonces, está limitado, como atrapado, en el paradigma indiciario, más “primitivo”. Un saber silencioso, mudo, por lo tanto casi incomunicable o, en rigor, que sólo se transmite “por contacto”, casi físicamente (biológica o genealógicamente: de padres a hijos). En cambio, por su parte, el ilustrado siempre puede echar mano al “paradigma simbólico”, reputado como superior, y que es capaz, en el límite, de absorber al otro paradigma.(4bis) (Y en general se transmite, o puede transmitirse, entre iguales; aunque en la educación formal también se dé un proceso asimétrico.)
En todo caso, el “progreso” terminará también por hacer inútil la noble pero arcaica sabiduría del baqueano, quien puede ayudar a hacer un mapa (que no podría leer); pero, una vez hecho éste, que es fácilmente reproducible, le sirve al ilustrado “para siempre” (y puede transmitirlo de una manera mediata, impersonal y, en cierto modo, ilimitada). El ilustrado, con su saber simbólico, se apropia del saber indiciario del baqueano, lo transforma y lo utiliza. (Como hace, paralela y correlativamente, con el cuerpo del gaucho en la guerra y con su voz en la poesía gauchesca.)(5)


Militia et sapere

En las memorias de militares, suele aparecer esta problemática. Especialmente, es útil referirse a las del general Paz, uno de los más lúcidos. Paz se queja, permanentemente, de que en el país no hay “cartas geográficas” que puedan guiarlo en sus campañas, y mucho más se lamenta de tener que confiar en sus prácticos, paisanos que nunca se sabe bien de qué lado están (pero sí se sabe, porque para ellos, en el fondo, hay un solo lado).
En un momento, escribe Paz: “No puedo juzgar de la operación en cuestión con exactitud, porque ni conozco los lugares (en nuestro país no puede hacerse consultando las cartas geográficas, porque no las hay y mucho menos topográficas)...” No hay cartas geográficas como (antes ha dicho) casi no hay libros: le resulta casi imposible conseguirlos en la cárcel.
“La realidad es opaca.” Por supuesto. Pero esto no obedece sólo a circunstancias “naturales”, sino también a condiciones históricas. Los sujetos de la percepción, obvio es decirlo, son históricos. Y la mirada del ilustrado es tan eficaz a veces como inútil otras. En ciertas ocasiones, ni siquiera sabe dónde está, quién es el enemigo.(6) Lo que le juega en contra, de hecho, es la historia. Su historia, la del país, en lo que tienen de paralelas y de, inevitablemente, contradictorias. (De hecho, Paz cae prisionero, en el apogeo de su campaña, luego de sus simbólicas victorias frente a las montoneras de Quiroga y cuando se dispone a marchar sobre López, precisamente porque la partida de este último que lo atrapa tenía las mismas divisas que sus propios ejércitos.)
Una variante conocida de todo esto es (la que podríamos llamar) la actitud-Mansilla. “Lucius Victorius” puede ponerse (según él) de ambos lados, con su proverbial ubicuidad (también, para oponerse a Sarmiento, quien no conocía personalmente lo que describió). Mansilla tiene sus baqueanos, pero él mismo (dice que ) lo es, y acaso mejor. Debe confiar, inevitablemente, en sus lenguaraces, ya que no puede dominar tan fácilmente la lengua indígena; pero conoce muy bien el terreno y puede chequear con esto el conocimiento de sus baqueanos, como para no depender, o depender mucho menos, de ellos.
Lo importante es que, en definitiva, va a trazar los mapas de los que la cartografía carecía casi totalmente hasta su “excursión”. (Mapas que en parte serían usados para el genocidio conocido como “conquista del desierto”; por eso es espeluznante que una “bruja” india lo señale como “precursor”. También debía resultar de ello, como bien se lo reprocha Mariano Rosas, el trazado de líneas férreas: la guerra es sólo una variable de la economía.)
Es oportuno recordar aquí que Benedict Anderson ha estudiado extensamente el papel del mapa en la constitución de la “comunidad imaginada” que resulta ser toda nación:

El mapa mercatoriano, llevado por los colonizadores europeos, empezaba, gracias a la imprenta, a moldear la imaginación de los asiáticos del Sudeste. [...] Hasta el ascenso al poder, en 1851, del inteligente Rama IV [...], sólo dos tipos de mapas existían en Siam [...]. El segundo tipo, totalmente profano, consistía en unas guías diagramáticas para campañas militares y barcos costaneros. [...] En 1882, Rama V estableció una escuela de cartografía en Bangkok. [...] La tarea, por decirlo así, de “llenar” estos recuadros, sería realizada por exploradores, agrimensores y fuerzas militares. En el sudeste de Asia, la segunda mitad del siglo XIX fue la edad de oro de los agrimensores militares-coloniales [...]. Triangulación por triangulación, guerra por guerra, tratado por tratado, avanzó la alineación del mapa y el poder. [...] ‘El mapa se anticipaba a la realidad espacial, y no a la inversa. [...] Un mapa era necesario, ahora, para los nuevos mecanismos administrativos y para las tropas para reforzar sus pretensiones. [...] El discurso de los mapas fue el paradigma dentro del cual funcionaron y sirvieron las operaciones administrativas y militares’ (Thongchai). [...] la aparición, en especial a fines del siglo XIX, de los “mapas históricos”, destinados a demostrar en el nuevo discurso cartográfico la antigüedad de unas unidades territoriales específicas delimitadas con claridad. Por medio de secuencias cronológicamente dispuestas de tales mapas surgió una especie de narrativa político-biográfica del reino, a veces con vastas profundidades históricas.(7)

La ausencia de mapas, remite, entonces, a dos aspectos. Por un lado, paralelamente a la falta de una cultura letrada (un “capitalismo de imprenta”, diría Anderson), alude a un estadio de civilización primitiva —si vale el cuasi oxímoron— que Paz deplora tanto como Sarmiento (aunque menos pomposamente). Por otro, a la realidad de un conglomerado geográfico impreciso, en el que cada provincia o región es un “país”, escasamente unido a las otras, con las cuales muchas veces está separada, más que por accidentes geográficos (o políticos), por aduanas interiores.
Volvamos a considerar aquí, entonces, la importancia del baqueano, o de sus colegas: “La conciencia del saber que posee le da cierta dignidad reservada y misteriosa”, dice Sarmiento del rastreador, y no es para menos. El baqueano era la encarnación misma (para usar una expresión que el sanjuanino hubiera aprobado) de esas condiciones geopolíticas, económicas y perceptivas. Su mirada transforma la opacidad en claridad (saber/poder maravilloso pero que, terriblemente, contribuirá a destruirlo.)


En el (de)sertón

En Los sertones, publicado en 1902, Euclides Da Cunha aporta ampliamente a esta problemática. Una y otra vez señala que los sertones son una “terra ignota”: pero ¿para quién? ¿Son verdaderamente un gran desierto, un desertón? No, claro, si allí vive gente. Son una tierra prácticamente desconocida para “la ciencia” (porque los científicos apenas se han atrevido a ir por allí, y a veces describen lo que conocen sólo de oídas, como Sarmiento); pero también para el Estado nacional, que en un momento clave (la rebelión de Canudos) necesita conocer, como siempre, para dominar. De ahí, nuevamente, la importancia del baqueano, del conocedor del terreno, de aquel capaz de “leer la tierra”.(8)
En efecto, la etimología de la palabra sertão parece remitir a un doble movimiento: una especie de apócope de un aumentativo, de “desertón”, desierto grande. Sea o no sea así, la idea de desierto está presente, y es importante porque, esto evidencia una operación ideológica contundente: el desplazamiento de una noción geográfica y climatológica (“científica”) a una descripción humana, social, y hasta moral.
Euclides apenas conocía personalmente el sertón. Sus descripciones del principio refieren opiniones de científicos y exploradores, generalmente extranjeros, que se animaron a cruzar esa tierra “desconocida”. Pero, cabe preguntarse, ¿desconocida para quién? El tópico de la “terra ignota” aparece una y otra vez a lo largo del libro. Por ejemplo:

Terra ignota
Abordando-o, compreende-se que até hoje escasseiem sobre tão grande trato de território, que quase abarcaria a Holanda (9º11’ — 10º20’ de lat. e 4º — 3º, de long. O.R.J.), notícias exatas ou pormenorizadas. As nossas melhores cartas, enfeixando informes escassos, lá têm um claro expressivo, um hiato, Terra ignota, em que se aventura o rabisco de um rio problemático ou idealização de uma corda de serras.

Es cierto que luego hay observaciones personales del autor, que se superponen a las de los otros, o a veces incluso las contradicen. Pero siempre Euclides parece estar hablando (de hecho, lo está) para un lector ajeno al objeto, “extranjero”, aunque sea de un mismo país. Un lector urbano, letrado. De ahí la problemática construcción de un “nosotros” que contradice su final adscripción a las víctimas de Canudos.
Según Euclides, el sertón no encaja en ninguno de los (tres) climas canónicos descriptos por Hegel. Esta supuesta incongruencia, esta indecibilidad, produce una suerte de distorsión, de sacudimiento permanente en las coordenadas semánticas del texto, donde el oxímoron, la antítesis, el paralelismo forzado se vuelven figuras centrales en un intento (debo agregar “desesperado”) de otorgar inteligibilidad a un objeto cuya “racionalidad” ha sido retaceada desde el principio. Si Canudos es una cidade barbara, el sertón es un infierno y un paraíso a la vez (no sólo por la sucesión de sequías e inundaciones).
El sertón, entonces, se convierte en un terreno inexplicable, desconocido (que sólo puede considerarse “desierto”, insisto, por negación del Otro que lo habita y que muchas veces es, casualmente, su dueño originario). Y este Otro tiene, sí, un conocimiento perfecto, “natural”, de ese terreno extraño para el letrado. De aquí la necesidad de los baqueanos, de los “prácticos”, que pueden “leer la tierra” (“... escriptas numa pagina revolta da Terra que ainda ninguem lêra”, p. 380). Pero apoyarse en este saber del Otro conlleva una amenaza permanente: ¿acaso ese Otro no es el enemigo, potencial o real? ¿Cómo utilizar su experiencia de la tierra, cómo arrancarle su saber, para poder compartirlo (mediante la escritura, código común del letrado) y, en definitiva, emplearlo en su propia dominación y destrucción? Una pregunta fundamental en la ideología de la “organización nacional” de la segunda mitad del siglo XIX.
En este tema de los saberes puestos en juego, como matiz particular de Los sertones nos encontramos con la “mirada del ingeniero” que en definitiva Euclides era. Los ingenieros militares, sus colegas, aparecen varias veces a lo largo del libro, como personajes positivos; especialmente en el apogeo de la lucha, en medio de la derrota, aportando de vez en cuando una racionalidad que las campañas militares no tenían, sometidas a la estulticia de energúmenos como el dostoievskiano Moreira César, con su soberbia (“mañana almorzaremos en Canudos”), su epilepsia y su muerte ante la primera descarga.
La ingeniería (la tecnología) es, por supuesto, para Euclides y para el positivismo, epítome del progreso y la modernización. Aquí, entonces, la visión de Euclides no es del todo pesimista, ni su determinismo ostenta la rigidez propia del positivismo, que era la Idea de la época. (Aunque la referencia pueda parecer exagerada, sobre este tema me gustaría remitir al capítulo “Los ingenieros como ideólogos”, del libro de Jeffrey Herf El modernismo reaccionario. Tecnología, cultura y política en Weimar y el Tercer Reich, Buenos Aires, FCE, 1993.)
Como un aporte lateral: Vargas Llosa, en su versión desencantada (por no decir directamente reaccionaria, ya que estamos), de la guerra de Canudos, ha tratado extensamente esta cuestión. Galileo Gall, el anarco-positivista, sólo posee un saber libresco, hoy inútil; morirá luchando, precisamente, con un baqueano, por el amor de una mujer compartida (figura de la tierra, entre otras cosas: Jurema es su nombre, y el de una planta autóctona).
Finalmente, el saber ilustrado, cuyo paradigma y realización esencial es la tecnología, puede dejar atrás el saber primitivo, en tanto aparezcan nuevos objetos no susceptibles de (re)conocimiento por parte de este último, con varias razones; un grado máximo de abstracción, por ejemplo, o alguna forma de imperceptibilidad.
Sin ir más lejos: un “objeto” muy especial, muy preciado, que está debajo de la tierra:

Del Zulia llegaron los perforadores y mecánicos americanos, amén de dos o tres obreros criollos avezados en la edificación de torres petroleras. Ya la primera de esas torres se alzaba entre los ventarrones. Los equipos de hombres se turnaban incesantemente, noche y día, al pie de sus vigas metálicas o trepados como simios a los travesaños más altos. Los oídos se habituaron al rezongo gangoso del motor diesel que no paraba nunca, que a veces pistoneaba como si fuera a apagarse, pero no se apagaba, sino emprendía su martilleo con mayor brío, como si se supiera fuerza generadora de todo el mecanismo que lo rodeaba. La Compañía tenía la certeza. Una gran cuenca petrolífera nacía en la costa atlántica, entre los dedos de la desembocadura del Orinoco, y se introducía en los llanos orientales de Venezuela como un lanzazo. Las líneas del sismógrafo, los instrumentos que empleaban los geólogos para leer en el mudo corazón de las piedras, el minucioso examen de antiguos caracoles y hojas petrificadas que realizaban los paleontólogos en sus laboratorios, todo indicaba la presencia de henchidos coágulos de jugo negro soterrados en las entrañas de aquella meseta tras siglos y más siglos de cataclismos y transformaciones (Miguel Otero Silva, La oficina N.º 1; subrayado mío).

Sin embargo, en esta novela, así como en Metal del Diablo, la novela de Augusto Céspedes sobre Patiño, “el rey del estaño”, hay como un eco de los antiguos baqueanos, porque suelen aparecen las figuras de algunos expertos capaces de intuir donde se hallan el yacimiento, la veta. Estos expertos, que pueden ser del lugar o técnicos extranjeros, con sus lecturas de una superficie que remite a su propia profundidad (y permite, otra vez, leer lo que está oculto para otros), figuran el conflictivo pasaje entre el saber primitivo y el saber civilizado, del que estuve hablando.


Notas

(*) Una primera versión de este trabajo se publicó en la revista virtual No Retornable, invierno de 2008 (http://www.no-retornable.com.ar).
(1) Por lo general, es horriblemente grondoniano citar a la Real Academia, pero en este caso vale la pena, en cierto sentido, porque la operación reproduce involuntariamente la temática. Baqueano remite a baquiano, que, a su vez, con sus acepciones de “Experto, cursado. / Práctico de los caminos, trochas y atajos. / Guía para poder transitar por ellos”, proviene de baquía (“Conocimiento práctico de las sendas, atajos, caminos, ríos, etc., de un país. / Habilidad y destreza para obras manuales”), cuya etimología es desconocida.
(1 bis) Para la distinción entre “personaje” y “figura”, ver el apartado respectivo, ya canónico, de S/Z, de Barthes.
(2) Fragmento sobre el rastreador: “El más conspicuo de todos, el más extraordinario, es el rastreador. Todos los gauchos del interior son rastreadores. En llanuras tan dilatadas, en donde las sendas y caminos se cruzan en todas direcciones, y los campos en que pacen o transitan las bestias son abiertos, es preciso saber seguir las huellas de un animal, y distinguirlas de entre mil, conocer si va despacio o ligero, suelto o tirado, cargado o de vacío: ésta es una ciencia casera y popular. Una vez caía yo de un camino de encrucijada al de Buenos Aires, y el peón que me conducía echó, como de costumbre, la vista al suelo: «Aquí va -dijo luego- una mulita mora muy buena...; ésta es la tropa de don N. Zapata..., es de muy buena silla..., va ensillada..., ha pasado ayer...» Este hombre venía de la Sierra de San Luis, la tropa volvía de Buenos Aires, y hacía un año que él había visto por última vez la mulita mora, cuyo rastro estaba confundido con el de toda una tropa en un sendero de dos pies de ancho. Pues esto, que parece increíble, es con todo, la ciencia vulgar; éste era un peón de árrea, y no un rastreador de profesión. El rastreador es un personaje grave, circunspecto, cuyas aseveraciones hacen fe en los tribunales inferiores. La conciencia del saber que posee le da cierta dignidad reservada y misteriosa. Todos le tratan con consideración: el pobre, porque puede hacerle mal, calumniándolo o denunciándolo; el propietario, porque su testimonio puede fallarle. Un robo se ha ejecutado durante la noche: no bien se nota, corren a buscar una pisada del ladrón, y encontrada, se cubre con algo para que el viento no la disipe. Se llama en seguida al rastreador, que ve el rastro y lo sigue sin mirar, sino de tarde en tarde, el suelo, como si sus ojos vieran de relieve esta pisada, que para otro es imperceptible. Sigue el curso de las calles, atraviesa los huertos, entra en una casa y, señalando un hombre que encuentra, dice fríamente: «¡Este es!» El delito está probado, y raro es el delincuente que resiste a esta acusación. Para él, más que para el juez, la deposición del rastreador es la evidencia misma: negarla sería ridículo, absurdo. Se somete, pues, a este testigo, que considera como el dedo de Dios que lo señala. Yo mismo he conocido a Calíbar, que ha ejercido, en una provincia, su oficio durante cuarenta años consecutivos. Tiene, ahora, cerca de ochenta años: encorvado por la edad, conserva, sin embargo, un aspecto venerable y lleno de dignidad. Cuando le hablan de su reputación fabulosa, contesta: «Ya no valgo nada; ahí están los niños.» Los niños son sus hijos, que han aprendido en la escuela de tan famoso maestro. Se cuenta de él que durante un viaje a Buenos Aires le robaron una vez su montura de gala. Su mujer tapó el rastro con una artesa. Dos meses después, Calíbar regresó, vio el rastro, ya borrado e inapercibible para otros ojos, y no se habló más del caso. Año y medio después, Calíbar marchaba cabizbajo por una calle de los suburbios, entra a una casa y encuentra su montura, ennegrecida ya y casi inutilizada por el uso. ¡Había encontrado el rastro de su raptor, después de dos años! El año 1830, un reo condenado a muerte se había escapado de la cárcel. Calíbar fue encargado de buscarlo. El infeliz, previendo que sería rastreado, había tomado todas las precauciones que la imagen del cadalso le sugirió. ¡Precauciones inútiles! Acaso sólo sirvieron para perderle, porque comprometido Calíbar en su reputación, el amor propio ofendido le hizo desempeñar con calor una tarea que perdía a un hombre, pero que probaba su maravillosa vista. El prófugo aprovechaba todos los accidentes del suelo para no dejar huellas; cuadras enteras había marchado pisando con la punta del pie; trepábase en seguida a las murallas bajas, cruzaba su sitio y volvía para atrás; Calíbar lo seguía sin perder la pista. Si le sucedía momentáneamente extraviarse, al hallarla de nuevo exclamaba: «¡Dónde te mi as dir!» Al fin llegó a una acequia de agua, en los suburbios, cuya corriente había seguido aquél para burlar al rastreador... ¡Inútil! Calíbar iba por las orillas sin inquietud, sin vacilar. Al fin se detiene, examina unas yerbas y dice: «Por aquí ha salido; no hay rastro, pero estas gotas de agua en los pastos lo indican.» Entra en una viña: Calíbar reconoció las tapias que la rodeaban, y dijo: «Adentro está.» La partida de soldados se cansó de buscar, y volvió a dar cuenta de la inutilidad de las pesquisas. «No ha salido», fue la breve respuesta que, sin moverse, sin proceder a nuevo examen, dio el rastreador. No había salido, en efecto, y al día siguiente fue ejecutado. (...) ¿Qué misterio es éste del rastreador? ¿Qué poder microscópico se desenvuelve en el órgano de la vista de estos hombres? ¡Cuán sublime criatura es la que Dios hizo a su imagen y semejanza!”
(3) Recordar que, en sus notas al Facundo, Valentín Alsina le dice a Sarmiento que todo eso (en especial, lo de Rosas y el “conocimiento por el pasto”) son “cuentos chinos”. En relación con esto: se dice que Evita recordaba perfectamente a todos los que iban a pedirle algo a la Fundación —esas interminables colas, prefiguración de las que visitarían su cadáver expuesto—, de manera que les reprochaba que volvieran. Esto recuerda a Napoleón y a Facundo Quiroga, que conocían a todos sus soldados por el nombre, por lo menos según Sarmiento. Y esa memoria infinita evoca también el atributo de un dios modesto, casi doméstico, pero dios al fin, sujeto natural de la omnipotencia y acaso de la arbitrariedad. (Ver Pablo Valle, “Cine argentino: política, identidad, cuerpo”, en Varios, Ensayos, Buenos Aires, Secretaría de Cultura de la Provincia de Buenos Aires/Corregidor, 2003.)
(4) Por ejemplo, en “Morelli, Freud y Sherlock Holmes: indicios y método científico”, en Eco, Umberto y Sebeok, Thomas A. (eds.), El signo de los tres. Dupin, Holmes, Peirce, Barcelona, Lumen, 1989, pp. 116-163. Ver Mitos, emblemas, indicios. Morfología e historia, Gedisa, Barcelona, 1994.
(4 bis) Brevemente: Charles S. Peirce, fundador de la semiótica, dividía los signos (entre otras clasificaciones) en íconos, índices y símbolos. Ese orden va de menor a mayor importancia; el símbolo se asigna a la “terceridad”, última —y abarcadora— instancia en todo lo que existe.   
(5) Cf. P. Valle, “Guerras de papel: autobiografía y estrategia en las Memorias póstumas del general Paz”, inédito.
(6) Cf. Josefina Ludmer, El género gauchesco. Un tratado sobre la patria, Buenos Aires, Sudamericana, 2000, passim.
(7) Benedict Anderson, “El mapa”, en Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo, traducción de Eduardo L. Suárez, México, FCE, 1993, 1997, pp. 238-249. (Todos los subrayados son míos.)
(8) Euclides Da Cunha, Os sertoes, Río de Janeiro, Francisco Alves, 1940. La expresión aparece en la página 380.
(9) Buenos Aires, Losada, 1961. Agradezco la cita a Mariana Bendahan.


(Leído en las Jornadas de Investigación del Instituto de Literatura Argentina, Facultad de Filosofía y Letras, 24-28 de noviembre de 2008.)


martes, 11 de octubre de 2011

El cuerpo y la letra: líderes carismáticos y razón populista (de Facundo a Evo)


En trabajos anteriores, más o menos recientes, me he ocupado de:
1. El saber del baqueano, como opuesto al saber letrado. El primero, dependiente de un paradigma indiciario, considerado primitivo, es degradado y desprestigiado, pero a la vez utilizado, aprovechado por el segundo, cargado con el prestigio ambiguo de lo simbólico; operación que sencillamente, entre otras cosas, consiste en apropiarse de un saber ajeno para dominar y, en última instancia, borrar a ese mismo sujeto que sabe.[1]
2. La relación erótica o libidinal con el líder, figurada en escenas que tienen lugar frente o sobre la propia cama de Pancho Villa, el héroe-bandido de la Revolución Mexicana (Valle, 2009). Estas escenas están en las novelas autobiográficas El águila y la serpiente, de Martín Luis Guzmán, y Cartucho, de Nellie Campobello.[2]
En este nuevo trabajo, continuación y a la vez comienzo, voy a tratar de unir ambas líneas de investigación, con el objeto de reflexionar sobre cómo se imbrican esas formas consideradas primitivas del saber con la corporalidad de los sujetos que las portan, y cómo la degradación de aquéllas es el correlato de la degradación de éstos, aun en una operación que no carece de incoherencias y ambigüedades.
Para Sarmiento, como ya sabemos, el baqueano, el rastreador son figuras características de la pampa, zona bárbara por excelencia; pero figuras que destacan por capacidades sin duda extraordinarias, y hasta muy útiles en su reducido ámbito de incidencia, aunque siempre provoquen un plus de desconfianza, ya que se depende de ellos, y su lealtad siempre suscita un (lógico) interrogante. Acá aparece de una manera emblemática el “desacuerdo entre saberes”, como lo llama Graciela Montaldo (2010: 31), puesto que, por un lado, si Sarmiento expresa cierta admiración (con reticencias, pero admiración al fin), por esos personajes, por otro lado, no deja de concluir que sus habilidades están fatalmente condenadas a ser remplazadas por los saberes ilustrados; por, en definitiva, la ciencia europea, ese pleonasmo.
Como he analizado con más detalle en los artículos antes citados, el baqueano (y, por extensión, el gaucho, se podría decir) posee un saber indiciario, intuitivo, poco menos que irracional: corporal. Un saber que se transmite de padres a hijos, por imitación, casi biológicamente (en un extremo, reforzado a rebencazo limpio; recuérdese la famosa escena de Don Segundo Sombra: “¡Hacete duro, muchacho!”).[3] Este saber debe ser sustituido por el saber simbólico del letrado, del intelectual, del cartógrafo, del ingeniero, etc.[4] El saber simbólico se transmite por la letra, el libro, el mapa; es el “capitalismo de imprenta” del que habla Benedict Anderson (1997), que produce una nueva mitificación, la ilusión (ideológica) de que es infinitamente distribuible, un saber “al alcance de todos”: democrático en un nuevo sentido, no peyorativo, pero que pretende ignorar u ocultar sobre qué ruinas y sobre qué exclusiones se asienta.
En esta operación, culturalmente muy compleja, el (saber del) cuerpo es degradado como ligado a lo irracional y lo afectivo: opuesto al espíritu, al logos, a la palabra escrita. Se trata, entre otras cosas, de neutralizar, por desprestigio, el saber del subalterno y, al mismo tiempo, construir imaginariamente un espacio[5] que pueda ser un locus enunciativo[6] del saber ilustrado, el cual poco a poco va ocupando todo el territorio (de legitimación y, por ende, de dominación) posible. El baqueano no deja de ser una especie de niño[7] que debe crecer; o también, un animal, cosa que veremos a continuación.
Propongo lo siguiente: si las escenas de la cama de Pancho Villa configuran un extremo, una cifra del poder carismático basado en la corporalidad, la mirada es una condensación aun mayor.
Desde su cama, Pancho Villa da órdenes, organiza sus campañas, atiende pedidos, explica sus posiciones. Paradójicamente, en una inactividad casi total (producto del cansancio, lo cual no deja de implicar y evocar la actividad anterior, y la posterior),[8] la inercia del cuerpo lo muestra en la cúspide de su poder, como un rey en un trono plebeyo. Su engañosa inmovilidad es la de un animal al acecho. Y toda la amenaza se concentra en su mirada felina, tantas veces evocada en las novelas de la Revolución.[9]
Cuando Villa estaba enfrente sólo se le podían ver los ojos, sus ojos tenían imán, se quedaba todo el mundo con los ojos de él clavados en el estómago (...) todo él era dos ojos amarillentos medio castaños, le cambiaban de color en todas las horas del día (de Cartucho).
Amador pronunció frases de presentación tan sinuosas como largas. Villa lo escuchó sin parpadear... Los rayos de la lámpara venían a darle de lleno y a sacar de sus facciones brillos de cobre en torno de los fulgores claros del blanco de los ojos... Su postura, sus gestos, su mirada de ojos constantemente en zozobra denotaban un no sé qué de fiera en el cubil... (de El águila y la serpiente).

El tópico de la mirada campea sobre muchos textos de los que he considerado anteriormente.Por ejemplo, en Los sertones, los ejemplos pueden multiplicarse:

... E surgia na Bahia o anacoreta sombrio, cabelos crescidos até aos ombros, barba inculta e longa; face escaveirada; olhar fulgurante; monstruoso, a sua fisionomia estranha: face morta, rígida como uma máscara, sem olhar e sem risos; pálpebras descidas dentro de órbitas profundas (...). Tinha, entretanto, ao que parece, a preocupação do efeito produzido por uma ou outra frase mais decisiva. Enunciava-a e emudecia; alevantava a cabeça, descerrava de golpe as pálpebras; viam-se-lhe então os olhos extremamente negros e vivos, e o olhar —uma cintilação ofuscante... Ninguém ousava contemplá-lo. A multidão sucumbida abaixava, por sua vez, as vistas, fascinada, sob o estranho hipnotismo daquela insânia formidável. (...) torso dobrado, fronte abatida e olhos baixos, Antônio Conselheiro aparecia. Quedava longo tempo, imóvel e mudo, ante a multidão silenciosa e queda. Erguia lentamente a face macilenta, de súbito iluminada por olhar fulgurante e fixo. E pregava.[10]
Algunos párrafos de Facundo son curiosamente parecidos:
... su cólera era la de las fieras: la melena de sus renegridos y ensortijados cabellos caía sobre su frente y sus ojos, en guedejas como las serpientes de la cabeza de Medusa; su voz se enronquecía, y sus miradas se convertían en puñaladas. (...) todos los concurrentes se habían escurrido, uno a uno, al leer en la mirada siniestra de Quiroga que aquélla era la última postura (...). Sus ojos negros, llenos de fuego y sombreados por pobladas cejas, causaban una sensación involuntaria de terror en aquellos sobre quienes, alguna vez, llegaban a fijarse; porque Facundo no miraba nunca de frente, y por hábito, por arte, por deseo de hacerse siempre temible, tenía de ordinario la cabeza inclinada y miraba por entre las cejas, como el Alí-Bajá de Monvoisin.
Pero también en Campaña en el Ejército Grande hay un fragmento, dedicado a Urquiza, donde se une la cuestión de la mirada con la cuestión del saber y del mando:
Daba impulso a aquel extenso y variado campo de acción la mirada eléctrica del General en Jefe que, situado en una eminencia, dominaba la escena, inspirando arrojo a los unos y a todos actividad y entusiasmo.
Es que la mirada es la cifra del poder carismático, basado en una relación personal imaginaria. Veamos, de una manera resumida, cómo funciona esto.
En el líder carismático, como en cualquier otra forma de representación política, se instala un dilema, una tensión entre los dos sentidos de esta palabra (el político y el retórico), que quizás convendría mantener separados.[11] Dilema, o tensión, por un lado, porque se pretende cancelar la distancia implícita inevitablemente en ella, ya que toda representación es parcial (si no, sería una identidad).[12] Evo Morales dice en Jefazo: “Queremos votar por nosotros mismos” (p. 129); en el contexto, se entiende lo que quiere decir, por supuesto, pero la misma estructura de la frase quiere encubrir y, en vez, exhibe un desdoblamiento inevitable. El líder, entonces, pasa a representar a su pueblo de manera metafórica: es como su pueblo (la “chompa” de Evo). Y adquiere –en forma excelsa, o por antonomasia– algunas de sus virtudes, por ejemplo, las del baqueano-rastreador.
Si Rosas conocía el sabor de cada pasto de la pampa, y Facundo el nombre y la historia de cada uno de sus soldados (como Napoleón),[13] también Pancho Villa exhibe esos saberes. Pueden, entonces, prescindir de los guías, porque ellos saben más, no los necesitan, y evitan así ser engañados. Es decir, evitan ser ellos mismos representados. También pueden engañar mejor, o por lo menos desorientar a sus enemigos, pero también a sus mismos seguidores, sus representados.
Durante todos estos años [Villa] aprendió a no confiar en nadie. Cuando hacía sus jornadas secretas a través del país con un acompañante leal, acampaba a menudo en un lugar despoblado y allí despedía a su guía; dejaba una fogata ardiendo y cabalgaba toda la noche para alejarse de su fiel acompañante. Así fue cómo Villa aprendió el arte de la guerra; y hoy, en el campo, cuando llega el ejército para acampar en la noche, Villa tira las bridas de su caballo a un asistente, se echa el sarape sobre los hombros y se va, solo, a buscar el abrigo de los cerros. Parece que nunca duerme. En medio de la noche se presenta de improviso en cualquier parte de los puestos avanzados, para ver si los centinelas están en su lugar; cuando retorna en la mañana, viene de una dirección distinta. Nadie, ni siquiera el oficial de mayor confianza en su Estado Mayor, conoce nada de sus planes hasta que está listo para entrar en acción (Reed, 1971).
No hay árbol, ni una peña, ni una cerca de piedras que yo no conozca. Sé dónde hay cuevas, y de dónde sale el agua buena para beber. Me amarras una venda, me llevas y me dejas en mitad de un cañón, que no se vea más que un cerro para un lado y otro para otro, y te digo dónde estoy. No hay una vereda por donde no haya caminado, y cuando me salgo de ellas, nadie puede seguirme (...). Y así como yo conozco el campo, el campo me conoce a mí... (Rafael Muñoz, ¡Vámonos con Pancho Villa!).
Los ejemplos se pueden multiplicar.
El desprecio por este tipo de saberes (o su sobrevaloración paradójica) es correlativo del tradicional desprecio por el llamado populismo. Remito para esto a toda la primera parte del libro de Ernesto Laclau La razón populista (2005), que pasa revista a las teorías tradicionales sobre este tema. No puedo resumir aquí las complejas teorías del politólogo argentino (que además deben siempre ponerse en relación con su clásico posmarxista Hegemonía y estrategia socialista), pero trataré de destacar dos aspectos que tienen que ver con la dirección de mi trabajo: la verdadera función del líder y la importancia de la dimensión afectiva.
Tradicionalmente, se atribuyeron al líder carismático-populista las capacidades, más o menos equivalentes o correlativas, de sugestión y de manipulación de las masas. Pero, como bien dice Laclau (2005), esto, aunque fuera cierto, deja por explicar cómo y por qué se pueden producir tales operaciones (por otro lado, más o menos similares, o mutuamente implicadas): “La unificación simbólica del grupo en torno a una individualidad –y aquí estamos de acuerdo con Freud– es inherente a la formación de un pueblo.” En primera instancia, entonces, es el “nombre del líder” el que unifica (siempre provisoriamente) las demandas equivalentes que constituyen la lógica estructural populista: “Encarnar algo sólo puede significar dar un nombre a lo que está siendo encarnado...”. Pero esto no se completaría sin la investidura afectiva libidinal (amor u odio) que fundamenta el proceso de significación: “... pero como lo que está siendo encarnado es una plenitud imposible..., la entidad ‘encarnadora’ se convierte en el objeto pleno de investidura catéctica”. Proceso que nunca es completo, por eso puede cambiar en cualquier momento. Y por eso representante y representados se configuran mutuamente.
Este rodeo por lo libidinal-afectivo (que rocé en el trabajo sobre “la cama de Pancho Villa”) nos reconduce al tema del cuerpo del líder y sus saberes respectivos, encarnados, precisamente, de manera privilegiada, en las formas de su mirada: magnética, fulgurante, eléctrica, vacilante y a la vez súbitamente penetrante; ojos que son como imanes o puñales, que no miran de frente o se abren bruscamente, y que pueden “ver” incluso detrás de una venda (porque es todo el cuerpo el que “ve”), y abarcan más de lo que puede ponerse en palabras, revelando así la carencia fundamental de lo simbólico.
Para terminar, por ahora. Los saberes ilustrados (de izquierda y de derecha) suelen despreciar este saber iletrado, corporal, libidinal, propio de ciertos populismos; los logros de estos últimos suelen ser calificados, paradójicamente, de meramente “culturales” o, en este otro sentido, “simbólicos” (la política social del peronismo es un buen ejemplo), como si las transformaciones materiales y las imaginarias fueran por sendas totalmente distintas.[14] Intenté empezar a mostrar que ambas cosas están imbricadas de varias maneras, y que el cuerpo del líder es el punto nodal de aparición y de fuga de estas maneras.

Bibliografía
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-     Groppo, A. 2009. Los dos príncipes: Juan D. Perón y Getulio Vargas. Un estudio comparado del populismo latinoamericano. Villa María, Eduvim.
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-     ---------------. 2009. “La cama de Pancho Villa (dos escenas)”, revista digital Aurora Boreal (Dinamarca), julio. [en línea]. Consultado en: (http://www.auroraboreal.net/index.php?option=com_content&view=category&layout=blog&id=84&Itemid=201).
-     ---------------.  2009. Los sertones, de Euclides Da Cunha: el hombre, la tierra, el texto. Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras, fichas de cátedra.






[1] Valle (2008a). Con algunas variantes, Valle (2008b).
[2] Hay escenas parecidas en el libro de crónicas periodísticas México insurgente, de John Reed: “Lo he visto con frecuencia cabizbajo en su catre, dentro del reducido vagón rojo en que viajaba siempre, contando chistes familiarmente con veinte soldados andrajosos tendidos en el suelo, en las mesas o las sillas. (…) A la mañana siguiente fui a ver a Villa a su carro. Era un vagón rojo, con cortinas de saraza en las ventanas; el famoso y reducido carro que Villa ha usado en todas sus andanzas desde la caída de Juárez. Estaba dividido por tabiques en dos cuartos, la cocina y la recámara del general. Esta pequeña habitación, de poco más de tres por siete metros, era el corazón del ejército constitucionalista. (...) Dos literas doble ancho de madera plegadas contra la pared, en una de las cuales dormía Villa y el general Ángeles; en la otra, José Rodríguez y el doctor Raschbaum, médico de cabecera de Villa. Era todo... —¿Qué desea, amigo? —dijo Villa, sentándose al extremo de la litera, en paños menores color azul. Los soldados que holgazaneaban en torno, indolentes, me hicieron un sitio” (1971, passim; los subrayados son míos).
[3] Fin del capítulo VIII. El rebencazo es, en un oxímoron, “casi insensible”. Y Fabio agrega “creí haber reconocido la voz de Don Segundo”. ¿Quién otro iba a ser? Pero esta duda refleja la impersonalidad de la operación: es la misma pampa la que golpea, la que enseña.
[4] Estos temas han sido brillantemente elaborados en el reciente libro de Fermín Rodríguez (2010). Por otro lado, no me parece casual que Euclides Da Cunha fuera “ingeniero militar”; remito, para ello, a Valle (2009: 11). Luego del éxito de este libro, Euclides es enviado como perito agrimensor para saldar los conflictos limítrofes entre Perú, Bolivia y Brasil. Ver Da Cunha (1975).
[5] Para el tema del espacio, desde el punto de vista de un brillante geógrafo contemporáneo, ver Milton Santos (1988): “O espaço não é nem uma coisa, nem um sistema de coisas, senão uma realidade relacional: coisas e relações juntas. Eis por que sua definição não pode ser encontrada senão em relação a outras realidades: a natureza e a sociedade, mediatizadas pelo trabalho. Não é o espaço, portanto, como nas definições clássicas de geografia, o resultado de uma interação entre o homem e a natureza bruta, nem sequer um amálgama forma pela sociedade de hoje e o meio ambiente. O espaço deve ser considerado com um conjunto indissociável de que participam, de um lado, certo arranjo de objetos geográficos, objetos naturais e objetos sociais, e, de outro, a vida que os preenche e os anima, seja a sociedade em movimento. O conteúdo (da sociedade) não é independente, da forma (os objetos geográficos), e cada forma encerra uma fração do conteúdo. O espaço, por conseguinte, é isto: um conjunto de formas contendo cada qual frações da sociedade em movimento As forma, pois têm um papel na realização social.”
[6] Para la construcción de este espacio privilegiado desde el cual se puede enunciar “la Verdad” (imperialista, colonial, dominante), ver varios trabajos de los últimos años de Walter Mignolo; entre ellos: “Espacios geográficos y localizaciones epistemológicas: la ratio entre la localización geográfica y la subalternización de conocimientos”, “Postoccidentalismo: el argumento desde América latina” (ubicables en Internet), y su confluencia en Mignolo (2007).
[7] “Ahora es interesante verlo leer, o más bien, oírlo, porque tiene que hacer una especie de deletreo gutural, un zumbido con las palabras en voz alta, como si fuera un pequeño que apenas puede o empieza a leer”, dice John Reed (1971) sobre Pancho Villa.
[8] “Parece que nunca duerme” (otra vez Reed).
[9] La animalización de los seres humanos en estos sistemas metafóricos es el correlato de la naturalización de la historia, como bien han advertido los teóricos poscoloniales: “... metáforas que asimilan las sublevaciones campesinas con fenómenos naturales: estallan como tormentas de truenos, se mueven como terremotos, se extienden como incendios de monte, se contagian como epidemias” (Guha, 1997). Mientras escribo esto (domingo 12/9/2010), leo en Clarín una nota de Eduardo Van der Kooy en la que dice que el piquetero Luis D’Elía “abandonó su madriguera”.
[10] “... Y surgía en Bahía el anacoreta sombrío, de cabellos crecidos hasta los hombros, barba inculta y larga; rostro como calavera; mirada fulgurante (...) su extraña fisionomía: rostro muerto, rígido como una máscara, sin mirada y sin sonrisa; párpados caídos, dentro de órbitas profundas (...). Tenía, sin embargo, por lo que parece, preocupación por el efecto producido por una o otra frase más decisiva. La enunciaba y enmudecía; levantaba la cabeza, abría de golpe los párpados; se le veían entonces los ojos extremadamente negros y vivos, y la mirada: una cintilación ofuscante... Nadie osaba contemplarlo. La multitud apabullada bajaba, a su vez, la vista, fascinada, bajo el extraño hipnotismo de aquella formidable insania. (...) torso doblado, frente abatida y ojos bajos, Antonio Conselheiro aparecía. Se quedaba largo tiempo, inmóvil y mudo, ante la multitud silenciosa. Erguía lentamente el rostro macilento, súbitamente iluminado por una mirada fulgurante y fija. Y predicaba” (mi traducción).
[11] Los dos significados “están relacionados pero son irreductiblemente discontinuos”, señala Gayatri Spivak en su ya canónico artículo “¿Puede hablar el subalterno?” (1988).
[12] “... ¿qué entraña el proceso de representación? En esencia, la fictio iuris de que alguien está presente en un sitio en el que se encuentra materialmente ausente. La representación es el proceso por el cual alguien (el representante) ‘sustituye’ y, al mismo tiempo, ‘encarna’ al representado. Parecería que las condiciones de una representación perfecta estarían dadas cuando ella es un proceso directo de transmisión de la voluntad del representado, cuando el acto de representación es por entero transparente respecto de esa voluntad. Esto presupone que dicha voluntad esté plenamente constituida y que el papel del representante se agote en su función mediadora. La opacidad inherente a toda sustitución y encarnación debe reducirse al mínimo; el cuerpo en el que cobra lugar la encarnación tiene que ser casi invisible. Sin embargo, en este punto surgen dificultades, ya que ni por el lado del representante ni por el lado del representado prevalecen las condiciones de una representación perfecta; y esto no es consecuencia de lo empíricamente factible, sino de la lógica misma inherente al proceso de representación. (...) En el proceso de representación hay una opacidad, una esencial impureza, que a la vez es condición tanto de la posibilidad como de la imposibilidad. El ‘cuerpo’ del representante no puede reducirse, por motivos esenciales. Una situación de transmisión y rendición de cuentas perfectas en un medio transparente no exigiría representación alguna. (...) ¿Qué ocurre con la representabilidad? Está claro que si no existe un cimiento racional supremo de lo social, la representabilidad total es imposible; pero en tal caso no podemos hablar tampoco de representaciones ‘parciales’ que serían, dentro de sus respectivos límites, cuadros más o menos adecuados del mundo. Si la contingencia radical ha ocupado el terreno del cimiento, todo significado social será una construcción social y no un reflejo intelectual de lo que son las ‘cosas-en-sí’” (Laclau, 1993; subrayados míos).
[13] Y recordemos, a propósito de esto, el escepticismo de Valentín Alsina al respecto. Ver “Notas de Valentín Alsina al libro Civilización y barbarie”, en la edición del Facundo de la Biblioteca Ayacucho.
[14] Esto también está desarrollado ampliamente, por la senda de Laclau, en el libro de Alejandro Groppo  (2009).



(Leído en las I Jornadas de investigación “De la Colonia al Tercer Milenio. Literatura latinoamericana”, Buenos Aires, Instituto de Literatura Argentina “Ricardo Rojas”, 23-24 de septiembre de 2010; actas, en prensa)



lunes, 10 de octubre de 2011

Baqueanos: saberes, territorios e identidades


La figura del baqueano, del que “conoce la tierra que pisa”,(1) atraviesa gran parte de la literatura latinoamericana del siglo XIX. Con sus variantes más o menos cercanas (el guía, el rastreador, el cazador, etc.), es un personaje recurrente con el que fácilmente se puede armar una serie, una isotopía, que a su vez podría remontarse a las crónicas de la conquista ibérica. Y prolongarse hasta bastante avanzado el siglo XX, con, por ejemplo, la novela de la Revolución Mexicana, el indigenismo, etc.
Sin embargo, es bueno centrarse en el siglo XIX y sus inmediaciones, porque es el que se caracteriza por las guerras de independencia, primero, y la búsqueda de consolidación de los Estados nacionales, después. El caso de Brasil, como se sabe, sigue una cronología (y una dinámica política) desfasada respecto de las naciones hispanoamericanas; sobre todo, las de América del Sur, ya que también en las Antillas (notoriamente, Cuba) las independencias fueron posteriores. Pero por eso mismo es interesante incluir a Brasil en estas notas, porque, en su caso, no importa tanto la simultaneidad como la secuencia de los procesos históricos (con sus particularidades).
 Para empezar, citemos in extenso el fragmento del Facundo en el que Sarmiento describe al baqueano (es en el capítulo “Originalidad y caracteres argentinos”).


“... personaje eminente y que tiene en sus manos la suerte de los particulares y de las provincias. El baqueano es un gaucho grave y reservado, que conoce a palmos veinte mil leguas cuadradas de llanuras, bosques y montañas. Es el topógrafo más completo, es el único mapa que lleva un general para dirigir los movimientos de su campaña. El baqueano va siempre a su lado. Modesto y reservado como una tapia, está en todos los secretos de la campaña; la suerte del ejército, el éxito de una batalla, la conquista de una provincia, todo depende de él.
El baqueano es casi siempre fiel a su deber; pero no siempre el general tiene en él plena confianza. Imaginaos la posición de un jefe condenado a llevar un traidor a su lado y a pedirle los conocimientos indispensables para triunfar. Un baqueano encuentra una sendita que hace cruz con el camino que lleva: él sabe a qué aguada remota conduce; si encuentra mil, y esto sucede en un espacio de mil leguas, él las conoce todas, sabe de dónde vienen y adónde van. (...) En lo más oscuro de la noche, en medio de los bosques o en las llanuras sin límites, perdidos sus compañeros, extraviados, da una vuelta en círculo de ellos, observa los árboles; si no los hay, se desmonta, se inclina a tierra, examina algunos matorrales y se orienta de la altura en que se halla, monta en seguida, y les dice, para asegurarlos: ‘Estamos en dereceras de tal lugar, a tantas leguas de las habitaciones; el camino ha de ir al Sur’; y se dirige hacia el mundo que señala tranquilo, sin prisa de encontrarlo y sin responder a las objeciones que el temor o la fascinación sugiere a los otros.
Si aún esto no basta, o si se encuentra en la pampa y la oscuridad es impenetrable, entonces arranca pastos de varios puntos, huele la raíz y la tierra, las masca y, después de repetir este procedimiento varias veces, se cerciora de la proximidad de algún lago, o arroyo salado, o de agua dulce, y sale en su busca para orientarse fijamente. El general Rosas, dicen, conoce, por el gusto, el pasto de cada estancia del sur de Buenos Aires.
Si el baqueano lo es de la pampa, donde no hay caminos para atravesarla, y un pasajero le pide que lo lleve directamente a un paraje distante cincuenta leguas, el baqueano se para un momento, reconoce el horizonte, examina el suelo, clava la vista en un punto y se echa a galopar con la rectitud de una flecha, hasta que cambia de rumbo por motivos que sólo él sabe, y, galopando día y noche, llega al lugar designado.
El baqueano anuncia también la proximidad del enemigo, esto es, diez leguas, y el rumbo por donde se acerca, por medio del movimiento de los avestruces, de los gamos y guanacos que huyen en cierta dirección. Cuando se aproxima, observa los polvos y por su espesor cuenta la fuerza: ‘Son dos mil hombres’ -dice-, ‘quinientos’, ‘doscientos’, y el jefe obra bajo este dato, que casi siempre es infalible. Si los cóndores y cuervos revolotean en un círculo del cielo, él sabrá decir si hay gente escondida, o es un campamento recién abandonado, o un simple animal muerto. El baqueano conoce la distancia que hay de un lugar a otro; los días y las horas necesarias para llegar a él, y a más, una senda extraviada e ignorada, por donde se puede llegar de sorpresa y en la mitad del tiempo; así es que las partidas de montoneras emprenden sorpresas sobre pueblos que están a cincuenta leguas de distancia, que casi siempre las aciertan. ¿Creeráse exagerado? ¡No! El general Rivera, de la Banda Oriental, es un simple baqueano, que conoce cada árbol que hay en toda la extensión de la República del Uruguay. (...) El general Rivera principió sus estudios del terreno el año de 1804: y haciendo la guerra a las autoridades, entonces, como contrabandista; a los contrabandistas, después, como empleado; al rey, en seguida, como patriota; a los patriotas, más tarde, como montonero; a los argentinos, como jefe brasilero; a éstos, como general argentino; a Lavalleja, como Presidente; al Presidente Oribe, como jefe proscripto; a Rosas, en fin, aliado de Oribe, como general oriental, ha tenido sobrado tiempo para aprender un poco de la ciencia del baqueano.”(2)

 Claramente, para Sarmiento, el baqueano, en tanto gaucho inevitable (“insufrible”, podría decir con Bolaño), está del lado de la barbarie. Sin embargo, le atribuye un saber específico, prácticamente infalible y, lo que es más importante, esencial para ciertas funciones. De hecho, de él depende, según dice al principio, la “suerte de los particulares y de las provincias”. En el mismo párrafo, esto se especifica significativamente en “la suerte del ejército, el éxito de una batalla, la conquista de una provincia, todo depende de él”. Esta dependencia, por supuesto, tiene dos caras; sin necesidad de echar mano de la socorrida (y generalmente mal entendida) “dialéctica del amo y el esclavo”, es evidente aquí que, si se puede confiar en el baqueano, está todo bien; si no... (“no siempre el general tiene en él plena confianza. Imaginaos la posición de un jefe condenado a llevar un traidor a su lado y a pedirle los conocimientos indispensables para triunfar”). Volveré sobre esto, pero es bueno notar que Rosas y Rivera (dos bárbaros, pero destacados) son considerados baqueanos por antonomasia, o bien por extensión.
Los elogios de Sarmiento, dentro de una valoración en general positiva, y hasta hiperbólica,(3) son paradójicos. Aprecia, sí, pero también, sutilmente, descalifica. El baqueano, en todo caso, gaucho analfabeto al fin, sólo puede leer los signos de la naturaleza. Y esto implica, desde ya, una escala de valores, previa, claramente definida. Hay signos con un estatus superior.
Carlo Ginzburg ha hablado reiteradamente de un “paradigma indiciario”,(4) sistema de conocimiento primitivo que puede ser “rescatado” por modos más modernos y “científicos”. También debo citar in extenso:


“Durante miles de años la humanidad vivió de la caza. En el curso de sus interminables persecuciones, los cazadores aprendieron a reconstruir el aspecto y los movimientos de una presa invisible a través de sus rastros: huellas en terreno blando, ramitas rotas, excrementos, pelos o plumas arrancados, olores, charcos enturbiados, hilos de saliva. Aprendieron a husmear, a observar, a dar significado y contexto a la más mínima huella. Aprendieron a hacer complejos cálculos en un instante, en bosques umbríos o claros traicioneros. Sucesivas generaciones de cazadores enriquecieron y transmitieron este patrimonio de saber. [...] ‘Descifrar’, ‘leer’ las huellas de animales son metáforas. Pero vale la pena tratar de entenderlo literalmente, como la condensación verbal de un proceso histórico que lleva, a través de un espacio de tiempo muy largo, a la invención de la escritura. La misma conexión es sugerida en una tradición china que explica los orígenes de la escritura, y según la cual ésta fue inventada por un alto funcionario que había observado las huellas de un ave en la orilla arenosa de un río. [...] Es legítimo hablar de un paradigma indiciario o adivinatorio orientable hacia el pasado, o el presente, o el futuro, según el tipo de conocimiento invocado. [...] Pero detrás de ese paradigma indiciario o adivinatorio, se vislumbra el gesto quizá más antiguo de la historia intelectual humana: el del cazador agazapado en el barro, examinando las huellas de una presa. [...] En todo caso, estos tipos de saber eran más ricos que lo escrito por cualquier autoridad sobre el tema; no se aprendían en los libros, sino de oídas, en la práctica, observando; apenas si podía darse una expresión formal a sus sutilezas, y no podían reducirse a palabras; eran el legado —en parte común, en parte diversificado— de hombres y mujeres de toda clase. Estaban enhebrados en un hilo común: todos nacían de la experiencia, de lo concreto e individual. Y esa cualidad de concreto era a la vez la fuerza de esa clase de conocimiento y su limitación; no le permitía hacer uso del poderoso y terrible instrumento de la abstracción. [...] La realidad es opaca; pero existen ciertos puntos privilegiados —indicios, síntomas— que nos permiten descifrarla. [...] Se trata de formas de saber que tienden a ser mudas...”

Nuestro baqueano, entonces, está como atrapado en el paradigma indiciario, más “primitivo”. Un saber silencioso, mudo, por lo tanto casi incomunicable o, en rigor, que sólo se transmite “por contacto”, casi físicamente (biológica o genealógicamente: de padres a hijos). En cambio, por su parte, el ilustrado siempre puede echar mano al “paradigma simbólico”, reputado como superior, y que es capaz, en el límite, de absorber al otro.
En todo caso, el “progreso” terminará también por hacer inútil la noble pero arcaica sabiduría del baqueano. Éste puede ayudar a hacer un mapa (que no podría leer); pero, una vez hecho éste, que es fácilmente reproducible, le sirve al ilustrado “para siempre” (y puede transmitirlo de una manera mediata, impersonal y, en cierto modo, ilimitada). El ilustrado, con su saber simbólico, se apropia del saber indiciario del baqueano, lo transforma y lo utiliza. (Como hace, paralela y correlativamente, con el cuerpo del gaucho en la guerra y con su voz en la poesía gauchesca.)(5)
En las memorias de militares, suele aparecer esta problemática. Especialmente, es útil referirse a las del general Paz, uno de los más lúcidos. Paz se queja, permanentemente, de que en el país no hay “cartas geográficas” que puedan guiarlo en sus campañas, y mucho más se lamenta de tener que confiar en sus prácticos, paisanos que nunca se sabe bien de qué lado están (pero sí se sabe, porque para ellos, en el fondo, hay un solo lado). En un momento, escribe Paz: “No puedo juzgar de la operación en cuestión con exactitud, porque ni conozco los lugares (en nuestro país no puede hacerse consultando las cartas geográficas, porque no las hay y mucho menos topográficas)...” No hay cartas geográficas como (antes ha dicho) casi no hay libros: le resulta casi imposible conseguirlos en la cárcel.
“La realidad es opaca.” Por supuesto. Pero esto no obedece sólo a circunstancias “naturales”, sino también a condiciones históricas. Los sujetos de la percepción, obvio es decirlo, son históricos. Y la mirada del ilustrado es tan eficaz a veces como inútil otras. En ciertas ocasiones, ni siquiera sabe dónde está, quién es el enemigo.(6) Lo que le juega en contra, de hecho, es la historia. Su historia, la del país, en lo que tienen de paralelas y de, inevitablemente, contradictorias. (De hecho, Paz cae prisionero, en el apogeo de su campaña, luego de sus simbólicas victorias frente a las montoneras de Quiroga y cuando se dispone a marchar sobre López, precisamente porque la partida de este último que lo atrapa tenía las mismas divisas que sus propios ejércitos.)
Una variante conocida de todo esto es (la que podríamos llamar) la actitud-Mansilla. “Lucius Victorius” puede ponerse (según él) de ambos lados, con su proverbial ubicuidad (también, para oponerse a Sarmiento, quien no conocía personalmente lo que describió). Mansilla tiene sus baqueanos, pero él mismo lo es, y acaso mejor. Debe confiar, inevitablemente, en sus lenguaraces, ya que no puede dominar tan fácilmente la lengua indígena; pero conoce muy bien el terreno y puede chequear con esto el conocimiento de sus baqueanos, como para no depender, o depender mucho menos, de ellos.
Lo importante es que, en definitiva, va a trazar los mapas de los que la cartografía carecía casi totalmente hasta su “excursión”. (Mapas que en parte serían usados para el genocidio conocido como “conquista del desierto”; por eso es espeluznante que una “bruja” india lo señale como “precursor”. También debía resultar de ello, como bien se lo reprocha Mariano Rosas, el trazado de líneas férreas: la guerra es sólo una variable de la economía.)
Es oportuno recordar aquí que Benedict Anderson ha estudiado extensamente el papel del mapa en la constitución de la “comunidad imaginada” que resulta ser toda nación:


“El mapa mercatoriano, llevado por los colonizadores europeos, empezaba, gracias a la imprenta, a moldear la imaginación de los asiáticos del Sudeste. [...] Hasta el ascenso al poder, en 1851, del inteligente Rama IV [...], sólo dos tipos de mapas existían en Siam [...]. El segundo tipo, totalmente profano, consistía en unas guías diagramáticas para campañas militares y barcos costaneros. [...] En 1882, Rama V estableció una escuela de cartografía en Bangkok. [...] La tarea, por decirlo así, de ‘llenar’ estos recuadros, sería realizada por exploradores, agrimensores y fuerzas militares. En el sudeste de Asia, la segunda mitad del siglo XIX fue la edad de oro de los agrimensores militares-coloniales [...]. Triangulación por triangulación, guerra por guerra, tratado por tratado, avanzó la alineación del mapa y el poder. [...] ‘El mapa se anticipaba a la realidad espacial, y no a la inversa. [...] Un mapa era necesario, ahora, para los nuevos mecanismos administrativos y para las tropas para reforzar sus pretensiones. [...] El discurso de los mapas fue el paradigma dentro del cual funcionaron y sirvieron las operaciones administrativas y militares’ (Thongchai). [...] la aparición, en especial a fines del siglo XIX, de los ‘mapas históricos’, destinados a demostrar en el nuevo discurso cartográfico la antigüedad de unas unidades territoriales específicas delimitadas con claridad. Por medio de secuencias cronológicamente dispuestas de tales mapas surgió una especie de narrativa político-biográfica del reino, a veces con vastas profundidades históricas.”(7)

La ausencia de mapas, remite, entonces, a dos aspectos. Por un lado, paralelamente a la falta de una cultura letrada (un “capitalismo de imprenta”, diría Anderson), alude a un estadio de civilización primitiva —si vale el cuasi oxímoron— que Paz deplora tanto como Sarmiento (aunque menos pomposamente). Por otro, a la realidad de un conglomerado geográfico impreciso, en el que cada provincia o región es un “país”, escasamente unido a las otras, con las cuales muchas veces está separada, más que por accidentes geográficos (o políticos), por aduanas interiores. Volvamos a considerar aquí, entonces, la importancia del baqueano: “La conciencia del saber que posee le da cierta dignidad reservada y misteriosa”, dice Sarmiento del rastreador, y no es para menos. El baqueano era la encarnación misma (para usar una expresión que el sanjuanino hubiera aprobado) de esas condiciones geopolíticas, económicas y perceptivas. Su mirada transforma la opacidad en claridad (saber/poder maravilloso pero que, terriblemente, contribuirá a destruirlo.)
En Los sertones, publicado en 1902, Euclides Da Cunha aporta ampliamente a esta problemática. Una y otra vez señala que los sertones son una “terra ignota”: pero ¿para quién? ¿Son verdaderamente un gran desierto, un desertón? No, claro, si allí vive gente. Son una tierra prácticamente desconocida para “la ciencia” (porque los científicos apenas se han atrevido a ir por allí, y a veces describen lo que conocen sólo de oídas, como Sarmiento); pero también para el Estado nacional, que en un momento clave (la rebelión de Canudos) necesita conocer, como siempre, para dominar. De ahí, nuevamente, la importancia del baqueano, del conocedor del terreno, de aquel capaz de “leer la tierra”.(8)
Finalmente, el saber ilustrado, cuyo paradigma y realización esencial es la tecnología, puede dejar atrás el saber primitivo, en tanto aparezcan nuevos objetos no susceptibles de (re)conocimiento por parte de este último, con varias razones; un grado máximo de abstracción, por ejemplo, o alguna forma de imperceptibilidad.
Sin ir más lejos: un “objeto” muy especial, muy preciado, que está debajo de la tierra:


“Del Zulia llegaron los perforadores y mecánicos americanos, amén de dos o tres obreros criollos avezados en la edificación de torres petroleras. Ya la primera de esas torres se alzaba entre los ventarrones. Los equipos de hombres se turnaban incesantemente, noche y día, al pie de sus vigas metálicas o trepados como simios a los travesaños más altos. Los oídos se habituaron al rezongo gangoso del motor diesel que no paraba nunca, que a veces pistoneaba como si fuera a apagarse, pero no se apagaba, sino emprendía su martilleo con mayor brío, como si se supiera fuerza generadora de todo el mecanismo que lo rodeaba. La Compañía tenía la certeza. Una gran cuenca petrolífera nacía en la costa atlántica, entre los dedos de la desembocadura del Orinoco, y se introducía en los llanos orientales de Venezuela como un lanzazo. Las líneas del sismógrafo, los instrumentos que empleaban los geólogos para leer en el mudo corazón de las piedras, el minucioso examen de antiguos caracoles y hojas petrificadas que realizaban los paleontólogos en sus laboratorios, todo indicaba la presencia de henchidos coágulos de jugo negro soterrados en las entrañas de aquella meseta tras siglos y más siglos de cataclismos y transformaciones.”(9)




Notas

(1) Por lo general, es horriblemente grondoniano citar a la Real Academia, pero en este caso vale la pena, en cierto sentido, porque la operación reproduce involuntariamente la temática. Baqueano remite a baquiano, que, a su vez, con sus acepciones de “Experto, cursado. / Práctico de los caminos, trochas y atajos. / Guía para poder transitar por ellos”, proviene de baquía (“Conocimiento práctico de las sendas, atajos, caminos, ríos, etc., de un país. / Habilidad y destreza para obras manuales”), cuya etimología es desconocida.
(2) Fragmento sobre el rastreador: “El más conspicuo de todos, el más extraordinario, es el rastreador. Todos los gauchos del interior son rastreadores. En llanuras tan dilatadas, en donde las sendas y caminos se cruzan en todas direcciones, y los campos en que pacen o transitan las bestias son abiertos, es preciso saber seguir las huellas de un animal, y distinguirlas de entre mil, conocer si va despacio o ligero, suelto o tirado, cargado o de vacío: ésta es una ciencia casera y popular. Una vez caía yo de un camino de encrucijada al de Buenos Aires, y el peón que me conducía echó, como de costumbre, la vista al suelo: ‘Aquí va -dijo luego- una mulita mora muy buena...; ésta es la tropa de don N. Zapata..., es de muy buena silla..., va ensillada..., ha pasado ayer...’ Este hombre venía de la Sierra de San Luis, la tropa volvía de Buenos Aires, y hacía un año que él había visto por última vez la mulita mora, cuyo rastro estaba confundido con el de toda una tropa en un sendero de dos pies de ancho. Pues esto, que parece increíble, es con todo, la ciencia vulgar; éste era un peón de árrea, y no un rastreador de profesión. El rastreador es un personaje grave, circunspecto, cuyas aseveraciones hacen fe en los tribunales inferiores. La conciencia del saber que posee le da cierta dignidad reservada y misteriosa. Todos le tratan con consideración: el pobre, porque puede hacerle mal, calumniándolo o denunciándolo; el propietario, porque su testimonio puede fallarle. Un robo se ha ejecutado durante la noche: no bien se nota, corren a buscar una pisada del ladrón, y encontrada, se cubre con algo para que el viento no la disipe. Se llama en seguida al rastreador, que ve el rastro y lo sigue sin mirar, sino de tarde en tarde, el suelo, como si sus ojos vieran de relieve esta pisada, que para otro es imperceptible. Sigue el curso de las calles, atraviesa los huertos, entra en una casa y, señalando un hombre que encuentra, dice fríamente: ‘¡Este es!’ El delito está probado, y raro es el delincuente que resiste a esta acusación. Para él, más que para el juez, la deposición del rastreador es la evidencia misma: negarla sería ridículo, absurdo. Se somete, pues, a este testigo, que considera como el dedo de Dios que lo señala. Yo mismo he conocido a Calíbar, que ha ejercido, en una provincia, su oficio durante cuarenta años consecutivos. Tiene, ahora, cerca de ochenta años: encorvado por la edad, conserva, sin embargo, un aspecto venerable y lleno de dignidad. Cuando le hablan de su reputación fabulosa, contesta: ‘Ya no valgo nada; ahí están los niños.’ Los niños son sus hijos, que han aprendido en la escuela de tan famoso maestro. Se cuenta de él que durante un viaje a Buenos Aires le robaron una vez su montura de gala. Su mujer tapó el rastro con una artesa. Dos meses después, Calíbar regresó, vio el rastro, ya borrado e inapercibible para otros ojos, y no se habló más del caso. Año y medio después, Calíbar marchaba cabizbajo por una calle de los suburbios, entra a una casa y encuentra su montura, ennegrecida ya y casi inutilizada por el uso. ¡Había encontrado el rastro de su raptor, después de dos años! El año 1830, un reo condenado a muerte se había escapado de la cárcel. Calíbar fue encargado de buscarlo. El infeliz, previendo que sería rastreado, había tomado todas las precauciones que la imagen del cadalso le sugirió. ¡Precauciones inútiles! Acaso sólo sirvieron para perderle, porque comprometido Calíbar en su reputación, el amor propio ofendido le hizo desempeñar con calor una tarea que perdía a un hombre, pero que probaba su maravillosa vista. El prófugo aprovechaba todos los accidentes del suelo para no dejar huellas; cuadras enteras había marchado pisando con la punta del pie; trepábase en seguida a las murallas bajas, cruzaba su sitio y volvía para atrás; Calíbar lo seguía sin perder la pista. Si le sucedía momentáneamente extraviarse, al hallarla de nuevo exclamaba: ‘¡Dónde te mi as dir!’ Al fin llegó a una acequia de agua, en los suburbios, cuya corriente había seguido aquél para burlar al rastreador... ¡Inútil! Calíbar iba por las orillas sin inquietud, sin vacilar. Al fin se detiene, examina unas yerbas y dice: ‘Por aquí ha salido; no hay rastro, pero estas gotas de agua en los pastos lo indican.’ Entra en una viña: Calíbar reconoció las tapias que la rodeaban, y dijo: ‘Adentro está.’ La partida de soldados se cansó de buscar, y volvió a dar cuenta de la inutilidad de las pesquisas. ‘No ha salido’, fue la breve respuesta que, sin moverse, sin proceder a nuevo examen, dio el rastreador. No había salido, en efecto, y al día siguiente fue ejecutado. (...) ¿Qué misterio es éste del rastreador? ¿Qué poder microscópico se desenvuelve en el órgano de la vista de estos hombres? ¡Cuán sublime criatura es la que Dios hizo a su imagen y semejanza!”
(3) Recordar que, en sus notas al Facundo, Valentín Alsina le dice a Sarmiento que todo eso (en especial, lo de Rosas y el “conocimiento por el pasto”) son “cuentos chinos”. En relación con esto: se dice que Evita recordaba perfectamente a todos los que iban a pedirle algo a la Fundación —esas interminables colas, prefiguración de las que visitarían su cadáver expuesto—, de manera que les reprochaba que volvieran. Esto recuerda a Napoleón y a Facundo Quiroga, que conocían a todos sus soldados por el nombre, por lo menos según Sarmiento. Y esa memoria infinita evoca también el atributo de un dios modesto, casi doméstico, pero dios al fin, sujeto natural de la omnipotencia y acaso de la arbitrariedad. (Ver Pablo Valle, “Cine argentino: política, identidad, cuerpo”, en Varios, Ensayos, Buenos Aires, Secretaría de Cultura de la Provincia de Buenos Aires/Corregidor, 2003.)
(4) Por ejemplo, en “Morelli, Freud y Sherlock Holmes: indicios y método científico”, en Eco, Umberto y Sebeok, Thomas A. (eds.), El signo de los tres. Dupin, Holmes, Peirce, Barcelona, Lumen, 1989, pp. 116-163. Ver Mitos, emblemas, indicios. Morfología e historia, Gedisa, Barcelona, 1994.
(5) Cf. P. Valle, “Guerras de papel: autobiografía y estrategia en las Memorias póstumas del general Paz”, inédito.
(6) Cf. Josefina Ludmer, El género gauchesco. Un tratado sobre la patria, Buenos Aires, Sudamericana, 2000, passim.
(7) Benedict Anderson, “El mapa”, en Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo, traducción de Eduardo L. Suárez, México, FCE, 1993, 1997, pp. 238-249. (Todos los subrayados son míos.)
(8) Euclides Da Cunha, Os sertoes, Río de Janeiro, Francisco Alves, 1940. La expresión aparece en la página 380. Vargas Llosa, en su versión desencantada (por no decir directamente reaccionaria, ya que estamos), de la guerra de Canudos, ha tratado extensamente esta cuestión. Galileo Gall, el anarco-positivista, sólo posee un saber libresco, hoy inútil; morirá luchando, precisamente, con un baqueano, por el amor de una mujer compartida (figura de la tierra, entre otras cosas). Cf. La guerra del fin del mundo.
(9) Miguel Otero Silva, Oficina N.º 1, Buenos Aires, Losada, 1961. Agradezco la cita a Mariana Bendahan.


(Publicado en la revista digital No Retornable, invierno de 2008.)