La
figura del baqueano, del que “conoce la tierra que pisa”,(1) atraviesa gran
parte de la literatura latinoamericana del siglo XIX. Con sus variantes más o
menos cercanas (el guía, el rastreador, el cazador, etc.), es un personaje
recurrente con el que fácilmente se puede armar una serie, una isotopía, que a
su vez podría remontarse a las crónicas de la conquista ibérica. Y prolongarse
hasta bastante avanzado el siglo XX, con, por ejemplo, la novela de la Revolución Mexicana,
el indigenismo, etc.
Sin
embargo, es bueno centrarse en el siglo XIX y sus inmediaciones, porque es el
que se caracteriza por las guerras de independencia, primero, y la búsqueda de
consolidación de los Estados nacionales, después. El caso de Brasil, como se
sabe, sigue una cronología (y una dinámica política) desfasada respecto de las
naciones hispanoamericanas; sobre todo, las de América del Sur, ya que también
en las Antillas (notoriamente, Cuba) las independencias fueron posteriores.
Pero por eso mismo es interesante incluir a Brasil en estas notas, porque, en su
caso, no importa tanto la simultaneidad como la secuencia de los procesos
históricos (con sus particularidades).
Para empezar, citemos in extenso el fragmento del Facundo
en el que Sarmiento describe al baqueano (es en el capítulo “Originalidad y caracteres argentinos”).
“... personaje
eminente y que tiene en sus manos la suerte de los particulares y de las
provincias. El baqueano es un gaucho grave y reservado, que conoce a palmos
veinte mil leguas cuadradas de llanuras, bosques y montañas. Es el topógrafo
más completo, es el único mapa que lleva un general para dirigir los
movimientos de su campaña. El baqueano va siempre a su lado. Modesto y
reservado como una tapia, está en todos los secretos de la campaña; la suerte
del ejército, el éxito de una batalla, la conquista de una provincia, todo
depende de él.
El baqueano es casi
siempre fiel a su deber; pero no siempre el general tiene en él plena
confianza. Imaginaos la posición de un jefe condenado a llevar un traidor a su
lado y a pedirle los conocimientos indispensables para triunfar. Un baqueano
encuentra una sendita que hace cruz con el camino que lleva: él sabe a qué
aguada remota conduce; si encuentra mil, y esto sucede en un espacio de mil
leguas, él las conoce todas, sabe de dónde vienen y adónde van. (...) En lo más oscuro de la noche, en medio de los bosques o en las
llanuras sin límites, perdidos sus compañeros, extraviados, da una vuelta en
círculo de ellos, observa los árboles; si no los hay, se desmonta, se inclina a
tierra, examina algunos matorrales y se orienta de la altura en que se halla,
monta en seguida, y les dice, para asegurarlos: ‘Estamos en dereceras de tal
lugar, a tantas leguas de las habitaciones; el camino ha de ir al Sur’; y se
dirige hacia el mundo que señala tranquilo, sin prisa de encontrarlo y sin
responder a las objeciones que el temor o la fascinación sugiere a los otros.
Si aún esto no
basta, o si se encuentra en la pampa y la oscuridad es impenetrable, entonces
arranca pastos de varios puntos, huele la raíz y la tierra, las masca y,
después de repetir este procedimiento varias veces, se cerciora de la
proximidad de algún lago, o arroyo salado, o de agua dulce, y sale en su busca
para orientarse fijamente. El general Rosas, dicen, conoce, por el gusto, el
pasto de cada estancia del sur de Buenos Aires.
Si el baqueano lo es
de la pampa, donde no hay caminos para atravesarla, y un pasajero le pide que
lo lleve directamente a un paraje distante cincuenta leguas, el baqueano se
para un momento, reconoce el horizonte, examina el suelo, clava la vista en un
punto y se echa a galopar con la rectitud de una flecha, hasta que cambia de
rumbo por motivos que sólo él sabe, y, galopando día y noche, llega al lugar
designado.
El baqueano anuncia
también la proximidad del enemigo, esto es, diez leguas, y el rumbo por donde
se acerca, por medio del movimiento de los avestruces, de los gamos y guanacos
que huyen en cierta dirección. Cuando se aproxima, observa los polvos y por su
espesor cuenta la fuerza: ‘Son dos mil hombres’ -dice-, ‘quinientos’, ‘doscientos’,
y el jefe obra bajo este dato, que casi siempre es infalible. Si los cóndores y
cuervos revolotean en un círculo del cielo, él sabrá decir si hay gente escondida,
o es un campamento recién abandonado, o un simple animal muerto. El baqueano
conoce la distancia que hay de un lugar a otro; los días y las horas necesarias
para llegar a él, y a más, una senda extraviada e ignorada, por donde se puede
llegar de sorpresa y en la mitad del tiempo; así es que las partidas de
montoneras emprenden sorpresas sobre pueblos que están a cincuenta leguas de
distancia, que casi siempre las aciertan. ¿Creeráse exagerado? ¡No! El general
Rivera, de la Banda
Oriental, es un simple baqueano, que conoce cada árbol que
hay en toda la extensión de la
República del Uruguay. (...) El general
Rivera principió sus estudios del terreno el año de 1804: y haciendo la guerra
a las autoridades, entonces, como contrabandista; a los contrabandistas,
después, como empleado; al rey, en seguida, como patriota; a los patriotas, más
tarde, como montonero; a los argentinos, como jefe brasilero; a éstos, como
general argentino; a Lavalleja, como Presidente; al Presidente Oribe, como jefe
proscripto; a Rosas, en fin, aliado de Oribe, como general oriental, ha tenido
sobrado tiempo para aprender un poco de la ciencia del baqueano.”(2)
Claramente,
para Sarmiento, el baqueano, en tanto gaucho inevitable (“insufrible”, podría
decir con Bolaño), está del lado de la barbarie. Sin embargo, le atribuye un
saber específico, prácticamente infalible y, lo que es más importante, esencial
para ciertas funciones. De hecho, de él depende, según dice al principio, la
“suerte de los particulares y de las provincias”. En el mismo párrafo, esto se
especifica significativamente en “la suerte del ejército, el éxito de una
batalla, la conquista de una provincia, todo depende de él”. Esta dependencia,
por supuesto, tiene dos caras; sin necesidad de echar mano de la socorrida (y
generalmente mal entendida) “dialéctica del amo y el esclavo”, es evidente aquí
que, si se puede confiar en el baqueano, está todo bien; si no... (“no siempre
el general tiene en él plena confianza. Imaginaos la posición de un jefe
condenado a llevar un traidor a su lado y a pedirle los conocimientos
indispensables para triunfar”). Volveré sobre esto, pero es bueno notar que
Rosas y Rivera (dos bárbaros, pero destacados) son considerados baqueanos por
antonomasia, o bien por extensión.
Los
elogios de Sarmiento, dentro de una valoración en general positiva, y hasta hiperbólica,(3)
son paradójicos. Aprecia, sí, pero también, sutilmente, descalifica. El
baqueano, en todo caso, gaucho analfabeto al fin, sólo puede leer los
signos de la naturaleza. Y esto implica, desde ya, una escala de valores,
previa, claramente definida. Hay signos con un estatus superior.
Carlo
Ginzburg ha hablado reiteradamente de un “paradigma indiciario”,(4) sistema de
conocimiento primitivo que puede ser “rescatado” por modos más modernos y
“científicos”. También debo citar in
extenso:
“Durante miles de
años la humanidad vivió de la caza. En el curso de sus interminables
persecuciones, los cazadores aprendieron a reconstruir el aspecto y los
movimientos de una presa invisible a través de sus rastros: huellas en terreno
blando, ramitas rotas, excrementos, pelos o plumas arrancados, olores, charcos
enturbiados, hilos de saliva. Aprendieron a husmear, a observar, a dar
significado y contexto a la más mínima huella. Aprendieron a hacer complejos
cálculos en un instante, en bosques umbríos o claros traicioneros. Sucesivas
generaciones de cazadores enriquecieron y transmitieron este patrimonio de
saber. [...] ‘Descifrar’, ‘leer’ las huellas de animales son metáforas. Pero
vale la pena tratar de entenderlo literalmente, como la condensación verbal de
un proceso histórico que lleva, a través de un espacio de tiempo muy largo, a
la invención de la escritura. La misma conexión es sugerida en una tradición
china que explica los orígenes de la escritura, y según la cual ésta fue
inventada por un alto funcionario que había observado las huellas de un ave en
la orilla arenosa de un río. [...] Es legítimo hablar de un paradigma
indiciario o adivinatorio orientable hacia el pasado, o el presente, o el futuro,
según el tipo de conocimiento invocado. [...] Pero detrás de ese paradigma
indiciario o adivinatorio, se vislumbra el gesto quizá más antiguo de la
historia intelectual humana: el del cazador agazapado en el barro, examinando
las huellas de una presa. [...] En todo caso, estos tipos de saber eran más
ricos que lo escrito por cualquier autoridad sobre el tema; no se aprendían en
los libros, sino de oídas, en la práctica, observando; apenas si podía darse
una expresión formal a sus sutilezas, y no podían reducirse a palabras; eran el
legado —en parte común, en parte diversificado— de hombres y mujeres de toda
clase. Estaban enhebrados en un hilo común: todos nacían de la experiencia, de
lo concreto e individual. Y esa cualidad de concreto era a la vez la fuerza de
esa clase de conocimiento y su limitación; no le permitía hacer uso del
poderoso y terrible instrumento de la abstracción. [...] La realidad es opaca;
pero existen ciertos puntos privilegiados —indicios, síntomas— que nos permiten
descifrarla. [...] Se trata de formas de saber que tienden a ser mudas...”
Nuestro
baqueano, entonces, está como atrapado
en el paradigma indiciario, más “primitivo”. Un saber silencioso, mudo, por lo
tanto casi incomunicable o, en rigor, que sólo se transmite “por contacto”,
casi físicamente (biológica o genealógicamente: de padres a hijos). En cambio, por
su parte, el ilustrado siempre puede echar mano al “paradigma simbólico”,
reputado como superior, y que es capaz, en el límite, de absorber al otro.
En
todo caso, el “progreso” terminará también por hacer inútil la noble pero
arcaica sabiduría del baqueano. Éste puede ayudar a hacer un mapa (que no
podría leer); pero, una vez hecho éste, que es fácilmente reproducible, le sirve al ilustrado “para siempre” (y puede transmitirlo
de una manera mediata, impersonal y, en cierto modo, ilimitada). El ilustrado,
con su saber simbólico, se apropia del saber indiciario del baqueano, lo
transforma y lo utiliza. (Como hace, paralela y correlativamente, con el cuerpo
del gaucho en la guerra y con su voz en la poesía gauchesca.)(5)
En
las memorias de militares, suele aparecer esta problemática. Especialmente, es
útil referirse a las del general Paz, uno de los más lúcidos. Paz se queja,
permanentemente, de que en el país no hay “cartas geográficas” que puedan
guiarlo en sus campañas, y mucho más se lamenta de tener que confiar en sus
prácticos, paisanos que nunca se sabe bien de qué lado están (pero sí se sabe,
porque para ellos, en el fondo, hay un solo lado). En un momento, escribe Paz:
“No puedo juzgar de la operación en cuestión con exactitud, porque ni conozco
los lugares (en nuestro país no puede hacerse consultando las cartas
geográficas, porque no las hay y mucho menos topográficas)...” No hay cartas
geográficas como (antes ha dicho) casi no hay libros: le resulta casi imposible
conseguirlos en la cárcel.
“La
realidad es opaca.” Por supuesto. Pero esto no obedece sólo a circunstancias
“naturales”, sino también a condiciones históricas. Los sujetos de la
percepción, obvio es decirlo, son históricos. Y la mirada del ilustrado es tan
eficaz a veces como inútil otras. En ciertas ocasiones, ni siquiera sabe dónde
está, quién es el enemigo.(6) Lo que le juega en contra, de hecho, es la
historia. Su historia, la del país, en lo que tienen de paralelas y de,
inevitablemente, contradictorias. (De hecho, Paz cae prisionero, en el apogeo
de su campaña, luego de sus simbólicas
victorias frente a las montoneras de Quiroga y cuando se dispone a marchar
sobre López, precisamente porque la partida de este último que lo atrapa tenía las mismas divisas que sus propios ejércitos.)
Una
variante conocida de todo esto es (la que podríamos llamar) la
actitud-Mansilla. “Lucius Victorius” puede ponerse (según él) de ambos lados,
con su proverbial ubicuidad (también, para oponerse a Sarmiento, quien no conocía
personalmente lo que describió). Mansilla tiene sus baqueanos, pero él mismo lo
es, y acaso mejor. Debe confiar, inevitablemente, en sus lenguaraces, ya que no
puede dominar tan fácilmente la lengua indígena; pero conoce muy bien el
terreno y puede chequear con esto el conocimiento de sus baqueanos, como para
no depender, o depender mucho menos, de ellos.
Lo
importante es que, en definitiva, va a trazar los mapas de los que la
cartografía carecía casi totalmente hasta su “excursión”. (Mapas que en parte
serían usados para el genocidio conocido como “conquista del desierto”; por eso
es espeluznante que una “bruja” india lo señale como “precursor”. También debía resultar de ello, como bien se lo
reprocha Mariano Rosas, el trazado de líneas férreas: la guerra es sólo una
variable de la economía.)
Es
oportuno recordar aquí que Benedict Anderson ha estudiado extensamente el papel
del mapa en la constitución de la “comunidad imaginada” que resulta ser toda
nación:
“El mapa
mercatoriano, llevado por los colonizadores europeos, empezaba, gracias a la
imprenta, a moldear la imaginación de los asiáticos del Sudeste. [...] Hasta el
ascenso al poder, en 1851, del inteligente Rama IV [...], sólo dos tipos de
mapas existían en Siam [...]. El segundo tipo, totalmente profano, consistía en
unas guías diagramáticas para campañas
militares y barcos costaneros. [...] En 1882, Rama V estableció una escuela
de cartografía en Bangkok. [...] La tarea, por decirlo así, de ‘llenar’ estos
recuadros, sería realizada por exploradores, agrimensores y fuerzas militares. En el sudeste de
Asia, la segunda mitad del siglo XIX fue la edad de oro de los agrimensores
militares-coloniales [...]. Triangulación por triangulación, guerra por guerra, tratado por tratado,
avanzó la alineación del mapa y el poder. [...] ‘El mapa se anticipaba a la
realidad espacial, y no a la inversa. [...] Un mapa era necesario, ahora, para
los nuevos mecanismos administrativos y para
las tropas para reforzar sus pretensiones. [...] El discurso de los mapas
fue el paradigma dentro del cual funcionaron y sirvieron las operaciones administrativas y militares’
(Thongchai). [...] la aparición, en especial a fines del siglo XIX, de los ‘mapas
históricos’, destinados a demostrar en el nuevo discurso cartográfico la
antigüedad de unas unidades territoriales específicas delimitadas con claridad.
Por medio de secuencias cronológicamente dispuestas de tales mapas surgió una
especie de narrativa político-biográfica del reino, a veces con vastas
profundidades históricas.”(7)
La
ausencia de mapas, remite, entonces, a dos aspectos. Por un lado, paralelamente
a la falta de una cultura letrada (un “capitalismo de imprenta”, diría
Anderson), alude a un estadio de civilización primitiva —si vale el cuasi
oxímoron— que Paz deplora tanto como Sarmiento (aunque menos pomposamente). Por
otro, a la realidad de un conglomerado geográfico impreciso, en el que cada
provincia o región es un “país”, escasamente unido a las otras, con las cuales
muchas veces está separada, más que por accidentes geográficos (o políticos),
por aduanas interiores. Volvamos a considerar aquí, entonces, la importancia
del baqueano: “La conciencia del saber que posee le da cierta dignidad reservada
y misteriosa”, dice Sarmiento del rastreador, y no es para menos. El baqueano
era la encarnación misma (para usar una expresión que el sanjuanino hubiera
aprobado) de esas condiciones geopolíticas, económicas y perceptivas. Su mirada transforma la opacidad en claridad (saber/poder
maravilloso pero que, terriblemente, contribuirá a destruirlo.)
En
Los sertones, publicado en 1902,
Euclides Da Cunha aporta ampliamente a esta problemática. Una y otra vez señala
que los sertones son una “terra ignota”: pero ¿para quién? ¿Son verdaderamente
un gran desierto, un desertón? No,
claro, si allí vive gente. Son una tierra prácticamente desconocida para “la
ciencia” (porque los científicos apenas se han atrevido a ir por allí, y a
veces describen lo que conocen sólo de oídas, como Sarmiento); pero también
para el Estado nacional, que en un momento clave (la rebelión de Canudos)
necesita conocer, como siempre, para dominar. De ahí, nuevamente, la
importancia del baqueano, del conocedor del terreno, de aquel capaz de “leer la
tierra”.(8)
Finalmente,
el saber ilustrado, cuyo paradigma y realización esencial es la tecnología,
puede dejar atrás el saber primitivo, en tanto aparezcan nuevos objetos no
susceptibles de (re)conocimiento por parte de este último, con varias razones;
un grado máximo de abstracción, por ejemplo, o alguna forma de imperceptibilidad.
Sin
ir más lejos: un “objeto” muy especial, muy preciado, que está debajo de la tierra:
“Del
Zulia llegaron los perforadores y mecánicos americanos, amén de dos o tres
obreros criollos avezados en la edificación de torres petroleras. Ya la primera
de esas torres se alzaba entre los ventarrones. Los equipos de hombres se
turnaban incesantemente, noche y día, al pie de sus vigas metálicas o trepados
como simios a los travesaños más altos. Los oídos se habituaron al rezongo
gangoso del motor diesel que no paraba nunca, que a veces pistoneaba como si
fuera a apagarse, pero no se apagaba, sino emprendía su martilleo con mayor
brío, como si se supiera fuerza generadora de todo el mecanismo que lo rodeaba.
La Compañía
tenía la certeza. Una gran cuenca petrolífera nacía en la costa atlántica,
entre los dedos de la desembocadura del Orinoco, y se introducía en los llanos
orientales de Venezuela como un lanzazo. Las líneas del sismógrafo, los
instrumentos que empleaban los geólogos para leer en el mudo corazón de las
piedras, el minucioso examen de antiguos caracoles y hojas petrificadas que
realizaban los paleontólogos en sus laboratorios, todo indicaba la presencia de
henchidos coágulos de jugo negro soterrados en las entrañas de aquella meseta
tras siglos y más siglos de cataclismos y transformaciones.”(9)
Notas
(1) Por lo general,
es horriblemente grondoniano citar a la Real Academia, pero
en este caso vale la pena, en cierto sentido, porque la operación reproduce
involuntariamente la temática. Baqueano remite a baquiano,
que, a su vez, con sus acepciones de “Experto, cursado. / Práctico de los
caminos, trochas y atajos. / Guía para poder transitar por
ellos”, proviene de baquía (“Conocimiento práctico de las sendas, atajos, caminos, ríos,
etc., de un país. / Habilidad y destreza para obras manuales”), cuya etimología es desconocida.
(2)
Fragmento sobre el rastreador: “El más conspicuo de todos, el más extraordinario, es el rastreador.
Todos los gauchos del interior son rastreadores. En llanuras tan dilatadas, en
donde las sendas y caminos se cruzan en todas direcciones, y los campos en que
pacen o transitan las bestias son abiertos, es preciso saber seguir las huellas
de un animal, y distinguirlas de entre mil, conocer si va despacio o ligero,
suelto o tirado, cargado o de vacío: ésta es una ciencia casera y popular. Una
vez caía yo de un camino de encrucijada al de Buenos Aires, y el peón que me
conducía echó, como de costumbre, la vista al suelo: ‘Aquí va -dijo luego- una
mulita mora muy buena...; ésta es la tropa de don N. Zapata..., es de muy buena
silla..., va ensillada..., ha pasado ayer...’ Este hombre venía de la Sierra de San Luis, la
tropa volvía de Buenos Aires, y hacía un año que él había visto por última vez
la mulita mora, cuyo rastro estaba confundido con el de toda una tropa en un
sendero de dos pies de ancho. Pues esto, que parece increíble, es con todo, la
ciencia vulgar; éste era un peón de árrea, y no un rastreador de profesión. El rastreador es un personaje grave, circunspecto, cuyas
aseveraciones hacen fe en los tribunales inferiores. La conciencia del saber
que posee le da cierta dignidad reservada y misteriosa. Todos le tratan con
consideración: el pobre, porque puede hacerle mal, calumniándolo o
denunciándolo; el propietario, porque su testimonio puede fallarle. Un robo se
ha ejecutado durante la noche: no bien se nota, corren a buscar una pisada del
ladrón, y encontrada, se cubre con algo para que el viento no la disipe. Se llama
en seguida al rastreador, que ve el rastro y lo sigue sin mirar, sino de tarde
en tarde, el suelo, como si sus ojos vieran de relieve esta pisada, que para
otro es imperceptible. Sigue el curso de las calles, atraviesa los huertos,
entra en una casa y, señalando un hombre que encuentra, dice fríamente: ‘¡Este
es!’ El delito está probado, y raro es el delincuente que resiste a esta
acusación. Para él, más que para el juez, la deposición del rastreador es la
evidencia misma: negarla sería ridículo, absurdo. Se somete, pues, a este
testigo, que considera como el dedo de Dios que lo señala. Yo mismo he conocido
a Calíbar, que ha ejercido, en una provincia, su oficio durante cuarenta años
consecutivos. Tiene, ahora, cerca de ochenta años: encorvado por la edad,
conserva, sin embargo, un aspecto venerable y lleno de dignidad. Cuando le
hablan de su reputación fabulosa, contesta: ‘Ya no valgo nada; ahí están los
niños.’ Los niños son sus hijos, que han aprendido en la escuela de tan famoso
maestro. Se cuenta de él que durante un viaje a Buenos Aires le robaron una vez
su montura de gala. Su mujer tapó el rastro con una artesa. Dos meses después,
Calíbar regresó, vio el rastro, ya borrado e inapercibible para otros ojos, y
no se habló más del caso. Año y medio después, Calíbar marchaba cabizbajo por
una calle de los suburbios, entra a una casa y encuentra su montura,
ennegrecida ya y casi inutilizada por el uso. ¡Había encontrado el rastro de su
raptor, después de dos años! El año 1830, un reo condenado a muerte se había
escapado de la cárcel. Calíbar fue encargado de buscarlo. El infeliz, previendo
que sería rastreado, había tomado todas las precauciones que la imagen del
cadalso le sugirió. ¡Precauciones inútiles! Acaso sólo sirvieron para perderle,
porque comprometido Calíbar en su reputación, el amor propio ofendido le hizo
desempeñar con calor una tarea que perdía a un hombre, pero que probaba su
maravillosa vista. El prófugo aprovechaba todos los accidentes del suelo para
no dejar huellas; cuadras enteras había marchado pisando con la punta del pie;
trepábase en seguida a las murallas bajas, cruzaba su sitio y volvía para
atrás; Calíbar lo seguía sin perder la pista. Si le sucedía momentáneamente
extraviarse, al hallarla de nuevo exclamaba: ‘¡Dónde te mi as dir!’ Al
fin llegó a una acequia de agua, en los suburbios, cuya corriente había seguido
aquél para burlar al rastreador... ¡Inútil! Calíbar iba por las orillas sin
inquietud, sin vacilar. Al fin se detiene, examina unas yerbas y dice: ‘Por
aquí ha salido; no hay rastro, pero estas gotas de agua en los pastos lo
indican.’ Entra en una viña: Calíbar reconoció las tapias que la rodeaban, y
dijo: ‘Adentro está.’ La partida de soldados se cansó de buscar, y volvió a dar
cuenta de la inutilidad de las pesquisas. ‘No ha salido’, fue la breve
respuesta que, sin moverse, sin proceder a nuevo examen, dio el rastreador. No
había salido, en efecto, y al día siguiente fue ejecutado. (...)
¿Qué misterio es éste del rastreador? ¿Qué poder microscópico se desenvuelve en
el órgano de la vista de estos hombres? ¡Cuán sublime criatura es la que Dios
hizo a su imagen y semejanza!”
(3)
Recordar que, en sus notas al Facundo,
Valentín Alsina le dice a Sarmiento que todo eso (en especial, lo de Rosas y el
“conocimiento por el pasto”) son “cuentos chinos”. En relación con esto: se
dice que Evita
recordaba perfectamente a todos los
que iban a pedirle algo a la
Fundación —esas interminables colas, prefiguración de las que
visitarían su cadáver expuesto—, de manera que les reprochaba que volvieran.
Esto recuerda a Napoleón y a Facundo Quiroga, que conocían a todos sus soldados
por el nombre, por lo menos según Sarmiento. Y esa memoria infinita evoca
también el atributo de un dios modesto, casi doméstico, pero dios al fin,
sujeto natural de la omnipotencia y acaso de la arbitrariedad. (Ver Pablo
Valle, “Cine argentino: política, identidad, cuerpo”, en Varios, Ensayos, Buenos Aires, Secretaría de
Cultura de la Provincia
de Buenos Aires/Corregidor, 2003.)
(4) Por ejemplo, en “Morelli,
Freud y Sherlock Holmes: indicios y método científico”, en Eco, Umberto y
Sebeok, Thomas A. (eds.), El signo de los
tres. Dupin, Holmes, Peirce, Barcelona, Lumen, 1989, pp. 116-163. Ver Mitos,
emblemas, indicios. Morfología e historia, Gedisa,
Barcelona, 1994.
(5) Cf. P. Valle,
“Guerras de papel: autobiografía y estrategia en las Memorias póstumas del general Paz”, inédito.
(6) Cf. Josefina
Ludmer, El género gauchesco. Un tratado sobre la patria, Buenos Aires,
Sudamericana, 2000, passim.
(7) Benedict
Anderson, “El mapa”, en Comunidades
imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo,
traducción de Eduardo L. Suárez, México, FCE, 1993, 1997, pp. 238-249. (Todos los subrayados son míos.)
(8) Euclides Da
Cunha, Os sertoes, Río de Janeiro,
Francisco Alves, 1940. La expresión aparece en la página 380. Vargas Llosa, en
su versión desencantada (por no decir directamente reaccionaria, ya que
estamos), de la guerra de Canudos, ha tratado extensamente esta cuestión.
Galileo Gall, el anarco-positivista, sólo posee un saber libresco, hoy inútil;
morirá luchando, precisamente, con un baqueano, por el amor de una mujer
compartida (figura de la tierra, entre otras cosas). Cf. La guerra del fin del mundo.
(9)
Miguel Otero Silva, Oficina N.º 1, Buenos Aires, Losada, 1961. Agradezco
la cita a Mariana Bendahan.
(Publicado en la revista digital No Retornable, invierno de 2008.)
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