Parte primera
El personaje autobiográfico(1)
Yo había
sido tantas personas fabricadas tantas veces por mí mismo.
Dalmiro Sáenz(2)
I
Uno de los problemas discursivos que enfrenta todo sujeto de la
enunciación autobiográfica es el de legitimar su propia palabra, lo que se
podría llamar “situación de discurso de la verdad”.
En la literatura autobiográfica argentina del siglo
XIX, este problema exhibe un matiz propio: además de proponer una verdad
estrictamente personal, los autores se involucran en la formulación de un
concepto de nación (de “patria”) que, por sus características incipientes,
aparece como un objeto discursivo privilegiado, un terreno virgen para ser
expropiado por la propia palabra.(3)
En sus Memorias,
José María Paz desarrolla una estrategia (él, que fue el gran estratega militar
del siglo) para ser verosímil, creíble; lo hace, especialmente, poniéndose
entre los extremos, manteniendo una equidistancia que lo habilite para que su
palabra tenga todas las prerrogativas de la objetividad.
En esta primera parte se procura rastrear algunas
huellas discursivas de este “juego” entre la escritura (autobiográfica) y la verdad
(histórica).
II
Hay un relativo consenso crítico en que la
autobiografía es un género discursivo-narrativo en el que coinciden o son
congruentes autor, narrador y personaje. En el mismo nivel de generalidad, y de
género, suele afirmarse que el primero construye al segundo para justificar,
para explicar, al tercero. (“Puede creer alguno que trato de hacer mi
panegírico, y se engaña, porque sólo he tratado de dar una explicación”, I, p.
104.)(4) Lejeune dice, en un sentido aproximadamente similar, que la
autobiografía “representa el esfuerzo de un sujeto por construir su
identidad”.(5)
Todo esto parece bastante obvio, pero plantea un
problema menos obvio: ¿cómo hacerlo de manera convincente? Se podría establecer una tipología de los textos
autobiográficos precisamente sobre la base de estas estrategias discursivas
mediante las cuales el autor hace que su discurso predique la verdad, frente a
la esperable desconfianza de todo lector.
Por supuesto, hay un enunciado modalizador (a veces
implícito) del discurso autobiográfico-memorialístico, que actúa como operador
metalingüístico: “Estoy diciendo la verdad.” No está ausente, por cierto, en
las Memorias de Paz. Por ejemplo:
“Si algo de lo que he escrito es considerado como un
desahogo, por lo menos créase que lleva el
sello de la verdad, y que no soy inmoderado en ese desahogo” (II, 279).
“A pesar de todo, debo asegurar que lo que he estampado es la verdad” (II, 345, nota 143; los
subrayados son míos).
Pero a nadie le conviene repetir regular u
obsesivamente “digo la verdad, digo la verdad”, porque corre el riesgo de
producir un efecto contrario al buscado; su discurso se vuelve tautológico, delirante,
proselitista: esencialmente desconfiable.
Otras formas de legitimación son los testimonios
ajenos, las pruebas “documentales”, que tampoco faltan en Paz.(6) De hecho,
exhibe varios, especialmente las últimas cartas de Lavalle, quien, nada menos
que antes de morir, pensó en su familia y en él, en Paz. (Esto lo hace, sobre
todo, para desmentir las insistentes, y no del todo infundadas, versiones sobre
su enemistad.)
Es posible también autenticarse mediante la
construcción de un alocutario muy especial. Por ejemplo, en sus Confesiones, Agustín, al dirigirse
directamente a Dios, especie de Alocutario absoluto, ¿cómo podría mentir?...(7)
Pero tal vez lo más complejo, y lo más eficaz, sea construir un personaje de sí mismo que
sea verosímil, creíble, confiable. Complejo y eficaz, porque, al lograr lo que
se propone, también borra, por lo menos hasta cierto punto, las huellas del
procedimiento.
III
¿Qué tipo de personaje construye Paz de sí mismo?
Veamos. Paz se confiesa, desde el principio, cultor del orden y de la disciplina,
un tema central de las Memorias.
“Desde muy joven fui siempre amante del orden y de la
regularidad, de la rigurosa equidad y de la severa justicia”, dice (I, p. 163).
“Es tanto lo que he sufrido desde mi juventud y durante mi
larga carrera militar con los avances del desorden, con el que jamás pude
transigir, y al que siempre combatí en la esfera en que, según mi clase, me era
permitido girar...” (I, p. 118).
Pero no acepta exageraciones al respecto, como afirma
en sus críticas al barón Holmberg:
“[El barón Holmberg] quería aplicar sin discernimiento a
nuestros ejércitos semi-irregulares, los rigores de la disciplina alemana” (I,
p. 18).
“... jamás quise mandar arbitrariamente y sin tener una pauta
que reglase mis providencias y mis operaciones” (I, p. 62).
Incluso, con una actitud premonitoria, ve en el
desorden de los ejércitos una cifra de la anarquía política y social del país
en formación: “Veía en perspectiva todos los desastres que luego sufrió nuestro
ejército, y las desgracias que iban de nuevo a afligir a nuestra patria” (I, p.
107). “Desgraciadamente, acerté en mi profecía”, confirma (I, p. 118).(8)
La moderación de la que se está hablando se reproduce
también en el nivel de las opciones políticas:
“En ésta, como sucede generalmente en todas las discordias
civiles, difícil sería hallar la justicia exclusivamente en uno de los
partidos; por lo común ambos pasan los límites que marcan la equidad y la
conveniencia pública” (I, p. 143).
“No desconocía yo las tendencias y las miras, más o menos
disfrazadas, de los partidos que se proponían hacerme servir a sus intereses; a
sus intereses, digo, salvando, se entiende, los de la causa, exclusivamente,
porque yo no podía tenerlos personales...” (II, 252).
“Debe tenerse presente que en los mandos que he obtenido y
destinos que he desempeñado jamás he formado partido, y que si he procurado
merecer el aprecio de mis conciudadanos, ha sido por un proceder imparcial y
justo, y no por chocantes preferencias” (II, 261).
Por ejemplo, al narrar la sublevación de Arequito,
casi un comienzo simbólico de las guerras civiles, Paz siente la necesidad
imperiosa de justificar su elección de ponerse de parte de los rebeldes, lo
cual es todo un trauma para él. Entonces concluye:
“Me propuse vivir tranquilo, y no mezclarme en tan pobres
negocios” (I, p. 186).
“Yo había hecho un estudio en no mezclarme en cosas
políticas” (I, p. 192).
Como si sólo fuera un humilde militar, ajeno del todo
a la política (¡imposiblemente ajeno a la famosa máxima de Von Clausewitz!). Lo
que sucede es que, en política, Paz desearía ponerse “por encima” de los
partidos, a favor de una causa —la
lucha contra Rosas— que pretende dar por sobreentendida, figura de antonomasia
que refiere un amor a la patria sin facciosidad:
“Nunca pertenecía facciones, de modo que, aunque me haya
visto implicado en los partidos políticos, he huido, no sólo de las
exageraciones, sino también de esas tendencias exclusivas de que adolecen los
hombres que dependen de aquéllas” (I, p. 104).
“Mi conducta fue la que siempre fue guía de mis acciones, es
decir, ofrecerme a la causa, sin afiliarme a las facciones” (II, 117).(9)
Cuando es gobernador de Córdoba, por un período muy breve
(luego de vencer a Bustos y antes de caer prisionero), se propone mediar entre partidos:
“Mi política, desde que entré en Córdoba, fue la de la
moderación” (I, p. 264).
“Como una prueba de la moderación que quise establecer en todos
los actos de mi gobierno, citaré la de haber quitado el ceremonial, casi regio,
con que mi antecesor se hacía rodear en las funciones de iglesia” (I, p. 265).
“En esta elección tuve que consultar no sólo la idoneidad de
las personas, sino la fusión que quería hacer de dos antiguos partidos, cuyo
odio inveterado había causado mucho mal en tiempos pasados a la provincia...”
(I, p. 251).
“Esto era muy conforme a mis deseos, no por un motivo
personal, sino por facilitar la organización nacional, que fue el objeto
constante de mis esfuerzos” (I, p. 261).(10)
El efecto perseguido por esta actitud es obliterar,
expulsar del texto una elección explícita entre opciones de igual nivel. Paz se
vuelve una suerte de “enunciador abstracto”, para utilizar la expresión que
Verón y Sigal aplican a Juan Domingo Perón en su libro Perón o muerte.(11) Esto sucede cuando, en determinados contextos
—históricos y discursivos—, política
y verdad se oponen tajantemente
(¿cuándo no?).
Curiosamente, se da una relación explícita entre aquel
afán de disciplina (en el ejército) y su ampliación a la escena nacional:
“Los dos puntos a que he hecho alusión estaban comprendidos
en estas dos palabras: nacionalidad y
orden. Mi intento era centralizar en lo posible la revolución, darle un movimiento
regular y uniforme, y un carácter verdaderamente nacional. En cuanto a la
organización del ejército, debía girar sobre un pie de orden y disciplina
racional; quiero decir, una disciplina moderada y convenientemente arreglada a
nuestro estado y circunstancias” (II, 257).
Y no es casualidad que también se verifique un reflejo
de esto en la “composición” y el “estilo” de las Memorias, según el mismo autor:
“Iría muy lejos en esta reflexión si me dejase llevar de
cuanto me sugieren mi imaginación y mi memoria; acaso tampoco podría conservar
la calma que no quiero perder. Basta” (I, p. 164).
“He huido siempre de un estilo pomposo y de alabanzas que por
ser demasiado abultadas he considerado ridículas” (I, p. 108).
No es casualidad que, después de esta declaración,
vuelva por enésima vez a su tema preferido:
“Debo añadir que reconozco en nuestros paisanos aptitudes
sublimes para la milicia y disposiciones para una disciplina racional, cuando
se quiere y se sabe establecerla” (ídem).
En cuanto a su estilo
castrense, tan unánimememte elogiado: contradiciendo a Sarmiento,(12) Paz no
quiere mostrarse como un “militar a la europea”. Más bien, vuelve a aplicar su
doctrina del justo medio, para afirmar que el militar debe adaptarse a las circunstancias:
“Preciso es confesar que nuestros generales de entonces
meditaron poco sobre la naturaleza de esta guerra [...]. Generalmente olvidaron
que la de un cuerpo de tropas debe ser adecuada a las localidades que han de
servirle de teatro, a los enemigos que tiene que combatir, y a la clase de
guerra que tiene que hacer” (I, p. 158).
“Causa admiración el recordar a algunos jefes nuestros,
nacidos y criados en las ciudades, haciendo una ridícula ostentación de los
atavíos y modales gauchescos, que tan mal saben imitar; en cuanto a mí, he
mandado ejércitos compuestos de esos mismos gauchos, montando en silla inglesa,
sin que me hayan desobedecido ni despreciado; pero he tenido también buen
cuidado de no despreciarlos a ellos, ni ridiculizar un traje, que hasta cierto
punto puede llamarse nacional” (II, 289).(13)
Pero sí
coincide con Sarmiento en la caracterización negativa que hace de Lavalle, que
por cierto así se convierte en una de sus contrafiguras principales:(14)
“No admite duda que el ejército Libertador cometía desórdenes
y que estaba entregado a una desenfrenada licencia. En alguna parte he indicado
que este método, si tal puede llamarse, era sistemático y que el general
Lavalle se había propuesto vencer a sus enemigos por los mismos medios que
ellos lo habían vencido diez u once años antes. Entonces la licencia
gaucho-demagoga se sobrepuso a las tropas regulares que él mandaba y ahora
quería él sobreponerse a sus enemigos, relajando todos los resortes de la
disciplina y permitiendo los desórdenes. Funesto error que, tanto en política como en lo militar,
nos ha causado horribles males, y, lo que es más, ha hecho desvanecer la mayor
parte de nuestras esperanzas” (I, p. 80, los subrayados son míos).
“Hubiera sido de desear más perseverancia para seguir un plan
que había sido adoptado y un poco más de paciencia para desarrollar los pormenores
de su ejecución. Estaba sujeto a impresiones fuertes, pero transitorias, de lo
que resultó que no se le vio marchar por un sistema constante, sino seguir rumbos
contrarios y con frecuencia tocando los
extremos. Educado en la escuela militar del general San Martín, se había
nutrido con los principios de orden y de regularidad que marcaron todas las
operaciones de aquel General. Nadie ignora, y lo ha dicho muy bien un escritor
argentino (el señor Sarmiento), que San Martín es un general a la europea, y
mal podía su discípulo haber tomado las lecciones de Artigas. El general
Lavalle, el año 1826, que lo conocí, profesaba una aversión marcada no sólo a
los usos, costumbres y hasta el vestido de los hombres de campo o gauchos, que
eran los partidarios de ese sistema: era un soldado en toda forma. [...] Cuando
las montoneras de López y Rosas lo hubieron aniquilado en Buenos Aires, abjuró
sus antiguos principios y se plegó a los contrarios, adoptándolos con la misma
vehemencia con que los había combatido. Se hizo enemigo de la táctica y fiaba
todo el suceso de los combates al entusiasmo y valor personal del soldado.
[...] Hasta en su modo de vestir había una variación completa. [...] ¡Cuánto
mejor hubiera sido que, sin tocar los extremos,
hubiese tratado de conciliar ambos
sistemas, tomando de la táctica lo que es adaptable a nuestro estado y
costumbres y conservando al mismo tiempo el entusiasmo y decisión individual
tan convenientes para la victoria!” (II, 142-143, ídem).
Antes, en cambio, había dicho sobre Belgrano:
“Sin abandonarse a los extravíos de una desenfrenada
democracia, era sencillo en sus costumbres, sumamente llano en sus vestidos,
parco en su mesa, moderadísimo en todos sus gastos” (I, p. 37).
Si construir imágenes de los otros es una forma de hablar de sí mismo, por identificación o
contraposición (como hace, famosamente, Sarmiento con Facundo),(15) no cabe
duda de que Paz diseña un espacio ideal de caracterizaciones en el que se
sitúa, previsiblemente, en el centro. Y da una mirada a su alrededor.
IV
Insisto: el personaje que Paz construye de sí mismo,
como sujeto enunciador de la verdad, es la quintaesencia de la moderación. Un ethos del equilibrio, una ética del término
medio, una teoría de los dos demonios que va dejando un espacio vacío donde el sujeto se instala cómodamente y da una
mirada panóptica a su conflictivo entorno. Este efecto es tan fuerte que hasta
le permite elegir como si no eligiera.
Notas
(1) Una primera versión de este texto fue leída como
“Escritura y estrategia en las Memorias
póstumas del general Paz”, en el Primer Encuentro de Estudios del Discurso,
Buenos Aires, Instituto de Lingüística de la Facultad de Filosofía y
Letras (UBA), junio de 1996.
(2) Mis olvidos. Lo que
no dijo el general Paz en sus Memorias (novela), Buenos Aires,
Sudamericana, 1998, p. 26.
(3) Para este punto, ver especialmente el texto clásico de
Adolfo Prieto, La literatura
autobiográfica argentina, Buenos Aires, CEAL, 1982, passim. También el artículo de Nora Domínguez y Adriana Rodríguez
Pérsico, “Autobiografía de Victoria Ocampo. La pasión del modelo”, en Lecturas críticas 2, Buenos Aires, julio
de 1984, p. 22: “Nuestra literatura durante casi todo el siglo XIX estuvo marcada
por la función política, por la intención cívica. [...] La autobiografía se
ligó absolutamente a esa intención y se constituyó durante el siglo pasado en
el gesto dominante, a través del cual la mayor parte de los hombres vinculados
al quehacer político justificaron su actuación, construyeron un nombre.”
Sarmiento llega a decir “Yo escribo la historia” (en carta a Mrs. Mann del
20/5/66, citado en Ana María Barrenechea, “Sobre la modalidad autobiográfica en
Sarmiento”, en Nueva Revista de Filología
Hispánica, tomo XXIX, núm. 2, Buenos Aires, 1980, p. 515). También: “la
estrategia del recuerdo afirma a los sujetos embarcados en el proyecto del
progreso material y la modernización de la ciudad, del país, sustrayéndolos a
las secuelas de esa transformación radical: la vulgarización y la forzosa
mezcla con el otro, el recién llegado” (Enrique Pezzoni, “Miguel Cané, Lucio V.
López: las estrategias del recuerdo”, en Babel,
año II, núm. 13, Buenos Aires, 1989).
(4) Cito según la edición completa de 1954: José María Paz, Memorias póstumas, Introducción de S.
López Montenegro, Buenos Aires, Almanueva, 1954.
(5) Philippe Lejeune, “Michel Leiris: autobiografía y
poesía”, en Le pacte autobiographique,
París, Seuil, 1975. Ver también Nicolás Rosa, El arte del olvido (Sobre la autobiografía), Buenos Aires,
Puntosur, 1990: “En las Memorias la recordación es precisamente memorialista, se funde el recuerdo de la
historia subjetiva y su verdad psíquica con el recuerdo de la Historia y su verdad
histórica: las Memorias generan grandes hombres, verdaderos personajes donde autor, personaje y
narrador son absorbidos por el acontecimiento de la Historia. [...] Las
Memorias fundan un sujeto que no vacila: afirma y simula activamente escribir
la verdad de los hechos, cree recordar todo y de todo, lo mejor, lo más
provechoso para el relato de la verdad” (p. 61). Y Sylvia Molloy: “... la
autobiografía decimonónica se legitima como historia, y como historia, se
justifica su valor documental” (Sylvia Molloy, Acto de presencia. La escritura autobiográfica en Hispanoamérica,
México, FCE, 1991, p. 187).
(6) Ver Nora Domínguez y Adriana Rodríguez Pérsico, op. cit.,
p. 34: “La transcripción de cartas de otros sirven para devolverle(s) —previa
selección— la imagen deseada. Ellas resultan eficaces por su fuerza
testimonial. De esta manera, el modelo no se construye sólo con la palabra
propia sino también a través de las voces de otros.” Un ejemplo: “Es
enteramente exacto lo que dice en una carta el mismo general Belgrano, y cuya
copia he visto; que, la indisciplina de
nuestras tropas era el origen del atraso de nuestra causa y de las calamidades
domésticas, que tanto han afligido y afligen aún a nuestro país” (I, 74).
Sin embargo, hay en Paz cierta “pereza” para recurrir a documentación:
“Innumerables cartas y papeles como éste existen en mi poder, que podrían servir
de documentos justificativos de estas Memorias, y que los habría citado en sus
lugares respectivos, si no me fuera muy penoso revolver papeles para extraer
los que dicen relación a mi asunto” (II, 364). Es cierto que, cuando comienza a
escribir, está preso y no tiene a mano más que su memoria. Ver también Molloy,
op. cit.: “Sarmiento inventa una cadena de documentos para su yo” (p. 191).
(7) También Gregorio Nacianceno: “Tú, Verbo, eres testigo de
lo que estoy diciendo” (Fuga y
autobiografía, Madrid, Ciudad Nueva, p. 222).
(8) Este afán de orden lo lleva a una paradoja, quizás
aparente: “... la vivacidad de mi genio y el horror que siempre tuve al
desorden, me hacían quizá traspasar los límites de la prudencia” (I, p. 118).
Y, por supuesto, a la figura de modestia o falsa autocrítica: “Como hasta ese
espíritu de orden ha sido motivo de crítica para algunos que me son poco
afectos, he querido indicar que siendo él tan arraigado en mí, es un defecto de que no puedo corregirme” (I,
p. 164, subrayado mío). De todas maneras, los ejemplos se multiplican hasta la
monomanía: “Me resolvía luchar a todo trance contra la indisciplina, y aventurarlo
todo, antes que transigir con ella. No era éste un ciego capricho; mi resolución
provenía no sólo de mis principios, sino del convencimiento de que sin ella
sucumbiríamos, y yo me sacrificaría sin utilidad del público y sin gloria” (II,
206). “Hablando yo continuamente de ordenanza, de leyes militares y de disciplina,
es difícil que haya ejército donde menos castigos se hayan hecho que en los que
he mandado, mientras en otros, donde no se mentan las reglas y las formas,
corre la sangre a torrentes, y se estremece la humanidad al ruido de horrendos
castigos” (II, 182). “Los que me conocen, y aun los que no me conocen, saben
que no soy un despilfarrador; harto he sufrido las censuras de mis compañeros
por mis principios de orden y economía; harto me han criticado también otros,
que no eran militares, por mi misma
delicadeza, como la llamaban...” (II, 186, subrayado en el texto).
(9) Otra vez la figura de modestia: “Además, no tengo
embarazo en repetirlo, ni soy ni fui jamás el hombre adecuado para las
revoluciones; ni tengo esa audacia de carácter que hace sobreponerse a todo
miramiento, ni poseo esa indiferencia por lo justo, equitativo y útil al
público, que hace superior el interés individual a toda otra consideración” (I,
p. 183). “Les fatigaba la independencia de mi carácter y mi entera
prescindencia de partidos y fracciones” (II, 252). “Mi culpa real y verdadera
ha sido querer tener juicio y conciencia propia” (II, 258).
(10) Es fácil encontrar otras opiniones, más o menos obvias,
por ejemplo: “El general Paz, representando los intereses de los productores y
comerciantes de Córdoba [que] necesitaban la paz para continuar mercando por
las rutas tradicionales...” (Andrés Carretero, La llegada de Rosas al poder, Buenos Aires, Pannedille, 1971, p.
217). Sobre la situación política en Córdoba, antes y después de la Revolución, consultar
(disfrutar) la obra maestra de Tulio Halperín Donghi, Revolución y guerra. Formación de una élite dirigente criolla,
México, Siglo XXI, 1979, esp. pp. 23, 281. Para una visión más general, Antonio
Zinny, Historia de los gobernadores de
las provincias argentinas, tomo II, Buenos Aires, Hyspamérica, 1987, pp.
265 y ss.
(11) Ver Silvia Sigal y Eliseo Verón, Perón o muerte, Buenos Aires, Hyspamérica, 1983, esp. p. 52 y ss.:
“Más allá de la política, la verdad...”
(12) Ver Domingo F. Sarmiento, Facundo o Civilización y barbarie, prólogo de Noé Jitrik, notas de
Nora Dottori y Susana Zanetti, Buenos Aires, Hyspamérica-Biblioteca Ayacucho,
1986, esp. p. 141.
(13) Un comentarista de Paz, Luis Franco, aparentemente
seducido por la visión del memorialista, está en un todo de acuerdo con él (El general Paz y los dos caudillajes,
Buenos Aires, Solar, 1984): “... los ejércitos de línea, batidos al principio
por su pesadez con el recargue del parque y la artillería y su desconocimiento
del terreno, pierden su fe en sí mismos, y caen en lo peor: imitar al enemigo;
se vuelven pura caballería como él, relajan la disciplina a su estilo; son una
pseudo montonera, muy inferior a la otra. Sólo Paz logrará apear a esos jinetes
profundos” (p. 51). “Su disciplina y su constancia, sí, pueden venirle en parte
del ejemplo del noble vencido de Ayohuma; lo demás —su pulso en topografías,
psicologías y armas— sólo de su intuición asistida de experiencia. Otro
detalle: es el más prudente y el más audaz de todos, o mejor, es lo uno en
función de lo otro. Sin audacia, la prudencia es apocamiento; sin prudencia, la
audacia se llama barrabasada o azar. La prudencia y la audacia son el pulgar y
el índice de su diestra” (p. 68). Igualmente, Juan Bautista Terán: “Representaba
una organización mental madura, igualmente distante de la de los militares
europeizantes, simplemente librescos, y del primitivismo gaucho puramente
empírico” (José María Paz. 1791-1854,
Buenos Aires, Cabaut y Cía., 1936, p. 53). Para ampliar este punto —las
tácticas militares de Paz—, ver la obra de su principal comentarista y
anotador, Juan Beverina, El general José
María Paz, Buenos Aires, Rioplatense, 1973; y, más en general, Liddell
Hart, El espectro de Napoleón, Buenos
Aires, EUDEBA, 1969, donde se estudian las novedosas tácticas de guerra
(basadas en la dispersión, la movilidad y la adaptabilidad) que empleara el
primer Napoleón, influido por Mauricio de Sajonia, Bourcet y Guibert.
(14) La otra es el temerario Lamadrid, por supuesto, quien en
sus propias Memorias describe a Paz
como apocado, indeciso, vacilante, por no llamarlo cobarde. Ver Gregorio Aráoz
de La Madrid, Memorias, Buenos Aires, EUDEBA, 2 tomos,
1968, passim.
(15) Ver, para un análisis más pormenorizado de este
procedimiento, Noé Jitrik, Muerte y
resurrección de Facundo, Buenos Aires, CEAL, 1983, p. 25 y ss. Y Dalmiro
Sáenz, en su novela: “Cada uno utilizaba al otro como excusa para ser uno.
[...] Yo he dibujado los contornos de Quiroga y él dibujó los míos. Uno sin el
otro no seríamos nosotros” (op. cit., pp. 157, 165).
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