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miércoles, 2 de marzo de 2016

Izquierda Unida, 1989


En las elecciones de 1989, fui candidato a diputado nacional sin saberlo.
Sin embargo, no esto lo principal que quiero contar. Ya veremos.
Durante la primera mitad de ese año, en el que cayó el Muro de Berlín, tuve mi única experiencia de militancia política activa; fue en una coalición que se llamaba Izquierda Unida, formada principalmente por el PC y el MAS, y que realizó la primera interna abierta de la historia electoral argentina.
Yo me había recibido en Letras el año anterior. En “Marcelo T.”, porque Puan, en esa época, producía lo único valioso de su historia, según la boutade de Fogwill: cigarrillos. Trabajaba en un centro cultural del Programa Cultural en Barrios, del gobierno de Alfonsín, un ambicioso proyecto de algunas personas que llegué a conocer y que enseguida fue apropiado por el astuto Pacho O’Donnell, a la sazón radical y secretario de Cultura.
También trabajaba como corrector en una editorial, gracias a lo cual me había podido ir a vivir solo, en una época en que los alquileres se indexaban mensualmente. A pocos meses de la hiperinflación: gran puntería la mía.

***

Desde que se había reanudado la actividad política, en las postrimerías de la dictadura, pos-Malvinas, para definirme políticamente si era necesario, solía decir que estaba “cerca del PC”; pero nunca me había afiliado. En parte porque —hijo del “Proceso” al fin y al cabo— no me convencía del todo la noción misma de afiliarse, en parte porque creía ingenuamente en la “izquierda” como un todo, y en parte porque mis amigos, que eran todos trotskistas, me decían “estalinista” o directamente me acusaban de haber matado a Trotsky, a través de una serie de mediaciones que yo, joven del —como se dice ahora— Conurbano, no entendía del todo. O sea que la tercera razón subrayaba la ingenuidad de la segunda.
Cuando se anunció la formación de un nuevo frente de izquierda, sentí por primera vez la necesidad de participar. Ya se había intentado algo similar en las legislativas de 1985 (“FREPU, carajo, / arriba los de abajo”), pero había abortado enseguida, pese al ingenio de su eslogan. En 1987, el PC formó otro precario frente, el FRAL, con el Partido Humanista (los “Hare Krishna”, decía el Perro Verbitsky).
1989 ofrecía otro panorama: eran elecciones presidenciales, aunque no hubiera, por supuesto, ninguna posibilidad de tallar a ese nivel; la interna peronista se había definido con cierta sorpresa —y con un pequeño empujoncito del alfonsinismo— a favor de un caudillo riojano previsiblemente populista, por sobre las epocales modulaciones socialdemócratas de Antonio Cafiero; y el MAS, fundado en 1982 por un joven abogado de derechos humanos, Luis Zamora, había crecido mucho.
Precisamente, las encuestas internas indicaban que en la provincia de Buenos Aires se podía “meter” un diputado, así que el resultado de las primarias fue meramente simbólico. El ganador resultó Néstor Vicente, nativo de la Democracia Cristiana; Zamora, candidato a vicepresidente, también encabezaría la lista bonaerense.

***

Así las cosas, me contacté con un compañero de la Facultad, que se había recibido casi al mismo tiempo que yo. Llamémoslo H. Yo sabía que él sí era del PC, y hablando del tema me enteré también de que estaba en una especie de comité de campaña o como se llamara en esa época. Me reclutó enseguida para asistir a David Viñas, que era el candidato fantasmático (“simbólico”, me diría el mismo Viñas años después) de Izquierda Unida a intendente de la ciudad de Buenos Aires. Fantasmático, o simbólico, porque entonces todavía el intendente era elegido por el presidente, no por los ciudadanos, y los presidenciables, en una decisión excelente, habían designado a sus candidatos antes de los comicios.
El candidato radical era el intendente en ejercicio, el inefable Facundito Suárez Lastra, que todavía frecuenta sets televisivos defendiendo la postura radical de turno. El del peronismo era Carlos Grosso, locuaz animador de lo que todavía se llamaba “Renovación Peronista” y que había pasado la dictadura refugiado en SOCMA, la empresa de los Macri: juntando recortes de prensa, según las malas lenguas; como lo que ahora llamamos CEO, según su currículum oficial. En todo caso, entrenado para devolver el precio de su vida salvada, con alguna que otra concesión floja de papeles; una deuda interminable con la famiglia.
Finalmente, la candidata de la UCD, que en ese entonces, aunque nadie se acuerde, estaba más cerca del radicalismo que del peronismo, que todavía no se había vuelto masivamente menemista-liberal, por supuesto, era Adelina de Viola, célebre por su exabrupto “¡Socialismo las pelotas!” y por cifrar su ideal del libre mercado en las señoras bolivianas que, sentadas dieciséis horas frente a los grandes supermercados, vendían más barato que éstos.

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Yo estaba impactado porque Viñas era mi maestro secreto, quizás el intelectual al que más debía la decisión de estudiar Letras. Conocerlo fue una experiencia a la altura de toda expectativa. En 1986 había dado su primer curso de Literatura Argentina, que hice religiosamente, como cientos de compañeros, y se había convertido para nosotros en un referente de la rebeldía y la independencia intelectual. Sobre todo, frente al posmarxismo oficialista de Beatriz Sarlo, que usaba a Foucault para defender a Alfonsín y conducía en las sombras los destinos de la Facultad.
Cuando fui a su pequeño departamento alquilado de la calle Córdoba, me regaló el número 0 del diario Sur, que el PC había lanzado para la campaña (no la sobreviviría mucho tiempo), y un libro de Eudeba sobre geografía humana que tenía repetido. El tipo había conseguido una pila de libros sobre urbanismo y temas similares. Se había tomado su candidatura “testimonial” muy en serio y, más allá de no ser un gran orador de barricada y enunciar provocaciones como que las plazas debían servir para que los jóvenes hicieran el amor (en verano, supongo), invertía mucho tiempo en reuniones con especialistas de diversos temas urbanísticos y sociales, generalmente en algún cubículo preparado al efecto en los fondos de Liberarte.
Lo acompañaba para tomar notas, pasarle cosas a máquina, nada muy importante. A veces, agregaba unas notas al margen con sugerencias, pero no sé si me daba mucha bola. La agenda de eventos se la llevaba sin mucha precisión David Llewellyn, un actor del PC que había tenido un buen papel en La película del Rey. Recuerdo haber ayudado al Viejo a preparar una exposición programática que debía hacer en la Sociedad de Arquitectos, donde se iban a presentar los cuatro candidatos, tres de los cuales tenían un discurso prácticamente calcado: privatizar todo lo posible, hasta los árboles si se dejaban. La palabra de Viñas, como correspondía, era la única disidente. Claro que todo se diluía bastante si se tenía en cuenta que el futuro intendente ya estaba clavado. Angeloz, el candidato radical que trataba de ocultar que era radical, no podía ganarle a Menem.
Por mi parte, renuncié al centro cultural. No podía participar en dos campañas al mismo tiempo.

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Nuestra campaña iba relativamente bien, si uno no se detenía demasiado en las inevitables fricciones entre enemigos seculares. Mi amigo H. me aseguraba que el MAS no colaboraba en nada; se cortaban solos, hasta hacían su propia cartelería, y lo único que les interesaba era meter a Zamora en provincia. “Con un poco de esfuerzo, podríamos meter dos, y uno en capital”, me decía, demasiado confiado en poder superar la trampa de monsieur D’Hont.
Nunca supe si era del todo verdad, pero H. me contaba que los dirigentes trotskistas insistían en salir en camisa en todas las fotos, algo rigurosamente prohibido en una campaña electoral que se quería seria, profesional. “Zamora es un tipo que vive de traje —me decía, con razón—, y ahora se quiere hacer el obrero. Ya les dije que cuando sean candidatos en Nicaragua se vistan de verde oliva si quieren, pero acá se ponen traje sí o sí”. No siempre tenía éxito con su advertencia, como se ve en la escasa iconografía de la época.
La campaña cerró a todo trapo rojo en Huracán. Para lo que podía esperarse, se trató de un éxito considerable. El estadio “Tomás Adolfo Ducó” (donde jugaba River cuando se estaba reformando el Monumental para el Mundial 78, y había ido con mi viejo varias veces) tiene una capacidad aproximada para 60.000 personas, y desbordaba, tanto las tribunas como el pasto, y quedó afuera mucha gente también.
De hecho, aparte de que aún el PC conservaba cierta capacidad de movilización —no quiero ser irónico y poner “de existencia”—, el MAS estaba creciendo desaforadamente. La broma interna era que no daban abasto para afiliar, que se les terminaban a cada rato las fichas para que los nuevos afiliados llenasen, y que estaban sufriendo una crisis cuantitativa de identidad trotskista; de hecho, no tardaría mucho tiempo en fragmentarse. Eran los riesgos de tener al frente un candidato carismático, y en frente dos candidatos intragables.

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Pese a haberme mudado a capital, todavía votaba en provincia, así que me anoté como fiscal y me asignaron la cancha de Chacarita, a siete cuadras de mi casa paterna. Las mesas estaban ubicadas en la zona de vestuarios, debajo de las tribunas, a priori una locación algo ominosa. Pero todo se desarrolló con asombrosa tranquilidad. El puntero/jefe de fiscales peronistas pasaba de vez en cuando, campechano, sabiéndose ganador. Orgulloso de la perfecta organización, sonreía amablemente a las autoridades de mesa y a todos los fiscales, y se presentaba con sarcasmo: “Nosotros somos los patoteros, según dicen”.
En mi mesa el peronismo sacó más del 50 por ciento, lejos. No recuerdo el radicalismo, pero supongo que no mucho más del 30. Izquierda Unida salió tercera, bastante pegadita, lo que auguraba el cumplimiento del objetivo principal. Nuestra “mesa de Necochea” fue Laguna Paiva, un pueblo santafesino en donde salimos segundos. En efecto, Luisito Zamora se consagró como primer diputado trotskista de la historia argentina. Nada más, ni nada menos.
No hubo demasiado tiempo para festejar. La híper se llevó puesto al gobierno radical. Menem asumió antes de tiempo... Todavía es difícil de explicar por qué Alfonsín fue quien le pasara la banda presidencial, cuando la Constitución hablaba de un período de “seis años”; pero bueno, son detalles, parece que es muy difícil ser republicano cuando todo el tiempo hay que estar salvando la república.
Izquierda Unida se disolvió al poco tiempo. De pronto, el MAS pareció recordar o enterarse de que Néstor Vicente era abogado de jubilados y les cobraba... (?). No recuerdo qué otras razones se dieron, si es que se dieron, pero supongo que no se mencionó el estalinismo.

***

No me olvido de mi candidatura.
Que no fue por Izquierda Unida. La anécdota, finalmente, es banal. En ese momento yo salía con una chica que militaba en un pequeño partido de izquierda independiente; propiciaban la candidatura del prestigioso fiscal de investigaciones administrativas Ricardo Molinas, dentro de un frente progresista lo más amplio posible. Ante el rechazo de otras fuerzas (el MAS, desde ya), paradójicamente, ese partido se conformó con hacer un pequeño frente, con esquirlas del PRT y otros, y al fin su candidato a presidente fue un socialista mendocino de avanzada edad, Ángel Bustelo, que protagonizó un accidentado spot de campaña.
La chica con la que salía me pidió que le firmara un aval en blanco, y supongo que de allí habrán salido los datos para inscribir mi candidatura; en un puesto insignificante, por supuesto. Lo descubrí en alguna reunión partidaria a la que tuve que acompañarla. La boleta estaba pegada en un pizarrón: me quedé mirándola un rato, perplejo. Lamento no haber guardado una copia, ni la pude encontrar en Internet; de todas maneras, mi nombre es muy común, no probaría nada.
Salimos últimos cómodos, arañando los 5.000 votos.



Enero de 2016 (publicado en Panamá Revista)




miércoles, 20 de junio de 2012

El estudiante, de Santiago Mitre


La cátedra o la vida

 En su novela breve La caída (1971), Friedrich Dürrenmatt cuenta una lucha por el poder en el seno de una institución política y de un país innominados. Los personajes son designados mediante letras. Las acciones son detalladas y contundentes (la lucha es a muerte), pero la estructura general es abstracta; la comparación con Kafka se hace inevitable, pero también es inevitable asociar la trama a un contexto determinado: la Unión Soviética. Varios elementos apuntan a ello, aunque también son una trampa para el lector y su capacidad —o su manía— de desentrañar implícitos. De hecho, la abstracción del relato implica que podría aplicarse a muchos contextos similares; nada impedía al autor referirse más claramente a uno en especial.

La mirada de Roque.
Pensé varias veces en La caída mientras veía El estudiante, de Santiago Mitre. Por supuesto, el cine plantea problemas muy distintos respecto de la literatura, en lo que hace a sus posibilidades de abstracción. Sacando la animación, el cine surrealista y algunos pocos ejemplos más, el objetivismo del cine lo hace menos capaz de combinar una representación realista con otra abstracta (en el sentido antes apuntado: acciones y personajes bien concretos, pero aplicables a distintos contextos históricos).
Otro ejemplo paralelo: una vez tuve la oportunidad de ver La malasangre, la famosa obra de teatro de Griselda Gambaro, en una puesta en escena que hacía abstracción de la contextualización original, supuestamente la época de Rosas. Los personajes vestían ropas atemporales, o quizás cercanas a una ambientación de ciencia ficción. El resultado (puede suponerse) no era del todo satisfactorio, pero la experiencia fue estimulante, de todas maneras. En la obra de Gambaro había referencias inequívocas a la tiranía rosista (así fue interpretada, por supuesto, en su puesta original, con todo lo que trajo como consecuencia), pero eran referencias suficientemente alusivas como para permitir derivar hacia aquella versión descontextualizada y, por lo tanto, generalizadamente alegórica.

Acevedo capta a Roque.
Repito: El estudiante no podía ser así…, pero algo de eso hay.
Roque, el protagonista, llega a Buenos Aires a estudiar no sabe bien qué, y enseguida se mete de lleno en la rosca política de la UBA, especialmente de la Facultad de Ciencias Sociales (aparecen sus dos sedes, la de Marcelo T. de Alvear, donde yo cursé Letras hace demasiado tiempo, y la nueva, de parque Centenario). Las agrupaciones políticas son ficticias, aunque aluden a varias existentes. De hecho, las paredes de los edificios están revestidas de carteles y pintadas «reales». Cualquiera que haya pasado y pase gran parte de su tiempo entre paredes similares (como es mi caso), identifica, sin dudar demasiado, cada alusión.
El mecanismo que se desencadena es el siguiente: la lucha política, al principio, parece concentrarse en algunos fines «concretos»: actualizar los planes de estudio, mejorar la universidad pública, etc. Enseguida, los fines quedan atrás, desplazados por una serie potencialmente infinita de «medios» (que se revelan como los verdaderos fines): ganar el centro de estudiantes, el claustro de profesores, la rectoría. Acumular poder, lo que significa esencialmente cargos políticos (y, solo secundariamente, o como consecuencia de aquellos, académicos; por ejemplo: los concursos de profesores, una minoría que a su vez decide sobre la votación del rector). Luego, ¿una secretaría nacional, un ministerio? El cielo es el límite.

La quintita de un académico.
La trama, en verdad, va compactando etapas que, en la «realidad», son aun más amplias, más escalonadas. Los fines no siempre quedan claros, y aquí es donde la abstracción de la que hablaba al principio hace su mejor tarea. La política universitaria está vista como metáfora (o sinécdoque) de la política tout court, sí, pero sin llegar a ser una alegoría que deshistorice todo. Al contrario. Esto es lo mejor de la película, creo: el equilibrio (quizás, mejor, un vaivén) entre lo micro y lo macro (polis, cosmos).
De ahí también algunas debilidades, entendibles por la magnitud del desafío. Si aplicamos una clave realista, parece imposible aceptar, por ejemplo, la pelea a trompadas en el aula entre un profesor que acaba de traicionar a su agrupación y un alumno trosco insoportable (demasiado caricaturesco, es cierto). No es solo que yo no lo haya visto jamás, ni tenga referencia de ello: es difícil pensar que pueda ocurrir, por varias razones; especialmente, porque es muy malo dejar ese hilo suelto en la trama (ambos serían sumariados de inmediato, y expulsados, en particular el docente, no por razones de justicia, de aplicación del estatuto, etc., sino porque su propia exagrupación no podría dejar pasar la oportunidad de vengarse de él; el alumno, en cambio, podría ser defendido por el centro de estudiantes y, con algunas negociaciones, salvado).
También es poco verosímil que una chica tan joven como el personaje de Romina Paula sea adjunta de una cátedra; pero es verdad que esto se explica por su relación —afectiva, sexual, política— con el titular, Acevedo (dicho sea de paso, este apellido recuerda fonéticamente, y quizás alude, al verdadero nombre que se esconde detrás del ya famoso Manteca Di Nápoli, en The Palermo Manifesto, de Esteban Schmidt).

Paula observa el irresistible ascenso de Roque.
Es decir, estas posibles incongruencias pueden dejarse de lado en virtud del lado abstracto de la película. Más aun: hacen a ese lado abstracto (entendido en este caso como antirrealista).
Menos justificable, quizás, es el relato en off que explica algunas partes de la trama. Parece injertado después de algunas dudas tras ver una versión sin él o tal vez sea una influencia del Mariano Llinás de Historias extraordinarias. Algunas de esas acotaciones pueden ser más útiles que otras (habría que analizarlas una por una); pero para mí casi siempre son innecesarias. Me parece que hay que arriesgarse a confiar en el poder comunicativo de lo visual y de los diálogos que, por otra parte, son todos muy buenos, entre la espontaneidad de los jóvenes y la sentenciosidad de los adultos.
En este sentido, la puesta en escena visual es de una gran precisión. Hay que seguir con mucho cuidado el sistema de las miradas: primero la de Roque, en su rápida etapa de aprendizaje; la de Acevedo, cuando capta el potencial del este «pibe nuevo»; la de Paula, cuando los ve hablar a solas; la de Acevedo, cuando va descubriendo la relación de Roque y Paula, etc. Los edificios universitarios son mostrados como laberintos (lo son en varios sentidos) derruidos. Se remarca el contraste entre la quintita de Acevedo y los lugares marginales donde viven los demás personajes (la pensión; el padre de la primera novia de Roque, que le da alojamiento; Paula; después, Roque y Paula). También habría que anotar, en esta cuestión de las relaciones de simetría entre niveles, la relación exitosa (e inescrupulosa) que Roque tiene con las mujeres.

Cambio de parejas.
Volviendo a la política, lamento que a Julia Mengolini la pusiera «nerviosa no entender quiénes eran o no peronistas…»; queda claro todo el tiempo, pero entre esa estética abstractiva de la película y el deseo de no querer ver (sobre todo, las alianzas culposas), bueno, pues no se ve… No es que se resalte sólo la rosca por sobre la ideología; es la hipótesis, mucho más fuerte, de que la primera cuestiona (o directamente destruye) a la segunda; la idea, por qué no ingenua, de que no deberían convivir. Una utopía, quizás, pero allí está.

En este sentido, puede ser cierto lo que dice Oscar Cuervo sobre la presencia en la película de una «distancia sarcástica del discurso impugnador de la política desde una superioridad moral». Yo le sacaría las palabras sarcástica y superioridad; pero hay distancia y hay moral, y el final (que no conviene contar, ya se sabe) propone precisamente eso: otra moral. ¿Por qué no sería posible eso? En todo caso, otros tendrán que dar las respuestas; o lo que es más fácil, negar las preguntas (lo más habitual). Pero las preguntas quedan hechas, y el pragmatismo del poder no alcanza para negarlas; al contrario, las reafirma, aunque quiera refugiarse en las determinaciones de la estructura o en la necesidad seudosartreana de «ensuciarse las manos».
La realpolitik y la ética no se pueden combinar tan fácilmente.


(Publicado en la revista digital El Gran Otro, enero de 2012.)




martes, 8 de noviembre de 2011

Cine de los ochenta: algunas tendencias



1. Transgresión y decadencia (o fidelidad y manteca)

Quizás es un lugar común, en todo caso no es nada nuevo: los films, como los libros, como las culturas, como las ideologías, dialogan entre sí. No hay un límite predeterminado para este contexto (que los teóricos literarios llaman intertexto): cada film puede ser visto dentro de la filmografía de su autor, de la cinematografía nacional o de la cultura universal, estableciendo relaciones, presupuestos filosóficos e ideológicos distintos en cada caso.
Un film puede ser la reformulación de otro: comentario, homenaje, parodia. Por lo común, un film “de género” (policial, fantástico) establece un diálogo más o menos explícito con los que conformaron ese género. Hay una evolución, un efecto de “saturación” quizás señalado por esta constante “autorreferencialidad” que algunos críticos consideran el estadio más alto de una cierta especificidad del cine. Hay puntos de inflexión: el cine de terror no es el mismo después de El joven Frankenstein. Los ejemplos pueden multiplicarse y constituyen ya un lugar común crítico, un “efecto de lectura” (de visión) que busca con pasión histérica los “guiños” al conocedor que establezcan el habitual sistema de inclusiones y exclusiones: el iniciado, el cinéfilo sabe de qué se trata.
Pero lo que me interesa en estas líneas es una ocurrencia más específica de ese fenómeno general. Qué pasa cuando en la “evolución personal” de un cineasta, un film reformula a otro, especialmente si lo niega. Qué pasa, no sólo en términos reducidos a la historia de ese “autor de films”, o de nuestra visión de ese autor (no se puede rever el primer film sin estar influido por el segundo, etc.). Mejor, qué nos dice esta cuestión sobre la época que la hace posible. El tema me fue sugerido por la visión de varios filmes más o menos actuales, sobre todo italianos. Al mismo tiempo, busqué y hallé una contraposición posible.
Veamos primero a Coppola. Nadie que vea Jardines de piedra puede dejar de pensar en Apocalipsis ya. Pocos, a la vez, se ven exentos de una duda irreal: ¿es el mismo Coppola? Repito que me preocupa poco el problema de la autorreferencia (probarla, proponer una producción consciente por parte de los autores, etc.) y nada la cuestión de la biografía personal. El presupuesto, la hipótesis fuerte de la que parto es la de la decadencia ideológica en el cine actual. Veamos cómo se verifica.
Jardines de piedra fue hecha con la colaboración del ejército norteamericano. Apocalipsis, famosamente, no. El dato parece trivial, pero, a poco que se medite, se impone por su misma contundencia. De hecho, con diez años de diferencia, la nueva visión de Vietnam que Coppola propone es rigurosamente simétrica. Desde el vamos, si tenemos en cuenta que se ve “desde el lado de acá”, desde la retaguardia, el cementerio de Arlington donde se entierran los héroes muertos con un ritual de honor. (Justamente, es el título de una canción de The Doors que se oye en el film, en un boliche, “At the other side”; y recordemos que The Doors, en la incomparable voz de Jim Morrison, abre Apocalipsis con “The end”: nada es casual.) Aquella galería de monstruos se sacraliza y purifica mediante la ceremonia: el genocidio se blanquea en un “jardín” con sus lápidas perfectamente ordenaditas.
Así que este “otro lado” es también ideológico. Nada, en Apocalipsis, es heroico, nada tiene sentido, nada es justificable. El sargento de James Caan es un hijo mogólico de Kurtz (también lo es de Marlon Brando, con sus a veces insoportables clichés del Actor’s Studio); se rebela frente a sus superiores, hace también una “guerra propia”, pero no es un apóstata, un ángel caído, como Kurtz. Su función es legitimar lo que ya en Apocalipsis era una paradoja central: que un militar fuera acusado de asesinato en medio de una guerra particularmente sangrienta. Caan quiere que la guerra “se pelee bien”, que los soldados vayan bien entrenados, que los políticos no se metan (parece que Bush está de acuerdo, hoy, con esto), etc. La palabra “genocidio” es puesta en boca de su amante, una luchadora de los derechos humanos que está dispuesta a casarse con él y que, a su vez, legitima su posición: “vos hacés tu trabajo y yo hago el mío”, todo da igual, una teoría de los dos demonios.
No es accesorio que la guerra real sólo aparezca fugazmente, por TV. Recordemos que en Apocalipsis, Coppola mismo aparecía como un director de noticiero que filmaba en plena batalla, ordenándoles a los soldados que no miraran a la cámara. La de Coppola es una ideología “televisiva”, definitivamente “de este lado” de la guerra, “mirando a la cámara” con falsa inocencia. A lo mejor, su salto no fue tan brusco. Coppola necesitaba la reconciliación total de Peggy Sue con el mundo de los Padres y la negación de toda rebeldía sesentista que es Rumble Fish (la ley de la calle). Al menos, la nostalgia de esta última alcanzaba una dialéctica trágica que Jardines sólo roza en la reconstrucción de un ritual vacío, decadente: el entierro de los cuerpos propios.
Ahora sí que vayamos al cine italiano, particularmente sensible, creo, a los avatares ideológico-industriales de la Vieja Europa.
Sobre todo, el Ettore Scola de La familia, que vemos contra otros films suyos, especialmente Feos, sucios y malos. Esto parece obvio: de describir una familia de lumpen proletarios en un cantegril romano, se pasa a la historia cíclica de una familia “tradicional”, pequeño-burguesa, conformista. Si Feos… recogía la admirable fórmula estético-ideológica del Buñuel de Los olvidados y Viridiana (no mostrar a “los pobres” con condescendencia, con idealizaciones sospechosas), La familia aplica a la pequeña burguesía italiana una mirada “tierna”, perdonavidas y, por eso mismo, cómplice. La villa miseria es una llaga abierta en medio de la ciudad: una toma famosa mostraba a la adolescente embarazada con fondo del Vaticano. En cambio, la historia apenas entra en la casa solariega del otro film.
Cuidado: hay en casi todo Scola (y en mucho cine contemporáneo: Fellini, Bergman, Welles) una “poética del espacio cerrado”, pero no siempre ésta indica una incapacidad radical para “pensar” la historia, y mostrarla dialécticamente, como muchas veces en los bigs mencionados entre paréntesis. Por ejemplo, en Un día muy particular, la dialéctica adentro/afuera está ampliamente lograda, con la visión de dos marginados del fascismo: el intelectual homosexual y socialista (cuya mera existencia es un acto de resistencia: “no es que el inquilino del quinto piso sea antifascista, es que los fascistas son antiinquilino del quinto piso”), el ama de casa frustrada e inconscientemente rebelde. En cambio, en El baile ya hay un bosquejo de lo que vendrá: al local cerrado la historia entra por emblemas (a veces, literalmente, “por la ventana”) o, mejor dicho, por ideologemas, conjuntos de rasgos ideológicos cristalizados que provocan el reconocimiento automático del espectador pero no su reflexión, de manera totalmente antibrechtiana, pese a las apariencias: así, el Frente Popular, la ocupación, el mayo del ’68, son fagocitados por el lugar común y la musiquita pegadiza, “representativa”, retro.
Por supuesto, la clave está en que es mucho más fácil ser antifascista (¿no lo somos todos?) que antiburgués; es decir, es más fácil condenar y ridiculizar al colaboracionista (poner en “el otro” las culpas propias), que al pater familias gassmaniano que abofetea a su hija rebelde en una de las escenas más indigeribles.
Bertolucci es otro ejemplo mayor (tal vez para mí, porque se trata de alguien a quien aprecio muy particularmente). Veo El último emperador como la contracara de Novecento. Ya desde las primeras tomas (fundamentales en este realizador, porque “marcan el tono” general del film), se plantea la contraposición. El fresco que abre Novecento va desde el primer plano de una figura, un campesino, hasta el plano general de la masa, en un zoom out que es todo un programa estético-ideológico. En El último… el ideograma de la apertura, que es el sello imperial de Pu Yi, es también el filtro, la “ventana”, el punto de vista elegido para narrar la historia: justamente, una visión “imperial”, a la vez individualista y grandilocuente. Después, se invierte el programa: de la masa indiferenciada de prisioneros (en la estación de tren), emerge el personaje principal, en un claro cambio de protagonismos.
Todo el film está desarrollado en base a esta premisa, y el papel de la masa popular, del sujeto colectivo, negado o, peor, desvalorizado. En Novecento, la justicia popular enmarca el relato (al principio y al fin); la profusión de banderas rojas, que se unen en un simbólico “techo” del improvisado tribunal, constituye una epifanía de la verdad colectiva, una súbita aceleración del “motor de la historia”. No niego que haya simplificaciones, resultados obvios de la línea PCI que Bertolucci usufructuaba por entonces; apunto a una cierta “sinceridad” o, por lo menos, ausencia de ironía, que redundaba en excelentes resultados tanto estéticos como políticos. En El último emperador también aparecen al final las banderas rojas, pero reducidas a un ritual cuya mecanicidad quiere connotar ausencia de sentido; el cliché consecuente es, como en el Danton de Wajda, que “la revolución se come a sus propios hijos”, visión esencialmente a-histórica que debería extrañarnos en aquel que supiera trabajar tan bien la relación entre fascismo, burguesía terrateniente y pequeña burguesía resentida (recordar no sólo al Atila de Novecento, sino también al Clerici de El conformista).
Y, si de diálogo se trata, no hay dudas de que el personaje de Burt Lancaster es una referencia fuertemente desacralizadora al aristócrata de El gatopardo viscontiano, siempre muy criticado desde la izquierda por su sospechosa idealización. Lástima que Pu Yi es un gatopardo sin la verdadera grandeza trágica de aquél. Qué distinta suena la afirmación final de Novecento, “aún quedan patrones”, a la luz del grillo que termina El último...: la “continuidad” por encima de las contingencias “meramente humanas”.
Pero donde las vacilaciones ideológicas de Bertolucci son más profundas, e interesantes, es en la escena donde Pu Yi se ve a sí mismo en un film documental, dentro del campo de prisioneros. Allí parece adquirir una conciencia inducida de su culpa, como revelando la dualidad esencial del discurso ideológico cinematográfico, un “being there” que puede ser toma de conciencia o definitiva alienación.
Hablé de contraposición a esta actitud “renegada”. ¿Es posible ser “fiel a sí mismo” en este contexto general de decadencia ideológica? Por suerte, un film como El diablo en el cuerpo, de Marco Bellocchio, parece dar una respuesta afirmativa. Desde su primera realización importante, I pugni in tasca (Los puños en los bolsillos), clásico sesentista que se posicionaba en un ámbito marcado por Ronald Laing, el mayo francés y el maoísmo “a la europea”, Bellocchio se ha hecho cargo de las complejidades (y perplejidades) de los ochenta, sin resignar su impulso contestatario.
Sí, estamos en una época en que “se puede vivir sin ser marxista” (como se dice en la hermosa escena final), pero que, queda claro, no autoriza la defección total. El film asume la falta de cohesión totalizadora que caracteriza a “la ideología de los ochenta”, a través de una estructura delicadamente ambigua. Desde el principio, la muchacha negra que quiere suicidarse connota una Europa amenazada por la “maldición tercermundista”. Pero Giulia, a su vez, con su complicidad “mágica” con la muchacha negra y, más todavía, con su supuesta “locura” (nunca especificada: es, todavía, una esquizofrénica familiar y social de Laing), connota las fisuras de una burguesía que, con cada nuevo triunfo, se resquebraja más y más. (Lo que Pasolini había intuido también, sobre todo en Teorema, pero con un mesianismo totalmente ausente en Bellocchio.)
Por un lado, entonces, el ex-guerrillero que se “convierte”, es liberado gracias a su delación, quiere casarse con la hija de un militar asesinado por las brigadas y propagandiza en favor de la Iglesia (su poema sobre la anhelada mediocridad es sistemático y podría ser firmado por muchos compatriotas nuestros). Por otro lado, los “irreductibles” del deseo, que hacen el amor en medio del tribunal, encerrados en su jaula.
Y ese psicoanálisis que “no ayuda a cambiar el mundo sino a adaptarse a él” es la fidelidad bellocchiana al Laing de sus comienzos: los jóvenes “locos” aportan una nueva “cordura”, cambian los códigos, los “contratos” sexuales e ideológicos, como se ve en la célebre (y extraordinaria) escena en que una fellatio es canjeada por un cuento sobre la vuelta de Lenin a Moscú. Contraposición (o complementación) entre una práctica sexual otrora transgresiva y la leyenda revolucionaria como un cuentito “para dormir”.
Curiosamente, esta reflexión un poco retrospectiva y nostálgica me fue sugerida por la visión de Gothic, de Ken Russell. Pese a la notoria ineficacia de sus últimos films, creo que este cineasta inglés es otro “fiel” a sus viejas posturas. Más anticuado, sin duda, más patético. ¿Qué es lo que nos parece tan “desactualizado” en los románticos de Gothic? El problema, creo, no es que sean románticos, sino que sean hombres y mujeres de los sesenta. La droga como “puerta de la percepción”, el amor libre y el vivir peligrosamente como utopía, la creación artística como pasión y sueño colectivo, son temas irremediablemente “pasados de moda”, en plena época del cool, el sida, el preservativo, la posmodernidad con torniquete, y ahora la globalización de la cultura. Los artistas desmesurados de Russell (Mahler, Tchaikovsky, Henri Gaudier) siempre me parecieron imperdonablemente “místicos”; en el panorama desdichado de la actual decadencia ideológica, me han resultado un conjuro, quizás frustrado, contra el yupismo tan bien simbolizado en Bertolucci al recibir el Oscar (por El último emperador). Si para él, como dijo en ese momento, “Hollywood había sido siempre un gran culo”, creo que es evitable usar tanta manteca.



2. Mujeres clitorianas

Cuando, en el final de la primera Alien, Sigourney Weaver se desnuda y vence en combate singular al persistente monstruo, “inaugura”, con ese doble acto, un estadio muy particular del cine actual. La primera secuela del film (Aliens) acentúa ese aspecto, convirtiendo a la muchacha de cara angelical y espalda huesuda en una suerte de Rambo femenino y espacial.
Por otra parte, el director de Aliens, James Cameron, es uno de los prototipos que queremos desarrollar. En Terminator, otro film de culto, Sarah (Linda Hamilton), vence al cyborg invencible y es nada menos que la garantía de futuras rebeldías: de ella nacerá el líder guerrillero, resistente en una sociedad totalitaria por venir. (No está de más recordar que su nombre es el de la esposa de Abraham, en el mito bíblico.)
En El abismo, Mary Elisabeth Mastrantonio es la constructora de una gigantesca plataforma submarina. Ed Harris, su exmarido, es el ingeniero en jefe, pero depende de ella, a regañadientes, en la mayor parte del film. La situación clave se da cuando él cuelga de un cable que se adentra indefinidamente en el abismo, imagen apenas figurada de un cordón umblical dirigido por uno de sus extremos. (Esto se sobresignifica por el sistema de respiración que utiliza, basado en una suerte de líquido amniótico, como se aclara específicamente.)
La misma configuración simbólica se repite en Terror a bordo (Dead Calm, literalmente “calma chicha”), de Phillip Noyce. Nicole Kidman, una pelirroja, creo, deliberadamente parecida a Sigourney Weaver, lleva el peso de la acción; debe rescatar su propio barco de las manos de un psicópata, mientras su marido (Sam Neill) trata de escapar de otro barco que se está hundiendo. El hombre se enfrenta a una multitud de símbolos fálicos negativos, de impotencia: bombea infructuosamente para achicar el agua, un gran mástil abatido por un rayo clausura su única salida, se ve obligado a respirar a través de un caño, por la boca. En el otro barco, el simbolismo fálico también se multiplica, pero a favor de la mujer: la escopeta, el cuchillo, el arpón, el timón; por fin, el hecho mismo de dominar a su agresor (incluso sexualmente), recuperar el barco y conducirlo de regreso hacia donde la espera su marido, apenas sobreviviendo. (No creo casual que todo el relato sea una especie de prueba iniciática o reparatoria para la joven; ella se culpa por haber perdido a su bebé en un accidente, lo cual funciona, simbólica y narrativamente, como una culpa original, femenina, que debe expiar.)
Se ve claramente, en los ejemplos anteriores, que la posición del hombre es secundaria, cuando no ineficaz. Recordar que, en Alien, el monstruo invadía la nave Nostromo, “parido” por uno de los tripulantes masculinos (John Hurt), en una clara inversión del mito (secularmente misógino) de Rosemary’s Baby.
Las mujeres, por su parte, actúan asumiendo ciertos atributos funcionales (no hay otros) “masculinos”, sin perder los “propios”; pero éstos son definidos no sustancialmente, sino por contrastes y oposiciones. Por esto, Sigourney Weaver se destaca claramente entre Veronica Cartwright, histérica clásica de Alien, y la “sargento Vázquez”, marimacho fascista de Aliens.

Sin embargo, siempre se corre el peligro de que las figuras masculinas vuelvan por sus fueros, reclamando privilegios perdidos, o al menos discutidos. En el final de Terror a bordo, por ejemplo, es Sam Neill quien elimina al asesino redivivo (la persistencia del Mal es otro tópico del cine contemporáneo, ya que hablamos de Terminator y Alien), asumiendo el símbolo fálico último: la bengala perdida o, mejor, encontrada para recuperar la identidad en cuestión.
Esa masculinidad maltrecha parece volver a partir de un restablecimiento del orden familiar (esto sólo es curioso si consideramos que la familia sea “el reino femenino” por excelencia, y no su cárcel cultural, como bien dicen algunas feministas); dicho orden es puesto en peligro por ciertas mujeres osadas, molestas, peligrosas. (Es la era del sida, de Reagan, de Atracción fatal.) También el final de El abismo recorre este sendero: a medida que Ed Harris se “masculiniza”, adquiriendo protagonismo y heroicidad (incluso salva la vida, en una escena climática, gracias a... su anillo matrimonial), la Mastrantonio se “feminiza” (con la consiguiente suelta de pelo, tan importante pero significativa en otro sentido, en películas escritas por Aída Bortnik: La historia oficial y Gringo viejo), y la pareja se reconstituye al final, intervención extraterrestre mediante. Cameron haría bien en volver a ver su Terminator, donde una madre soltera alumbra(ba) gloriosamente la nueva humanidad.



(1990-1991)

viernes, 4 de noviembre de 2011

Forrest Gump o la perversa inocencia





Sin duda, en cierto sentido, la reciente ganadora del Oscar es una aparente cruza entre Desde el jardín y Zelig. Pero también, y creo que sobre todo, es una historia (la de los EE. UU.) contada por un idiota; no llena de sonido y de furia, según la trajinada cita de Macbeth, sino de irónica, ambigua y, en definitiva, perversa inocencia.
Robert Zemeckis, su director, es un cultor de la década del cincuenta (ver su saga de Volver al futuro), década brillantemente mitificada por Coppola y banalizada en miles de repulsivas estudiantinas. ¿Qué es la década de los cincuenta para los norteamericanos (al menos, para algunos)? Es una utopía retrospectiva, anacrónica. La utopía (Ángel Faretta dixit) de una historia pre-Vietnam, sin Vietnam. Por contraposición, ¿qué es la década del sesenta, la década de Vietnam? ¿Qué es, digo, para estas épocas de paradójico predominio conservador? Paradójico porque se da en el marco de un gobierno progresista como no se daba desde hace mucho, apoyado por las minorías y los movimientos sociales, y encarnado como nunca en una mujer, Hillary Clinton, verdadera vicepresidenta de la primera (ahora, la única) potencia del mundo. Épocas en que el pensamiento llamado “políticamente correcto” es ridiculizado por los cultores de dudosas generaciones calificadas con iniciales por un marketing muy hábil.
En Bob Roberts, el extraordinario filme de Tim Robbins, una periodista negra dice del héroe epónimo: “Es un rebelde conservador. Toma el discurso progresista de los sesenta, y lo da vuelta.” Forrest Gump no se atreve a tanto, o de manera tan abierta. Su truco es la “doble lectura”, propuesta explícitamente por el mismo Zemeckis es varios reportajes. Todo, en el filme, puede leerse desde dos puntos de vista, desde dos escalas de valores. La mirada estúpida de Forrest logra un prodigio de falsa neutralidad; todo lo que pasa ante sus ojos se banaliza, se diluye, se convierte en un chiste ingenuo. Pero todo, también, puede ser visto bajo el ojo de la crítica, de una ironía no muy lejana a la necrofilia (ver La muerte le sienta bien, del mismo director). El personaje clave, para ello, no es Forrest sino Jenny. Ella representa (y los pasa, literalmente, por su cuerpo) los males de las últimas décadas, vistos desde una moralina apenas disimulada, acá sí objetivada, porque lo que a ella le pasa no es visto desde los ojos del narrador-testigo, Forrest: el hippismo, la música folk, las drogas blandas, el pacifismo, las drogas duras, el sexo hueco y, como broche de oro, el innombrado pero evidente virus que la mata.
Cierto: la ironía es indecidible. Un chiste obvio (“el ejército era el lugar ideal para mí”, dice el retardado) refuerza otro menos obvio y más cruel (“yo sería un buen marido”). Pero esta interpretación no se puede probar. Así que el filme puede verse como la saga de una mirada “inocente”, que por ello pretende ser la de la verdad; o bien, como la incapacidad de definir una posición taxativa frente a la historia, escudándose en esa pretendida inocencia y en una mucho más fuerte ambigüedad.
Sin embargo, sería erróneo deducir de todo lo anterior que Forrest Gump es una película mala. Al contrario, por su ambigüedad, por su riqueza, por su ironía (y no por sus sorprendentes efectos especiales ni por la fabulosa actuación de Tom Hanks), hasta por sus limitaciones ideológicas, es más que una película interesante: es una película que apasiona, irrita, emociona y, lo principal, obliga a generar anticuerpos para su peligrosa seducción.




(Publicado en la revista Intercambios, núm. 2, Buenos Aires, junio de 1995.)




jueves, 27 de octubre de 2011

Sandino y “la heroica sultana de los lagos”




“Somoza abrazó a Sandino en público, pero en privado el Jefe Director y muchos de sus subordinados estaban descontentos con los términos del convenio de paz” (Richard Milllet, Guardianes de la dinastía).

“Fundamos el ejército de insurgentes más grande de la historia de nuestro hemisferio. Inicialmente eran sólo un puñado de hombres, pero al final lo integraban más de 12.000 contras” (Duane Clarridge, exjefe de la CIA, en Clarín, 24 de marzo de 2006).

No participé mi matrimonio con anterioridad al público, porque quisimos que fuera un acto de absoluta intimidad. Dos días después de nuestro matrimonio, abandoné a mi esposa y me interné en las selvas de Las Segovias, desde donde he permanecido defendiendo el honor de mi patria” (ACS).



Augusto César Sandino volvió a Managua, por última vez, el 16 de febrero de 1934, cinco días antes de ser asesinado. Es difícil entender por qué dio ese paso fatal, raro en alguien que había hecho de la astucia y la desconfianza ante los poderes un dogma exitoso. Ese meterse en la boca del lobo, en el peor momento, ¿lo que no tuvo de ingenuidad lo tuvo de inmolación?
Por un lado, como una suerte de Martín Fierro (el de la Vuelta), Sandino venía a pedir “que lo dejaran trabajar”. Luego de la retirada norteamericana de Nicaragua y la victoria electoral de su correligionario Juan Bautista Sacasa, le habían dejado un territorio en Wiwilí, que enseguida se organizó en forma de cooperativas agrarias. Sin embargo, el hostigamiento de la Guardia Nacional era permanente. Anastasio Somoza, el “Jefe Director” de ese cuerpo, nombrado bajo la influencia norteamericana, sabía que, vivo y activo Sandino, siempre sería un referente de cualquier oposición y, por lo tanto, un obstáculo intransigente para su proyecto inmediato: adueñarse del poder absoluto.
Por otro lado, Sandino nunca había dejado del todo las armas y, aunque aseguraba que no quería retomar la guerra, amenazaba abiertamente con volver a rebelarse o, por lo menos, exiliarse y publicar un manifiesto en el exterior, para dar a conocer la situación real del país. Idealista pero muy inteligente (el “pero” debería sacarse), proponía poner su ejército popular a las órdenes del presidente constitucional, siempre que se socavara el poder de la Guardia Nacional, formada e instruida por los norteamericanos.
Sacasa pareció tentarse (sabía perfectamente quién era y qué quería Somoza) y cedió parcialmente a los pedidos de Sandino; pero esto mismo precipitó el final y, de hecho, fue una de las tantas actitudes dudosas que tuvo el débil presidente, cuyo poder nominal sobreviviría muy poco tiempo a su inacción y su desidia de aquellos días.
En la noche del 21 de febrero, el “general de hombres libres” fue asesinado por orden de Somoza, que se integró así a la serie de militares traidores que, como Pinochet a Allende, casi cuarenta años después, dan el abrazo de Judas y, junto con ello, una lección que debió ser definitiva.

***

Augusto Nicolás Calderón Sandino había nacido el 18 de mayo de 1895 en Niquinohomo, departamento de Masaya. Cuando tenía 17 años, supo de la sublevación y la muerte de Benjamín Zeledón, enfrentado al gobierno títere de Adolfo Díaz, apoyado por los norteamericanos, que habían invadido el país unos años antes.
Trabajó en Costa Rica, Honduras, Guatemala, y finalmente en México, en los campos petroleros de Tampico y Cerro Azul, ya más cerca de las “entrañas del monstruo” del Norte, donde aprendería el uso de explosivos, una de sus especialidades en la guerra de guerrillas ulterior. (Siempre será notable, en América central, la peculiar “porosidad” de las fronteras, tanto para los trabajadores migrantes como para diversos exilados y sublevados. La selvática frontera entre Nicaragua y Honduras será fundamental en la gesta de Sandino, como permanente refugio potencial; y también, desgraciadamente, en el hostigamiento a la Revolución Sandinista por parte de la “Contra” organizada por la CIA. Esa porosidad se ve bien representada en algunas novelas de Sergio Ramírez, por ejemplo ¿Te dio miedo la sangre?)
La primera ocupación norteamericana de Nicaragua llegaría hasta 1925, en lo que fue, en realidad, sólo un paréntesis pequeño; y engañoso, porque dejaron constituida la temible Guardia Nacional, intentando repetir una experiencia que había tenido resultados diversos en Haití y Santo Domingo. En la superficie, la idea era remplazar al Ejército y la Policía con un solo cuerpo militarizado “apolítico”; en profundidad, se trataba, por supuesto, de conservar el monopolio de la fuerza armada para la protección de los “intereses permanentes” (económicos y geopolíticos) de los Estados Unidos.
Cuando el sempiterno Emiliano Chamorro —apellido que se repite de manera nefasta en la historia de Nicaragua, aun en la reciente— dio su golpe contra Solórzano y se hizo proclamar presidente, los Estados Unidos tuvieron que negarse a reconocerlo, supuestamente en honor de tratados anteriores. Sin embargo, se tenían reservada una carta mejor: nombrar al siempre a mano Adolfo Díaz como “transición”. Esto precipita una nueva asonada, esta vez de parte de los liberales.
Los norteamericanos volvieron a desembarcar tropas en la sufrida “sultana de los lagos”, como la llamaría Sandino en una de sus proclamas. Hacía rato que la utopía del canal interoceánico había quedado atrás, en favor del de Panamá; ahora lo fundamental para ellos, en términos geopolíticos, era evitar que la revolución mexicana extendiera su mal ejemplo al resto del “patio trasero”. (De aquí los permanentes recelos respecto de la índole de las relaciones Sandino-México: ¿el presidente Calles le dio apoyo y armas? ¿Qué pasaría luego, con Portes Gil? Etcétera.)
Lo cierto es que, el 1 de junio de 1926, Sandino llegó a Nicaragua, para sumarse al levantamiento de sus hasta entonces correligionarios. El 26 de octubre se incorporó a la “guerra constitucionalista”, junto con algunos trabajadores mineros de San Albino. En El Jícaro sufrió su primera derrota pero también empezó a comprender que enfrentarse abiertamente a tropas más numerosas y mejor pertrechadas no era una buena idea; la guerra de guerrillas, sí. Hizo base en Las Segovias y empezó a tener los primeros éxitos; no serían los únicos.
La guerra, dirigida por el general liberal José María Moncada, iba por buen camino. Pero lo único que Moncada quería era llegar a una posición ventajosa para negociar con los norteamericanos, representados por Henry Stimson, secretario de Estado del presidente Coolidge. Finalmente, se hizo la negociación, el llamado “pacto del espino negro”. Según sus términos, básicamente, los liberales abandonarían la lucha y los norteamericanos garantizarían elecciones “libres” (en las que aquéllos tenían todo para ganar).
Moncada ordenó a sus generales que depusieran las armas. Sólo Sandino se negó. El 12 de mayo, anunció que continuaría luchando hasta que los norteamericanos se fueran del país. El 18 de mayo se casó con Blanca Aráuz, “la muchacha de San Rafael del Norte”. El 1 de julio emitió su primer Manifiesto Político.

***

Decía de sí mismo: “Soy trabajador de la ciudad, artesano como se dice en este país, pero mi ideal campea en un amplio horizonte de internacionalismo, en el derecho de ser libre y de exigir justicia, aunque para alcanzar ese estado de perfección sea necesario derramar la propia y la ajena sangre.”
Luego: “La revolución liberal está en pie. Hay quienes no han traicionado, quienes no claudicaron ni vendieron sus rifles para satisfacer la ambición de Moncada. (...) Moncada el traidor faltó naturalmente a sus deberes de militar y de patriota. No eran analfabetos quienes le seguían y tampoco era él un emperador, para que nos impusiera su desenfrenada ambición. Yo emplazo ante los contemporáneos y ante la historia de ese Moncada desertor que se pasó al enemigo extranjero con todo y cartuchera. (...) Los grandes dirán que soy muy pequeño para la obra que tengo emprendida; pero mi insignificancia está sobrepujada por la altivez de mi corazón de patriota, y así juro ante la Patria y ante la historia que mi espada defenderá el decoro nacional y que será redención para los oprimidos. Acepto la invitación a la lucha y yo mismo la provoco y al reto del invasor cobarde y de los traidores de mi Patria, contesto con mi grito de combate, y mi pecho y el de mis soldados formarán murallas donde se lleguen a estrellar legiones de los enemigos de Nicaragua. Podrá morir el último de mis soldados, que son los soldados de la libertad de Nicaragua, pero antes, más de un batallón de los vuestros, invasor rubio, habrán mordido el polvo de mis agrestes montañas. (...) Quiero convencer a los nicaragüenses fríos, a los centroamericanos indiferentes y a la raza indohispana, que en una estribación de la cordillera andina hay un grupo de patriotas que sabrán luchar y morir como hombres.”
¿Cuál es en este momento su “proyecto político”? Lo tiene, aunque su formulación esté en ciernes: “La civilización exige que se abra el Canal de Nicaragua, pero que se haga con capital de todo el mundo y no sea exclusivamente de Norte América, pues por lo menos la mitad del valor de las construcciones deberá ser con capital de la América Latina y la otra mitad de los demás países del mundo que desean tener acciones en dicha empresa, y que los Estados Unidos de Norte América sólo pueden tener los tres millones que les dieron a los traidores Chamorro, Díaz y Cuadra Pasos; y Nicaragua, mi Patria, recibirá los impuestos que en derecho y justicia le corresponden, con lo cual tendríamos suficientes ingresos para cruzar de ferrocarriles todo nuestro territorio y educar a nuestro pueblo en el verdadero ambiente de democracia efectiva, y asimismo seamos respetados y no nos miren con el sangriento desprecio que hoy sufrimos.”
Desde ese momento, Sandino se convirtió en una mancha en el sol para los planes, por otro lado relativamente exitosos, de los yanquis y de Moncada, que, por supuesto, ganó las elecciones de 1928 según lo previsto. Sandino será “el bandido”, como lo había sido Pancho Villa (salvo cuando se pretendía un resarcimiento económico de parte del Estado mexicano: entonces era, para los periódicos norteamericanos, “el general Francisco Villa”).
Este bandido, metido en una “guerra que no podía ganar”, tuvo en jaque a la Guardia Nacional durante años. Los norteamericanos llegaron a utilizar bombardeos aéreos, recurso bélico que apenas había despuntado en la primera guerra mundial y se buscó perfeccionar en esos rincones olvidados de la selva centroamericana. En el poblado de El Ocotal, tomado por los rebeldes, murieron más de 300 civiles, por ejemplo. Sandino se ufanaba de haber volteado más de un avión yanqui y de haber utilizado sus restos para fabricar armas y herramientas. (Treinta años después, la guerrilla vietnamita hacía algo similar con las bombas que caían y no explotaban: sacaban el explosivo y lo disponían en latas de gaseosas, con detonadores, como trampas cazabobos.)
En junio de 1928, el dirigente comunista salvadoreño Farabundo Martí se incorporó a la lucha de Sandino.
En 1929, amenazado por tropas cada vez numerosas (y más despiadadas), Sandino decidió ir a México, para solicitar el apoyo del entonces presidente Emilio Portes Gil (uno de los títeres puestos por el “jefe máximo”, Plutarco Elías Calles, que quizás había ayudado a Sandino al principio de su lucha). Atravesó, a veces clandestinamente, varios países de América Central, en donde fue recibido como héroe por estudiantes y campesinos. También en México tuvo un buen recibimiento, pero Portes Gil hizo todo lo posible para mantenerlo alejado del DF y negarle cualquier apoyo concreto, más allá de lo meramente discursivo. Más bien, quiso quedar bien con Dios y con el Diablo; y, sobre todo, usar a Sandino como as en la manga para las permanentes negociaciones que, como todos los presidentes mexicanos posrevolucionarios, estaba obligado a llevar a cabo con Estados Unidos. (Al respecto, es ilustrativo revisar —y leer entre líneas— las páginas pertinentes de la pomposa Autobiografía de la Revolución Mexicana, de Portes Gil.)
Aquí Sandino empezó a percibir las dificultades políticas, no sólo bélicas, que enfrentaba. Sin un apoyo real de la comunidad internacional, su lucha seguiría aislada, y en definitiva fracasaría, aunque los norteamericanos se fueran finalmente de Nicaragua. Muchos intelectuales, organizaciones obreras y estudiantiles, incluso de los Estados Unidos, lo apoyaban “moralmente”. Pero, sin el concurso real de las grandes masas y una unión efectiva, por lo menos entre las naciones de Centroamérica, era prácticamente imposible enfrentar al invasor en el terreno que más importaba, el económico.
Volvió a Nicaragua con grandes dificultades. El 15 de febrero de 1931, dio a conocer su célebre manifiesto “Luz y Verdad”.
Es habitual ver en este documento síntomas de “espiritualismo”, cuando no de un “misticismo” que rozaría el delirio. (Sandino era masón —como todos los liberales, incluyendo a Somoza, por cierto—, y es posible que en México haya retomado contactos con antiguos compañeros de logia.)
Dice, por ejemplo: “Impulsión divina es la que anima y protege a nuestro Ejército, desde su principio y así lo será hasta su fin. Ese mismo impulso pide en Justicia de que todos nuestros hermanos miembros de este Ejército, principien a conocer en su propia Luz y Verdad, de las leyes que rigen el Universo. (...) Todos vosotros presentís una fuerza superior a si mismos y a todas las otras fuerzas del Universo. Esa fuerza invisible tiene muchos nombres, pero nosotros lo hemos conocido con el nombre de Dios. (...) Lo que existió en el Universo, antes de las cosas que se pueden ver o tocar, fue el éter como sustancia única y primera de la Naturaleza (materia). Pero antes del éter, que todo lo llena en el Universo, existió una gran voluntad; es decir, un gran deseo de Ser lo que no era, y que nosotros lo hemos conocido con el nombre de Amor. Por lo explicado se deja ver que el principio de todas las cosas es el Amor: o sea Dios. También se le puede llamar Padre Creador del Universo. La única hija del Amor, es la Justicia Divina. La injusticia no tiene ninguna razón de existir en el Universo, y su nacimiento fue de la envidia y antagonismo de los hombres, antes de haber comprendido su espíritu. Pero la incomprensión de los hombres, solamente es un tránsito de la vida universal: y cuando la mayoría de la humanidad conozca de que vive por el Espíritu, se acabará para siempre la injusticia y solamente podrá reinar la Justicia Divina: única hija del Amor.”
Es tentador plantear la hipótesis de que, a medida que Sandino iba comprendiendo las auténticas dificultades de su lucha, y lo irrisorio de su objetivo, que de hecho se cumplió (los norteamericanos se fueron de Nicaragua, pero ¿qué dejaron detrás?), se fue volviendo más “místico”. ¿Se refugiaba en lo espiritual después de tantear los límites materiales de su proyecto? ¿Se preparaba para su sacrificio final, o al menos lo entreveía?
Es tentador plantear esto, pero es inútil, y probablemente sea erróneo.
Después de todo, el Manifiesto sigue así: “Muchas veces habréis oído hablar de un Juicio Final del mundo. Por Juicio Final del mundo se debe comprender la destrucción de la injusticia sobre la tierra y reinar el Espíritu de Luz y Verdad, o sea el Amor. También habréis oído decir que en este siglo veinte, o sea el Siglo de las Luces, es la época de que estaba profetizado el Juicio Final del Mundo. (...) El siglo en cuestión se compone de cien años y ya vamos corriendo sobre los primeros treinta y uno; lo que quiere decir que esa hecatombe anunciada deberá de quedar definida en estos últimos 69 años que faltan. No es cierto que San Vicente tenga que venir a tocar trompeta, ni es cierto de que la tierra vaya a estallar y que después se hundiría; no. Lo que ocurrirá es lo siguiente: que los pueblos oprimidos romperán las cadenas de la humillación, con que nos han querido tener postergados los imperialistas de la tierra. Las trompetas que se oirán van a ser los clarines de guerra, entonando los himnos de la libertad de los pueblos oprimidos contra de la injusticia de los opresores. La única que quedará hundida para siempre es la injusticia; y quedará el reino de la Perfección, el Amor; con su hija predilecta la Justicia Divina. Cábenos la honra hermanos: de que hemos sido en Nicaragua los escogidos por la Justicia Divina, a principiar el juicio de la injusticia sobre la tierra. No temáis, mis queridos hermanos; y estad seguros, muy seguros y bien seguros de que muy luego tendremos nuestro triunfo definitivo en Nicaragua, con lo que quedará prendida la mecha de la Explosión Proletaria contra los imperialistas de la tierra.”
Lenguaje de profeta, quizás, pero de un profeta que no espera a su mesías mirando el cielo sino la tierra.
En 1932, José María Sacasa, otro liberal, sucedió a Moncada en la presidencia de Nicaragua. Tironeado entre Sandino y Somoza, Sacasa —pusilánime o maquiavélico— insistió en que los norteamericanos se quedaran en el país (suprema defección); pero ellos no le hicieron caso y se fueron a fin de año. Al menos en esto, la causa sandinista había triunfado ampliamente.
Faltaba poco para la noche del 21 de febrero.

***

Sandino fue asesinado junto con sus generales Estrada y Umanzor. Poco antes, habían hecho lo mismo con su hermano Sócrates. Sólo pudo escapar Santos López, quien participó luego en la fundación del Frente Sandinista para la Liberación Nacional.
La Revolución Sandinista derrotaría al hijo menor de Somoza y llegaría al poder en 1979. Diez años después, el FSLN sería derrotado a su vez en elecciones libres, por una candidata derechista, Violeta Chamorro, apoyada por los Estados Unidos.
Hoy, 2007, el sandinismo ha vuelto al poder, pero de la mano de una dudosa coalición electoral, en la que se incluyó parte de sus anteriores enemigos. Algunos antiguos militantes (y funcionarios) sandinistas, como los escritores Sergio Ramírez y Gioconda Belli, intentan renovar los viejos ideales, para que ésta no haya sido, como título Ernesto Cardenal el último tomo de su autobiografía, una “revolución perdida”.


Bibliografía

Belli, Gioconda, El país bajo mi piel. Memorias de amor y guerra, Barcelona, Plaza & Janés, 2001.
Fonseca, Carlos, La revolución sandinista, Buenos Aires, Nuestra Propuesta, 2004.
Millet, Richard Guardianes de la dinastía. Historia de la Guardia Nacional de Nicaragua creada por Estados Unidos y de la familia Somoza, Costa Rica, Editorial Universitaria Centroamericana (EDUCA), 1979.
Portes Gil, Emilio, Autobiografía de la Revolución Mexicana, México, Instituto Mexicano de Cultura, 1964.
Ramírez, Sergio, Sandino, el muchacho de Niquinohomo, Buenos Aires, Cartago, 1986.
Sandino, Augusto César, Escritos y documentos (introducción de Sergio Ramírez), Buenos Aires, El Andariego, 2007.
Selser, Gregorio El pequeño ejército loco. Sandino y la Operación México-Nicaragua, 2 vols., Buenos Aires, Abril, 1984.
Selser, Gregorio, Los marines, Buenos Aires, Cuadernos de Crisis.
Selser, Gregorio, Sandino, general de hombres libres, 2 vols., Buenos Aires, Triángulo, 1959 (prólogo de Miguel Ángel Asturias).

Una bibliografía muy completa sobre Sandino, en http://www.sandino.org/bibl_es.htm.


(Escrito para la cátedra de Problemas de Literatura Latinoamericana, 
prof. Viñas, 2005)