Sin duda, en cierto sentido, la reciente
ganadora del Oscar es una aparente cruza entre Desde el jardín y Zelig.
Pero también, y creo que sobre todo, es una historia (la de los EE. UU.)
contada por un idiota; no llena de sonido y de furia, según la trajinada cita
de Macbeth, sino de irónica, ambigua
y, en definitiva, perversa inocencia.
Robert Zemeckis, su director, es un cultor de
la década del cincuenta (ver su saga de Volver
al futuro), década brillantemente mitificada por Coppola y banalizada en
miles de repulsivas estudiantinas. ¿Qué es la década de los cincuenta para los
norteamericanos (al menos, para algunos)? Es una utopía retrospectiva,
anacrónica. La utopía (Ángel Faretta dixit)
de una historia pre-Vietnam, sin
Vietnam. Por contraposición, ¿qué es la década del sesenta, la década de Vietnam? ¿Qué es, digo, para estas
épocas de paradójico predominio conservador? Paradójico porque se da en el
marco de un gobierno progresista como no se daba desde hace mucho, apoyado por
las minorías y los movimientos sociales, y encarnado como nunca en una mujer,
Hillary Clinton, verdadera vicepresidenta
de la primera (ahora, la única) potencia del mundo. Épocas en que el
pensamiento llamado “políticamente correcto” es ridiculizado por los cultores
de dudosas generaciones calificadas con iniciales por un marketing muy hábil.
En Bob
Roberts, el extraordinario filme de Tim Robbins, una periodista negra dice
del héroe epónimo: “Es un rebelde conservador. Toma el discurso progresista de
los sesenta, y lo da vuelta.” Forrest Gump no se atreve a tanto, o de
manera tan abierta. Su truco es la “doble lectura”, propuesta explícitamente
por el mismo Zemeckis es varios reportajes. Todo, en el filme, puede leerse
desde dos puntos de vista, desde dos escalas de valores. La mirada estúpida de Forrest logra un prodigio de
falsa neutralidad; todo lo que pasa ante sus ojos se banaliza, se diluye, se
convierte en un chiste ingenuo. Pero todo, también,
puede ser visto bajo el ojo de la crítica, de una ironía no muy lejana a la
necrofilia (ver La muerte le sienta bien,
del mismo director). El personaje clave, para ello, no es Forrest sino Jenny.
Ella representa (y los pasa, literalmente, por su cuerpo) los males de las últimas décadas, vistos
desde una moralina apenas disimulada, acá sí objetivada, porque lo que a ella
le pasa no es visto desde los ojos del
narrador-testigo, Forrest: el hippismo, la música folk, las drogas blandas,
el pacifismo, las drogas duras, el sexo hueco y, como broche de oro, el
innombrado pero evidente virus que la mata.
Cierto: la ironía es indecidible. Un chiste obvio (“el ejército era el lugar ideal para
mí”, dice el retardado) refuerza otro menos obvio y más cruel (“yo sería un
buen marido”). Pero esta interpretación no se puede probar. Así que el filme
puede verse como la saga de una mirada “inocente”, que por ello pretende ser la de la verdad; o bien,
como la incapacidad de definir una posición taxativa frente a la historia,
escudándose en esa pretendida inocencia y en una mucho más fuerte ambigüedad.
Sin embargo, sería erróneo deducir de todo lo
anterior que Forrest Gump es una
película mala. Al contrario, por su
ambigüedad, por su riqueza, por su ironía (y no por sus sorprendentes efectos
especiales ni por la fabulosa actuación de Tom Hanks), hasta por sus
limitaciones ideológicas, es más que una película interesante: es una película
que apasiona, irrita, emociona y, lo principal, obliga a generar anticuerpos
para su peligrosa seducción.
(Publicado en la revista Intercambios, núm. 2, Buenos Aires,
junio de 1995.)
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