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martes, 13 de diciembre de 2016

Borges x Hugo Santiago: el espacio transfigurado





Respecto de Invasión, de Hugo Santiago (1969), hay que despejar primero dos equívocos o lugares comunes de la crítica. Uno, que pertenece al género fantástico. Supongo que hay en ella algunos elementos que producen ese engaño, aparte de la tracción de los nombres de Borges y Bioy (que sólo escribió el argumento).
Precisamente, en el Prólogo a su famosa antología del cuento fantástico, los autores del filme y Silvina Ocampo clasifican el género según su explicación:
“a. Los que se explican por la agencia de un ser o de un hecho sobrenatural.
b. Los que tienen una explicación fantástica, pero no sobrenatural.
c. Los que se explican por la intervención de un ser o de un hecho sobrenatural, pero insinúan, también, la posibilidad de una explicación natural; los que admiten una explicativa alucinación”.
Hay que forzar mucho la película para que entre, quizás, en la última categoría, que nos remite parcialmente a la famosa definición de Todorov. Según éste, el fantástico estaría situado en la grieta, en la incertidumbre, en la vacilación entre una explicación natural o realista, pero extraña, y otra sobrenatural o maravillosa. En Invasión, no parece haber nada para sospechar elementos sobrenaturales, y el final es contundente al respecto.
El otro equívoco es la supuesta ausencia de “color local” en una película donde se toma mate, se cantan milongas, y abundan los colectivos y los bares antiguos. Aparte de la cancha de Boca. Que estos elementos estén sometidos a un proceso de desrealización es otra cosa, y voy a tratar de explicar cómo y para qué sucede.
Intentaré demostrar que el núcleo de Invasión está en su pulsión estructuralista, metalingüística, autorreferencial, sostenida por dicotomías que remiten a un significado o, mejor, a un campo semántico que no se agota en lo fantástico ni en el universalismo borgeano.
La acción de la película es escueta y, pese a sus dos horas de duración, el espectador no se ve abrumado por numerosas peripecias o giros en la acción.
Transcurre en 1957, en una ciudad ficticia que se llama Aquilea y comparte (de una forma que ya vamos a ver) ciertos rasgos con Buenos Aires. Un  grupo innominado de sujetos, generalmente vestidos con trajes o impermeables blancos, se apronta a invadir la ciudad, sin otro propósito explícito. Del otro lado, un grupo de amigos, vestidos generalmente de negro, organizan una precaria resistencia para impedirlo.
Otra forma —similar— de contarla es que se trata de un relato policial sin detective y casi sin intriga central; un thriller, con una banda de gángsters tecnócratas  (hoy podríamos llamarlos CEOs) que se enfrentan a un grupo de amigos sostenidos en la lealtad y en el coraje personal, condenados al fracaso. Un tema obviamente borgeano: el culto al coraje, el desprecio de la propia vida, la atracción por las causas perdidas (“Para otros la fiebre / y el sudor de la agonía. / Para mí cuatro balas / cuando esté clareando el día”).
El grupo resistente está comandado por un anciano ascético, don Porfirio (Juan Carlos Paz), cuya imagen remite al Macedonio Fernández clásico, el de los últimos años, que sobrevivía en pensiones, visitado por sus amigos.
Dentro de este grupo se destacan Herrera (Lautaro Murúa) y su esposa Inés (Olga Zubarry). Ambos participan de la resistencia, pero cada uno por su lado, sin saberlo. Don Porfirio lo ha preferido así, para que no se preocupen el uno por el otro, pero con esa extraña táctica ha logrado que la pareja como tal se resquebraje. Ésta es una de las partes más conmovedoras y a la vez más convencionales del filme, pero también remite a una de las oposiciones que lo estructuran: el amor/la amistad.
Es momento, entonces, de hablar de las otras dicotomías: lo blanco/lo negro (connotados a la inversa de lo habitual, como negativo/positivo); el afuera (que acecha)/el adentro (que resiste); entrar/no dejar entrar; no juego/juego (la contradicción es enunciada por Inés); cine clásico/nuevo cine. Seguramente hay más, pero voy a tratar de extender sólo algunas de ellas.
En estas oposiciones binarias, como sucede con las dicotomías de Saussure, suele haber un término privilegiado, o considerado más importante. Yo diría: positivo. Recapitulando: la amistad, lo negro (lo oscuro), el adentro, el no dejar entrar, el jugar(se), el cine nuevo.
Hay también otros juegos de oposiciones diferenciales, no necesariamente binarias o contradictorias, y a veces relacionadas con las anteriores, como modulaciones de un mismo tema. Por ejemplo, el grupo de amigos excluye lo femenino, salvo como algo a conquistar o a relegar; sin embargo, lo femenino sobrevive. Las cuatro fronteras de la ciudad simulan connotar algo que permanentemente se nos escapa; en cuanto reconocemos un referente, éste se diluye o debe ser cuestionado.
La construcción de la banda sonora es otro punto alto. Pocas veces se ha intentado algo así en el cine argentino, salvo las colaboraciones esporádicas, precisamente, de Juan Carlos Paz. Pero creo que, en cuanto al diseño del sonido, había que esperar a Lucrecia Martel para encontrar no algo similar sino de igual nivel de elaboración.
Edgardo Cantón por un lado, compone un tango moderno, piazzolliano, pero también diseña una estructura auditiva totalmente abstracta, hecha de sonidos inesperados y disonantes. Estos sonidos especiales invaden la banda sonora, pero a veces también “intervienen” en la acción (los personajes los oyen, sin justificación alguna).
Y esto sí es parte ya del proceso de desrealización que mencioné antes, al romper la oposición tradicional entre música incidental/música de fondo. Y podría ser un rasgo de género fantástico si tuviera alguna función narrativa, alguna continuidad; pero no, sólo es una forma de subrayar el carácter de artificio de la narración, que es justamente uno de los elementos del policial que Borges solía destacar.
En cuanto a Aquilea, como adelanté, es una transfiguración, una transposición topológica (en el sentido simple de espacio simbólico, y específico de rama de la matemática que estudia las propiedades de los cuerpos geométricos que permanecen inalteradas por transformaciones continuas) de Buenos Aires, similar a la del cuento de Borges “La muerte y la brújula”. Se reconocen muchos lugares (la cancha de Boca, por ejemplo, que es esencial para la acción; el Bajo), pero en una posición incógnita, distorsionada o yuxtapuesta de maneras que parecen caprichosas o arbitrarias. Hay zonas desérticas, vacas que se cruzan en la ruta, la presencia final de una montonera de gauchos. El espacio es el lugar de la acción, casi nunca de las transiciones.
Este procedimiento fue llevado a su culminación, diez años después, en otro filme de Hugo Santiago, Ecoute voir…, conocido aquí como El juego del poder. En él, espacios que ya hemos visto separados por cierta distancia (por ejemplo, recorridos por un automóvil) de pronto se yuxtaponen y se pueden trasponer mediante una puerta. Si en el cine, como arte de montaje, la elipsis es la figura por antonomasia, Santiago lo muestra de manera ostensible para, entre otras cosas, resaltar su estatus de artificio.
Y hace lo propio con el género policial. El detective es una mujer, Catherine Deneuve, siempre vestida (anacrónicamente) con sombrero e impermeable, como los exponentes arquetípicos del género hollywoodense. La trama es una casi inextricable sucesión de macguffins, de artilugios, que no llevan prácticamente a nada, salvo a reflexionar sobre la estructura misma del género. El espectador debe “llenar los huecos” con su memoria cinéfila, como en cierto cine de Wim Wenders, especialmente El amigo americano, o incluso en algún western de Clint Eastwood.
(Me atrevería a proponer que el western Los rápidos y los muertos, de Sam Raimi, con Sharon Stone como pistolera, le debe mucho a Ecoute voir…).
Otra operación autorreferencial que realiza Invasión es un ajuste de cuentas con el cine tradicional argentino, tantas veces limitado al melodrama o a un realismo costumbrista empobrecedor. No es la primera película que lo intenta, decir esto sería injusto. En todo caso, lleva a su extremo más audaz una línea particularmente fértil, aunque por lo general fallida, de la generación del 60. Pienso en Manuel Antín y, sobre todo, en su intento estructuralista de Los venerables todos.
Dentro de este marco habría que ubicar una curiosa escena de la película: el (falso) desnudo de Olga Zubarry, que remite precisamente al llamado “primer desnudo del cine argentino”, también falso, el de la misma actriz en El ángel azul. Y habría mucho para decir sobre el engolamiento o la inexpresividad de ciertos diálogos, que, lejos de remitir al cine clásico, contribuyen aun más al extrañamiento de la acción.
Volviendo a la fecha, 1957, en la que se supone transcurre la acción, los autores han argumentado que la eligieron por no prestarse a ninguna connotación precisa. Esto, si no es una gigantesca denegación, es una boutade, teniendo en cuenta los acontecimientos políticos de 1955/1956.
Y esto, sin contar con el carácter premonitorio del final, en el que la juventud se hace cargo de la nueva etapa de la lucha, una vez producida la invasión y eliminados todos los amigos resistentes, menos don Porfirio e Inés. Justamente, mientras ésta reparte armas a los jóvenes, ya no más vestidos de negro, el personaje de Lito Cruz dice que esta vez la lucha será “a nuestro modo”.
Y don Porfirio observa todo, sin decir nada, como un Perón agobiado pero sobreviviente a pesar de su aparente fragilidad, y más pragmático de lo que habíamos supuesto (recordemos que manda a Herrera a una misión suicida y que en algún momento ha dicho “la ciudad es más importante que los hombres”). Si recordamos que en Las veredas de Saturno, película posterior de Santiago, Aquilea, más que ciudad es un país del que el protagonista se ha exiliado por una dictadura, y ese país es la Argentina, tenemos toda una afirmación de ética revolucionaria.
En este sentido, me encantaría proponer, incluso en tono de broma, que Hugo Santiago le hizo escribir a Borges la mejor alegoría, la mejor exaltación posible, de la resistencia peronista.


 (Ponencia en las II Jornadas de Literatura y cine policiales argentinos "El grupo Sur, la Argentina peronista y el género policial", 29 y 30 de noviembre de 2016, Buenos Aires, Museo de la Lengua, Biblioteca Nacional.)




miércoles, 23 de noviembre de 2016

Tinelli en Babilonia


(Interpolaciones en “La lotería en Babilonia”, de Jorge Luis Borges)

[Publicado en revista La vereda de enfrente, núm. 11, Buenos Aires, septiembre de 1997. En esa época, crudos estertores del menemato, Tinelli había popularizado ampliamente el escarnio público, aunque quizás fingido, de sujetos anónimos o famosientos. Ya no lo hace tanto, o ha variado su estrategia. Por otra parte, Babilonia —Argentina— quizás ya no existe.]

Como todos los hombres de Babilonia, he sido procónsul; como todos, esclavo; también he conocido la omnipotencia, el oprobio, las cárceles. Durante un año de la luna, he sido declarado invisible: gritaba y no me respondían, robaba el pan y no me decapitaban; traficaba toneladas de drogas y nadie me perseguía; fumaba una pipa sagrada y era condenado, de pronto, a cadena perpetua. He conocido lo que ignoran otros: la incertidumbre.
Debo esa variedad casi atroz a una institución que otras repúblicas ignoran o que obra en ellas de modo imperfecto y secreto: Tinelli.
No he indagado su historia; sé que los magos no logran ponerse de acuerdo; sé de sus poderosos propósitos lo que puede saber de la luna el hombre no versado en astrología. Soy de un país vertiginoso donde Tinelli es parte principal de la realidad: hasta el día de hoy, he pensado tan poco en él como en la conducta de los dioses indescifrables o de mi corazón. Ahora, lejos de Babilonia y de sus queridas costumbres, pienso con algún asombro en Tinelli y en las conjeturas blasfemas que en el crepúsculo murmuran los hombres velados.
Mi padre refería que antiguamente —¿cuestión de siglos, de años?— en pleno día se verificaban jodas: los agraciados recibían, sin otra corroboración del azar, monedas acuñadas de plata. El procedimiento era elemental, como ven ustedes.
Naturalmente, esas “jodas” fracasaron. Su virtud moral era nula. No se dirigían a todas las facultades del hombre: únicamente a su esperanza. Ante la indiferencia pública, los mercaderes que fundaron esas jodas venales comenzaron a perder el dinero. Alguien ensayó una reforma: la interpolación de unas pocas jodas adversas. Ese leve peligro despertó, como es natural, el interés del público. Los babilonios se entregaron a las jodas.
Instado por los jugadores, Tinelli se vio precisado a aumentar las jodas adversas; de esa bravata de unos pocos nace el todopoder de Tinelli: su valor eclesiástico, metafísico.
Nadie ignora que el pueblo de Babilonia es muy devoto de la lógica, y aun de la simetría. Era incoherente que las jodas faustas se computaran en redondas monedas y las infaustas en días y noches de cárcel. Algunos moralistas (pagados por Tinelli, según sus repugnantes detractores) razonaron que la posesión de monedas no siempre determina la felicidad y que otras formas de la dicha son quizá más directas.
Otra inquietud cundía en los barrios bajos. Los miembros del colegio sacerdotal multiplicaban las jodas y gozaban de todas las vicisitudes del terror y de la esperanza; los pobres (con envidia razonable o inevitable) se sabían excluidos de ese vaivén, notoriamente delicioso. El justo anhelo de que todos, pobres y ricos, participasen por igual de Tinelli, inspiró una indignada agitación, cuya memoria no han desdibujado los años. Algunos obstinados no comprendieron (o simularon no comprender) que se trataba de un orden nuevo, de una etapa histórica necesaria…
Hubo disturbios, hubo efusiones lamentables de sangre; pero la gente babilónica impuso finalmente su voluntad, contra la oposición de los ricos. El pueblo consiguió con plenitud sus fines generosos. En primer término, logró que Tinelli aceptara la suma del poder público. En segundo término, logró que la joda fuera secreta, gratuita y general.
Ya iniciado en los misterios de Bel, todo hombre libre automáticamente participaba de las jodas sagradas. Las consecuencias eran incalculables. Una joda feliz podía motivar su elevación al concilio de magos o la prisión de un enemigo (notorio o íntimo) o el encontrar, en la pacífica tiniebla del cuarto, la mujer que empieza a inquietarnos o que no esperábamos rever; una joda adversa: la mutilación, la variada infamia, la muerte. Pero ¿cómo saber cuándo una joda es feliz o adversa?
A veces un solo hecho —el tabernario asesinato de C, la apoteosis misteriosa de B— era la solución genial de treinta o cuarenta jodas. Combinar las jodas era difícil; pero hay que recordar que los secuaces de Tinelli eran (y son) todopoderosos y astutos. Sus pasos, sus manejos, eran secretos.
Increíblemente, no faltaron murmuraciones. Tinelli, con su discreción habitual, no replicó directamente. Prefirió borrajear en los escombros de una fábrica de caretas un argumento breve, que ahora figura en las escrituras sagradas. Esa pieza doctrinal observaba que Tinelli es una interpolación del azar en el orden del mundo y que aceptar errores no es contradecir el azar: es corroborarlo.
Por inverosímil que sea, nadie había ensayado hasta entonces una teoría general de las jodas. El babilonio es poco especulativo. Acata los dictámenes del azar, les entrega su vida, su esperanza, su terror pánico, pero no se le ocurre investigar sus leyes laberínticas, ni las esferas giratorias que lo revelan. Si Tinelli es una intensificación del azar, una periódica infusión del caos en el cosmos, ¿no convendría que el azar interviniera en todas las etapas de la joda y no en una sola?
Bajo el influjo bienhechor de Tinelli, nuestras costumbres están saturadas de azar. El comprador de una docena de ánforas de vino damasceno no se maravillará si una de ellas encierra un talismán o una víbora; el escribano que redacta un contrato no deja casi nunca de introducir algún dato erróneo; los constituyentes que redactan una Constitución omiten artículos fundamentales o agregan otros extravagantes. Si alguien encuentra a la mujer de su vida, o la pierde; si alguien gana la lotería, o tiene un hijo minusválido; si alguien ejerce como fiscal o juez y ni siquiera es abogado… ¿no será todo una joda de Tinelli? Yo mismo, en esta apresurada declaración, he falseado algún esplendor, alguna atrocidad.
En la realidad, el número de jodas es infinito.
También hay jodas impersonales, de propósito indefinido: una decreta que se arroje a las aguas del Éufrates un zafiro de Taprobana; otra, que desde el techo de una torre se suelte un pájaro; otra, que cada siglo se retire (o se añada) un grano de arena de los innumerables que hay en la playa; otra, que gane las elecciones el candidato más repulsivo. Las consecuencias son, a veces, terribles.
Nuestros historiadores, que son los más perspicaces del orbe, han inventado un método para corregir el azar; es fama que las operaciones de ese método son (en general) fidedignas; aunque, naturalmente, no se divulgan sin alguna dosis de engaño. Por lo demás, nada tan contaminado de ficción como la historia de Tinelli… Un documento paleográfico, exhumado en un templo, puede ser obra de la joda de ayer o de una joda secular. También se ejerce la mentira indirecta.
Tinelli, con modestia divina, elude toda publicidad. Sus agentes, como es natural, son secretos; las órdenes que imparte continuamente (quizá incesantemente) no difieren de las que prodigan los impostores. Además, ¿quién podrá jactarse de ser un mero impostor? El ebrio que improvisa un mandato absurdo, el soñador que se despierta de golpe y ahoga con las manos a la mujer que duerme a su lado, el que vota a un candidato aparentemente opositor, ¿no ejecutan, acaso, una secreta decisión de Tinelli?
Ese funcionamiento silencioso, comparable al de Dios, provoca toda suerte de conjeturas. Alguna abominablemente insinúa que hace ya siglos que no existe Tinelli y que el sacro desorden de nuestras vidas es puramente hereditario, tradicional; otra lo juzga eterno y enseña que perdurará hasta la última noche, cuando el último dios anonade el mundo. Otra declara que Tinelli es omnipotente, pero que sólo influye en cosas minúsculas: en el grito de un pájaro, en los matices de la herrumbre y del polvo, en los entresueños del alba, en un plan quinquenal. Otra, por boca de heresiarcas enmascarados, que no ha existido nunca y no existirá. Otra, no menos vil, razona que es indiferente afirmar o negar la realidad de la tenebrosa corporación, porque Babilonia no es otra cosa que una infinita sucesión de jodas de Tinelli.

sábado, 15 de octubre de 2011

Camellos en el Corán: color local, sobrerrepresentación e identidad


(refutación de “El escritor argentino y la tradición”)


Sólo lo difícil es estimulante.
Lezama

Suele pasar con Borges: la frecuentación de uno de sus tantos textos canónicos —“El escritor argentino y la tradición”— produce una curiosa mezcla de deslumbramiento (muchas veces, acrítico) e indignación.
La historia del texto también es peculiar, tanto en el desarrollo del corpus borgesiano como dentro del “sistema” de la crítica cultural argentina. Para empezar, la confusión entre su fecha de escritura y su fecha de publicación constituyen una típica mistificación de Borges. Muchos todavía creen (y dicen) que el año original es 1932. En realidad, ése es el año en que se publica el libro Discusión, en el cual, pero en una edición muy posterior (Emecé, 1957), se reacomoda el texto.
Tomás Eloy Martínez(1) aclara parcialmente los tantos; se trata de una “clase que dictó el 7 de diciembre de 1951 en el Colegio Libre de Estudios Superiores... Esa clase, taquigrafiada por un oyente anónimo, fue luego corregida por el autor y publicada en la revista Sur (enero-febrero 1955) con su título definitivo: ‘El escritor argentino y la tradición’”. Por supuesto, así figura en las bibliografías más responsables.(2) En la versión del artículo que figura en el tomo de Obras completas 1923-1972, de Emecé, a pie de página, dice, en efecto: “Versión taquigráfica de una clase dictada en el Colegio Libre de Estudios Superiores.” Sin fecha. Pero en la portada que encabeza el libro Discusión dice claramente “1932”, lo que abre camino a la confusión.
Como en muchos otros casos, lo que Borges quiso hacer con esta prestidigitación fue condicionar la lectura de su texto. En este caso, famosamente, como una “bisagra”, entre su etapa “criollista” y su etapa “universalista”. Ajuste de cuentas, autocrítica de sus (supuestos) excesos nacionalistas anteriores. O, como dirían algunos lingüistas, la “situación de discurso” de sus cuentos más célebres, los de la década del cuarenta. De hecho, Borges menciona como ejemplo autorreferencial —“Séame permitida aquí una confidencia, una mínima confidencia”— “La muerte y la brújula” (“una pesadilla en que figuran elementos de Buenos Aires deformados por el horror de la pesadilla... mis amigos me dijeron que al fin habían encontrado en lo que yo escribía el sabor de las afueras de Buenos Aires”), cuento publicado en Sur en 1942, y luego incluido en Ficciones, en 1944. Entonces, esta mención a un cuento posterior sería una interpolación en un texto... fantasma.
Entre las interpretaciones canónicas, sobresale la de Beatriz Sarlo en Borges, un escritor en las orillas. La autora no menciona la fecha, en nota al pie refiere a las O. C., pero sitúa su comentario —significativamente— entre el del Carriego y el de los cuentos (“Funes...”, “Pierre Menard...”).

La ausencia de camellos, razona Borges exagerando hasta la paradoja la forma de su argumento, bastaría para probar la arabidad del Corán. El ejemplo le permite expresar su deseo de una literatura discreta en el recurso al color local. Enseguida, pasa a la autocrítica de sus primeros libros que desbordaban, a su juicio, de cuchilleros, tapias y arrabales.(3)

(Se verá después que la cuestión de los camellos es algo más, y quizás también algo menos, que una exageración “hasta la paradoja”.)
Pocos años antes del libro sarleano, una revista, Babel, que puede ser considerada emblemática de los ochenta, publicó el texto de Borges, con este ambiguo copete (escrito por Jorge Dorio, me atrevería a decir, por alguna ocurrencia léxica particular):

Escasas son las revistas hispanolatinoamericanas de literatura que no publicaron nunca un inédito de Jorge Luis Borges. Babel se precia de ser una de ellas. Este artículo fue publicado por primera vez en Discusión (1932). Después, con algunos retoques, fue incluido en el sempiterno libro verde. Publicarlo, volver a publicarlo, entonces, aquí, puede parecer un capricho. Pero un capricho fundado en el asombro ante la persistencia, ante la tediosa repetición de argumentos que ya aquí, ya entonces, se derrumbaban silenciosamente. Con las premisas de las que ríe el maestro, se construyeron después empresas nobelísticas de gran bombo, y epifenómenos de baja chaya. La repetición de aquellas befas, entonces, y de las buenas razones que aún las sostienen, se propone aquí como mantra de esta trama criolla, mantra como remedio para abrigar la esperanza de zonceras menos recurrentes en las esforzadas letras de la patria.(4)

Se ve que, en este nuevo contexto “pos”, el artículo borgesiano adquiere la categoría de manifiesto redivivo; aquí, veladamente, contra el realismo mágico o la literatura latinoamericana exitosa en general (García Márquez culminó su “empresa nobelística” en 1982); siempre, contra todo nacionalismo literario.

***

La argumentación de “El escritor...” es harto conocida. En lo que sigue, se quiere demostrar que reposa sobre una serie de falacias, de distinto nivel de flagrancia e importancia; falacias que, como siempre, una vez identificadas, permiten pensar a contrapelo y señalar el camino para una posible refutación.
Borges empieza afirmando que su escepticismo respecto de “el problema del escritor argentino y la tradición” no se dirige a la imposibilidad de resolverlo, sino a la existencia misma del problema. (Quizás cabría aquí aplicarle al autor otro de sus célebres asertos: el de que mencionar el “problema judío” ya es admitir que los judíos son un problema. No voy a seguir este camino, salvo para dejar anotado que Borges suele recurrir al nominalismo para eludir ciertas determinaciones históricas; y este recurso sí me va a ocupar en lo que sigue.)
Continúa Borges resumiendo algunas “soluciones” a ese problema que no existe. La primera es la de Lugones-Rojas, que, cada uno a su modo, canonizan la literatura gauchesca como la tradición literaria argentina. Sería la versión del “criollismo”, en donde el sufijo ya adelanta la refutación borgesiana: “la poesía gauchesca... es un género tan artificial como cualquier otro”.(5) Cito más in extenso:

La idea de que la poesía argentina debe abundar en rasgos diferenciales argentinos y en color local argentino me parece una equivocación, Si nos preguntan qué libro es más argentino, el Martín Fierro o los sonetos de La urna de Enrique Banchs, no hay ninguna razón para decir que es más argentino el primero. Se dirá que en La urna de Banchs no está el paisaje argentino, la topografía argentina, la botánica argentina, la zoología argentina: sin embargo, hay otras condiciones argentinas en La urna.(6)

Se sabe: las “condiciones argentinas” de La urna son “el pudor argentino, la reticencia argentina”. Doble falacia, entonces. Primero, una oposición no exhaustiva entre, por un lado, el paisaje, la topografía, la botánica, etc., y, por otro, características psicológicas o idiosincrásicas generalizadas, casi hipostasiadas, sin ningún fundamento real.(7) (Lo que queda “en el medio”, insisto, en la historia. O, dicho de manera más compleja, las condiciones materiales que conectan y podrían explicar las relaciones entre paisaje y reticencia, por ejemplo.)(8) La otra debilidad del argumento —que tanto el paisaje como la psicología son “color local” y, por lo tanto, no puede privilegiarse uno sobre otra, e incluso se reafirman mutuamente— es prontamente notada por Borges:

... no sé si es necesario decir que la idea de que una literatura debe definirse por los rasgos diferenciales del país que la produce es una idea relativamente nueva.... El culto argentino del color local es un reciente culto europeo que los nacionalistas deberían rechazar por foráneo.(9)

Afirmación interesante, porque aquí parece entrar la historia (“idea relativamente nueva”, “reciente culto europeo”)... para ser rápidamente expulsada, por las dudas, con otra falsa paradoja.
Y aquí sigue, a propósito de lo anterior, otra de las famosas afirmaciones borgesianas, la cuestión de los camellos en el Corán. O de su ausencia. Que no es tal, como es fácil constatar.(10) Sarlo resume bien; el Corán es indudablemente árabe porque no tiene camellos, es decir, no tiene (no necesita) “color local”.
De todas maneras, no quiero darle demasiada importancia a esta “astucia” de Borges que, en efecto, hizo de la cita deliberadamente errónea o desviada un arte menor. Uno siempre queda preso de estas trampas, como si Borges, seguro de que nadie conoce ni el Corán ni a Gibbon, estuviera desafiando: confíen en lo que yo digo, o vayan, lean y desmiéntanme. (“Lean, che”: Lamborghini.) Pues bien, caí en la trampa, acepté el desafío, pero más adelante, aun dando por sentado que “no hay camellos en el Corán”, propondré una interpretación distinta de por qué.(11)
La segunda solución al problema de la tradición, según Borges, es afirmar que la literatura española cumple esa función. Una primera objeción (“la historia argentina puede definirse sin equivocación como un querer apartarse de España”) suena plausible, aunque es difícil saber cómo la valora Borges: ¿positivamente, como el romanticismo revolucionario y sarmientino, o negativamente, como la hispanofilia del Centenario? La segunda afirmación es otra “falacia de los amigos”, variante (criolla, al parecer) del argumento de autoridad:(12) según Borges, sus amigos gustaban fácilmente de libros franceses e ingleses, pero difícilmente de libros españoles (?).
La tercera opinión está descrita muy curiosamente. No puedo entrar en detalles, pero, según Borges, se propondría que los argentinos estamos “desvinculados del pasado”. Pasado éste, entendido como el europeo en general, por un lado, y el posindependentista americano, por el otro. Dice Borges que esta “solución” tiene el encanto de lo patético (“como el existencialismo”) y que no es verídica, ya que todo ese pasado, y el presente europeo, tienen grandes repercusiones entre nosotros. No quiero entrar, quizás por el momento, en ese “nosotros”, ante el cual siempre habría que preguntarse qué incluye y qué excluye.
“¿Cuál es la tradición argentina?”, se pregunta nueva y finalmente el autor, tras pasar revista a las tres fantasmales soluciones previas. Célebremente: “nuestra tradición es toda la cultura occidental”. En una versión previa a la de las Obras completas, no decía “occidental” sino “europea”, pero por el párrafo precedente se ve que quiere decir lo mismo, está claro. Como después va a hablar de “temas europeos” y de que “nuestro patrimonio es el universo”, la corrección aislada fue inútil, o bien mucho más significativa, y la equivalencia es obvia: occidental-europeo-universal.
Hay una audacia aquí: parecería que los argentinos —y los sudamericanos, en general: ¿por extensión?— tendríamos un mayor derecho a esa tradición, tal vez por nuestra situación “marginal” (esto no queda tan claro, pero cuidado con suponerlo: forma parte de las interpretaciones canónicas posteriores). Y también tendríamos una mayor capacidad de innovar dentro de esa tradición, a la manera de los judíos y los irlandeses.(13)
Pero Borges no va demasiado por este camino; al contrario, retrocede un poco, para remitir la cuestión de la tradición y lo argentino al “eterno problema del determinismo”. De ahí el final del artículo: “o ser argentino es una fatalidad y en ese caso lo seremos de cualquier modo, o ser argentino es una mera afectación, una máscara”. En lo cual, como en otras falsas dicotomías del artículo, se ignora que el problema de la identidad (nacional, racial, sexual, etc.) es bastante más complejo. Otra vez, otra enésima vez, lo que queda, lo que se escabulle, entre la fatalidad y la máscara es la historia.

***

El desprestigiado, y tan difícilmente defendible, color local, ¿no será otra cosa? ¿No tendrá algún otro valor que se le escapó a Borges (y a otros que lo siguieron, reconstruyendo inadvertidamente un famoso cuadro de Brueghel)?(14)
¿Y si el color local fuera una suerte de sobresemiotización que actúe como conjunto de emblemas de identidad y resistencia frente a una cultura hegemónica?
Ya Lezama Lima, en La expresión americana, había analizado en términos similares las características del barroco latinoamericano, ampliándolas a una suerte de paradigma ideológico, mucho más allá de un mero estilo estético, ornamental: “arte de la contraconquista”,(15) por un lado; por otro, una tensión fundamental entre la teatralidad permanente y la invasión del “cotidiano desenvolvimiento”: “un espléndido estilo surgiendo paradojalmente de una heroica pobreza”.(16)
Por su parte, el sociólogo colombiano Armando Silva, que ha estudiado cuantitativa y cualitativamente dos grandes ciudades latinoamericanas, Bogotá y San Pablo,(17) buscando, entre otras cosas, averiguar cómo se ve a sí mismo el habitante de estas megalópolis, afirma:

Me he esforzado por ver, desde una contraposición entre primer y tercer mundo y según proyecciones estéticas, la belleza de nuestra tercería simbólica [...] ¿dónde y cómo ver al Tercer Mundo, más allá del paternalismo del fuerte sobre el débil, del rico sobre el pobre, o, incluso, del bueno sobre el malo? Y todavía más: ¿cómo vernos desde el Tercer Mundo? [...] La necesidad de “producir una identidad cultural”, muchas veces de manera consciente, puede ser una estratagema política que de tal se torna estética. El primer mundo no tiene la necesidad reiterada de preguntarse por su identidad pues actúa desde ella, como quien habla desde sí y no a través de otro como testigo. [...] Si algo caracteriza al llamado primer mundo es su propiedad narrativa: la vida se cuenta desde su seno, el mundo gira en torno suyo y, digamos, es él mismo centro del mundo.(18)

Esto alude a lo que Borges niega: la identidad como producción, como un conflicto histórico de representaciones, entre miradas y definiciones, entre lo propio y lo otro. Si no hay camellos en el Corán... Es decir, si no hubiera camellos en el Corán, sería porque, en el momento de su redacción, la cultura árabe se veía a sí misma (se narraba a sí misma) como “centro del mundo”.

Al contrario, el llamado tercer mundo se narra desde otro lado: desde la herida perpetrada por el conquistador, desde el imperialismo que lo agobia, desde el otro que no lo reconoce [...]. Es ilustrativo, al respecto, que culturas aborígenes alejadas de la simbología occidental, como algunas que todavía quedan en América Latina, también se autoproclaman como centro del mundo y sólo la cercanía a los valores occidentales significa un ejercicio de subvaloración que los hace entrar en lo que me permito denominar tercería simbólica.(19)

Cito in extenso a Armando Silva, porque me interesa particularmente su desarrollo de lo que él llama “tercería simbólica” y, sobre todo, sus consecuencias estético-ideológicas.

Pero ¿qué pasa con la representación territorial que argumentamos como reconocimiento “en la tercería”? Me parece que obedece a una nueva modalidad narrativa que funciona como cohesión cultural y como respuesta autoafirmativa. [...] Cada cultura es primera en su propia escala: ¿Por qué no mirar desde adentro hacia fuera buscando una imagen reflejo sincrética y no el reflejo como eco que repite en la cultura colonizada la imagen de su superior, de afuera hacia adentro, como toda imposición? [...] el Tercer Mundo se sentirá todavía más abocado a una beligerancia representativa. Si el mirar desde sí, como característica natural de la percepción del primer mundo, o de quien por naturaleza se siente en el centro, lo llevamos al Tercer Mundo, encontraremos que éste tendrá que “esforzarse” para demostrar su respectiva mirada autónoma. Existe una “sobrecarga” discursiva o icónica que exige su esfuerzo representativo. [...] en los modos más recónditos de comportarse el Tercer Mundo es exagerado, sobrecargado, como aquel sujeto que no sólo se muestra desde el reflejo (sea una composición visual o discursiva), sino que anuncia que se está mostrando. [...] “sobrecargas representativas”, muy propias de las decoraciones urbanas de todas las urbes de América Latina [...] Tenemos de este modo que el hábito de procesar simultáneamente diferentes culturas como lo pregona la posmodernidad del primer mundo ha sido anticipado por el pastiche latinoamericano, en su extraordinaria capacidad (como casi todas las culturas tercermundistas) de adaptar distintos comportamientos, pero al mismo tiempo poseer un raro don para marcar la diferencia... evidenciando la gran habilidad de las culturas populares para asumir como propio el reciclaje cultural.

Pero quisiera enfatizar, para concluir —aunque sólo como planteamiento en busca de una fundamentación aún mayor—, que esto no se trata de una reivindicación sin más del color local en cualquier sentido de la expresión, sino (siempre) de su función estratégica, vale decir, política. Con todos los cuidados necesarios, ya que no hay “color local” en sí, no hay autodefinición propia, única, “esencial”, sin una historización de toda otra definición previa.(20) De lo contrario, también se puede caer en el exotismo for export, propio del “realismo mágico” y otras estéticas que, si no nacieron, por lo menos se desarrollaron en función de esa forma peculiar de la “mirada del otro” que es el mercado literario. (Aunque quizás esto no esté tan mal: es sabido también que los indígenas de algunos países hacen artesanías para los turistas, con diseños inventados ad hoc, sin ningún significado para ellos. En cambio, en los utensilios para uso propio, sí usan los verdaderos diseños tradicionales. No se trata de una inautenticidad, diría yo, sino de una reapropiación... de divisas ajenas.)
Termino con Silva:

... eso que llamamos la “sobrecarga”, con todo lo que tiene de convicción o simulacro, es lo que, de otro lado, podría concebirse en parte como estrategias territoriales. Si de un lado constituyen formas fuertes y convincentes de expresividad... de otro se presentan como corolarios de alienación..., que conducen a otras elaboraciones simbólicas, que me permito nombrar como de belleza alienada. La belleza alienada se produce en varias instancias, pero en particular me refiero a ese nivel en el cual el Tercer Mundo actúa bajo el simulacro del primero, reemplazándolo sin propiedad de tal manera que su forma elaborada es más bien el testimonio de la forma de otro.

Prácticamente, este último concepto describe toda la literatura de Borges.



Notas

(1) “El canon argentino”, La Nación, 10 de noviembre de 1996. Otra versión, la de Pedro Lastra, en “Borges, Gibbon y El Korán”, difiere en detalles: “‘El escritor argentino y la tradición’ fue el título de la conferencia que Borges dictó en el Colegio Libre de Estudios Superiores, de Buenos Aires, el 19 de diciembre de 1951. Fue una clase oral, pero su versión taquigráfica apareció a comienzos de 1953 en el volumen XLII (Nos. 250-251-252) de Cursos y Conferencias, revista del colegio en la que Borges había colaborado dos años antes con su famoso estudio sobre Hawthorne, leído allí en marzo de 1949. Sin duda, Borges revisó el texto de ‘El escritor argentino y la tradición’ antes de entregarlo a la revista. Al reeditar Discusión, en 1957, lo incluyó con correcciones que no modifican sus memorables argumentos contra el nacionalismo literario, que es su tema, pero sí revelan una suerte de taller de esa escritura: supresiones de énfasis, leves desplazamientos verbales, eliminaciones de frases, siempre felices y ejemplares” (http://www.eluniversal.com/verbigracia/ memoria/N3/contenido05.htm).
(2) Ver, por ejemplo, la Bibliografía cronológica de la obra de Jorge Luis Borges, de Annick Louis & Florian Ziche (Holanda, Universidad de Aarhusm http://www.hum.au.dk/romansk/borges/louis/main.htm).
(3) Borges, un escritor en las orillas, Buenos Aires, Ariel, 1995, p. 67.
(4) Babel, núm. 9, año II, junio de 1989, pp. 46-47.
(5) O. C., p. 268.
(6) Ídem, p. 269.
(7) Lateralmente (o no tanto): en un ideologema ampliamente extendido entre los escritores “oligárquicos” de la primera mitad del siglo XX, el “pudor” y la “reticencia” nacionales se oponen a la vocinglería típica de los inmigrantes, sobre todo italianos y gallegos. Ver el capítulo XIII de Don Segundo Sombra (brevemente analizado en Pablo Valle, “Don Segundo Sombra: ser nacional y xenofobia”, www.valleyoftears.blogspot.com), y también el Chaves de Mallea.
(8) “En América dondequiera que surge posibilidad de paisaje tiene que existir posibilidad de cultura... Árboles historiados, respetables hojas, que en el paisaje americano cobran valor de escritura donde se consigna una sentencia sobre nuestro destino” (José Lezama Lima, La expresión americana, en Confluencias, La Habana, Letras Cubanas, 1988, pp. 284, 286).
(9) Ídem, p. 270.
(10) Pedro Lastra (ob. cit.): “... el ejemplo es ‘una astucia’ por dos razones: porque si es cierto que El Korán no prodiga camellos tampoco los omite, y porque la observación de Gibbon corresponde a otro contexto y no dice que ‘en el Alcorán no hay camellos’. Éstos aparecen en varios lugares de este libro, y siempre significativamente. Mencionaré sólo algunos: en la Azora VI, titulada ‘El ganado’, la aleya o versículo 145 enumera: ‘Y de los camellos, dos, dos hembras, de las vacas, dos...’; la referencia a la ‘camella de Alá [que] será para vosotros signo’ (VI, 71), y que fue desjarretada por los infieles (VII, 75); recurre en XI, 67; XXVI, 155-157; LIV, 27-29. En LIX, 6 se lee: ‘Y lo que concedió del botín Alá a su Enviado, de ellos, no corristeis sobre los corceles o camellos’; hacia el final (LXXXVIII, 17) se formula esta pregunta clave para los creyentes: ‘¿Es que no miran al camello, cómo fue creado?’ Esas y otras apariciones del camello en El Korán no podían pasar inadvertidas para Gibbon, hasta el punto de negar una presencia tan visible. Y ciertamente no la niega. Cuando dice, en efecto, que Mahoma no lo menciona, se refiere a las preferencias alimentarias del profeta. Esto ocurre en la nota 13 del extenso capítulo L de Declinación y caída del Imperio Romano, dedicado a la descripción de Arabia y al minucioso relato de la vida de Mahoma. El contexto de la nota 13 es éste: In the sands of Africa and Arabia the camel [el subrayado es de E. G.] is a sacred and precious gift. That strong and patient beast of burden can perform, without eating or drinking, a journey of several days; and a reservoir of fresh water is preserved in a large bag, a fifth stomach of the animal, whose body is imprinted with the marks of servitude: the larger bred is capable of transporting a weight of a thousand pounds; [...] Alive or dead, almost every part of the camel is serviceable to man: her milk is plentiful and nutritious: the young and tender flesh ha the taste of veal: …etc. En ese punto, la nota al pie de página lee: ‘Mohammed himself, who was fond of milk, prefers the cow, and does not even mention the camel; but the diet of Mecca and Medina was already more luxurious.’” Basta revisar una edición del Corán con índice analítico (o una versión digital con sistema de búsqueda), para confirmar lo que bien dice Lastra.
(11) “Este desmantelamiento borgeano del criollismo es paradójicamente profundamente criollista. El criollismo, dije, busca la naturalización de las relaciones sociales que propone. Por eso construye la lengua, la tierra o la idionsincrasia como un destino, esa ‘misteriosa voluntad’ a la que refería Rodó [..]. Como ha señalado Carlos Alonso en su comentario del texto de Borges, la evidencia de que Mahoma en tanto árabe no sabía que los camellos eran árabes descansa sobre el supuesto que un elemento esencial en la definición de lo árabe son los camellos [...]. De la misma forma, el desmantelamiento borgeano de una representación cultural dominante del carácter nacional no niega, sino que más bien afirma, la existencia de éste” (Horacio Legrás, “Criollismo e indigenismo literarios: representación sin resto y resto sin representación”, en Mario Valdés and Linda Hutcheon (eds.): Latin American Literatures: A Comparative History of Cultural Formations, Oxford University Press, en prensa).
(12) Que satiriza en otro contexto: “Oigo decir que en las provincias el doblaje ha gustado. Trátase de un simple argumento de autoridad; mientras no se publiquen los silogismos de los connaiseurs de Chilecito o de Chivilcoy, yo, por lo menos, no me dejaré intimidar” (“Sobre le doblaje”, Sur 128, junio de 1945). No es necesario subrayar que los amigos de Borges debían de tener, forzosamente, un mejor gusto que los pobres habitantes de Chilecito o Chivilcoy.
(13) “... donde los escritores europeos se angustian por el peso de sus antecesores, los rioplatenses se sienten libres de parentesco obligado. Precisamente esto es lo que Borges hace en su primer libro de relatos, Historia universal de la infamia: cambia la lectura de relatos ya escritos por otros. Puede hacerlo porque la distancia que lo separa de las historias que ‘transcribe’ es inmensa y el control que ellas operan sobre sus propios cuentos es muy débil. La distancia, afirmaría Borges, concebida como desplazamiento geográfico, cultural, poético, y ejercida como derecho de latinoamericanos, no sólo hace posible su ficción, sino que funda el placer del lector” (Sarlo, ob. cit.)
(14) Entiendo que esta alusión a una minusvalía pueda parecer de mal gusto. No puedo extenderme aquí, y tampoco quiero que parezca una justificación, pero en otro lugar me atrevería a proponer que la ceguera borgesiana es equivalente al astigmatismo del Greco, como “proyecto” en sentido sartreano. Borges siempre ve “lo que quiere ver”: “Al recorrer las pruebas de este libro, advierto con algún desagrado que la ceguera ocupa un lugar plañidero que no ocupa en mi vida. La ceguera es una clausura, pero también es una liberación, una soledad propicia a las invenciones, una llave y un álgebra” (JLB, “Prólogo” a La rosa profunda). Lezama hace algo parecido respecto del Aleijadinho: “Con su gran lepra, que está también en la raíz proliferante de su arte, riza y multiplica, bate y acrece lo hispánico con lo negro” (ob. cit., p. 245).
(15) Ob. cit. p. 230.
(16) Ob. cit. p. 241.
(17) Armando Silva, Imaginarios urbanos, Bogotá, Tercer Mundo Editores, 2000.
(18) Ob. cit., pp. 106 y ss. Subrayado del autor.
(19) Diría que El entenado, de Juan José Saer, algo dice sobre esto.
(20) Si los “marcianos” invadieran la Tierra, ¿reconocerían sin más la superioridad del arte europeo, u “occidental”, sobre cualquier otro? ¿O más bien se apresurarían a poner todo el arte “terrícola” en la misma bolsa, como irremediablemente inferior? Por supuesto, los intelectuales “terrícolas” educados en o por Marte estarían de acuerdo con esta valoración.


(Ponencia en el III Congreso Internacional “Transformaciones culturales. Debates de la teoría, la crítica y la lingüística”, Buenos Aires, 4, 5 y 6 de agosto de 2008, Facultad de Filosofía y Letras, UBA/Centro Cultural de la Cooperación.)

jueves, 13 de octubre de 2011

Martín Fierro y Cruz, Borges y Martínez Estrada: una batalla crítica




Me propongo relevar y acaso revelar un diálogo subterráneo entre dos textos argentinos sumamente heterogéneos: el cuento de Borges “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1829-1874)” —en adelante, BTIC— y el libro de Ezequiel Martínez Estrada Muerte y transfiguración de Martín Fierro —en adelante, MTMF—.
Más: propongo leer BITC como una crítica (antedatada) al tipo de crítica que MTMF implica. O, en otras palabras, BITC como una manera de leer el Martín Fierro (y la tradición que lo incluye, pero también toda textualidad) que implícitamente desafía los presupuestos filosóficos (¿ideológicos?) que MTMF lleva a su máximo (nota 1).
Se sabe que este último enuncia paratextualmente, en su subtítulo, el tipo de operación que quiere realizar: “Ensayo de interpretación de la vida argentina.” Para ello, hace centro en el texto del poema, pero un centro perpetuamente elusivo, porque su enfoque contextual carece de límites precisos.
“Puesto que el Poema refleja la vida del paisano en determinada época del país, hay en él un valor cronológico, de historia, que concuerda con los sucesos, su índole y su oportunidad” (p. 169) (nota 2), dice Martínez Estrada, con petición de principio incluida. Y: “El Poema se totaliza por nuestra facultad de entender no los datos concretos de las cosas, sino sus configuraciones generales y sus conexiones con otras cosas que entran en otras configuraciones generales. Es preciso, pues, incorporar los hechos y elementos positivos ausentes al texto de la acción” (p. 321).
Pero es claro que esos elementos “ausentes” son rigurosamente infinitos. Habría que encontrar, entonces, un criterio para su pertinencia.
En Después de Babel, George Steiner, refiriéndose a la traducción de un pasaje de Shakespeare, se pregunta: “¿Y dónde están, cuáles son los confines de lo que es pertinente de lo que no lo es? A priori ningún texto anterior o contemporáneo a Shakespeare puede ser descartado por carecer de alguna relación imaginable. La cultura isabelina, la cultura europea no presentan ningún aspecto que escape al contexto total de un pasaje shakespeariano. Las exploraciones de la estructura semántica suscitan muy pronto el problema de las series infinitas. Wittgenstein preguntaba dónde, cuándo y por medio de qué criterios racionalmente establecidos se podía suspender en el psicoanálisis el proceso de las libres asociaciones potencialmente alusivas y significantes. Un ejercicio de ‘lectura total’ también es potencialmente interminable” (p. 29). “Al enfrentarse al problema de un contexto necesario y suficiente, a la cantidad de material previo requerido para comprender cierta unidad de mensaje, algunos lingüistas han propuesto un término: preinformación. ¿Cuánta preinformación necesitamos para analizar con exactitud...?” (pp. 32-33) (nota 3).
La respuesta de Martínez Estrada es “todo”. Todo es pertinente. Todo es necesario.
Para Martínez Estrada, hay “... un trasfondo de palimpsesto en la lectura literal de la letra clara, escolar” (p. 407). “Toda obra completa en significado debe tener dos textos que se lean simultáneamente” (p. 406). Este segundo texto es casi infinito. Pero se puede leer. Y él lo intenta con profusión. “… reconstruiremos la imagen del original, la de un tipo histórico más que biográfico, biográfico más que único” (p. 80). “El protagonista es el país, un momento de la historia argentina; es la pampa: una historia en un lugar y un tiempo. Lo demás es literatura (de la buena)” (p. 349). “Hoy no es posible hacer el estudio de una obra, cualquiera, con referencias escasas, incompletas o maliciosamente desviadas. Cualquier obra se conecta con un texto mayor, con un contexto social donde se halla su sentido cabal y su justísima absolución” (p. 981).
La reconstrucción del contexto lleva su tiempo, y su espacio. La obra de Martínez Estrada deriva hacia consideraciones sobre el indio, el caballo, el cuchillo. Es fácil ser irónico (aunque debe reconocerse que Martínez Estrada ya lo era, pero en otro sentido) frente a un parágrafo que se titula: “Un importante personaje histórico: la vaca” (pp. 531 y ss.). Inevitablemente, otro parágrafo se llama: “Miscelánea” (pp. 883 y ss.), como esa categoría de los formularios o archivos que dice “Otros”, “Varios” u “Observaciones”.
Un discurso de esta naturaleza siempre corre el riesgo de “olvidarse” del poema, razón o excusa inicial. Por eso, recurre a modalizaciones o shifters metatextuales —“Tal como se ve en el Poema” (p. 839), “En una de esas levas es llevado Martín Fierro al Fortín” (p. 596)—, que pretenden restaurar la triple conexión entre su crítica, el Martín Fierro y la realidad que éste reflejaría.
La idea de revelar los “huecos” o “hiatos” del poema, como especialmente significativos, podía ser relativamente innovadora para su época (nota 4). Pero el mecanismo de la revelación no termina de cuajar. Por ejemplo: “No hay en el Poema ningún pasaje en que se describan festines, a los que eran muy aficionados los indios. Evidentemente, Martín Fierro vivió fuera de los toldos, a distancia, y sólo presenció algo de lo que acontecía a campo raso” (p. 906). Aquí, y en otros lados, de una ausencia, Martínez Estrada deduce, infiere otra ausencia, ya que parte del presupuesto de que Martín Fierro es un personaje en cierta manera real. Lo que recuerda el debate, tradicional en la crítica literaria, sobre si Hamlet se había acostado o no con Ofelia (nota 5): ¿Qué estatus tiene algo que ocurre “fuera” del espacio textual?
Martínez Estrada no puede responder. Borges, sí.
¿Qué hace Borges en “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz...”? Precisamente, y en principio, tomar el tópico de la biografía, aquello que Martínez Estrada asigna a Martín Fierro, e invertirlo, mediante un proceso de ficcionalización.
“Mi propósito —dice Borges— no es repetir su historia [la de Cruz]” (nota 6). “La aventura consta en un libro insigne; es decir, en un libro cuya materia puede ser todo para todos (I Corintios 9:22), pues es capaz de casi inagotables repeticiones, versiones, perversiones. Quienes han comentado, y son muchos, la historia de Tadeo Isidoro, destacan el influjo de la llanura sobre su formación, pero gauchos idénticos a él nacieron y murieron en las selváticas riberas del Paraná y en las cuchillas orientales” (p. 561). Aquí Borges prácticamente repite, como en espejo, su tesis de “La literatura gauchesca”, publicada varios años antes (nota 7), lo que, entre otras cosas, reafirma el carácter metatextual o, por lo menos, deliberadamente polémico, del cuento.
“En su oscura y valerosa historia [la de Cruz] abundan los hiatos.” Precisamente, el hiato es un principio constructivo en Borges: “Un motivo notorio me veda referir la pelea.” Ese motivo es la existencia misma del Martín Fierro. O bien la existencia, en el Martín Fierro, de una descripción pormenorizada y célebre de esa pelea. Borges tiene horror a la mera repetición, que es la matriz por excelencia en cualquier texto (ensayístico) de Martínez Estrada. Por eso opta, Borges, por la transformación; como ejemplo mayor, en el final de su cuento, traslada el famoso grito de Cruz del discurso directo al discurso indirecto: “Cruz arrojó por tierra el quepís, gritó que no iba a consentir el delito de que se matara a un valiente y se puso a pelear contra los soldados, junto al desertor Martín Fierro” (subrayado mío).
La biografía borgiana, es sabido, reconstruye mediante fragmentos aislados y significativos (nota 8). Esto recuerda el método de los biografemas de Barthes: “Si yo fuera escritor, y estuviera muerto, me gustaría mucho que mi vida se redujera, gracias a los cuidados de un biógrafo amistoso y desenvuelto, a algunos detalles, algunos gustos, algunas inflexiones, digamos: ‘biografemas’ cuya distinción y movilidad pudieran viajar más allá de cualquier destino y llegar a tocar, a la manera de átomos epícureos, algún cuerpo futuro, prometido a la misma dispersión” (nota 9).
Para Martínez Estrada, el componente biográfico (o autobiográfico) es esencial. Se podrían multiplicar las citas: “Lo que cuenta de sí Martín Fierro es una historia común, que puede pertenecer a cualquier gaucho de su época. En archivos policiales, sea el propio o el ajeno, ese retrato es fiel, personal, plural y suyo” (p. 79). “La biografía que cada cual [Fierro y Cruz] confiesa es como un sueño, y sin embargo tienen la sustancia y la forma de todas las biografías, de lo biográfico absoluto” (p. 315). “… con las quejas por su suerte encubre lo que pudo habernos puesto en contacto directo con su alma y con su real biografía” (pp. 320-321) (nota 10).
Lo biográfico es otro shifter que conecta el texto con su afuera. Pero también es un principio constructivo que Martínez Estrada busca incansablemente (en el Martín Fierro, en su propia obra), y no siempre encuentra.
Si Martínez Estrada aspira a la exhaustividad, Borges opera sobre la elipsis. Martínez Estrada quiere decir todo (el todo), y termina produciendo un efecto contrario, una acumulación cuya sola forma alude irremediablemente a todo lo que falta. (Pensemos, precisamente, en las enumeraciones borgianas, que funcionan exactamente al revés [nota 11].) Borges, es sabido, tiende a lo contrario: una palabra —quizás un silencio— puede contener toda la literatura; la forma breve, más ostensible, comunica por eso mismo, pero por alusión, indirectamente.
De hecho, MTMF es lo que Borges dice (en el epílogo de El Aleph) que es BTIC —pero no es—: “una glosa al Martín Fierro”. Una glosa abierta, interminable.
Dos puntos en que Martínez Estrada y Borges revelan su disidencia precisamente por su cercanía: el Martín Fierro como novela y el tema del doble.
Es sabido que Borges ve el poema de Hernández como una novela, predominantemente por su índole narrativa y abarcadora. (Recordar, por otra parte, que para Borges la clasificación no es precisamente elogiosa.) De acuerdo con esto, como en una especie de demostración de su tesis, su “prosificación” noveliza al Martín Fierro, pero en un sentido distinto del que le da Martínez Estrada (para quien el Martín Fierro es una novela por su realismo, aquello de lo que Borges reniega una y otra vez).
Sobre el doble, Martínez Estrada es también muy abundante: “Cruz es él mismo [Martín Fierro], con variantes episódicas” (p. 79). “Éste el es el personaje más enigmático del Poema. En múltiples sentidos, es el ‘doble’ de Martín Fierro. (…) En parte su biografía parece ser un fragmento de la biografía de otro, acaso del mismo Martín Fierro… Es el ‘doble’ de Martín Fierro, su reverso, su sombra” (p. 89). “Lo más indiscutible es que Martín Fierro y Cruz son la misma persona (…) pues en el texto, en la escritura, Cruz es el “doble” de Fierro. Su doble simiesco, su antiél. Su caricatura” (p. 93). “La muerte de Cruz era inevitable, porque Martín Fierro necesitaba liberarse de su propio ‘doble’…” (p. 181).
El doble está dentro del análisis predominantemente psicologista, o metafísico, de Martínez Estrada, cuando para Borges es, entre otras cosas, una “función” (también en un sentido aproximadamente formalista): Martín Fierro y Cruz son uno, en todo caso, estructuralmente hablando, desde la visión de una “divinidad” o conciencia narrativa absoluta, para quien todas las “personas” son iguales, o intercambiables. (Y, entre otras cosas, así “despsicologiza” a los personajes, los sustrae de todo agenciamiento fácilmente mimético.) (nota 12).
Estoy queriendo decir que Borges, con una re-ficcionalización del Martín Fierro, restituyó la glosa de Martínez Estrada a un discurso ficcional, del que nunca debió salir. En cierto sentido, incluso, Borges se mofa de los que se toman al Martín Fierro demasiado “en serio”, como un documento, un testimonio, una biografía. (De ahí el efecto irónico de poner las fechas de nacimiento y muerte de Cruz en el título del cuento.)
Y con todo esto produjo un quiebre en la crítica literaria argentina, cuyo efecto de canon aún iba a tardar un par de décadas en hacerse sentir.
Para explicar esto, nada mejor que recurrir —otra vez— a Barthes, a su artículo “Las dos críticas” (de 1963), incluido en Ensayos críticos y en cierto sentido precursor (palabra cara a Borges) u homólogo (palabra cara a Barthes) del mucho más famoso “De la obra al texto” (nota 13).
Dice Barthes: “... al limitar voluntariamente sus investigaciones a las ‘circunstancias’ de la obra (incluso cuando se trata de circunstancias interiores), la crítica positivista practica una idea totalmente parcial de la literatura; porque no querer interrogarse sobre el ser de la literatura equivale automáticamente a acreditar la idea de que este ser es eterno, o, si se prefiere, natural, en una palabra, que la literatura es algo obvio” (p. 294). “... el trabajo de esta crítica está constituido primordialmente por la búsqueda de las ‘fuentes’: se trata siempre de relacionar la obra estudiada con otra cosa, con algo distinto de la literatura; este algo distinto puede ser otra obra (precedente), una circunstancia biográfica o también una ‘pasión’ realmente experimentada por el autor y que él ‘expresa’ (siempre la expresión) en su obra (Orestes es Racine a los veintiséis años, enamorado y celoso, etc.); el segundo término de la relación cuenta mucho menos que su naturaleza, que es constante en toda obra objetiva: esta relación siempre es analógica; implica la certidumbre de que escribir nunca es nada más que reproducir, copiar, inspirarse en, etc.” (pp. 295-296). Pero “la similitud no es en modo alguno la relación privilegiada que la creación mantiene con lo real” (p. 296), “la obra es su propio modelo (...) una correspondencia homológica, y no analógica” (p. 197), “El crítico tiene que admitir que su objeto mismo, bajo su forma más general, es la literatura, que se le resiste, o que le huye, no el ‘secreto’ biográfico de su autor” (p. 295).
Es sabido que Borges fue largamente agenciado por la “nueva crítica” cuya acta fundacional Barthes dictó de manera inapelable. Un tipo de crítica textual, para decirlo rápido, que niega todo realismo o capacidad referencial de la literatura, la psicología de los personajes, su anclaje social unilateral y, en definitiva, todo monocausalismo respecto de la obra literaria, que pasa a ser un texto con una productividad inmanente, o bien intertextual.
Lo que quise demostrar es que todo esto, efectivamente, ya está en Borges, pero no sólo en sus textos ensayísticos explícitos sino, con un sesgo mucho más radical, en un texto tan... “extraño” como la “Biografía de Isidoro Tadeo Cruz...”.

Una última reflexión, que sólo puedo dejar esbozada. Ante el auge de los llamados “estudios culturales” y sus pretensiones omniabarcadoras: ¿se trata de un retorno a la crítica positivista-idealista, al modo de Martínez Estrada, o hay una síntesis posible, que Borges rechazaría inexorablemente pero (porque) sería el principio del fin de su hegemonía?



Notas

Nota 1. ¿BITD, un cuento, como crítica? No puedo justificarlo aquí, pero sugiero que toda operación intertextual puede implicar una operación metatextual. Por ejemplo, la función crítica de la parodia es evidente (ver, entre otros, Genette, Palimpsestos). De hecho, precisamente lo que estoy afirmando es que fue Borges quien estableció este canon en la literatura argentina (incluso, sin necesidad de sucesión temporal, cf. “Kafka y sus precursores”). El carácter híbrido de los textos borgianos (¿cuentos?, ¿ensayos?) es ya un lugar común de la crítica. Ver, por ejemplo, Cozarinsky, Edgardo, Borges y el cine, Buenos Aires, Sur, 1974, pp. 14 y ss. (que es interesante porque asigna todo texto borgiano a lo narrativo, pero es evidente, entonces, que lo contrario también es cierto).
Nota 2. Cito según Martínez Estrada, Ezequiel, Muerte y transfiguración de Martín Fierro, Buenos Aires, CEAL, cuatro volúmenes, 1983.
Nota 3. Steiner, George, Después de Babel. Aspectos del lenguaje y la traducción, trad. de Adolfo Castañón y Aurelio Major, México, FCE, 1995.
Nota 4. Esto recuerda, por supuesto, a Macherey (Pour une théorie de la production littéraire, París, Maspero, 1966). Ver, entre otros fragmentos: “Lo que falta en el Poema tiene la misma función efectiva que lo incluido en él” (p. 322); “La intuición de Hernández, de que por medio de lo anónimo y amorfo se configura en la nuca del lector una imagen veraz de la realidad…” (p. 323); “La obra no tiene por qué darnos, pues, un cuadro completo de la vida familiar; pero no otro es, en resumen, el objeto del canto; por eso es lícito reunir los trozos y recomponer el cuadro hasta donde ello sea posible” (p. 942). En esta cita, se ve el propósito verdadero, que no es extraer las consecuencias significativas de la ausencia, sino reconstruir el simulacro de una presencia, con lo cual se neutraliza casi todo el valor de la operación.
Nota 5. Ver, por ejemplo, El Hamlet de Shakespeare, ensayo de interpretación, traducción y notas de Salvador de Madariaga, Buenos Aires, Sudamericana, 1978, pp. 71 y ss.
Nota 6. Cito según Borges, Jorge Luis, “Biografía de Teodoro Isidoro Cruz (1829-1874)”, en Obras completas, Buenos Aires, Emecé, 1972. El cuento fue publicado originalmente en la revista Sur, núm. 122, 1944, pp. 7-10, y recogido en El Aleph (1949), un año después de la primera edición de Muerte y transfiguración de Martín Fierro.
Nota 7. Borges, Jorge Luis, “La poesía gauchesca”, en Discusión (1932), y Obras completas, Buenos Aires, Emecé, 1972, pp. 179 y ss.: “Quienes me han precedido en esta labor se han limitado a una: la vida pastoril que era típica de las cuchillas y de la pampa. Esa causa, apta sin duda para la amplificación oratoria y para la digresión pintoresca, es insuficiente; la vida pastoril ha sido típica de muchas regiones de América, desde Montana y Oregón hasta Chile, pero esos territorios, hasta ahora, se han abstenido enérgicamente de redactar El gaucho Martín Fierro. No bastan, pues, el duro pastor y el desierto. (...) Derivar la literatura gauchesca de su materia, el gaucho, es una confusión que desfigura la notoria verdad. No menos necesario para la formación de ese género que la pampa y que las cuchillas fue el carácter urbano de Buenos Aires y de Montevideo. (...) Tan dilatado y tan incalculable es el arte, tan secreto su juego” (p. 179). “¿Qué fin se proponía Hernández? Uno, limitadísimo: la historia del destino de Martín Fierro, referida por éste” (p. 182). “... todo arte es convencional; también lo es la payada biográfica de Martín Fierro” (p. 187). “Tres profusiones ha tenido el error con nuestro Martín Fierro, una, las admiraciones que condescienden; otra, los elogios groseros, ilimitados; otra, la digresión histórica o filológica. La segunda... deriva de una superstición: presuponer que determinados géneros literarios (en este caso particular, la epopeya) valen formalmente más que otros. (...) La tercera... afirma, con delicado error, por ejemplo, que Martín Fierro es una presentación de la pampa. (...) Rojas sólo deja lugar en el porvenir para el estudio filológico del poema” (p. 193-194). Así, Borges parece prefigurar aun más tempranamente la crítica de Martínez Estrada (que lo cita en la p. 446 de MTMF, pero no se da por aludido). “Esa postulación de la realidad me parece significativa de todo el libro. Su tema —lo repito— no es la imposible presentación de todos los hechos que atravesaron la conciencia de un hombre, ni tampoco la desfigurada, mínima parte que de ellos puede rescatar el recuerdo, sino la narración del paisano, el hombre que se muestra al contar” (p. 197).
Nota 8. Para la biografía en Borges, ver Molloy, Sylvia, Las letras de Borges, Buenos Aires, Sudamericana, 1979, pp. 26 y ss.
Nota 9. Barthes, Roland, Sade, Loyola, Fourier, Caracas, Monte Ávila, 1977, p. 13.
Nota 10. El siguiente fragmento es particularmente sugestivo: “Pues nunca se vive la propia biografía, sino que todo resulta compleja y absurdamente ordenado, por tener la vida y el pensamiento que acomodarse al hueco que les dejan las cosas, al pedacito de espacio y tiempo que ha de ocupar, entre hechos y entre vidas de otros” (p. 326).
Nota 11. Para el tema de la enumeración en Borges, ver, entre otros, Molloy, Sylvia, Las letras de Borges, Buenos Aires, Sudamericana, 1979, pp. 193 y ss.; y Cozarinsky, Edgardo, Borges y el cine, Buenos Aires, Sur, 1974, pp. 19 y ss.
Nota 12. “Lo esperaba, secreta en el porvenir, una lúcida noche fundamental: la noche en que por fin vio su propia cara, la noche en que por fin oyó su nombre.” “Comprendió que el otro era él.” En su propia pelea con la partida, Cruz se guarece en un fachinal, como Martín Fierro en un pajonal, en la suya. Después, a Cruz le parece haber vivido ya el momento de su encuentro con Martín Fierro... Para el tema del doble en Borges, ver Molloy, Sylvia, Las letras de Borges, Buenos Aires, Sudamericana, 1979, pp. 75 y ss.
Nota 13. Y, por supuesto, de Crítica y verdad. Ver Barthes, Roland, “Las dos críticas”, en Ensayos críticos, traducción de Carlos Pujol, Barcelona, Seix Barral, 1967. “El positivismo le proporciona (a la Universidad) la obligación de un saber vasto, difícil, paciente; la crítica inmanente —al menos eso le parece— sólo pide, ante la obra, una capacidad de asombro, difícilmente mensurable (...)” (p. 299).




Bibliografía

Altamirano, Carlos y Sarlo, Beatriz, “Martínez Estrada: de la crítica al Martín Fierro al ensayo sobre el ser nacional”, en Ensayos argentinos, Buenos Aires, CEAL, 1982.
Barthes, Roland, “De la obra al texto”, ed. orig. en Revue d’esthetique, 1971, recopilado en (entre otros) El susurro del lenguaje, Barcelona, Paidós.
Barthes, Roland, “Las dos críticas”, en Ensayos críticos, traducción de Carlos Pujol, Barcelona, Seix Barral, 1967.
Barthes, Roland, Sade, Loyola, Fourier, trad. de Néstor Leal, Caracas, Monte Ávila, 1977.
Borges, Jorge Luis, “Biografía de Teodoro Isidoro Cruz (1829-1874)”, en El Aleph (1949), y Obras completas, Buenos Aires, Emecé, 1972.
Borges, Jorge Luis, “La poesía gauchesca”, en Discusión (1932), y Obras completas, Buenos Aires, Emecé, 1972.
Cozarinsky, Edgardo, Borges y el cine, Buenos Aires, Sur, 1974.
Martínez Estrada, Ezequiel, Muerte y transfiguración de Martín Fierro, Buenos Aires, CEAL, cuatro volúmenes, 1983.
Molloy, Sylvia, Las letras de Borges, Buenos Aires, Sudamericana, 1979.
Sarlo, Beatriz, Borges, un escritor en las orillas, Buenos Aires, Ariel, 1995.
Steiner, George, Después de Babel. Aspectos del lenguaje y la traducción, trad. de Adolfo Castañón y Aurelio Major, México, FCE, 1995.
                                                            



(Una versión de este trabajo fue expuesta en el congreso “Razones de la Crítica”, Rosario, Facultad de Humanidades, octubre de 1998. Luego, fue premiado por el Credit Suisse y la Fundación Borgesiana, y publicado en el libro Ensayos borgesianos, 2000.)