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martes, 15 de noviembre de 2011

Don Segundo Sombra y El juguete rabioso: dos novelas de aprendizaje




Ya has corrido mundo y te has hecho hombre, mejor que hombre, gaucho. El que sabe de los males de esta tierra, por haberlos vivido, se ha templado para domarlos…
(de Don Segundo Sombra)

Es así. Es así. Se cumple con la ley de la ferocidad. Es así; ¿pero quién le dijo a usted que es una ley? ¿Dónde aprendió eso?
(de El juguete rabioso)



En el mismo año, 1926, se publican Don Segundo Sombra y la primera novela de Roberto Arlt. En El juguete rabioso, rechazada por Castelnuovo, del grupo de Boedo, y apadrinada finalmente por Güiraldes, su protagonista roba un libro de Lugones, ideólogo del nacionalismo de derecha y gran Padre literario que el martinfierrismo quiere superar. He aquí casi un mapa del campo intelectual argentino de la década del veinte. Quizás la comparación crítica de ambas novelas, fundamentales en la literatura argentina de este siglo, nos permita seguir algunas de las principales líneas de fuerza que cruzan ese campo, en el surgimiento mismo de problemas que aún hoy no parecen esencialmente distintos.
Algunas advertencias: los riesgos de una comparación así son obvios. El peor, tal vez, sería que los prejuicios o gustos personales del que escribe lo inclinen a consignar más divergencias de las que otra mirada encontraría, con la correspondiente y seguramente menos fundamentada de lo que cree, valoración. Ese desequilibrio puede extenderse hacia uno u otro lado en distintas etapas del análisis, por lo cual se tratará de no profundizarlo más allá de lo que permita el procedimiento más o menos arbitrario de la comparación propuesta. Que por otra parte no se basará en un concepto estructural del relato de aprendizaje sino que más bien lo considerará un supuesto para fijar la atención en otros aspectos de las dos obras.
En todo caso, y se ha dicho muchas veces antes, ambas novelas exhiben un proceso de aprendizaje, de una larga iniciación, con sus pruebas, sus fracasos, sus conquistas. Parten de una carencia inicial (simplificando: la miseria de Silvio en Arlt, el abandono de Fabio en Güiraldes; unificando: la falta de padre, el pasaje conflictivo a la adultez) y a través de la acumulación de experiencias (y de ciertas formas de saber) culmina en una transformación profunda de la conciencia de sus protagonistas. La constitución de esta subjetividad implicará una determinada visión del mundo presente en los textos, y nos servirá para reconstruir las variables ideológicas que los cruzan. Esto tratará de verse especialmente en relación al lenguaje, al mundo representado, la presencia del dinero (y de la propiedad) y los saberes que los relatos incluyen.
El lenguaje es el instrumento y el material básico del escritor. Con él no sólo “expresa”, “muestra”, el mundo, sino que (previamente, si podemos asignar una temporalidad a este proceso) lo “entiende”. Mejor: en un productor literario no puede concebirse una relación con el mundo distinta o separable de una relación con el lenguaje. Y al revés. Entendiendo, por supuesto, mundo como sociedad de los hombres y lenguaje como habla, lenguajes sociales, la voz de los otros.
El problema del lenguaje del escritor es uno de los que caracteriza al campo literario que antes mencionábamos. Quizás el fundamental, ya que sus múltiples niveles se conectan con otras cuestiones. En este sentido, la vanguardia martinfierrista pone en escena como su culminación y su límite, el debate que la ideología del Centenario había instaurado en torno de las relaciones entre literatura argentina y “ser nacional”. Es preferible no extenderse sobre este tema más de lo necesario y verlo concretamente en el análisis propuesto. (1)
Güiraldes no se adscribe totalmente a la revista Martín Fierro sino como uno de los modelos erigidos a partir de la nueva sistematización de la literatura argentina que aquélla propone. En ese contexto, representaría la posibilidad de un criollismo no localista, internalizado, soportado por un lenguaje que el escritor detenta como “argentino sin esfuerzo”. Suerte de legalidad, de derecho de sangre más que de competencia lingüística, esta concepción se complementa con una más o menos evidente xenofobia, el rechazo de los inmigrantes o hijos de inmigrantes, que hablan y escriben mal el español del Río de la Plata. Y que constituyen las nuevas clases sociales en ascenso. Una ideología estética, una ideología política. (2)
Lo vemos en la obra (3). El narrador, Fabio, resero convertido en estanciero, gaucho convertido en hombre culto, organiza el material narrativo a partir del recuerdo. Reproduce con intenciones de fidelidad el habla de los gauchos en los diálogos (“—Un peso? Te ha pasao la tranca Juan Sosa. —No…, formal; alcanzame un peso que vi’hacer una prueba” p. 14) y reelabora el resto de la narración desde un código vanguardista en el que se unen formas de simbolismo, de invencionismo, de coloquialismo (“El sueño cayó sobre mí como una parva sobre un chingolo” p. 28, “Mi vista cayó sobre el río, cuya corriente apenas perceptible hacía cerca mío un hoyuelo como la risa en la mejilla tersa de un niño” p. 62, “Los balidos formaban como una cerrazón de angustia en el aire” p. 108). (4) Es coherente: el gaucho mítico es narrado por el estanciero simbolista. Sólo al debate antes mencionado y el estado del campo literario argentino relacionado con la situación sociopolítica del alvearismo podía garantizar el éxito de ese programa estético-ideológico. La distancia que va del estanciero al resero, del vanguardismo literario al mundo que elige para representar (para inventar) es la misma que va desde una oligarquía que se repliega en sus fueros mantenidos duramente a ese mundo real pasado, que no puede o no quiere ver y por lo tanto mitifica. Buscando a la vez una justificación espiritualista de su subsistencia.
Se ha dicho muchas veces: el mundo de Don Segundo Sombra es un mundo integrado, armónico. El hombre se relaciona con la naturaleza tan satisfactoriamente como el escritor con su lenguaje: por derecho de propiedad. “Quién es más dueño de la pampa que un resero? … la pampa de Dios había sido bien mía…” p. 182 (5). Y hasta el dolor del aprendizaje se diluye en una especie de comunión con el ambiente que cura y santifica: “En la pampa las impresiones son rápidas, espasmódicas para luego borrarse en la amplitud del ambiente sin dejar huella. Así fue como todos los rostros volvieron a ser impasibles, y así fue también como olvidé mi reciente fracaso sin guardar sus naturales sinsabores.” p. 51 (6).
Volveremos otra vez sobre estos temas, pero retengamos el concepto de mundo armónico porque es un eje productivo para las contraposiciones que haremos en adelante.
Decíamos: la relación de un escritor con su lenguaje y su mundo. O, lo que sería lo mismo, su inserción concreta en una literatura, la piense o no. Y Arlt debe pensarla, está forzado a pensarla. Escribir no es para él un lujo, sino un esfuerzo, un trabajo, una profesión; sus derechos no son un dato sino una producción, él mismo debe autorizar su escritura, asumirse en situación en un medio donde el saber (siempre tan vinculado al poder) está distribuido excluyéndolo. Algunos textos marginales (el prólogo a Los lanzallamas, el aguafuerte “cómo se escribe una novela”) organizan una especie de puesta en escena de ésa, su situación concreta de escritura. Y sus novelas la revelan en una práctica neta. En El juguete rabioso hay dos escenas claves que entran a significar en este contexto (7). En el cap. II, cuando Silvio es forzado a tocar un cencerro en la puerta de la librería para llamar la atención de posibles compradores (p. 112). Y en el cap. IV, cuando refiriéndose a su nuevo trabajo de vendedor de papel, dice: “Para vender hay que empaparse de una sutileza ‘mercurial’, escoger las palabras y cuidar los conceptos…” (p. 180).
Entonces: la escritura como trabajo, situación concreta del escritor, clase social. Visión del mundo. Lenguaje.
En El juguete rabioso hay una evidente saturación de términos desvalorizadores del mundo representado. “La vida puerca” era su título original y podría señalar el campo semántico en el que se organiza la adjetivación: mugriento, siniestro, tenebroso, hediondo, vil, pringoso, miserable, grasiento. Lo que se corresponde con los espacios cerrados en los que transcurre gran parte de las acciones y que el narrador denomina: cuchitril, antro, caverna, bulín, letrineja, tugurio, covacha, caserón. Las mismas calles del arrabal que mitifica Borges y canta González Tuñón, son “miserables y sucias” y dirigen la mirada embelesada de Astier hacia la “cúpula celeste”. Mundo contrapuesto al de las casas de departamentos, que “hacen soñar a los pobres diablos” e incluso a la calle idílica, “románticamente burguesa” donde vive el ingeniero. Una topografía de abajo/arriba en la cual toda escapatoria es imposible. Mundo desintegrado, entonces, inorgánico. Recordemos que también Fabio ve a las casas y los pueblos con antipatía, como prisiones, pero su fuga está garantizada por los espacios libres, la Pampa y su emblema libertario (“Pero por sobre todo y contra todo, Don Segundo quería su libertad. Era un espíritu anárquico y solitario…” p. 64). Esta topografía adentro/afuera es reversible como toda la dialéctica que el texto establece.
El lenguaje del mundo desintegrado. Se ha dicho hasta el cansancio: Arlt escribe torpemente, en un español de traducciones (pelafustán, majadero). También, reproduce fonéticas de cocoliche: don Gaetano, el zapatero andaluz. Y un lunfardo con comillas: bondi, jetra, yuta, cachar, leonera. Como tomando distancias (8). Sus palabras, en verdad, son como la mujer de Gaetano le arroja: “pesadas, salitrosas”.
Y el mismo movimiento de alienación se registra en uno de los códigos metafóricos del texto, el que corresponde a un cierto saber tecnológico, científico (o cientificoide, para usar un sufijo caro a Arlt): “Amor, piedad, gratitud a la vida, a los libros, y al mundo me galvanizaba el nervio azul del alma” p. 177, “y a cada movimiento que hacía el lecho gañía, chirriaba con ruidos estupendos, a semejanza de un juego de engranajes sin aceite” p. 87. Alienación en la medida en que la tecnología puede representar una forma mediatizada de relación con la naturaleza, especialmente cuando la relación directa aparece imposible, como desde la ciudad arltiana. Además de proponer una forma de poder (de voluntad de poder), compensatorio en varios sentidos, que como resultante de una carencia nos reenvía a lo mismo: insatisfacción, conflicto, falta de armonía.
Veamos la relación que los textos establecen con el saber, especialmente a través de sus protagonistas, de los sujetos del aprendizaje. Es en esta zona, en efecto, donde las características de bildingsroman están más lexicalizadas. En El juguete rabioso, luego de un principio revelador (“Cuando tenía catorce años me inició en los deleites y afanes de la literatura bandoleresca…” p. 17), la cuestión aparece más lateralmente (“El aprendizaje de ratero tiene esta ventaja” p. 39).
En cambio, en Don Segundo Sombra las lexicalizaciones son más abundantes, tal vez porque sus características de relato iniciático quieren estar más a la vista. Bastaría ver la enumeración de saberes que abre el cap. X, cuando han pasado cinco años desde que Don Segundo llevó a Fabio “tras él, como podía haber llevado un abrojo de los cercos prendido en el chiripá” (p. 63) Como sea, lo importante es consignar las relaciones que Fabio tiene con los saberes que el texto despliega desde el principio. La primera oposición (coincidente con la topografía antes mencionada de adentro/afuera) es la de escuela/calle; esto podría aproximarse a la experiencia “truhanesca” de Silvio, pero evidentemente no es así: primero porque ante el riesgo de concluir “viviendo de malos recursos”, “una desconfianza natural me preservó de sus malas jugadas” (p. 14) y principalmente porque este adelanto rudimentario de su aprendizaje es sólo un curso de ingreso al otro, al básico, el que don Segundo y la pampa “ilimitada” van a ejercer sobre él. Para no entrar en detalles, remitimos nuevamente a la enumeración del cap. X. Que a su vez, y esto es lo fundamental, es la base de la inflexión final, la puesta a punto del estanciero que va a ser Fabio. Don Leandro reemplaza a don Segundo y “nos llamaba a su lado, para enseñarnos el manejo de un establecimiento” (p. 183). A lo que se suman “mis primeras inquietudes literarias” (p. 184). “Baste decir que la educación que me daba don Leandro, los libros y algunos viajes a Buenos Aires con Raucho, fueron transformándome exteriormente en lo que se llama un hombre culto”. Esta suerte de posgrado es la culminación no sólo del aprendizaje, exitoso y hasta placentero de Fabio, sino de todo el programa de la novela.
Ya adelantamos que en Arlt el problema es bien distinto. Silvio Astier hace un verdadero aprendizaje del mal, de la humillación y la miseria. Los títulos de los capítulos del libro son ilustradores al respecto: de “Los ladrones” a “Judas Iscariote”, pasando por “Los trabajos y los días”. Coincidente con lo conflictivo de la relación entre el hombre y el ambiente y entre el hombre y los otros hombres, se da una relación con el saber no menos problemática. Podemos relacionar esto con lo que decíamos antes respecto del discurso científico y tecnológico que cruza el texto, como parte de ese saber que Silvio procura. Un saber libresco (los folletines del principio, los libros que roban en la biblioteca pública, la librería de viejo, los “libros viciosos”, la biblioteca del ingeniero: una verdadera saturación) y marginal respecto de las instituciones (recordar cómo lo refuta el militar, p. 136). En este sentido, el robo a la biblioteca es una verdadera transgresión, que el personaje siente como ajeno, vedado. “Y yo era el que había soñado ser un bandido grande como Rocambole y un poeta genial como Baudelaire” (p. 82) Todo el relato puede verse como la lucha por obtener un saber que es también un lugar en la sociedad, un derecho: de hablar (aunque sea de delatar; en todo caso, autorización para emitir el discurso propio: Arlt como escritor). En definitiva, un cambio de posición respecto del poder.
Lo que nos lleva al tema del dinero y de la propiedad (9). En El juguete rabioso está en un primer plano. Dinero y saber (“por algunos cinco centavos de interés me alquilaba sus libracos”, p. 18, el precio de los libros que roban en la biblioteca, p. 57 y 63, las dificultades de Lila para estudiar, p. 73). Dinero y sexo (“un beso de propina” p. 109). Dinero y poder (“la voluptuosidad de las gentes poderosas en dinero” p. 103) (10). Y, se ha dicho, para Arlt hay dos clases de dinero: el que se gana “a fuerza de trabajo” es “vil y odioso”, en cambio el que se adquiere “a fuerza de trapacerías”, habla con “un expresivo lenguaje” (11). Si humillar y ser humillado son tensiones básicas en la obra de Arlt (12) esos tipos de dinero son las materializaciones de esas dos relaciones antitéticas con el poder. Y vamos viendo que esa desarmonía esencial con el mundo no es metafísica o meramente psicológica, sino que responde a una determinada y muy concreta visión de la realidad social.
En Don Segundo Sombra, siempre en su misma línea, ni el dinero ni la propiedad plantean problemas irresolubles. El primer sueldo de Fabio como resero le sobra para comprar el potrillo. Así como gana en las riñas de gallo (p. 87) pierde en las carreras (p. 140), sin mayores inconvenientes ni lamentos. Diríamos: una relación “aristocrática” con el dinero, como si fuera indigno de un gaucho (o de un hombre, a secas) preocuparse por él. Especialmente justificado si nunca falta trabajo ni solidaridad social como para reemplazar las posibles carencias. Que por otra parte están tan obturadas en el texto como los alambrados, que sólo aparecen para ser destruidos (simbólicamente) por la arremetida del ganado libertario, sin que se produzca ningún conflicto. Lo que se reproduce aquí es lo que a otro nivel se condensa en la expresión “orgullo de dueño y domador”, vale decir, la consecución de un derecho “natural” (o en todo caso “naturalmente” adquirido) de ser dueño, propietario, estanciero, argentino, escritor.
La traición final, la delación del Rengo, es la extraña culminación del aprendizaje de Silvio. Podríamos decir que en Don Segundo Sombra también hay una traición. Cuando Fabio recibe su herencia (“consejos, plata y nombre”, p. 173), de pronto siente que “había dejado de ser gaucho” (p. 175) y acude a su padrino, el símbolo de esa vida que va a abandonar: “—¿Es verdad que no soy el de siempre y que esos malditos pesos van a desmentir mi vida de paisano?”. Ante la duda, punto crucial del relato, don Segundo viene a cumplir su función: “—Mirá— dijo mi padrino, apoyando sonriente su mano en mi hombro— Si sos gaucho en de veras, no has de mudar, porque andequiera que vayas, irás con tu alma por delante como madrina’e tropilla”. Donde toda la dialéctica de autovalidación del texto culmina en el ademán simbólico de sacralización y justificación eternas (13). Además, paradójicamente equivalente al del ingeniero con Silvio Astier: “Y su mano estrechó fuertemente la mía” (p. 222).
Se han propuesto varias “explicaciones” para la delación arltiana: acto gratuito, creación de un mundo a través de un relato, autodestrucción por un chivo emisario, mostración de determinadas estructuras sociales (la relación entre humillados; la actitud básica de la clase media) (14). Lo que nos interesa rescatar acá es la culminación de lo que venimos viendo: en un mundo inarmónico, donde el conflicto y la insatisfacción son sus marcas básicas, la traición es el acto ideal y simbólico que cancela toda posibilidad de reconciliación, toda ilusión de consuelo (en Don Segundo, hasta esa “traición” del resero es reabsorbida y resemantizada por la armonía preestablecida).
Es, también, una relación con el lector. Si Güiraldes arroja la edición de Xamaica en el pozo de su estancia (en otro ademán emblemático que por ello se ha vuelto, con justicia, legendario) luego se volverá hacia sus admiradores iniciáticos del martinfierrismo, en quienes ve por fin a los deseados interlocutores, lejos de un público filisteo que no lo comprende. Tal vez no haya imaginado el éxito futuro de su última obra, que perdura como lectura escolar, aparentemente expurgada de los contenidos históricos e ideológicos que estuvimos tratando de dilucidar. La traición final de Silvio (y de Arlt) es, quizás en este sentido, una trampa permanente para cualquier posible comodidad o neutralización, un “cross a la mandíbula”. Como sea, no se lee El juguete rabioso en las escuelas.




Notas:

(1) Para este tema ver Carlos Altamirano y Beatriz Sarlo, “La Argentina del Centenario: campo intelectual, vida literaria y temas ideológicos”, “La fundación de la literatura argentina”, “Vanguardia y criollismo: la aventura del Martín Fierro” en Ensayos Argentinos, Buenos Aires, CEAL, 1983; y Beatriz Sarlo, “Sobre la vanguardia, Borges y el criollismo” en La crítica literaria contemporánea (antología), Bs. Aires, CEAL, 1981.
(2) Este tema, en relación con Güiraldes, lo desarrollé en mi monografía anterior: “Don Segundo Sombra: ser nacional yxenofobia”.
(3) Cito según Ricardo Güiraldes, Don Segundo Sombra, Bs. As., Losada, trigesimotercera ed., 1973.
(4) Esto se verifica graciosamente en otro nivel: si en un diálogo Fabio dice “culo”, más tarde como narrador dirá “nombre desdoroso” (el otro lado de la taba).
(5) Un excursus: en un programa de televisión durante la dictadura, el entonces famoso comodoro Güiraldes, de la familia del escritor, dijo algo así como que “a un gaucho verdadero (sic) jamás se le ocurriría pensar que las vaquitas son ajenas”, en obvia alusión a la canción de Yupanqui.
(6) Ver la célebre escena del rebencazo “casi insensible” (p. 56) y comparar con las escenas de Silvio en la Escuela Militar. “Obedeciendo a las voces de mando dejaba entrar en mí la indiferente extensión de la llanura. Esto hipnotizaba el organismo, dejando independientes los trabajos de la pena” (p. 132).
(7) Cito según Roberto Arlt, El juguete rabioso, Barcelona, Bruguera, 1981.
(8) Ver al respecto David Viñas, “El escritor vacilante: Arlt, Boedo y Discépolo” en La crítica literaria contemporánea (op. cit.)
(9) Ver Ricardo Piglia, “Roberto Aflt: una crítica de la economía literaria”, Los Libros, Bs. As. nro. 29, marzo/abril, 1973 y Ricardo Piglia, “Roberto Arlt: la ficción del dinero”, Hispamérica, Bs. As., año II, nro. 7, 1974.
(10) Registramos incluso una curiosa metáfora: “sólo una vez pudimos sangrar de su dinero a un cajón sin timbre de alarma”, p. 35, que recuerda el proverbio latino: “pecunia alter sanguis”.
(11) Dinero, ciencia, saber. Magia. “Nos parecía que en aquel momento (cuando prueban el cañón) habíamos descubierto un nuevo continente, o que por magia nos encontrábamos convertidos en dueños de la tierra”. Poder.
(12) David Viñas, op. cit.
(13) Ver David Viñas, Literatura Argentina y Realidad política, Bs. As., CEAL, 1982 (cap. sobre “Amos y criados…”).
(14) Ver Oscar Masotta, Sexo y traición en Roberto Arlt, Bs. As., CEAL, 1982

(julio de 1986)

sábado, 8 de octubre de 2011

La querella de las comillas en Roberto Arlt



R. A.



La relación de Roberto Arlt con el lunfardo siempre ha dado pie a cuestiones extravagantes (muy acordes, por otra parte, con la índole excéntrica del escritor). Entre ellas, una conocida —y maliciosa— anécdota que Borges solía contar. Según Borges, una vez le preguntaron a Artl si manejaba bien el lunfardo, y él contestó algo así: “Me crié entre gente pobre, obreros y malvivientes. No he tenido tiempo de estudiar esas cosas.”

Cierta o no, la historia es divertida y tiene muchas lecturas, como suele decirse. Pero la cuestión que me interesa hoy es otra, más bizantina quizás, menos conocida seguramente. Se trata del uso de las comillas por parte de Arlt, sobre todo en palabras más o menos atribuibles al lunfardo, o al sociolecto “popular” en general.

De cierta manera, todo empieza con un celebérrimo artículo de David Viñas, “El escritor vacilante: Arlt, Boedo y Discépolo”, recogido luego en su libro De Sarmiento a Cortázar (y en antologías diversas). Allí, el crítico y escritor argentino propone una interpretación de Arlt que haría escuela.



Ser humillado y seducir son las tensiones fundamentales de la mirada en los personajes de Arlt... (p. 63).

Humillación desde arriba, seducción hacia abajo y Arlt en el medio padeciendo un permanente tironeo (p. 67).



Los personajes arltianos (o el personaje arltiano, según otra exegeta famosa, Diana Guerrero, 1986) vacilan —y esta vacilación no es sólo individual sino también, y principalmente, de clase— entre el impulso hacia arriba (donde están el éxito, el poder) y el terror al, quizás, brusco descenso: hacia la pobreza, la impotencia. Esta dualidad, según Viñas, tiene un correlato estilístico (y aquí viene mi tema):



Pero ocurre [con el lenguaje] como al hacer el amor con la Bizca o al sentirse pringosamente querido por el Rengo: el miedo a “la caída”, el terror a quedar pegado, Antes el conjuro se lograba con el toque sobre algo duro: era la forma de distanciarse; con las palabras lunfardas el procedimiento es semejante: se escribe chorro y guita, pero entre comillas. Es decir, si me atraen desciendo hacia ellas, y porque me seducen las utilizaré para fascinar montando un espectáculo alrededor de mi lenguaje. Pero con cautela, entrecomillándolas y tomándolas con la punta de los dedos, no sea que me quede pegado en ellas y me desmorone en eso que presiento un tembladeral (p. 67).



No se puede negar: la teoría, así como su forma de expresarla, es original, brillante; quizás demasiado brillante.

Sin embargo, otro analista arltiano (de hecho, su primer biógrafo) no está de acuerdo y reacciona violentamente. Se trata de Raúl Larra, que contrapone:



En su nihilista de Sarmiento a Cortázar [Viñas] le reprocha a Arlt, tan luego a Arlt, que entrecomillara las palabras lunfardas. A Viñas, que le parece revolucionario escribir peuyó, por Peugeot, se le escapa que Arlt fue de los primeros en lunfardear en nuestra literatura. Las entrecomillas corrieron por cuenta del editor o del diario “El Mundo”, que no admitía que cuando se hablara del furbo o del squenun se tipografiaran como palabras corrientes. ¿Y aún entrecomillándolas significa desmedro por la palabra lunfarda o por los vocablos populares frecuentemente utilizados por Arlt? (Larra, 1986, pp. 30-31).



(Curiosamente, cabe suponer que a Viñas le ha pasado algo parecido que a Arlt según Larra, porque “alguien” le puso en bastardilla palabras que, quizás, debieron ir entre comillas; volveré sobre este tema en el último apartado del artículo. En cambio, Larra debe de haber tenido mucho cuidado de que no le sucediera lo mismo que a Arlt...)





Valen comillas



Pero, a todo esto, quizás sea necesaria una precisión: ¿qué son, para qué sirven las comillas?

Al respecto, la RAE es parca y poco convincente, como suele suceder. Hasta hace poco, la definición oficial era:



(Del dim. de coma, signo ortográfico).

1. f. pl. Signo ortográfico (« » o '' '') que se pone al principio y al fin de las frases incluidas como citas o ejemplos en impresos o manuscritos, y también, a veces, al principio de todos los renglones que estas frases ocupan. Suele emplearse con el mismo oficio que el guion en los diálogos, en los índices y en otros escritos semejantes. También se emplea para poner de relieve una palabra o frase.



Este último uso fue muy cuestionado por especialistas extraacadémicos. (Para no abundar, recientemente he visto un cartel que decía PESCADO “FRESCO”...: seguramente, intento de relieve; involuntariamente, ironía o, al menos, fatal distanciamiento de la verdad del enunciado: un lapsus.)

Por eso, quizás, el artículo enmendado reza ahora:



(Del dim. de coma, signo ortográfico).

1. f. pl. Signo ortográfico doble (« », '' '' o ' ') usado para enmarcar la reproducción de citas textuales y, en la narrativa, de los parlamentos de los personajes o de su discurso interior, las citas de títulos de artículos, poemas, capítulos de obras, cuadros, etc., así como las palabras y expresiones que se desea resaltar por ser impropias, vulgares o de otras lenguas.



Los manuales de estilo, por su parte, también ponen el acento en el uso ortotipográfico de las comillas, más que en sus significados lingüísticos. Zavala Ortiz (1998) es breve pero bastante exacto al respecto: “En general, se utiliza este signo para señalar citas breves en un texto, lo mismo que para indicar sentidos irónicos, destacar neologismos o palabras y frases de doble sentido.”

Algunas definiciones más técnicas (y más extensas) puede aportarlas Élida Ruiz (1995):



Las comillas, signos gráficos que corresponden a ciertas entonaciones de la lengua hablada, aíslan lo que dicen otros de lo que dice un locutor. Además la introducción de una cita puede ir acompañada de una actitud hacia el dicho ajeno: aceptación, burla, ironía, distanciamiento, refuerzo de fidelidad. Pueden ser empleadas con varias funciones: a) En algunos enunciados referidos, para marcar la diferencia de voces [...]. d) Las comillas también se usan para que el sujeto de la enunciación establezca cautela, distancia con respecto a un término o a un concepto con el cual no está de acuerdo. Es un enunciado de otro, mencionado o no, que no produce adhesión total. Equivale a: ‘como dicen’, de modo de poner no solo distancia sino incluso una implícita evaluación. [...] e) Hay casos de ruptura de la isotopía estilística en los cuales el sujeto de la enunciación marca esa ruptura con el empleo de comillas. Pueden estar entre comillas términos técnicos, términos vulgares, léxico de alguna jerga, etc. Si el enunciador lo señala entre comillas, es porque siente ese término como ajeno, extraño a su propia lengua. [...] En todos los casos este recurso gráfico indica la presencia de otra voz (los subrayados son míos y se atreven a indicar cuán tributaria es la autora de la “vieja” teoría de Viñas).



Retrocedamos, entonces.

Todos los que trabajamos en la tarea de edición sabemos que la explicación de Larra tiene todas las chances de ser acertada. Más cuando también se sabe, por otro lado, que Arlt no tenía tiempo ni, probablemente, ganas de repasar las pruebas de sus textos y reafirmar (o no) sus intenciones originales (si las tuvo) en relación con lo tipográfico. Sobre esto, hay bastantes devaneos críticos, habitualmente derivados de testimonios “autobiográficos” del mismo Arlt, sobre todo el aguafuerte “Cómo se escribe una novela” y otras.

Pero esta explicación es meramente empírica (y a la vez, a estas alturas, incomprobable, por lo menos hasta que alguien pueda encontrar los originales de Arlt y someterlos a un trabajo similar al que José Amícola ha hecho con Puig).

Lo que Viñas afirmaba —en el contexto, tengámoslo también en cuenta, de una disputa con los comunistas por la “propiedad” de Arlt (ver Viñas, 1954)— era otra cosa e implicaba una cierta teoría de la literatura para la cual ciertos datos supuestamente empíricos (las “intenciones del autor”, la mediación de editores o correctores) son, en un cierto nivel, irrelevantes.

Para decirlo algo pedantemente (y con comillas): para Viñas, “Arlt” no es (sólo) un nombre propio, sino la designación metalingüística, casi convencional, de una escritura: una producción —incluso en sentido económico y, por lo tanto, ideológico— en que el individuo “autor” es sólo una parte. Y, en ese proceso, las comillas ocupan un lugar central y, le guste o no a Larra, problemático.





Excursus (no entrecomillado)



Veamos también, para ampliar la perspectiva, otras interpretaciones sobre las comillas en textos literarios (donde sabemos que cada signo, aun los tipográficos, sufren de una especie de inflación de significancia; no como resultado de la sofisticación de tal o cual crítico, sino como efecto semiótico, definitorio, de la literatura misma).

Por ejemplo, Tamara Kamenzsain enfoca el uso, a veces enigmático, siempre sugerente, de signos de puntuación y auxiliares en la poesía de Juan L. Ortiz; entre ellos, las comillas:



Perturbando el cauce de los versos, una proliferación de comillas se instala sobre muchas de las palabras liliputienses y las enmarca [...] Ningún sentido oculto detrás de las palabras entrecomilladas, ninguna cita que deba ser desocultada por una lectura erudita (p. 29).



Aunque inmediatamente parece contradecirse, parcialmente, ya que, según Kamenszain, “Ortiz se ayuda de las comillas para citarse a sí mismo”. Y sigue:



en ellas la mirada del artesano, la señal de una elección, la puesta en evidencia de un trabajo. Trabajo de dar o de quitar espesor, de des-privilegiar, de señalar, de “no dejar cuajar el sentido”. Al revés de las comillas tradicionales, que aparecen naturalmente cuando se quiere remitir las palabras a un doble de su sentido, éstas de Ortiz se constituyen como marca artificial que aliviana las palabras, las descarga de sentido... (ídem).



La operación crítica es clara, típica: atribuir al objeto de la interpretación, en este caso las “comillas tradicionales”, una función en principio discutible (ya que, como vimos, no tienen que ver tanto con el sentido del enunciado, sino más bien con su enunciación), para inmediatamente discutirla, con mayor éxito.

Por otro lado, Raúl Castagnino (1975) se ocupa de las “comillas y bastardillas en novelas de David Viñas”. Veamos algunos fragmentos descriptivos, para detenernos un poco más en el último:



Tres novelas [...] produjo David Viñas en años sucesivos: Cayó sobre su rostro (1955), Los años despiadados (1956), Un Dios cotidiano (1957). Observadas desde el punto de vista de las formas de relieve por vía tipográfica, se verifica en ellas una creciente depuración, de modo tal que, indiscriminados y confusos usos de comillas y bastardillas en la primera de ellas, llegan a efectiva sobriedad en la última (p. 148). [...] La digresión que importan, la interferencia y ruptura del cursus orationis dentro del soliloquio, constituyen lo que podría adivinarse como un lenguaje interior, un diálogo consigo mismo en el ente ficcional, el fluir de la conciencia (p. 151). [...] Las comillas, al añadir a las relevaciones ya procuradas el propósito de una nueva proyección temporal anunciada por los títulos, obligan, por la mayor confusión engendrada, a una lectura más detenida (p. 152). [...] El empleo generoso de unos mismos recursos en procura de funciones diversas, o viceversa, de distintos recursos para una misma función, si bien en cada caso ha podido alertar al receptor advirtiéndole que la comunicación requiere lectura diferente, también comporta mengua de sus efectividades y pérdida de la individualidad de tales recursos, por lo que va del uso al abuso. (p. 156)



Por supuesto, lo que para Castagnino es “confusión”, “mengua”, “abuso” (necesarias comillas) es, en realidad, una búsqueda casi desesperada de polifonía. Pero el narrador de Viñas —aventuro—, en lugar de tomar distancia como el arltiano, se inmiscuye, se interpenetra con esas voces (esos cuerpos) a veces indistinguibles. Procedimiento que en novelas como Cuerpo a cuerpo y la reciente Tartabul escala y se exaspera hasta fascinar e irritar, yo diría, casi por partes iguales. Y deliberadamente.







Referencias bibliográficas



Castagnino, Raúl H. (1975) “Margen de coincidencias: las ‘formas de relieve’ por vía tipográfica en la técnica de algunos narradores argentinos contemporáneos”. En: Márgenes de los estructuralismos, Buenos Aires, Nova, pp- 135-169.

Guerrero, Diana, Arlt. El habitante solitario, Buenos Aires, Catálogo, 1986. (Primera ed.: Granica, 1972.)

Kamenszain, Tamara (1983) “Juan L. Ortiz: la lírica entre comillas”. En: El texto silencioso, México, UNAM, pp. 25-36.

Larra, Raúl (1986) Roberto Arlt, el torturado, Bueno Aires, Futuro. (Primera ed.: Buenos Aires, 1950).

Ruiz, Élida (1995) Enunciación y polifonía, Buenos Aires, Ars.

Viñas, David (seud. Juan José Gorini) (1954) “Arlt y los comunistas”, Contorno 2, Buenos Aires. (Recogido en Varios, Contorno (selección), Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1981.)

Viñas, David (1974) Literatura argentina y realidad política. De Sarmiento a Cortázar, Buenos Aires, Siglo Veinte (2.ª ed.). (Primera ed.: Buenos Aires, Jorge Álvarez, 1964.)

Zavala Ortiz, Roberto (1998) El libro y sus orillas, México, UNAM.




 (Publicado en Páginas de Guarda, N.º 4, 2007.)