sábado, 15 de octubre de 2011

Camellos en el Corán: color local, sobrerrepresentación e identidad


(refutación de “El escritor argentino y la tradición”)


Sólo lo difícil es estimulante.
Lezama

Suele pasar con Borges: la frecuentación de uno de sus tantos textos canónicos —“El escritor argentino y la tradición”— produce una curiosa mezcla de deslumbramiento (muchas veces, acrítico) e indignación.
La historia del texto también es peculiar, tanto en el desarrollo del corpus borgesiano como dentro del “sistema” de la crítica cultural argentina. Para empezar, la confusión entre su fecha de escritura y su fecha de publicación constituyen una típica mistificación de Borges. Muchos todavía creen (y dicen) que el año original es 1932. En realidad, ése es el año en que se publica el libro Discusión, en el cual, pero en una edición muy posterior (Emecé, 1957), se reacomoda el texto.
Tomás Eloy Martínez(1) aclara parcialmente los tantos; se trata de una “clase que dictó el 7 de diciembre de 1951 en el Colegio Libre de Estudios Superiores... Esa clase, taquigrafiada por un oyente anónimo, fue luego corregida por el autor y publicada en la revista Sur (enero-febrero 1955) con su título definitivo: ‘El escritor argentino y la tradición’”. Por supuesto, así figura en las bibliografías más responsables.(2) En la versión del artículo que figura en el tomo de Obras completas 1923-1972, de Emecé, a pie de página, dice, en efecto: “Versión taquigráfica de una clase dictada en el Colegio Libre de Estudios Superiores.” Sin fecha. Pero en la portada que encabeza el libro Discusión dice claramente “1932”, lo que abre camino a la confusión.
Como en muchos otros casos, lo que Borges quiso hacer con esta prestidigitación fue condicionar la lectura de su texto. En este caso, famosamente, como una “bisagra”, entre su etapa “criollista” y su etapa “universalista”. Ajuste de cuentas, autocrítica de sus (supuestos) excesos nacionalistas anteriores. O, como dirían algunos lingüistas, la “situación de discurso” de sus cuentos más célebres, los de la década del cuarenta. De hecho, Borges menciona como ejemplo autorreferencial —“Séame permitida aquí una confidencia, una mínima confidencia”— “La muerte y la brújula” (“una pesadilla en que figuran elementos de Buenos Aires deformados por el horror de la pesadilla... mis amigos me dijeron que al fin habían encontrado en lo que yo escribía el sabor de las afueras de Buenos Aires”), cuento publicado en Sur en 1942, y luego incluido en Ficciones, en 1944. Entonces, esta mención a un cuento posterior sería una interpolación en un texto... fantasma.
Entre las interpretaciones canónicas, sobresale la de Beatriz Sarlo en Borges, un escritor en las orillas. La autora no menciona la fecha, en nota al pie refiere a las O. C., pero sitúa su comentario —significativamente— entre el del Carriego y el de los cuentos (“Funes...”, “Pierre Menard...”).

La ausencia de camellos, razona Borges exagerando hasta la paradoja la forma de su argumento, bastaría para probar la arabidad del Corán. El ejemplo le permite expresar su deseo de una literatura discreta en el recurso al color local. Enseguida, pasa a la autocrítica de sus primeros libros que desbordaban, a su juicio, de cuchilleros, tapias y arrabales.(3)

(Se verá después que la cuestión de los camellos es algo más, y quizás también algo menos, que una exageración “hasta la paradoja”.)
Pocos años antes del libro sarleano, una revista, Babel, que puede ser considerada emblemática de los ochenta, publicó el texto de Borges, con este ambiguo copete (escrito por Jorge Dorio, me atrevería a decir, por alguna ocurrencia léxica particular):

Escasas son las revistas hispanolatinoamericanas de literatura que no publicaron nunca un inédito de Jorge Luis Borges. Babel se precia de ser una de ellas. Este artículo fue publicado por primera vez en Discusión (1932). Después, con algunos retoques, fue incluido en el sempiterno libro verde. Publicarlo, volver a publicarlo, entonces, aquí, puede parecer un capricho. Pero un capricho fundado en el asombro ante la persistencia, ante la tediosa repetición de argumentos que ya aquí, ya entonces, se derrumbaban silenciosamente. Con las premisas de las que ríe el maestro, se construyeron después empresas nobelísticas de gran bombo, y epifenómenos de baja chaya. La repetición de aquellas befas, entonces, y de las buenas razones que aún las sostienen, se propone aquí como mantra de esta trama criolla, mantra como remedio para abrigar la esperanza de zonceras menos recurrentes en las esforzadas letras de la patria.(4)

Se ve que, en este nuevo contexto “pos”, el artículo borgesiano adquiere la categoría de manifiesto redivivo; aquí, veladamente, contra el realismo mágico o la literatura latinoamericana exitosa en general (García Márquez culminó su “empresa nobelística” en 1982); siempre, contra todo nacionalismo literario.

***

La argumentación de “El escritor...” es harto conocida. En lo que sigue, se quiere demostrar que reposa sobre una serie de falacias, de distinto nivel de flagrancia e importancia; falacias que, como siempre, una vez identificadas, permiten pensar a contrapelo y señalar el camino para una posible refutación.
Borges empieza afirmando que su escepticismo respecto de “el problema del escritor argentino y la tradición” no se dirige a la imposibilidad de resolverlo, sino a la existencia misma del problema. (Quizás cabría aquí aplicarle al autor otro de sus célebres asertos: el de que mencionar el “problema judío” ya es admitir que los judíos son un problema. No voy a seguir este camino, salvo para dejar anotado que Borges suele recurrir al nominalismo para eludir ciertas determinaciones históricas; y este recurso sí me va a ocupar en lo que sigue.)
Continúa Borges resumiendo algunas “soluciones” a ese problema que no existe. La primera es la de Lugones-Rojas, que, cada uno a su modo, canonizan la literatura gauchesca como la tradición literaria argentina. Sería la versión del “criollismo”, en donde el sufijo ya adelanta la refutación borgesiana: “la poesía gauchesca... es un género tan artificial como cualquier otro”.(5) Cito más in extenso:

La idea de que la poesía argentina debe abundar en rasgos diferenciales argentinos y en color local argentino me parece una equivocación, Si nos preguntan qué libro es más argentino, el Martín Fierro o los sonetos de La urna de Enrique Banchs, no hay ninguna razón para decir que es más argentino el primero. Se dirá que en La urna de Banchs no está el paisaje argentino, la topografía argentina, la botánica argentina, la zoología argentina: sin embargo, hay otras condiciones argentinas en La urna.(6)

Se sabe: las “condiciones argentinas” de La urna son “el pudor argentino, la reticencia argentina”. Doble falacia, entonces. Primero, una oposición no exhaustiva entre, por un lado, el paisaje, la topografía, la botánica, etc., y, por otro, características psicológicas o idiosincrásicas generalizadas, casi hipostasiadas, sin ningún fundamento real.(7) (Lo que queda “en el medio”, insisto, en la historia. O, dicho de manera más compleja, las condiciones materiales que conectan y podrían explicar las relaciones entre paisaje y reticencia, por ejemplo.)(8) La otra debilidad del argumento —que tanto el paisaje como la psicología son “color local” y, por lo tanto, no puede privilegiarse uno sobre otra, e incluso se reafirman mutuamente— es prontamente notada por Borges:

... no sé si es necesario decir que la idea de que una literatura debe definirse por los rasgos diferenciales del país que la produce es una idea relativamente nueva.... El culto argentino del color local es un reciente culto europeo que los nacionalistas deberían rechazar por foráneo.(9)

Afirmación interesante, porque aquí parece entrar la historia (“idea relativamente nueva”, “reciente culto europeo”)... para ser rápidamente expulsada, por las dudas, con otra falsa paradoja.
Y aquí sigue, a propósito de lo anterior, otra de las famosas afirmaciones borgesianas, la cuestión de los camellos en el Corán. O de su ausencia. Que no es tal, como es fácil constatar.(10) Sarlo resume bien; el Corán es indudablemente árabe porque no tiene camellos, es decir, no tiene (no necesita) “color local”.
De todas maneras, no quiero darle demasiada importancia a esta “astucia” de Borges que, en efecto, hizo de la cita deliberadamente errónea o desviada un arte menor. Uno siempre queda preso de estas trampas, como si Borges, seguro de que nadie conoce ni el Corán ni a Gibbon, estuviera desafiando: confíen en lo que yo digo, o vayan, lean y desmiéntanme. (“Lean, che”: Lamborghini.) Pues bien, caí en la trampa, acepté el desafío, pero más adelante, aun dando por sentado que “no hay camellos en el Corán”, propondré una interpretación distinta de por qué.(11)
La segunda solución al problema de la tradición, según Borges, es afirmar que la literatura española cumple esa función. Una primera objeción (“la historia argentina puede definirse sin equivocación como un querer apartarse de España”) suena plausible, aunque es difícil saber cómo la valora Borges: ¿positivamente, como el romanticismo revolucionario y sarmientino, o negativamente, como la hispanofilia del Centenario? La segunda afirmación es otra “falacia de los amigos”, variante (criolla, al parecer) del argumento de autoridad:(12) según Borges, sus amigos gustaban fácilmente de libros franceses e ingleses, pero difícilmente de libros españoles (?).
La tercera opinión está descrita muy curiosamente. No puedo entrar en detalles, pero, según Borges, se propondría que los argentinos estamos “desvinculados del pasado”. Pasado éste, entendido como el europeo en general, por un lado, y el posindependentista americano, por el otro. Dice Borges que esta “solución” tiene el encanto de lo patético (“como el existencialismo”) y que no es verídica, ya que todo ese pasado, y el presente europeo, tienen grandes repercusiones entre nosotros. No quiero entrar, quizás por el momento, en ese “nosotros”, ante el cual siempre habría que preguntarse qué incluye y qué excluye.
“¿Cuál es la tradición argentina?”, se pregunta nueva y finalmente el autor, tras pasar revista a las tres fantasmales soluciones previas. Célebremente: “nuestra tradición es toda la cultura occidental”. En una versión previa a la de las Obras completas, no decía “occidental” sino “europea”, pero por el párrafo precedente se ve que quiere decir lo mismo, está claro. Como después va a hablar de “temas europeos” y de que “nuestro patrimonio es el universo”, la corrección aislada fue inútil, o bien mucho más significativa, y la equivalencia es obvia: occidental-europeo-universal.
Hay una audacia aquí: parecería que los argentinos —y los sudamericanos, en general: ¿por extensión?— tendríamos un mayor derecho a esa tradición, tal vez por nuestra situación “marginal” (esto no queda tan claro, pero cuidado con suponerlo: forma parte de las interpretaciones canónicas posteriores). Y también tendríamos una mayor capacidad de innovar dentro de esa tradición, a la manera de los judíos y los irlandeses.(13)
Pero Borges no va demasiado por este camino; al contrario, retrocede un poco, para remitir la cuestión de la tradición y lo argentino al “eterno problema del determinismo”. De ahí el final del artículo: “o ser argentino es una fatalidad y en ese caso lo seremos de cualquier modo, o ser argentino es una mera afectación, una máscara”. En lo cual, como en otras falsas dicotomías del artículo, se ignora que el problema de la identidad (nacional, racial, sexual, etc.) es bastante más complejo. Otra vez, otra enésima vez, lo que queda, lo que se escabulle, entre la fatalidad y la máscara es la historia.

***

El desprestigiado, y tan difícilmente defendible, color local, ¿no será otra cosa? ¿No tendrá algún otro valor que se le escapó a Borges (y a otros que lo siguieron, reconstruyendo inadvertidamente un famoso cuadro de Brueghel)?(14)
¿Y si el color local fuera una suerte de sobresemiotización que actúe como conjunto de emblemas de identidad y resistencia frente a una cultura hegemónica?
Ya Lezama Lima, en La expresión americana, había analizado en términos similares las características del barroco latinoamericano, ampliándolas a una suerte de paradigma ideológico, mucho más allá de un mero estilo estético, ornamental: “arte de la contraconquista”,(15) por un lado; por otro, una tensión fundamental entre la teatralidad permanente y la invasión del “cotidiano desenvolvimiento”: “un espléndido estilo surgiendo paradojalmente de una heroica pobreza”.(16)
Por su parte, el sociólogo colombiano Armando Silva, que ha estudiado cuantitativa y cualitativamente dos grandes ciudades latinoamericanas, Bogotá y San Pablo,(17) buscando, entre otras cosas, averiguar cómo se ve a sí mismo el habitante de estas megalópolis, afirma:

Me he esforzado por ver, desde una contraposición entre primer y tercer mundo y según proyecciones estéticas, la belleza de nuestra tercería simbólica [...] ¿dónde y cómo ver al Tercer Mundo, más allá del paternalismo del fuerte sobre el débil, del rico sobre el pobre, o, incluso, del bueno sobre el malo? Y todavía más: ¿cómo vernos desde el Tercer Mundo? [...] La necesidad de “producir una identidad cultural”, muchas veces de manera consciente, puede ser una estratagema política que de tal se torna estética. El primer mundo no tiene la necesidad reiterada de preguntarse por su identidad pues actúa desde ella, como quien habla desde sí y no a través de otro como testigo. [...] Si algo caracteriza al llamado primer mundo es su propiedad narrativa: la vida se cuenta desde su seno, el mundo gira en torno suyo y, digamos, es él mismo centro del mundo.(18)

Esto alude a lo que Borges niega: la identidad como producción, como un conflicto histórico de representaciones, entre miradas y definiciones, entre lo propio y lo otro. Si no hay camellos en el Corán... Es decir, si no hubiera camellos en el Corán, sería porque, en el momento de su redacción, la cultura árabe se veía a sí misma (se narraba a sí misma) como “centro del mundo”.

Al contrario, el llamado tercer mundo se narra desde otro lado: desde la herida perpetrada por el conquistador, desde el imperialismo que lo agobia, desde el otro que no lo reconoce [...]. Es ilustrativo, al respecto, que culturas aborígenes alejadas de la simbología occidental, como algunas que todavía quedan en América Latina, también se autoproclaman como centro del mundo y sólo la cercanía a los valores occidentales significa un ejercicio de subvaloración que los hace entrar en lo que me permito denominar tercería simbólica.(19)

Cito in extenso a Armando Silva, porque me interesa particularmente su desarrollo de lo que él llama “tercería simbólica” y, sobre todo, sus consecuencias estético-ideológicas.

Pero ¿qué pasa con la representación territorial que argumentamos como reconocimiento “en la tercería”? Me parece que obedece a una nueva modalidad narrativa que funciona como cohesión cultural y como respuesta autoafirmativa. [...] Cada cultura es primera en su propia escala: ¿Por qué no mirar desde adentro hacia fuera buscando una imagen reflejo sincrética y no el reflejo como eco que repite en la cultura colonizada la imagen de su superior, de afuera hacia adentro, como toda imposición? [...] el Tercer Mundo se sentirá todavía más abocado a una beligerancia representativa. Si el mirar desde sí, como característica natural de la percepción del primer mundo, o de quien por naturaleza se siente en el centro, lo llevamos al Tercer Mundo, encontraremos que éste tendrá que “esforzarse” para demostrar su respectiva mirada autónoma. Existe una “sobrecarga” discursiva o icónica que exige su esfuerzo representativo. [...] en los modos más recónditos de comportarse el Tercer Mundo es exagerado, sobrecargado, como aquel sujeto que no sólo se muestra desde el reflejo (sea una composición visual o discursiva), sino que anuncia que se está mostrando. [...] “sobrecargas representativas”, muy propias de las decoraciones urbanas de todas las urbes de América Latina [...] Tenemos de este modo que el hábito de procesar simultáneamente diferentes culturas como lo pregona la posmodernidad del primer mundo ha sido anticipado por el pastiche latinoamericano, en su extraordinaria capacidad (como casi todas las culturas tercermundistas) de adaptar distintos comportamientos, pero al mismo tiempo poseer un raro don para marcar la diferencia... evidenciando la gran habilidad de las culturas populares para asumir como propio el reciclaje cultural.

Pero quisiera enfatizar, para concluir —aunque sólo como planteamiento en busca de una fundamentación aún mayor—, que esto no se trata de una reivindicación sin más del color local en cualquier sentido de la expresión, sino (siempre) de su función estratégica, vale decir, política. Con todos los cuidados necesarios, ya que no hay “color local” en sí, no hay autodefinición propia, única, “esencial”, sin una historización de toda otra definición previa.(20) De lo contrario, también se puede caer en el exotismo for export, propio del “realismo mágico” y otras estéticas que, si no nacieron, por lo menos se desarrollaron en función de esa forma peculiar de la “mirada del otro” que es el mercado literario. (Aunque quizás esto no esté tan mal: es sabido también que los indígenas de algunos países hacen artesanías para los turistas, con diseños inventados ad hoc, sin ningún significado para ellos. En cambio, en los utensilios para uso propio, sí usan los verdaderos diseños tradicionales. No se trata de una inautenticidad, diría yo, sino de una reapropiación... de divisas ajenas.)
Termino con Silva:

... eso que llamamos la “sobrecarga”, con todo lo que tiene de convicción o simulacro, es lo que, de otro lado, podría concebirse en parte como estrategias territoriales. Si de un lado constituyen formas fuertes y convincentes de expresividad... de otro se presentan como corolarios de alienación..., que conducen a otras elaboraciones simbólicas, que me permito nombrar como de belleza alienada. La belleza alienada se produce en varias instancias, pero en particular me refiero a ese nivel en el cual el Tercer Mundo actúa bajo el simulacro del primero, reemplazándolo sin propiedad de tal manera que su forma elaborada es más bien el testimonio de la forma de otro.

Prácticamente, este último concepto describe toda la literatura de Borges.



Notas

(1) “El canon argentino”, La Nación, 10 de noviembre de 1996. Otra versión, la de Pedro Lastra, en “Borges, Gibbon y El Korán”, difiere en detalles: “‘El escritor argentino y la tradición’ fue el título de la conferencia que Borges dictó en el Colegio Libre de Estudios Superiores, de Buenos Aires, el 19 de diciembre de 1951. Fue una clase oral, pero su versión taquigráfica apareció a comienzos de 1953 en el volumen XLII (Nos. 250-251-252) de Cursos y Conferencias, revista del colegio en la que Borges había colaborado dos años antes con su famoso estudio sobre Hawthorne, leído allí en marzo de 1949. Sin duda, Borges revisó el texto de ‘El escritor argentino y la tradición’ antes de entregarlo a la revista. Al reeditar Discusión, en 1957, lo incluyó con correcciones que no modifican sus memorables argumentos contra el nacionalismo literario, que es su tema, pero sí revelan una suerte de taller de esa escritura: supresiones de énfasis, leves desplazamientos verbales, eliminaciones de frases, siempre felices y ejemplares” (http://www.eluniversal.com/verbigracia/ memoria/N3/contenido05.htm).
(2) Ver, por ejemplo, la Bibliografía cronológica de la obra de Jorge Luis Borges, de Annick Louis & Florian Ziche (Holanda, Universidad de Aarhusm http://www.hum.au.dk/romansk/borges/louis/main.htm).
(3) Borges, un escritor en las orillas, Buenos Aires, Ariel, 1995, p. 67.
(4) Babel, núm. 9, año II, junio de 1989, pp. 46-47.
(5) O. C., p. 268.
(6) Ídem, p. 269.
(7) Lateralmente (o no tanto): en un ideologema ampliamente extendido entre los escritores “oligárquicos” de la primera mitad del siglo XX, el “pudor” y la “reticencia” nacionales se oponen a la vocinglería típica de los inmigrantes, sobre todo italianos y gallegos. Ver el capítulo XIII de Don Segundo Sombra (brevemente analizado en Pablo Valle, “Don Segundo Sombra: ser nacional y xenofobia”, www.valleyoftears.blogspot.com), y también el Chaves de Mallea.
(8) “En América dondequiera que surge posibilidad de paisaje tiene que existir posibilidad de cultura... Árboles historiados, respetables hojas, que en el paisaje americano cobran valor de escritura donde se consigna una sentencia sobre nuestro destino” (José Lezama Lima, La expresión americana, en Confluencias, La Habana, Letras Cubanas, 1988, pp. 284, 286).
(9) Ídem, p. 270.
(10) Pedro Lastra (ob. cit.): “... el ejemplo es ‘una astucia’ por dos razones: porque si es cierto que El Korán no prodiga camellos tampoco los omite, y porque la observación de Gibbon corresponde a otro contexto y no dice que ‘en el Alcorán no hay camellos’. Éstos aparecen en varios lugares de este libro, y siempre significativamente. Mencionaré sólo algunos: en la Azora VI, titulada ‘El ganado’, la aleya o versículo 145 enumera: ‘Y de los camellos, dos, dos hembras, de las vacas, dos...’; la referencia a la ‘camella de Alá [que] será para vosotros signo’ (VI, 71), y que fue desjarretada por los infieles (VII, 75); recurre en XI, 67; XXVI, 155-157; LIV, 27-29. En LIX, 6 se lee: ‘Y lo que concedió del botín Alá a su Enviado, de ellos, no corristeis sobre los corceles o camellos’; hacia el final (LXXXVIII, 17) se formula esta pregunta clave para los creyentes: ‘¿Es que no miran al camello, cómo fue creado?’ Esas y otras apariciones del camello en El Korán no podían pasar inadvertidas para Gibbon, hasta el punto de negar una presencia tan visible. Y ciertamente no la niega. Cuando dice, en efecto, que Mahoma no lo menciona, se refiere a las preferencias alimentarias del profeta. Esto ocurre en la nota 13 del extenso capítulo L de Declinación y caída del Imperio Romano, dedicado a la descripción de Arabia y al minucioso relato de la vida de Mahoma. El contexto de la nota 13 es éste: In the sands of Africa and Arabia the camel [el subrayado es de E. G.] is a sacred and precious gift. That strong and patient beast of burden can perform, without eating or drinking, a journey of several days; and a reservoir of fresh water is preserved in a large bag, a fifth stomach of the animal, whose body is imprinted with the marks of servitude: the larger bred is capable of transporting a weight of a thousand pounds; [...] Alive or dead, almost every part of the camel is serviceable to man: her milk is plentiful and nutritious: the young and tender flesh ha the taste of veal: …etc. En ese punto, la nota al pie de página lee: ‘Mohammed himself, who was fond of milk, prefers the cow, and does not even mention the camel; but the diet of Mecca and Medina was already more luxurious.’” Basta revisar una edición del Corán con índice analítico (o una versión digital con sistema de búsqueda), para confirmar lo que bien dice Lastra.
(11) “Este desmantelamiento borgeano del criollismo es paradójicamente profundamente criollista. El criollismo, dije, busca la naturalización de las relaciones sociales que propone. Por eso construye la lengua, la tierra o la idionsincrasia como un destino, esa ‘misteriosa voluntad’ a la que refería Rodó [..]. Como ha señalado Carlos Alonso en su comentario del texto de Borges, la evidencia de que Mahoma en tanto árabe no sabía que los camellos eran árabes descansa sobre el supuesto que un elemento esencial en la definición de lo árabe son los camellos [...]. De la misma forma, el desmantelamiento borgeano de una representación cultural dominante del carácter nacional no niega, sino que más bien afirma, la existencia de éste” (Horacio Legrás, “Criollismo e indigenismo literarios: representación sin resto y resto sin representación”, en Mario Valdés and Linda Hutcheon (eds.): Latin American Literatures: A Comparative History of Cultural Formations, Oxford University Press, en prensa).
(12) Que satiriza en otro contexto: “Oigo decir que en las provincias el doblaje ha gustado. Trátase de un simple argumento de autoridad; mientras no se publiquen los silogismos de los connaiseurs de Chilecito o de Chivilcoy, yo, por lo menos, no me dejaré intimidar” (“Sobre le doblaje”, Sur 128, junio de 1945). No es necesario subrayar que los amigos de Borges debían de tener, forzosamente, un mejor gusto que los pobres habitantes de Chilecito o Chivilcoy.
(13) “... donde los escritores europeos se angustian por el peso de sus antecesores, los rioplatenses se sienten libres de parentesco obligado. Precisamente esto es lo que Borges hace en su primer libro de relatos, Historia universal de la infamia: cambia la lectura de relatos ya escritos por otros. Puede hacerlo porque la distancia que lo separa de las historias que ‘transcribe’ es inmensa y el control que ellas operan sobre sus propios cuentos es muy débil. La distancia, afirmaría Borges, concebida como desplazamiento geográfico, cultural, poético, y ejercida como derecho de latinoamericanos, no sólo hace posible su ficción, sino que funda el placer del lector” (Sarlo, ob. cit.)
(14) Entiendo que esta alusión a una minusvalía pueda parecer de mal gusto. No puedo extenderme aquí, y tampoco quiero que parezca una justificación, pero en otro lugar me atrevería a proponer que la ceguera borgesiana es equivalente al astigmatismo del Greco, como “proyecto” en sentido sartreano. Borges siempre ve “lo que quiere ver”: “Al recorrer las pruebas de este libro, advierto con algún desagrado que la ceguera ocupa un lugar plañidero que no ocupa en mi vida. La ceguera es una clausura, pero también es una liberación, una soledad propicia a las invenciones, una llave y un álgebra” (JLB, “Prólogo” a La rosa profunda). Lezama hace algo parecido respecto del Aleijadinho: “Con su gran lepra, que está también en la raíz proliferante de su arte, riza y multiplica, bate y acrece lo hispánico con lo negro” (ob. cit., p. 245).
(15) Ob. cit. p. 230.
(16) Ob. cit. p. 241.
(17) Armando Silva, Imaginarios urbanos, Bogotá, Tercer Mundo Editores, 2000.
(18) Ob. cit., pp. 106 y ss. Subrayado del autor.
(19) Diría que El entenado, de Juan José Saer, algo dice sobre esto.
(20) Si los “marcianos” invadieran la Tierra, ¿reconocerían sin más la superioridad del arte europeo, u “occidental”, sobre cualquier otro? ¿O más bien se apresurarían a poner todo el arte “terrícola” en la misma bolsa, como irremediablemente inferior? Por supuesto, los intelectuales “terrícolas” educados en o por Marte estarían de acuerdo con esta valoración.


(Ponencia en el III Congreso Internacional “Transformaciones culturales. Debates de la teoría, la crítica y la lingüística”, Buenos Aires, 4, 5 y 6 de agosto de 2008, Facultad de Filosofía y Letras, UBA/Centro Cultural de la Cooperación.)

3 comentarios:

  1. Interesante desarrollo, pero -si no entendí mal- decepcionante conclusión. Al fin y al cabo, notar en Borges una “belleza alienada” es otro modo de acusarlo, por enésima vez, de europeismo. Insisto: si entendí bien.
    Y si vamos a pensar la(s) estética(s) en relación con la historia, y por ende con sus condiciones materiales de circulación y con el mercado que les da cabida, resulta bastante borgeano pensar que la “sobresemiotización que (actúa) como conjunto de emblemas de identidad y resistencia frente a una cultura hegemónica ” es lo que la cultura hegemónica se cansó de vender, premiar y reconocer como el único modo correcto de ser latinoamericano. Las novelas de García Márquez (gran narrador, nadie lo niega) son divertidos episodios de salvajes para divertir al mundo civilizado, del mismo modo que varias películas argentinas se dedican a mostrar el supuesto mundo de los pobres para tedioso regocijo de algún grupo de universitarios de clase media alta. Sé que el comentario es grosero. en todo sentido, pero lo que intento decir es que la diferencia entre afirmar la identidad propia y reforzar un estereotipo es bastante fina. Tanto que quizá la encontremos fuera de los textos. Vale decir, en la circulación de los textos y en la complacencia que el autor tenga para con el Amo. Borges visitó a Pinochet sabiendo que perdía el Nobel para siempre. A los autores del famoso “boom” habría que repasarlos uno por uno, en cuanto a su actitud, pero es difícil dejar de notar alguna “empresas nobelísticas”. En algo de esto puede que acordemos. Usted ya habló del “exotismo for export”.
    Por otro lado, y dejando aparte a los sujetos, es sabido que Borges toma de Europa el canon marginal. Chesterton y Conrad son para él más que Proust o Thomas Mann. Es muy cándido pensar que Borges copia o refleja la cultura europea sin intervenirla brutalmente. Así como ignorar su interés por la literatura argentina y sus temas, que se mantuvo hasta el final.
    Me sorprendió el final del texto, vuelvo a decir. Con todo respeto, es como si el autor hubiese apurado “el remate”, con la desagradable consecuencia de caer en una crítica ya demasiado común, después de oponer al ensayo de Borges argumentos muy válidos y atendibles. Esto, y juro que lo digo por última vez, si yo entendí correctamente.
    Leí varios de sus artículos. Muy interesante su espacio, más allá de acuerdos o desacuerdos. Saludos.

    ResponderEliminar
  2. Muchas gracias, por el comentario, Israfel. Mucho de lo que dice es correcto, más allá de que yo lo haya previsto más o menos (entre el boom for export y Borges, nos quedamos con Borges toda la vida, pero también Borges es for export... en otro sentido). Sin embargo, creo que el núcleo del artículo, para mí, que solamente soy el "autor", es este aserto de cuño sartreano: "como en otras falsas dicotomías del artículo, se ignora que el problema de la identidad (nacional, racial, sexual, etc.) es bastante más complejo. Otra vez, otra enésima vez, lo que queda, lo que se escabulle, entre la fatalidad y la máscara es la historia". Pero sólo cabe reconocer que eso merece otro artículo. ¡Gracias otra vez!

    ResponderEliminar
  3. Gracias a usted por contestar tan rápido. Saludos.

    ResponderEliminar

Colaboran