miércoles, 19 de octubre de 2011

Terra ignota: saberes e identidades territoriales



The vanishing american

El personaje, la figura del baqueano(1, 1bis) atraviesa gran parte de la literatura latinoamericana del siglo XIX. Con sus variantes más o menos cercanas (el guía, el rastreador, el cazador, el práctico, etc.), es un elemento recurrente con el que fácilmente se puede armar una serie, una isotopía, que a su vez podría remontarse a las crónicas de la conquista ibérica. Y prolongarse hasta bastante avanzado el siglo XX, con, por ejemplo, la novela de la Revolución Mexicana, el indigenismo, etc. Típico, por otra parte, de toda literatura “de frontera”, de exploración, de “aventura” en tierras salvajes (desde el Lejano Oeste al Lejano Oriente).
 Pero, en este trabajo (parte de otro mayor en progreso), me voy a centrar en algunas ocurrencias del siglo XIX latinoamericano y sus inmediaciones, porque es el que se caracteriza por las guerras de independencia, primero, y la búsqueda de consolidación de los Estados nacionales, después.
El caso de Brasil, como se sabe, sigue una cronología (y una dinámica política) desfasada respecto de las naciones hispanoamericanas; sobre todo, las de América del Sur, ya que también en las Antillas (notoriamente, Cuba) las independencias fueron posteriores. Pero por eso mismo es interesante incluir a Brasil en estas notas, porque, en su caso, no importa tanto la simultaneidad como la secuencia de los procesos históricos, aun —mejor aun— con sus particularidades.
 Para empezar, citaré in extenso el fragmento del Facundo en el que Sarmiento describe al baqueano (es en el capítulo “Originalidad y caracteres argentinos”).
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... personaje eminente y que tiene en sus manos la suerte de los particulares y de las provincias. El baqueano es un gaucho grave y reservado, que conoce a palmos veinte mil leguas cuadradas de llanuras, bosques y montañas. Es el topógrafo más completo, es el único mapa que lleva un general para dirigir los movimientos de su campaña. El baqueano va siempre a su lado. Modesto y reservado como una tapia, está en todos los secretos de la campaña; la suerte del ejército, el éxito de una batalla, la conquista de una provincia, todo depende de él.
El baqueano es casi siempre fiel a su deber; pero no siempre el general tiene en él plena confianza. Imaginaos la posición de un jefe condenado a llevar un traidor a su lado y a pedirle los conocimientos indispensables para triunfar. Un baqueano encuentra una sendita que hace cruz con el camino que lleva: él sabe a qué aguada remota conduce; si encuentra mil, y esto sucede en un espacio de mil leguas, él las conoce todas, sabe de dónde vienen y adónde van. (...) En lo más oscuro de la noche, en medio de los bosques o en las llanuras sin límites, perdidos sus compañeros, extraviados, da una vuelta en círculo de ellos, observa los árboles; si no los hay, se desmonta, se inclina a tierra, examina algunos matorrales y se orienta de la altura en que se halla, monta en seguida, y les dice, para asegurarlos: «Estamos en dereceras de tal lugar, a tantas leguas de las habitaciones; el camino ha de ir al Sur»; y se dirige hacia el mundo que señala tranquilo, sin prisa de encontrarlo y sin responder a las objeciones que el temor o la fascinación sugiere a los otros.
Si aún esto no basta, o si se encuentra en la pampa y la oscuridad es impenetrable, entonces arranca pastos de varios puntos, huele la raíz y la tierra, las masca y, después de repetir este procedimiento varias veces, se cerciora de la proximidad de algún lago, o arroyo salado, o de agua dulce, y sale en su busca para orientarse fijamente. El general Rosas, dicen, conoce, por el gusto, el pasto de cada estancia del sur de Buenos Aires.
Si el baqueano lo es de la pampa, donde no hay caminos para atravesarla, y un pasajero le pide que lo lleve directamente a un paraje distante cincuenta leguas, el baqueano se para un momento, reconoce el horizonte, examina el suelo, clava la vista en un punto y se echa a galopar con la rectitud de una flecha, hasta que cambia de rumbo por motivos que sólo él sabe, y, galopando día y noche, llega al lugar designado.
El baqueano anuncia también la proximidad del enemigo, esto es, diez leguas, y el rumbo por donde se acerca, por medio del movimiento de los avestruces, de los gamos y guanacos que huyen en cierta dirección. Cuando se aproxima, observa los polvos y por su espesor cuenta la fuerza: «Son dos mil hombres» -dice-, «quinientos», «doscientos», y el jefe obra bajo este dato, que casi siempre es infalible. Si los cóndores y cuervos revolotean en un círculo del cielo, él sabrá decir si hay gente escondida, o es un campamento recién abandonado, o un simple animal muerto. El baqueano conoce la distancia que hay de un lugar a otro; los días y las horas necesarias para llegar a él, y a más, una senda extraviada e ignorada, por donde se puede llegar de sorpresa y en la mitad del tiempo; así es que las partidas de montoneras emprenden sorpresas sobre pueblos que están a cincuenta leguas de distancia, que casi siempre las aciertan. ¿Creeráse exagerado? ¡No! El general Rivera, de la Banda Oriental, es un simple baqueano, que conoce cada árbol que hay en toda la extensión de la República del Uruguay. (...) El general Rivera principió sus estudios del terreno el año de 1804: y haciendo la guerra a las autoridades, entonces, como contrabandista; a los contrabandistas, después, como empleado; al rey, en seguida, como patriota; a los patriotas, más tarde, como montonero; a los argentinos, como jefe brasilero; a éstos, como general argentino; a Lavalleja, como Presidente; al Presidente Oribe, como jefe proscripto; a Rosas, en fin, aliado de Oribe, como general oriental, ha tenido sobrado tiempo para aprender un poco de la ciencia del baqueano.(2)

Claramente, para Sarmiento, el baqueano, en tanto gaucho inevitable (“insufrible”, podría decir con Bolaño), está del lado de la barbarie. Sin embargo, le atribuye un saber específico, prácticamente infalible y, lo que es más importante, esencial para ciertas funciones. De hecho, de él depende, según dice al principio, la “suerte de los particulares y de las provincias”. En el mismo párrafo, esto se especifica significativamente en “la suerte del ejército, el éxito de una batalla, la conquista de una provincia, todo depende de él”.
Esta dependencia, por supuesto, tiene dos caras; sin necesidad de echar mano de la socorrida (y generalmente mal entendida) “dialéctica del amo y el esclavo”, es evidente aquí que, si se puede confiar en el baqueano, está todo bien; si no... (“no siempre el general tiene en él plena confianza. Imaginaos la posición de un jefe condenado a llevar un traidor a su lado y a pedirle los conocimientos indispensables para triunfar”). Volveré sobre esto, pero es bueno notar que Rosas y Rivera (dos bárbaros, pero destacados) son considerados baqueanos por antonomasia, o bien por extensión. Lo cual confirma, por si era necesario, la permanencia de ambos, y del baqueano, al campo semántico de lo negativo, lo inaceptable, lo que se debe superar.
Desde ya: los elogios de Sarmiento, dentro de una valoración en general positiva, y hasta hiperbólica,(3) son paradójicos. Aprecia, sí, pero también, sutilmente, descalifica. El baqueano, en todo caso, gaucho analfabeto al fin, sólo puede leer los signos de la naturaleza. Y esto implica, desde ya, una escala de valores, previa, claramente definida. Porque hay signos con un estatus superior.
Carlo Ginzburg ha hablado reiteradamente de un “paradigma indiciario”,(4) sistema de conocimiento primitivo que puede ser “rescatado” por modos más modernos y “científicos”. También debo citar in extenso:
Durante miles de años la humanidad vivió de la caza. En el curso de sus interminables persecuciones, los cazadores aprendieron a reconstruir el aspecto y los movimientos de una presa invisible a través de sus rastros: huellas en terreno blando, ramitas rotas, excrementos, pelos o plumas arrancados, olores, charcos enturbiados, hilos de saliva. Aprendieron a husmear, a observar, a dar significado y contexto a la más mínima huella. Aprendieron a hacer complejos cálculos en un instante, en bosques umbríos o claros traicioneros. Sucesivas generaciones de cazadores enriquecieron y transmitieron este patrimonio de saber. [...] “Descifrar”, “leer” las huellas de animales son metáforas. Pero vale la pena tratar de entenderlo literalmente, como la condensación verbal de un proceso histórico que lleva, a través de un espacio de tiempo muy largo, a la invención de la escritura. La misma conexión es sugerida en una tradición china que explica los orígenes de la escritura, y según la cual ésta fue inventada por un alto funcionario que había observado las huellas de un ave en la orilla arenosa de un río. [...] Es legítimo hablar de un paradigma indiciario o adivinatorio orientable hacia el pasado, o el presente, o el futuro, según el tipo de conocimiento invocado. [...] Pero detrás de ese paradigma indiciario o adivinatorio, se vislumbra el gesto quizá más antiguo de la historia intelectual humana: el del cazador agazapado en el barro, examinando las huellas de una presa. [...] En todo caso, estos tipos de saber eran más ricos que lo escrito por cualquier autoridad sobre el tema; no se aprendían en los libros, sino de oídas, en la práctica, observando; apenas si podía darse una expresión formal a sus sutilezas, y no podían reducirse a palabras; eran el legado —en parte común, en parte diversificado— de hombres y mujeres de toda clase. Estaban enhebrados en un hilo común: todos nacían de la experiencia, de lo concreto e individual. Y esa cualidad de concreto era a la vez la fuerza de esa clase de conocimiento y su limitación; no le permitía hacer uso del poderoso y terrible instrumento de la abstracción. [...] La realidad es opaca; pero existen ciertos puntos privilegiados —indicios, síntomas— que nos permiten descifrarla. [...] Se trata de formas de saber que tienden a ser mudas...

Nuestro baqueano, entonces, está limitado, como atrapado, en el paradigma indiciario, más “primitivo”. Un saber silencioso, mudo, por lo tanto casi incomunicable o, en rigor, que sólo se transmite “por contacto”, casi físicamente (biológica o genealógicamente: de padres a hijos). En cambio, por su parte, el ilustrado siempre puede echar mano al “paradigma simbólico”, reputado como superior, y que es capaz, en el límite, de absorber al otro paradigma.(4bis) (Y en general se transmite, o puede transmitirse, entre iguales; aunque en la educación formal también se dé un proceso asimétrico.)
En todo caso, el “progreso” terminará también por hacer inútil la noble pero arcaica sabiduría del baqueano, quien puede ayudar a hacer un mapa (que no podría leer); pero, una vez hecho éste, que es fácilmente reproducible, le sirve al ilustrado “para siempre” (y puede transmitirlo de una manera mediata, impersonal y, en cierto modo, ilimitada). El ilustrado, con su saber simbólico, se apropia del saber indiciario del baqueano, lo transforma y lo utiliza. (Como hace, paralela y correlativamente, con el cuerpo del gaucho en la guerra y con su voz en la poesía gauchesca.)(5)


Militia et sapere

En las memorias de militares, suele aparecer esta problemática. Especialmente, es útil referirse a las del general Paz, uno de los más lúcidos. Paz se queja, permanentemente, de que en el país no hay “cartas geográficas” que puedan guiarlo en sus campañas, y mucho más se lamenta de tener que confiar en sus prácticos, paisanos que nunca se sabe bien de qué lado están (pero sí se sabe, porque para ellos, en el fondo, hay un solo lado).
En un momento, escribe Paz: “No puedo juzgar de la operación en cuestión con exactitud, porque ni conozco los lugares (en nuestro país no puede hacerse consultando las cartas geográficas, porque no las hay y mucho menos topográficas)...” No hay cartas geográficas como (antes ha dicho) casi no hay libros: le resulta casi imposible conseguirlos en la cárcel.
“La realidad es opaca.” Por supuesto. Pero esto no obedece sólo a circunstancias “naturales”, sino también a condiciones históricas. Los sujetos de la percepción, obvio es decirlo, son históricos. Y la mirada del ilustrado es tan eficaz a veces como inútil otras. En ciertas ocasiones, ni siquiera sabe dónde está, quién es el enemigo.(6) Lo que le juega en contra, de hecho, es la historia. Su historia, la del país, en lo que tienen de paralelas y de, inevitablemente, contradictorias. (De hecho, Paz cae prisionero, en el apogeo de su campaña, luego de sus simbólicas victorias frente a las montoneras de Quiroga y cuando se dispone a marchar sobre López, precisamente porque la partida de este último que lo atrapa tenía las mismas divisas que sus propios ejércitos.)
Una variante conocida de todo esto es (la que podríamos llamar) la actitud-Mansilla. “Lucius Victorius” puede ponerse (según él) de ambos lados, con su proverbial ubicuidad (también, para oponerse a Sarmiento, quien no conocía personalmente lo que describió). Mansilla tiene sus baqueanos, pero él mismo (dice que ) lo es, y acaso mejor. Debe confiar, inevitablemente, en sus lenguaraces, ya que no puede dominar tan fácilmente la lengua indígena; pero conoce muy bien el terreno y puede chequear con esto el conocimiento de sus baqueanos, como para no depender, o depender mucho menos, de ellos.
Lo importante es que, en definitiva, va a trazar los mapas de los que la cartografía carecía casi totalmente hasta su “excursión”. (Mapas que en parte serían usados para el genocidio conocido como “conquista del desierto”; por eso es espeluznante que una “bruja” india lo señale como “precursor”. También debía resultar de ello, como bien se lo reprocha Mariano Rosas, el trazado de líneas férreas: la guerra es sólo una variable de la economía.)
Es oportuno recordar aquí que Benedict Anderson ha estudiado extensamente el papel del mapa en la constitución de la “comunidad imaginada” que resulta ser toda nación:

El mapa mercatoriano, llevado por los colonizadores europeos, empezaba, gracias a la imprenta, a moldear la imaginación de los asiáticos del Sudeste. [...] Hasta el ascenso al poder, en 1851, del inteligente Rama IV [...], sólo dos tipos de mapas existían en Siam [...]. El segundo tipo, totalmente profano, consistía en unas guías diagramáticas para campañas militares y barcos costaneros. [...] En 1882, Rama V estableció una escuela de cartografía en Bangkok. [...] La tarea, por decirlo así, de “llenar” estos recuadros, sería realizada por exploradores, agrimensores y fuerzas militares. En el sudeste de Asia, la segunda mitad del siglo XIX fue la edad de oro de los agrimensores militares-coloniales [...]. Triangulación por triangulación, guerra por guerra, tratado por tratado, avanzó la alineación del mapa y el poder. [...] ‘El mapa se anticipaba a la realidad espacial, y no a la inversa. [...] Un mapa era necesario, ahora, para los nuevos mecanismos administrativos y para las tropas para reforzar sus pretensiones. [...] El discurso de los mapas fue el paradigma dentro del cual funcionaron y sirvieron las operaciones administrativas y militares’ (Thongchai). [...] la aparición, en especial a fines del siglo XIX, de los “mapas históricos”, destinados a demostrar en el nuevo discurso cartográfico la antigüedad de unas unidades territoriales específicas delimitadas con claridad. Por medio de secuencias cronológicamente dispuestas de tales mapas surgió una especie de narrativa político-biográfica del reino, a veces con vastas profundidades históricas.(7)

La ausencia de mapas, remite, entonces, a dos aspectos. Por un lado, paralelamente a la falta de una cultura letrada (un “capitalismo de imprenta”, diría Anderson), alude a un estadio de civilización primitiva —si vale el cuasi oxímoron— que Paz deplora tanto como Sarmiento (aunque menos pomposamente). Por otro, a la realidad de un conglomerado geográfico impreciso, en el que cada provincia o región es un “país”, escasamente unido a las otras, con las cuales muchas veces está separada, más que por accidentes geográficos (o políticos), por aduanas interiores.
Volvamos a considerar aquí, entonces, la importancia del baqueano, o de sus colegas: “La conciencia del saber que posee le da cierta dignidad reservada y misteriosa”, dice Sarmiento del rastreador, y no es para menos. El baqueano era la encarnación misma (para usar una expresión que el sanjuanino hubiera aprobado) de esas condiciones geopolíticas, económicas y perceptivas. Su mirada transforma la opacidad en claridad (saber/poder maravilloso pero que, terriblemente, contribuirá a destruirlo.)


En el (de)sertón

En Los sertones, publicado en 1902, Euclides Da Cunha aporta ampliamente a esta problemática. Una y otra vez señala que los sertones son una “terra ignota”: pero ¿para quién? ¿Son verdaderamente un gran desierto, un desertón? No, claro, si allí vive gente. Son una tierra prácticamente desconocida para “la ciencia” (porque los científicos apenas se han atrevido a ir por allí, y a veces describen lo que conocen sólo de oídas, como Sarmiento); pero también para el Estado nacional, que en un momento clave (la rebelión de Canudos) necesita conocer, como siempre, para dominar. De ahí, nuevamente, la importancia del baqueano, del conocedor del terreno, de aquel capaz de “leer la tierra”.(8)
En efecto, la etimología de la palabra sertão parece remitir a un doble movimiento: una especie de apócope de un aumentativo, de “desertón”, desierto grande. Sea o no sea así, la idea de desierto está presente, y es importante porque, esto evidencia una operación ideológica contundente: el desplazamiento de una noción geográfica y climatológica (“científica”) a una descripción humana, social, y hasta moral.
Euclides apenas conocía personalmente el sertón. Sus descripciones del principio refieren opiniones de científicos y exploradores, generalmente extranjeros, que se animaron a cruzar esa tierra “desconocida”. Pero, cabe preguntarse, ¿desconocida para quién? El tópico de la “terra ignota” aparece una y otra vez a lo largo del libro. Por ejemplo:

Terra ignota
Abordando-o, compreende-se que até hoje escasseiem sobre tão grande trato de território, que quase abarcaria a Holanda (9º11’ — 10º20’ de lat. e 4º — 3º, de long. O.R.J.), notícias exatas ou pormenorizadas. As nossas melhores cartas, enfeixando informes escassos, lá têm um claro expressivo, um hiato, Terra ignota, em que se aventura o rabisco de um rio problemático ou idealização de uma corda de serras.

Es cierto que luego hay observaciones personales del autor, que se superponen a las de los otros, o a veces incluso las contradicen. Pero siempre Euclides parece estar hablando (de hecho, lo está) para un lector ajeno al objeto, “extranjero”, aunque sea de un mismo país. Un lector urbano, letrado. De ahí la problemática construcción de un “nosotros” que contradice su final adscripción a las víctimas de Canudos.
Según Euclides, el sertón no encaja en ninguno de los (tres) climas canónicos descriptos por Hegel. Esta supuesta incongruencia, esta indecibilidad, produce una suerte de distorsión, de sacudimiento permanente en las coordenadas semánticas del texto, donde el oxímoron, la antítesis, el paralelismo forzado se vuelven figuras centrales en un intento (debo agregar “desesperado”) de otorgar inteligibilidad a un objeto cuya “racionalidad” ha sido retaceada desde el principio. Si Canudos es una cidade barbara, el sertón es un infierno y un paraíso a la vez (no sólo por la sucesión de sequías e inundaciones).
El sertón, entonces, se convierte en un terreno inexplicable, desconocido (que sólo puede considerarse “desierto”, insisto, por negación del Otro que lo habita y que muchas veces es, casualmente, su dueño originario). Y este Otro tiene, sí, un conocimiento perfecto, “natural”, de ese terreno extraño para el letrado. De aquí la necesidad de los baqueanos, de los “prácticos”, que pueden “leer la tierra” (“... escriptas numa pagina revolta da Terra que ainda ninguem lêra”, p. 380). Pero apoyarse en este saber del Otro conlleva una amenaza permanente: ¿acaso ese Otro no es el enemigo, potencial o real? ¿Cómo utilizar su experiencia de la tierra, cómo arrancarle su saber, para poder compartirlo (mediante la escritura, código común del letrado) y, en definitiva, emplearlo en su propia dominación y destrucción? Una pregunta fundamental en la ideología de la “organización nacional” de la segunda mitad del siglo XIX.
En este tema de los saberes puestos en juego, como matiz particular de Los sertones nos encontramos con la “mirada del ingeniero” que en definitiva Euclides era. Los ingenieros militares, sus colegas, aparecen varias veces a lo largo del libro, como personajes positivos; especialmente en el apogeo de la lucha, en medio de la derrota, aportando de vez en cuando una racionalidad que las campañas militares no tenían, sometidas a la estulticia de energúmenos como el dostoievskiano Moreira César, con su soberbia (“mañana almorzaremos en Canudos”), su epilepsia y su muerte ante la primera descarga.
La ingeniería (la tecnología) es, por supuesto, para Euclides y para el positivismo, epítome del progreso y la modernización. Aquí, entonces, la visión de Euclides no es del todo pesimista, ni su determinismo ostenta la rigidez propia del positivismo, que era la Idea de la época. (Aunque la referencia pueda parecer exagerada, sobre este tema me gustaría remitir al capítulo “Los ingenieros como ideólogos”, del libro de Jeffrey Herf El modernismo reaccionario. Tecnología, cultura y política en Weimar y el Tercer Reich, Buenos Aires, FCE, 1993.)
Como un aporte lateral: Vargas Llosa, en su versión desencantada (por no decir directamente reaccionaria, ya que estamos), de la guerra de Canudos, ha tratado extensamente esta cuestión. Galileo Gall, el anarco-positivista, sólo posee un saber libresco, hoy inútil; morirá luchando, precisamente, con un baqueano, por el amor de una mujer compartida (figura de la tierra, entre otras cosas: Jurema es su nombre, y el de una planta autóctona).
Finalmente, el saber ilustrado, cuyo paradigma y realización esencial es la tecnología, puede dejar atrás el saber primitivo, en tanto aparezcan nuevos objetos no susceptibles de (re)conocimiento por parte de este último, con varias razones; un grado máximo de abstracción, por ejemplo, o alguna forma de imperceptibilidad.
Sin ir más lejos: un “objeto” muy especial, muy preciado, que está debajo de la tierra:

Del Zulia llegaron los perforadores y mecánicos americanos, amén de dos o tres obreros criollos avezados en la edificación de torres petroleras. Ya la primera de esas torres se alzaba entre los ventarrones. Los equipos de hombres se turnaban incesantemente, noche y día, al pie de sus vigas metálicas o trepados como simios a los travesaños más altos. Los oídos se habituaron al rezongo gangoso del motor diesel que no paraba nunca, que a veces pistoneaba como si fuera a apagarse, pero no se apagaba, sino emprendía su martilleo con mayor brío, como si se supiera fuerza generadora de todo el mecanismo que lo rodeaba. La Compañía tenía la certeza. Una gran cuenca petrolífera nacía en la costa atlántica, entre los dedos de la desembocadura del Orinoco, y se introducía en los llanos orientales de Venezuela como un lanzazo. Las líneas del sismógrafo, los instrumentos que empleaban los geólogos para leer en el mudo corazón de las piedras, el minucioso examen de antiguos caracoles y hojas petrificadas que realizaban los paleontólogos en sus laboratorios, todo indicaba la presencia de henchidos coágulos de jugo negro soterrados en las entrañas de aquella meseta tras siglos y más siglos de cataclismos y transformaciones (Miguel Otero Silva, La oficina N.º 1; subrayado mío).

Sin embargo, en esta novela, así como en Metal del Diablo, la novela de Augusto Céspedes sobre Patiño, “el rey del estaño”, hay como un eco de los antiguos baqueanos, porque suelen aparecen las figuras de algunos expertos capaces de intuir donde se hallan el yacimiento, la veta. Estos expertos, que pueden ser del lugar o técnicos extranjeros, con sus lecturas de una superficie que remite a su propia profundidad (y permite, otra vez, leer lo que está oculto para otros), figuran el conflictivo pasaje entre el saber primitivo y el saber civilizado, del que estuve hablando.


Notas

(*) Una primera versión de este trabajo se publicó en la revista virtual No Retornable, invierno de 2008 (http://www.no-retornable.com.ar).
(1) Por lo general, es horriblemente grondoniano citar a la Real Academia, pero en este caso vale la pena, en cierto sentido, porque la operación reproduce involuntariamente la temática. Baqueano remite a baquiano, que, a su vez, con sus acepciones de “Experto, cursado. / Práctico de los caminos, trochas y atajos. / Guía para poder transitar por ellos”, proviene de baquía (“Conocimiento práctico de las sendas, atajos, caminos, ríos, etc., de un país. / Habilidad y destreza para obras manuales”), cuya etimología es desconocida.
(1 bis) Para la distinción entre “personaje” y “figura”, ver el apartado respectivo, ya canónico, de S/Z, de Barthes.
(2) Fragmento sobre el rastreador: “El más conspicuo de todos, el más extraordinario, es el rastreador. Todos los gauchos del interior son rastreadores. En llanuras tan dilatadas, en donde las sendas y caminos se cruzan en todas direcciones, y los campos en que pacen o transitan las bestias son abiertos, es preciso saber seguir las huellas de un animal, y distinguirlas de entre mil, conocer si va despacio o ligero, suelto o tirado, cargado o de vacío: ésta es una ciencia casera y popular. Una vez caía yo de un camino de encrucijada al de Buenos Aires, y el peón que me conducía echó, como de costumbre, la vista al suelo: «Aquí va -dijo luego- una mulita mora muy buena...; ésta es la tropa de don N. Zapata..., es de muy buena silla..., va ensillada..., ha pasado ayer...» Este hombre venía de la Sierra de San Luis, la tropa volvía de Buenos Aires, y hacía un año que él había visto por última vez la mulita mora, cuyo rastro estaba confundido con el de toda una tropa en un sendero de dos pies de ancho. Pues esto, que parece increíble, es con todo, la ciencia vulgar; éste era un peón de árrea, y no un rastreador de profesión. El rastreador es un personaje grave, circunspecto, cuyas aseveraciones hacen fe en los tribunales inferiores. La conciencia del saber que posee le da cierta dignidad reservada y misteriosa. Todos le tratan con consideración: el pobre, porque puede hacerle mal, calumniándolo o denunciándolo; el propietario, porque su testimonio puede fallarle. Un robo se ha ejecutado durante la noche: no bien se nota, corren a buscar una pisada del ladrón, y encontrada, se cubre con algo para que el viento no la disipe. Se llama en seguida al rastreador, que ve el rastro y lo sigue sin mirar, sino de tarde en tarde, el suelo, como si sus ojos vieran de relieve esta pisada, que para otro es imperceptible. Sigue el curso de las calles, atraviesa los huertos, entra en una casa y, señalando un hombre que encuentra, dice fríamente: «¡Este es!» El delito está probado, y raro es el delincuente que resiste a esta acusación. Para él, más que para el juez, la deposición del rastreador es la evidencia misma: negarla sería ridículo, absurdo. Se somete, pues, a este testigo, que considera como el dedo de Dios que lo señala. Yo mismo he conocido a Calíbar, que ha ejercido, en una provincia, su oficio durante cuarenta años consecutivos. Tiene, ahora, cerca de ochenta años: encorvado por la edad, conserva, sin embargo, un aspecto venerable y lleno de dignidad. Cuando le hablan de su reputación fabulosa, contesta: «Ya no valgo nada; ahí están los niños.» Los niños son sus hijos, que han aprendido en la escuela de tan famoso maestro. Se cuenta de él que durante un viaje a Buenos Aires le robaron una vez su montura de gala. Su mujer tapó el rastro con una artesa. Dos meses después, Calíbar regresó, vio el rastro, ya borrado e inapercibible para otros ojos, y no se habló más del caso. Año y medio después, Calíbar marchaba cabizbajo por una calle de los suburbios, entra a una casa y encuentra su montura, ennegrecida ya y casi inutilizada por el uso. ¡Había encontrado el rastro de su raptor, después de dos años! El año 1830, un reo condenado a muerte se había escapado de la cárcel. Calíbar fue encargado de buscarlo. El infeliz, previendo que sería rastreado, había tomado todas las precauciones que la imagen del cadalso le sugirió. ¡Precauciones inútiles! Acaso sólo sirvieron para perderle, porque comprometido Calíbar en su reputación, el amor propio ofendido le hizo desempeñar con calor una tarea que perdía a un hombre, pero que probaba su maravillosa vista. El prófugo aprovechaba todos los accidentes del suelo para no dejar huellas; cuadras enteras había marchado pisando con la punta del pie; trepábase en seguida a las murallas bajas, cruzaba su sitio y volvía para atrás; Calíbar lo seguía sin perder la pista. Si le sucedía momentáneamente extraviarse, al hallarla de nuevo exclamaba: «¡Dónde te mi as dir!» Al fin llegó a una acequia de agua, en los suburbios, cuya corriente había seguido aquél para burlar al rastreador... ¡Inútil! Calíbar iba por las orillas sin inquietud, sin vacilar. Al fin se detiene, examina unas yerbas y dice: «Por aquí ha salido; no hay rastro, pero estas gotas de agua en los pastos lo indican.» Entra en una viña: Calíbar reconoció las tapias que la rodeaban, y dijo: «Adentro está.» La partida de soldados se cansó de buscar, y volvió a dar cuenta de la inutilidad de las pesquisas. «No ha salido», fue la breve respuesta que, sin moverse, sin proceder a nuevo examen, dio el rastreador. No había salido, en efecto, y al día siguiente fue ejecutado. (...) ¿Qué misterio es éste del rastreador? ¿Qué poder microscópico se desenvuelve en el órgano de la vista de estos hombres? ¡Cuán sublime criatura es la que Dios hizo a su imagen y semejanza!”
(3) Recordar que, en sus notas al Facundo, Valentín Alsina le dice a Sarmiento que todo eso (en especial, lo de Rosas y el “conocimiento por el pasto”) son “cuentos chinos”. En relación con esto: se dice que Evita recordaba perfectamente a todos los que iban a pedirle algo a la Fundación —esas interminables colas, prefiguración de las que visitarían su cadáver expuesto—, de manera que les reprochaba que volvieran. Esto recuerda a Napoleón y a Facundo Quiroga, que conocían a todos sus soldados por el nombre, por lo menos según Sarmiento. Y esa memoria infinita evoca también el atributo de un dios modesto, casi doméstico, pero dios al fin, sujeto natural de la omnipotencia y acaso de la arbitrariedad. (Ver Pablo Valle, “Cine argentino: política, identidad, cuerpo”, en Varios, Ensayos, Buenos Aires, Secretaría de Cultura de la Provincia de Buenos Aires/Corregidor, 2003.)
(4) Por ejemplo, en “Morelli, Freud y Sherlock Holmes: indicios y método científico”, en Eco, Umberto y Sebeok, Thomas A. (eds.), El signo de los tres. Dupin, Holmes, Peirce, Barcelona, Lumen, 1989, pp. 116-163. Ver Mitos, emblemas, indicios. Morfología e historia, Gedisa, Barcelona, 1994.
(4 bis) Brevemente: Charles S. Peirce, fundador de la semiótica, dividía los signos (entre otras clasificaciones) en íconos, índices y símbolos. Ese orden va de menor a mayor importancia; el símbolo se asigna a la “terceridad”, última —y abarcadora— instancia en todo lo que existe.   
(5) Cf. P. Valle, “Guerras de papel: autobiografía y estrategia en las Memorias póstumas del general Paz”, inédito.
(6) Cf. Josefina Ludmer, El género gauchesco. Un tratado sobre la patria, Buenos Aires, Sudamericana, 2000, passim.
(7) Benedict Anderson, “El mapa”, en Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo, traducción de Eduardo L. Suárez, México, FCE, 1993, 1997, pp. 238-249. (Todos los subrayados son míos.)
(8) Euclides Da Cunha, Os sertoes, Río de Janeiro, Francisco Alves, 1940. La expresión aparece en la página 380.
(9) Buenos Aires, Losada, 1961. Agradezco la cita a Mariana Bendahan.


(Leído en las Jornadas de Investigación del Instituto de Literatura Argentina, Facultad de Filosofía y Letras, 24-28 de noviembre de 2008.)


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