Euroamericano
En un reportaje que le hizo Ariel Dorfman
(publicado en Radar, núm. 1,
suplemento de Página/12, 18 de agosto
de 1996), Paul Auster admite que lo sorprende el ser considerado —por parte de
cierta crítica— como un escritor “europeo”. “Quizá me conectan con Francia
porque hice algunas traducciones del francés al inglés —afirma—; pero de verdad
no lo entiendo. (...) Mis modelos, mis fuentes, mis héroes son Hawthorne,
Melville, Poe, Thoreau, Emerson. Esos escritores que crearon la literatura
norteamericana, que definieron el territorio en un momento crítico, el pasaje
de una cultura agrícola a una industrial con la Guerra Civil como
trasfondo, la crisis en la formación de los Estados Unidos. (...) Bueno, todo
norteamericano tiene lazos con Europa, entre otras cosas a través de su pasado
familiar.”
Pero la verdad es que en Auster se cruzan dos
grandes tradiciones, dos “sistemas” literarios: el “norteamericano” y el
“europeo”. Aunque parezca un lugar común, vale la pena explorar un poco esto,
con el fin de ver cómo resulta productivo para entender el “sistema” Auster.
La literatura de EE. UU., y su cine, que es, en
muchos aspectos, su correlato, se caracterizan por una fuerte narratividad, una
especie de objetividad concreta, de pragmatismo entendido como filosofía de la
acción (y del conocimiento útil: ver William James, considerado el único filósofo
norteamericano). Esta relativa exterioridad es falsa, o por lo menos sólo
aparente; la gran novelística norteamericana (de Melville a Hemingway) “cuenta
historias”, sí, pero —como dice Ricardo Piglia— cuenta dos historias a la vez:
una “exterior”, visible, con todos los caracteres de la aventura, de la
peripecia, y otra “interior”, que sólo puede atisbarse por los resquicios que
deja la otra. En La invención de la
soledad, Auster alude a ambas vertientes: “... la anécdota como forma de
conocimiento... ésta es la función del cuento: hacer que un hombre vea una cosa
ante sus ojos, mientras se le enseña otra distinta”.
Por otra parte, la literatura europea suele
connotarse como más “intelectual”, reflexiva, autorreferencial. Prácticamente
en todas las novelas de Auster se pone en escena el acto de la escritura o de
la lectura, y la reflexión sobre el lenguaje es permanente. Beckett, Kafka y
Borges se encuentran, se multiplican (pocos relatos podrían ser tan borgeanos
como Fantasmas, segunda nouvelle de la Trilogía de Nueva York, donde el detective Blue
descubre que tal vez es el sueño de otro, que tal vez es el otro). Pero la
reflexión “teórica” nunca es abstracta: en Auster, la literatura habla de sí
misma, sí, pero a favor o en contra de la vida, problemático reflejo.
En el
principio fue la ausencia
Precisamente, en La invención de la soledad, primera novela de Auster, se condensan
las líneas esenciales de sus libros posteriores. Es, en este sentido, el texto
fundacional de su escritura, el espacio
textual donde se realizan una serie de operaciones estéticas, psicológicas,
ideológicas. El narrador busca su voz,
y también diseña una figura de escritor, propone una función de la escritura,
se sitúa en un sistema literario (o varios), etc.
La
invención... es una historia doble: la muerte del
padre y el nacimiento del hijo. El narrador (“Auster”), situado entre ambos
extremos vitales, entre ambas situaciones límites, descubre que puede (y debe)
narrar, que la narración es el modo de llenar la ausencia (del padre) con una
nueva presencia (del hijo): “Mi recuerdo más temprano: su ausencia”; “supe que
tendría que escribir sobre mi padre”. Para esto deben darse una condición, la
soledad, y un mecanismo, la memoria. La soledad, entendida como despojamiento
de lo accesorio, como otra forma de vacío que requiere llenarse, pero no de
cualquier forma; la memoria, entendida como la dolorosa forma de llenar ese
vacío. Pero la soledad y la memoria sólo se justifican plenamente, en última
instancia, cristalizándose mediante la escritura: “Un álbum muy grande,
encuadernado en piel fina y con letras doradas grabadas en la cubierta decía:
‘Los Auster. Esta es nuestra vida’ y estaba completamente vacío.” En esta
novela, se despliega una trama de citas y nombres y recuerdos y frases y
escenas que se van repitiendo, modulando, en las novelas siguientes.
La búsqueda del padre (metaforizada, entre
otras maneras, mediante la historia de Gepetto y Pinocho), por ejemplo, será un
tema por excelencia en Auster: Walt y el maestro Yehudi (Mr. Vértigo), el narrador y Sachs (Leviatán), Blue y Black
(Fantasmas)... El Palacio de la Luna, sobre todo, es una
densa trama donde padres e hijos se cruzan sin encontrarse, o se encuentran
demasiado tarde. En El país de las
últimas cosas, Anna busca a su hermano desaparecido en “la ciudad”,
ausencia disparadora también.
Los nombres mencionados en citas o largos
comentarios son cuantiosos: Beckett, Thoreau, Laing, Marx, Babel, Proust,
Blanchot, Dostoievsky, Kierkegaard, Flaubert, Joyce, Hoelderlin, Mallarmé,
Rimbaud (obviamente, “Je est une autre”), Collodi, Dickinson, Freud. Muchos de
ellos son obsesivos en Auster. En La
ciudad de cristal, Stillman hijo habla como un personaje de Beckett: “A
esto se llama hablar. (...) Hace tiempo existían madre y padre. No me acuerdo
de nada. Me dice: madre murió. (...) Oscuro, oscuro. Dicen que durante nueve
años. Ni tan sólo una ventana. Pobre Peter Stillman. Y el bum, bum, bum. La
caca se acumula. El pipí desborda. Los desmayos. Perdóneme. (...) Soy Peter Stillman. Ese no es mi auténtico nombre. Gracias.” El protagonista de este
relato, Quinn, detective improvisado, vive un tiempo en un contenedor de
basura, como tantos personajes beckettianos.
Escenas, frases, resonancias que van de una a
otra novela: en La ciudad de cristal
(primera nouvelle de la Trilogía),
Stillman padre “escribe” letras con sus trayectos por Nueva York (ya sugerido
en La invención...: los pensamientos
dibujan un trayecto, etc.); el departamento derruido de la calle Varick, donde
el narrador de La invención...
empieza a escribir es mencionado en La
ciudad...; en La invención... se
menciona una frustrada visita a la
Estatua de la
Libertad, que se repite en Leviatán; el nombre Quinn se reitera obsesivamente en muchos
relatos; la historia de Anna Blume (o Bloom, alusión a Joyce), de El país de las últimas cosas, se resume
en El Palacio de la Luna; en La ciudad..., Quinn lee a Marco Polo, el
protagonista de El Palacio... se
llama Marco Stanley Fogg (tres grandes viajeros).
Como veremos más adelante, las repeticiones,
las “coincidencias” no son gratuitas. Más bien, trazan una red particularmente
compleja y significativa, que parece desmentir la modesta o irónica afirmación
del autor, en el reportaje citado: “Yo me veo más bien como un escritor
tradicional, alguien que cuenta historias de una manera bastante clásica y
tradicional.”
Memoria,
azar y narración
En La
invención..., como ya dije, el tema es fundante: “La memoria como un lugar,
como un edificio...”; “Memoria: el espacio en que una cosa ocurre por segunda
vez”. Pero la memoria, formada por el olvido y el recuerdo (muy a la luz de
Freud), no es sólo personal: “La memoria, por lo tanto, no sólo como la
resurrección del pasado individual, sino como una inmersión en el pasado de los
demás, lo que equivale a hablar de la historia, donde uno participa y es
testigo, es parte y al mismo tiempo está aparte”.
Por cierto, las novelas de Auster (sobre todo,
diría, Leviatán y Mr. Vértigo) son metáforas extendidas,
fuertemente narrativizadas (lo que generalmente les impide desbarrancarse hacia
la alegoría), de la historia norteamericana de este siglo. Por supuesto, en la
segunda novela mencionada, el acto de volar es también una metáfora de la
escritura (“El número iba a desarrollarse como un relato...”) y del arte en
general (“me estaba convirtiendo en un artista”, “En el fondo, no creo que haga
falta ningún talento especial para que una persona se eleve del suelo y
permanezca suspendida en el aire. Todos lo llevamos dentro”).
En relación con Auster, se insiste sobre el
tema de la casualidad, el azar, las coincidencias “mágicas” (así las llamaría
Cortázar: no es aventurado señalar las relaciones de Auster con el autor de 62. Modelo para armar, un texto que le
es muy afín). El también niega, o relativiza, el concepto: “Sinceramente creo
que lo inesperado está alrededor de nosotros todo el tiempo. Algunos lo llaman
azar; otros casualidad; otros prefieren no verlo” (reportaje citado). Lo que
sucede es que el llamado azar es la sustancia de la que está hecha la realidad o,
lo que casi lo mismo, nuestra limitada percepción de ella. Por eso, otra vez,
la importancia de la memoria, como registro a la vez sistemático e impotente de
lo que ha ocurrido: “En cierto modo todo está relacionado con todo”, “En cierto
modo, todo puede leerse como una apostilla sobre alguna otra cosa”, “Daba la
impresión de que todo se repetía. La realidad era como una caja china, una
serie infinita de recipientes dentro de otros recipientes”. Estas citas,
extraídas también de La invención...,
definen tanto el concepto austeriano de azar como su sistema narrativo, que ya
describí.
(En The
Music of Chance, el azar es, otra vez, un leit motiv. Nashe viaja por los
Estados Unidos dejándose llevar sin dirección determinada. Se cruza con Jack
Pozzi, un jugador profesional, en realidad un torpe fullero. Y ellos enfrentan,
desastrosamente, a dos hermanos que se han enriquecido con la lotería, otra
muestra paradigmática del azar. En la versión cinematográfica, el director
Philip Haas cambió el final de The Music
of Chance, que era más indefinido, no se sabe qué le pasa a Nashe después
del choque. Lo hace cíclico e introduce a Auster como personaje, muy
coherentemente con su narrativa: aparece en La
ciudad de cristal, en La invención...,
en Leviatán.)
Porque todo esto, lo repito, necesita de la
escritura para inscribirse, para ser rescatado de un limbo angustiante. Pero la
operación no es meramente consoladora; ni siquiera tiene un mediano éxito.
“Desde el principio reconozco que este proyecto está destinado al fracaso”; “Ha
habido una herida y ahora me doy cuenta de que es muy profunda. Y el acto de
escribir, en lugar de cicatrizarla como yo creía que haría, ha mantenido esta
herida abierta”.
(Una primera versión fue publicada en la revista La vereda de enfrente, núm. 8, Buenos
Aires, mayo de 1997.)
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