domingo, 9 de octubre de 2011

Paul Auster: ausencia, memoria, escritura




Euroamericano

En un reportaje que le hizo Ariel Dorfman (publicado en Radar, núm. 1, suplemento de Página/12, 18 de agosto de 1996), Paul Auster admite que lo sorprende el ser considerado —por parte de cierta crítica— como un escritor “europeo”. “Quizá me conectan con Francia porque hice algunas traducciones del francés al inglés —afirma—; pero de verdad no lo entiendo. (...) Mis modelos, mis fuentes, mis héroes son Hawthorne, Melville, Poe, Thoreau, Emerson. Esos escritores que crearon la literatura norteamericana, que definieron el territorio en un momento crítico, el pasaje de una cultura agrícola a una industrial con la Guerra Civil como trasfondo, la crisis en la formación de los Estados Unidos. (...) Bueno, todo norteamericano tiene lazos con Europa, entre otras cosas a través de su pasado familiar.”
Pero la verdad es que en Auster se cruzan dos grandes tradiciones, dos “sistemas” literarios: el “norteamericano” y el “europeo”. Aunque parezca un lugar común, vale la pena explorar un poco esto, con el fin de ver cómo resulta productivo para entender el “sistema” Auster.
La literatura de EE. UU., y su cine, que es, en muchos aspectos, su correlato, se caracterizan por una fuerte narratividad, una especie de objetividad concreta, de pragmatismo entendido como filosofía de la acción (y del conocimiento útil: ver William James, considerado el único filósofo norteamericano). Esta relativa exterioridad es falsa, o por lo menos sólo aparente; la gran novelística norteamericana (de Melville a Hemingway) “cuenta historias”, sí, pero —como dice Ricardo Piglia— cuenta dos historias a la vez: una “exterior”, visible, con todos los caracteres de la aventura, de la peripecia, y otra “interior”, que sólo puede atisbarse por los resquicios que deja la otra. En La invención de la soledad, Auster alude a ambas vertientes: “... la anécdota como forma de conocimiento... ésta es la función del cuento: hacer que un hombre vea una cosa ante sus ojos, mientras se le enseña otra distinta”.
Por otra parte, la literatura europea suele connotarse como más “intelectual”, reflexiva, autorreferencial. Prácticamente en todas las novelas de Auster se pone en escena el acto de la escritura o de la lectura, y la reflexión sobre el lenguaje es permanente. Beckett, Kafka y Borges se encuentran, se multiplican (pocos relatos podrían ser tan borgeanos como Fantasmas, segunda nouvelle de la Trilogía de Nueva York, donde el detective Blue descubre que tal vez es el sueño de otro, que tal vez es el otro). Pero la reflexión “teórica” nunca es abstracta: en Auster, la literatura habla de sí misma, sí, pero a favor o en contra de la vida, problemático reflejo.


En el principio fue la ausencia

Precisamente, en La invención de la soledad, primera novela de Auster, se condensan las líneas esenciales de sus libros posteriores. Es, en este sentido, el texto fundacional de su escritura, el espacio textual donde se realizan una serie de operaciones estéticas, psicológicas, ideológicas. El narrador busca su voz, y también diseña una figura de escritor, propone una función de la escritura, se sitúa en un sistema literario (o varios), etc.
La invención... es una historia doble: la muerte del padre y el nacimiento del hijo. El narrador (“Auster”), situado entre ambos extremos vitales, entre ambas situaciones límites, descubre que puede (y debe) narrar, que la narración es el modo de llenar la ausencia (del padre) con una nueva presencia (del hijo): “Mi recuerdo más temprano: su ausencia”; “supe que tendría que escribir sobre mi padre”. Para esto deben darse una condición, la soledad, y un mecanismo, la memoria. La soledad, entendida como despojamiento de lo accesorio, como otra forma de vacío que requiere llenarse, pero no de cualquier forma; la memoria, entendida como la dolorosa forma de llenar ese vacío. Pero la soledad y la memoria sólo se justifican plenamente, en última instancia, cristalizándose mediante la escritura: “Un álbum muy grande, encuadernado en piel fina y con letras doradas grabadas en la cubierta decía: ‘Los Auster. Esta es nuestra vida’ y estaba completamente vacío.” En esta novela, se despliega una trama de citas y nombres y recuerdos y frases y escenas que se van repitiendo, modulando, en las novelas siguientes.
La búsqueda del padre (metaforizada, entre otras maneras, mediante la historia de Gepetto y Pinocho), por ejemplo, será un tema por excelencia en Auster: Walt y el maestro Yehudi (Mr. Vértigo), el narrador y Sachs (Leviatán), Blue y Black (Fantasmas)... El Palacio de la Luna, sobre todo, es una densa trama donde padres e hijos se cruzan sin encontrarse, o se encuentran demasiado tarde. En El país de las últimas cosas, Anna busca a su hermano desaparecido en “la ciudad”, ausencia disparadora también.
Los nombres mencionados en citas o largos comentarios son cuantiosos: Beckett, Thoreau, Laing, Marx, Babel, Proust, Blanchot, Dostoievsky, Kierkegaard, Flaubert, Joyce, Hoelderlin, Mallarmé, Rimbaud (obviamente, “Je est une autre”), Collodi, Dickinson, Freud. Muchos de ellos son obsesivos en Auster. En La ciudad de cristal, Stillman hijo habla como un personaje de Beckett: “A esto se llama hablar. (...) Hace tiempo existían madre y padre. No me acuerdo de nada. Me dice: madre murió. (...) Oscuro, oscuro. Dicen que durante nueve años. Ni tan sólo una ventana. Pobre Peter Stillman. Y el bum, bum, bum. La caca se acumula. El pipí desborda. Los desmayos. Perdóneme. (...) Soy Peter Stillman. Ese no es mi auténtico nombre. Gracias.” El protagonista de este relato, Quinn, detective improvisado, vive un tiempo en un contenedor de basura, como tantos personajes beckettianos.
Escenas, frases, resonancias que van de una a otra novela: en La ciudad de cristal (primera nouvelle de la Trilogía), Stillman padre “escribe” letras con sus trayectos por Nueva York (ya sugerido en La invención...: los pensamientos dibujan un trayecto, etc.); el departamento derruido de la calle Varick, donde el narrador de La invención... empieza a escribir es mencionado en La ciudad...; en La invención... se menciona una frustrada visita a la Estatua de la Libertad, que se repite en Leviatán; el nombre Quinn se reitera obsesivamente en muchos relatos; la historia de Anna Blume (o Bloom, alusión a Joyce), de El país de las últimas cosas, se resume en El Palacio de la Luna; en La ciudad..., Quinn lee a Marco Polo, el protagonista de El Palacio... se llama Marco Stanley Fogg (tres grandes viajeros).
Como veremos más adelante, las repeticiones, las “coincidencias” no son gratuitas. Más bien, trazan una red particularmente compleja y significativa, que parece desmentir la modesta o irónica afirmación del autor, en el reportaje citado: “Yo me veo más bien como un escritor tradicional, alguien que cuenta historias de una manera bastante clásica y tradicional.”


Memoria, azar y narración

En La invención..., como ya dije, el tema es fundante: “La memoria como un lugar, como un edificio...”; “Memoria: el espacio en que una cosa ocurre por segunda vez”. Pero la memoria, formada por el olvido y el recuerdo (muy a la luz de Freud), no es sólo personal: “La memoria, por lo tanto, no sólo como la resurrección del pasado individual, sino como una inmersión en el pasado de los demás, lo que equivale a hablar de la historia, donde uno participa y es testigo, es parte y al mismo tiempo está aparte”.
Por cierto, las novelas de Auster (sobre todo, diría, Leviatán y Mr. Vértigo) son metáforas extendidas, fuertemente narrativizadas (lo que generalmente les impide desbarrancarse hacia la alegoría), de la historia norteamericana de este siglo. Por supuesto, en la segunda novela mencionada, el acto de volar es también una metáfora de la escritura (“El número iba a desarrollarse como un relato...”) y del arte en general (“me estaba convirtiendo en un artista”, “En el fondo, no creo que haga falta ningún talento especial para que una persona se eleve del suelo y permanezca suspendida en el aire. Todos lo llevamos dentro”).
En relación con Auster, se insiste sobre el tema de la casualidad, el azar, las coincidencias “mágicas” (así las llamaría Cortázar: no es aventurado señalar las relaciones de Auster con el autor de 62. Modelo para armar, un texto que le es muy afín). El también niega, o relativiza, el concepto: “Sinceramente creo que lo inesperado está alrededor de nosotros todo el tiempo. Algunos lo llaman azar; otros casualidad; otros prefieren no verlo” (reportaje citado). Lo que sucede es que el llamado azar es la sustancia de la que está hecha la realidad o, lo que casi lo mismo, nuestra limitada percepción de ella. Por eso, otra vez, la importancia de la memoria, como registro a la vez sistemático e impotente de lo que ha ocurrido: “En cierto modo todo está relacionado con todo”, “En cierto modo, todo puede leerse como una apostilla sobre alguna otra cosa”, “Daba la impresión de que todo se repetía. La realidad era como una caja china, una serie infinita de recipientes dentro de otros recipientes”. Estas citas, extraídas también de La invención..., definen tanto el concepto austeriano de azar como su sistema narrativo, que ya describí.
(En The Music of Chance, el azar es, otra vez, un leit motiv. Nashe viaja por los Estados Unidos dejándose llevar sin dirección determinada. Se cruza con Jack Pozzi, un jugador profesional, en realidad un torpe fullero. Y ellos enfrentan, desastrosamente, a dos hermanos que se han enriquecido con la lotería, otra muestra paradigmática del azar. En la versión cinematográfica, el director Philip Haas cambió el final de The Music of Chance, que era más indefinido, no se sabe qué le pasa a Nashe después del choque. Lo hace cíclico e introduce a Auster como personaje, muy coherentemente con su narrativa: aparece en La ciudad de cristal, en La invención..., en Leviatán.)
Porque todo esto, lo repito, necesita de la escritura para inscribirse, para ser rescatado de un limbo angustiante. Pero la operación no es meramente consoladora; ni siquiera tiene un mediano éxito. “Desde el principio reconozco que este proyecto está destinado al fracaso”; “Ha habido una herida y ahora me doy cuenta de que es muy profunda. Y el acto de escribir, en lugar de cicatrizarla como yo creía que haría, ha mantenido esta herida abierta”.

(Una primera versión fue publicada en la revista La vereda de enfrente, núm. 8, Buenos Aires, mayo de 1997.)

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