¿Cuál es el
problema?
En el significativo año de 1899 —un año después de la
guerra de Cuba, un año antes de que empezara el siglo XX—,(1)el guatemalteco
Máximo Soto Hall publica en San José de Costa Rica su novela El problema. Un curioso experimento de
ciencia ficción en un contexto, el latinoamericano, poco proclive a ese género codificado,
en su versión moderna, por autores como Julio Verne y, especialmente, H. G
Wells. (Hay pocos nombres para agregar en este continente y en estas épocas
tempranas: el argentino Holmberg, el mexicano Amado Nervo; posteriormente,
Arturo Cancela. Estos últimos, muy influidos por el inglés.)
Más raro aún: no sólo es ciencia ficción, y en su
variante distópica, como suele decirse, sino también en su variante o subgénero
de política-ficción.(2) Porque la acción de El
problema transcurre en 1928 (un año después de que se publicaría, efectivamente,
La sombra de la
Casa Blanca, la otra novela de la cual voy
a hablar). Para ese entonces, según el relato de Soto Hall, los norteamericanos
se han apoderado del país “pacíficamente”, o al menos con el beneplácito de la
mayoría de los habitantes (y una resistencia mínima, mayormente discursiva, de
algunos), y se disponen a extender sus dominios por el resto de la América Central, el “patio
trasero”, bajo la engañosa y recurrida forma de la “anexión”.
El protagonista de la novela es un joven, Julio
Escalante, que vuelve de Europa y encuentra que su país ha cambiado enormemente
a partir del dominio yanqui. Esto da pie a una contraposición, típica de la
época (cf. el Ariel de Rodó), entre
la cultura europea, sobre todo latina, y la anglosajona; contraposición que se
resuelve, en varios niveles, con una clara superioridad de esta última. Las
transformaciones han sido enormes y, como dije antes, nadie parece oponerse a
un agresivo capitalismo norteamericano que aparece como esa fuerza
increíblemente destructiva y constructiva a la vez, cuya descripción casi
celebratoria Marshall Berman gusta atribuirle a Marx (y antes, según parece, a
Goethe). De ahí que algunos críticos duden de la postura ideológica del autor,
o bien de la novela. ¿Hay ironía, resignación, apología inclusive? Dialéctica,
seguro que no.
En realidad, toda la obra es excesivamente discursiva,
una suerte de “novela de tesis” en la que la narratividad propiamente dicha
está soportada por una trama que se adelgaza hasta lo invisible. “No pasa
nada”, salvo la fiesta final, en la que se consuma la anexión, y el desenlace
fatal, casi en simultáneo. Los personajes encarnan posiciones ideológicas o
morales prefijadas y emiten un discurso automáticamente acorde con ellas. Por
ejemplo:
Sí, seremos americanos. Esa gran nación ha vivido
ignorante de su grandeza; su amor a la libertad y su afán de progreso no la
habían dejado comprender que sus músculos de gigante se hallan oprimidos en el
territorio que ocupa. Hoy tratará de ensancharse y nosotros tendremos que darle
espacio, no hay más remedio.
Todos los personajes hablan así, y el narrador también.
Por su parte, Julio es el típico personaje modernista, un
decadente finisecular, “temperamento nervioso” cuyas vacilaciones ideológicas,
si así pueden llamárselas, no presagian un buen final, desde el vamos.
Incluso, hay un abuso de la alegoría hasta la apoteosis (negativa)
final: el protagonista se lanza con su caballo debajo de las ruedas del
ferrocarril que se lleva a su amada, recién casada con el yanqui. Símbolo
transparente, cifra del fracaso definitivo, erótico-político; del personaje y
de lo que tenuemente representa: la latinidad en retirada.
El encuentro fue inevitable. caballo y caballero,
arrojados por la gran mole de hierro, rodaron juntos sobre las bruñidas cintas
de los rieles. Después, entre el traquetear de los carros, los suspiros del
vapor y el metálico ruido de las ruedas, se oyó un crujir de huesos, y el
ahogado relincho de un caballo, mientras el tren con su cortejo magnífico,
arrastrando a una pareja feliz, pulverizaba al último representante de una raza
caballeresca y gloriosa.
Esto lleva a su culminación, también, un “uso” alegórico
de los personajes, sobre todo femeninos; en este caso, Emma, la “mujer nueva”,
la del alma moldeada por “lo sajón”, ha sobrepasado, en el (fracasado) amor de
Julio, a Margarita, la “latina esencial”, angelical pero fatalmente débil y
condenada a desaparecer. (Más adelante volveré sobre esto, cuando trate sobre
el mismo procedimiento respecto de los personajes femeninos de La sombra de la Casa Blanca.)(3)
El problema produjo un cierto impacto en el reducido campo intelectual
costarricense (ver, sobre todo Molina Jiménez, 2001, y Ríos Quesada, 2002); incluso desencadenó lo que unas
décadas más tarde se llamaría el “ciclo de la novela
antinorteamericana o antiimperialista” (como se dice “el ciclo de La Bolsa”
en Argentina a partir de 1890). Algunas de estas novelas son: El árbol
enfermo (1918) y La caída del águila (1920), de Carlos Gagini (uno de los “escritores nacionales” de
Costa Rica);(4) La oficina de paz de
Orolandia (1925), de Rafael Arévalo Martínez; Canal Zone (1935), de
Demetrio Aguilera, etc.; y, bastante tiempo después, la “trilogía bananera” de
Miguel Ángel Asturias (El Papa Verde, Los
ojos de los enterrados, Viento fuerte), autor sobre el que deberé volver
más adelante, por otras razones.
Pero ¿quién era Soto Hall?
Las sombras de
Soto Hall
Un buen resumen biográfico puede encontrarse en Molina
Jiménez (2001). Máximo Soto Hall nació en Guatemala, en 1875, en una familia
rica; su padre era un empresario y diplomático hondureño (combinación harto
frecuente en Centroamérica). Muchos otros parientes ocuparon cargos políticos
de importancia, en Guatemala y en Honduras, en la época de las “reformas
liberales” comunes a varios países de la región. A su vez, la carrera política
de Máximo empezó precozmente: en 1892, ya era secretario de la legación
guatemalteca en Madrid. Dos años antes, había publicado su primer poemario, Para ellas, y Rubén Darío le dedicó un soneto
en el que lo llamaba “bohemio humano, pensador divino”.
Luego de viajar por Europa y publicar varios libros más,
regresó a América, por razones no del todo claras, y se instaló en Costa Rica,
en 1896. Al poco tiempo, empezó a ejercer el periodismo y se vinculó
fluidamente con el gobierno de Rafael Iglesias. No fue su última relación con
un dictador; de hecho, por entonces comenzó una amistad con Manuel Estrada
Cabrera que lo llevaría a colaborar con éste cuando se convirtiera en “el Señor
Presidente”, y durante muchos años. Esta obvia posición de “intelectual
orgánico” de un régimen despótico con algunas ínfulas ilustradas le permitió
ejercer diversos cargos públicos, sobre todo como publicista del gobierno entre
intelectuales latinoamericanos, a quienes debía atraer (el inefable Chocano fue
uno de sus éxitos; bueno, no era tan difícil).
En 1915 fue el revisor oficial de El Libro Azul de Guatemala, en el que —según parece— redactó su propio
panegírico, y en 1917 publicó una Biografía
de Estrada Cabrera al alcance de los niños (!).
Finalmente, tuvo la suerte de estar en Washington cuando
una insurrección popular terminó con el sanguinario gobierno. Esto lo llevó a
un largo exilio en Venezuela, Chile, Argentina (donde se publicó la primera
edición de La sombra de la
Casa Blanca), Uruguay. Pudo volver a
Guatemala, donde estuvo muy poco tiempo; prefirió regresar a la Argentina, donde trabajó
durante muchos años en La Prensa, y murió en 1944. En el ínterin, había
rechazado las seducciones de una nueva dictadura, la de Ubico. Evidentemente,
le preocupaba su pasado y eligió construirse una nueva reputación como
intelectual “antiiimperialista”.
Esta historia —que parece un resumen, sino una parodia,
de la de tantos intelectuales burgueses centroamericanos— permite releer con
una mezcla de asombro y sospecha la crítica, contemporánea, de Miguel Ángel
Asturias sobre La sombra de la Casa Blanca. Asombro,
porque el autor de El señor Presidente no podía ignorar la trayectoria
“cabrerista” de Soto Hall; sospecha, porque así se pueden leer bajo otra luz
afirmaciones veladas como “esto es lo que en Soto Hall merece
calurosa alabanza, esta reforma
profunda de su personalidad que, lejos de hacer las de Chocano,
que sigue defendiendo tiranías, ayer a Estrada Cabrera y hoy a Leguía...”
(Asturias, 1997, p. 285).(5)
Y también permite calibrar mejor las ambigüedades y las flojedades en
la trama (narrativa e ideológica) de ambas novelas, especialmente de El problema.
Sombras nada más
Al principio de La
sombra de la Casa Blanca,
Alberto Urzúa viaja a las “entrañas del monstruo” y se debate (como antes Julio
Escalante) entre la resignación ante acontecimientos aparentemente inevitables
—el predominio de los intereses yanquis que se defienden mediante la
intervención militar a su país— y la resistencia heroica. Urzúa elige la
segunda opción, pero ésta también equivale a un suicidio, porque terminará su
vida en un combate imposible.
En efecto, el relato se interrumpe con la muerte de
Urzúa en la selva, como un Sandino avant
la lettre, pero que fracasa casi antes de empezar. En realidad, el
personaje es un pequeño burgués liberal que está muy fuera de lugar en ese
entorno, y en esa muerte inútil; consolado, para colmo, por su platónica “amiga
americana”.
El fuego había cesado. Posiblemente al ver desplomarse
al abanderado se dio orden que se suspendiera. la joven, a pesar de la
debilidad a que la habían reducido largos días de sufrimientos y de
privaciones, haciendo un esfuerzo supremo, arrastró al patriota agonizante hasta
el fondo de la caverna. Urzúa ya no pudo pronunciar una sola palabra. Tomó las
manos de Virginia, confundidas con la bandera, las besó intensamente, dos
lágrimas rodaron de sus ojos, y expiró.
A Urzúa le habían reprochado “quijotismo”, aparentemente
un rasgo propio de los latinos. Esto del quijotismo en un tópico ambivalente:
por un lado, connota desprendimiento, sacrificio, desinterés, idealismo, etc.;
por otro, implica un fracaso inevitable, casi intrínseco a la empresa. A
propósito, Gregorio Selser decía que la de Sandino era una “aventura quijotesca
contra un enemigo... superior en hombres y en armas...” (Selser, 1959, p. 390).(6)
Hablando de liberales (y conservadores): tanto en
Nicaragua como en otros países de Centroamérica caracterizados por esa división
política propia del siglo XIX, la diferencia tiende a desdibujarse. Más allá de
que los conservadores expresaran a los latifundistas clericales, y los
liberales, a los sectores más “progresistas”, incluyendo a una incipiente clase
media, hay que recordar que fueron los “liberales” quienes convocaron a William
Walker y sus filibusteros, a mediados del siglo XIX, para terciar (muy desafortunadamente)
en su disputa con los conservadores; también, quienes obligaron a Sandino a
rebelarse cuando pactaron con los norteamericanos a cambio de hacerse con el
poder mediante elecciones “libres”, fiscalizadas por éstos; y, mucho peor, fueron
los “liberales” (Somoza; además, hermano masón...) quienes finalmente asesinaron
al héroe de Las Segovias.
Esta equivalencia básica entre los liberales y los
conservadores puede verse en la novela, en la convivencia de los padres de
Urzúa: él es un liberal moderado, anticlerical, al menos discursivamente (como
el padre de Escalante, en El problema,
era discursivamente antiimperialista); ella, conservadora y católica(7) a
rabiar. También se ve que los políticos y los magnates norteamericanos utilizan
la “revolución liberal” para asegurarse un poder legítimo, que los
conservadores ya no podían darles (porque los Estados Unidos sólo podían
reconocer formalmente un gobierno que no hubiese surgido de un golpe de Estado).
Las vacilaciones de Soto Hall se reflejan en Urzúa desde
el principio. Por ejemplo, en su contradictoria fascinación por la gran ciudad;
en este caso, Nueva York. (Sus hermanas, en cambio, se adaptan
maravillosamente, per via di shopping.)
La metrópoli, a su vez, como si hubiera querido preparar
una sorpresa escénica, envolviéndose en aquel velo sutil y apareciendo
repentinamente de entre sus pliegues, surgía magnífica, dejando ver sus
edificios que, como en loca competencia de escalar el cielo, alzaban sus
amplias techumbres al infinito... aquella ciudad cuya grandeza les había
parecido abrumadora, les sonreía con su bullicio y con sus luces, haciendo
nacer en sus almas una floración de esperanzas.
Se sabe que el tópico de la ciudad como infierno y
paraíso —alternada o simultáneamente— se consagra en la novela realista
decimonónica. (En esto es canónico el impresionante comienzo de Las muchachas de los ojos de oro, de
Balzac.) En la literatura latinoamericana de la época que estamos viendo, el
tema reaparece una y otra vez, desde las crónicas de Martí, celebratorias al
principio, más críticas después, hasta el rechazo de Darío (en el artículo
sobre Poe de Los raros: un retrato
espiritualista y malévolo, no exento de antisemitismo, rasgo que también
aparece mucho en La sombra...).
Pasando por Manuel Ugarte, en El destino
de un continente.(8) El contraste
con Latinoamérica se hace cruelmente evidente: o no hay grandes ciudades
modernas (con la consiguiente pobreza cultural de una “civilización” que ya
sólo puede apreciarse en tanto urbana), o las que hay son “a la europea”, como
Buenos Aires (y, por lo tanto, en cierto sentido, preferibles; sobre todo, para
Darío).
Todo esto es también, por supuesto, una referencia la
enorme potencia constructiva, y destructiva a la vez, del capitalismo (de
nuevo, Marshall Berman).
Yanquis y
mujeres...
Otro tópico que se podría rastrear en La sombra... es el la división de los norteamericanos
en “buenos” y “malos”; o, más precisamente, en el “pueblo” y el “poder”. Soto
Hall pretende idealizar al primero, que sería la mayoría bien pensante de los
ciudadanos, descendientes de los míticos padres fundadores, modelados por la
austeridad y la ética protestantes, glorificadores del trabajo, el ahorro y la
libertad de pensamiento, etc.; representados aquí por el honesto juez, padre de
Virginia. Del otro lado, quedan algunos políticos —seguramente, la mayoría— y
los hombres de negocios (donde más se registra el antisemitismo que mencioné
antes).
Al respecto es interesante subrayar la opinión de
Asturias, en el comentario sobre la novela:
... sorprende la ingenuidad con que el autor trata de pintarnos al
yanqui, tipo de hombre honrado fuera del Callejón Wall; al
juez integérrimo que censura acremente la política expansionista e injusta de la Casa Blanca en
Centroamérica y a todo un pueblo que, aunque en desacuerdo, asiste paciblemente
a que se cometan crímenes como los de Haití, Santo Domingo, Cuba, y Nicaragua.
Ver cometer un crimen paciblemente, es cometerlo. So capa de ignorancia los
panegiristas de Norte América pretenden absolver la culpa al pueblo yanqui,
cuyo tren de vida agitado no le deja lugar para informarse cabalmente de lo que
sucede más allá de sus fronteras, de los asesinatos que sus marinos cometen y
que avergonzarían al propio Atila, y de la política de anulación de valores y
entronización de vicios que favorezcan los planes financieros, que su
diplomacia persigue como norma secreta de conducta en los países del istmo, y
hasta Venezuela, Perú, Brasil y Chile. Si la tesis de la novela de Soto Hall es
defender al pueblo norteamericano, cargando toda la culpabilidad de la conducta
de sus gobernantes a los banqueros, sentimos no estar de acuerdo. Culpable como
los banqueros, es un pueblo que deja que en su nombre se maten niños y mujeres
en las calles de Chinandega, que, sin una protesta en los labios, se lleva,
después de comer en el seno del hogar recalentado, la cruz a la boca, mientras
los colegas de Lindbergh arrojan bombas desde sus naves aéreas sobre
pobla
Es bueno recordar que a la misma conclusión llegará
Sandino después de haber creído en algún momento (desesperadamente) que
conseguiría la intervención de los “buenos norteamericanos”, en su apoyo y
contra el propio gobierno yanqui. Decepcionado, llegará a pensar que pueblo y
gobierno, en el fondo, son uno solo (ver Selser, 1959, passim) o, por lo menos, ambos responsables casi en la misma medida
de las políticas predatorias implementadas por el segundo y toleradas, cuando
no celebradas, por el primero.
Como ya adelanté, dos mujeres simbolizan esta dicotomía:
Emma (el mismo nombre que la amada imposible de Escalante en El problema), la sirviente del poder que
seduce a Alberto para atraerlo a la causa del imperialismo; y Virginia, la hija
del juez justo, que termina acompañándolo en su agonía selvática. Rubia y
morocha, por supuesto, para mayor simetría y para explotar cierta connotación
étnica; Virginia, por el origen (y el significado) de su nombre, así como por
su color de pelo, es casi una “latina”.
(Importancia velada de las mujeres en la saga heroica y
trágica de Sandino, según Selser: la suya propia, por supuesto, Blanca Aráuz,
la telegrafista de San Juan del Norte; pero, sobre todo, la mujer del embajador
norteamericano Hanna, amante de Tacho
Somoza y, como tal, impulsora de que éste fuera puesto al frente de la Guardia Nacional
organizada por la intervención antes de dejar Nicaragua. La embajadora, poder
en “las sombras”, poder del sexo, recuerda precisamente al personaje de Emma en
la novela de Soto Hall; con la misoginia consiguiente en ambos casos, hay que
decirlo.)
Claves de la
clave
Si El problema
era una “novela de tesis”, La sombra...
(que también lo es en parte, aunque con mayor despliegue y habilidad narrativa)
es una “novela en clave”. Centrándose en un personaje ficcional, Alberto Urzúa,
lo rodea de figuras(9) y hechos de la historia nicaragüense contemporánea.
Sobre este procedimiento, ha dicho Noé Jitrik (en el
contexto de su análisis de Adán
Buenosayres):
La “clave” es un recurso de figuración literaria. Su uso
no es en sí mismo moral ni inmoral; es en cambio eficaz o ineficaz. Tan
legítimo como la autobiografía y más pintoresco que ésta. Ofrece el atractivo
de la picota y el apetito del desciframiento. Como recurso consiste en
describir parcial y arbitrariamente a personajes muy conocidos y reconocibles
por todos, haciéndolos servir a intenciones que quizá ellos espontáneamente no
servirían. (...) Se puede decir todo lo que se quiera de cierta gente sin lugar
a reclamaciones, puesto que nadie puede darse públicamente por aludido, es
decir que asegura la impunidad. (...) Corresponde que nos preguntemos: ¿nos
interesa dicha obra por eso? O aun: ¿la clave constituye un motivo de interés?
A nosotros, argentinos, la clave empleada por Proust no nos dice nada (sin
embargo la obra nos interesa)... La clave es lo puramente anecdótico y su
interés es contemporáneo o, a lo sumo, de erudición histórica. Siendo un punto
de partida para la creación, debería ser trascendido, quedando el residuo no en
las páginas sino en el espíritu del autor. Una contradicción íntima desazona la
clave y es que su objetivo inmediato no se reconoce si se la trasciende, y si
por el contrario es muy evidente y todos comprenden de qué y de quién se trata,
la clave ya no pertenece a la literatura sino al libelo. Sin embargo, esta
contradicción interior de la clave que para ser debe dejar de ser y que su
logro consiste en su desaparición, no ha quitado brillo a ciertas obras que la
emplearon. El placer que experimentamos leyendo a Rabelais o a Quevedo se
refiere exclusivamente a la obra, aunque nos interesemos por saber contra
quiénes van dirigidas sus baterías (...) Podemos representar a alguien con
recursos innobles, lo que importará siempre es la coherencia y la unidad que en
un plano más vasto hayamos logrado dar a ese alguien (Jitrik, 1981).
¿La clave es entonces, en principio, como un crucigrama,
como una adivinanza, un juego de ingenio, de cultura “general” y hasta de
deducción, muy similar a la novela policial clásica? Puede ser. O también: la
“clave” como una especie de eufemismo, como esos puntitos con que a veces se
disimulan las que se consideran palabrotas.
Más: ¿un doble juego? ¿El texto ficcionaliza al personaje “real”, o éste realiza (da realidad) a la ficción? En la novela histórica, se
tiende a lo primero; en la autobiografía, a lo segundo. La novela en clave no
se decide del todo. Quizás, entonces, sea una suerte de mala conciencia de la
novela realista. Ilusión de fidelidad a la historia, y cobardía de último
momento. Esto puede ser especialmente verdadero en La sombra de la casa Blanca, que trata sucesos contemporáneos con
un final negativo para la posición que el autor parece sostener.
¿Y si no sólo hubiera mala conciencia en la novela en
clave, sino también mala fe? O se usa el verdadero nombre, si se quiere
“denunciar” o burlarse (ensayo(10) o sátira, y algo de esto último hay en La sombra..., sobre todo por los
seudónimos elegidos), o se inventa totalmente un personaje. Si no, se corre el
riesgo de atribuir cosas falsas a personas verdaderas, y viceversa; el riesgo o
la impunidad. Porque, ¿qué pasa con el lector? Ya lo dice Jitrik: la clave es
para pocos, por definición; pocos contemporáneos, muchos menos después.
Establece un sistema de inclusiones y exclusiones: el que sabe y el que no
sabe. Se dirá: como todo texto. Sí, pero acá está en juego también la historia,
que no es un juego.
<cuerpo menor>
Notas
1 Ese mismo año de 1899 se fundaba la United Fruit Co., primer trust
agrícola del mundo, y protagonista esencial de la literatura latinoamericana.
2 Una sucinta bibliografía
sobre ciencia-ficción podría incluir: Umberto Eco, “I mondi della
fantascienza”, en Sugli specchi e altri saggi, Milán, Bompiani, 1988;
Jean Gattégno, La ciencia-ficción, Bogotá, Panel, 1978; Aníbal M. Vinelli,
Guía para el lector de ciencia ficción, Buenos Aires, Convergencia,
1977; Darko Suvin, Metamorfosis de la ciencia ficción. Sobre la poética y la
historia de un género literario, México, FCE, 1984; Pablo Capanna, El
sentido de la ciencia-ficción, Buenos Aires, Columba, 1966; Guillermo
García, “El otro lado de la ficción: Ciencia-ficción”, en Historia crítica
de la literatura argentina. La irrupción de la crítica, Buenos Aires,
Emecé, 1999. Para un caso latinoamericano en especial, ver Visiones periféricas. Antología de la ciencia ficción mexicana, Miguel
Ángel Fernández Delgado comp., Buenos Aires-México, Lumen, 2001.
3 La posesión de la mujer
(aunque sea a medias) nativa por parte del yanqui que la desposa preanuncia un
tópico simbólico de la literatura latinoamericana “antiimperialista”. Ver, por
ejemplo, la primera parte de El papa
verde, de Asturias, en la que Geo Maker Thompson (vaya nombre) intenta
casarse con la hermosa mestiza Mayarí (recordar también que ésta finalmente
desiste del simbólico matrimonio y opta por suicidarse, “entregándose al río”,
es decir, a la naturaleza).
4 Para la trayectoria ideológica de Gagini, ver un
resumen en Viales Hurtado (1993).
5 Recordemos que Asturias redacta también el elogioso
Prólogo a Sandino, general de hombres
libres, de Gregorio Selser (1959).
6 David Viñas (1998) afirma de Manuel Ugarte que, frente
al imperialismo yanqui, “quiere sobreimprimir su propia imagen ‘de Quijote’
hispanoamericano”. El vaivén o el reemplazo de la figura del Cid y la del
Quijote tienen sus complejidades. Es verdad que el primero llega a representar
un triunfalismo filofascista (el “espíritu caballeresco de la raza”, dice en la
estatua del Cid Campeador, en Caballito), pero por lo menos es un “héroe que
gana”. El de la triste figura, justamente, provee una comparación ideal para una
derrota preanunciada; por ejemplo, en la carta de despedida del Che a sus
padres: “Otra vez siento bajo mis
talones el costillar de Rocinante, vuelvo al camino con
mi adarga al brazo.”
7 Un personaje fundamental en la novela es el obispo
exiliado, monseñor Gregorio Vergara y Ruiz, que se refiere las persecuciones
“de México y Rusia”. Recordar que en la “cuestión Nicaragua” (y en “el caso
Sandino”), la presunta intervención mexicana fue siempre un tópico al que los
norteamericanos debieron acudir; de hecho, uno de sus principales temores era
que la Revolución
Mexicana (notoriamente más nacionalista que socialista) se
extendiera por América Central.
8 Cf. Viñas, p. 190.
9 Algunos ejemplos: Chorada es Chamorro, Meses es Díaz,
Minsinton es Stinton, Mondaca es Moncada, Iraeta es Sacasa, el senador Brighton
es, quizás, el senador Borah; asimismo, la Tropical Fruit
Company es la United
Fruit Company. (Somoza no aparece porque hacia 1927 apenas
era un amanuense de Moncada. Lo raro es que no aparezca Sandino; quizás Soto
Hall no sabía aún de su existencia.)
10 Hay que decir que Soto Hall volcó también su
postura en forma de ensayo; ver Nicaragua y el imperialismo norteamericano, Buenos Aires, Artes y Letras, 1928.
Bibliografía
Asturias, Miguel Ángel (1997): “La sombra de la
Casa Blanca, por Máximo Soto Hall”, en París 1924-1933. Periodismo y creación
literaria, Madrid, Archivos. (Ver texto completo en Apéndice.)
Jitrik, Noé (1981): “‘Adán
Buenosayres’: la novela de Leopoldo Marechal", en Varios, Contorno (selección), Buenos Aires,
CEAL.
Molina Jiménez, Iván (2001): “La polémica de El problema (1899), de Máximo Soto Hall”, Revista
Mexicana del Caribe, Año 6, Núm. 12, Universidad de Quintana Roo, México, pp. 147-180
(http://redalyc.uaemex.mx/redalyc/pdf/128/12801205.pdf).
Ríos Quesada, Verónica
(2002): “El impacto de la
publicación de la novela El problema de Soto Hall en la
Costa Rica de 1899”,
San José, Universidad
de Costa Rica, Congreso
Centroamericano de Historia, Mesa Historia y Literatura Ciudad Panamá, 22 al 26
de julio (http://www.denison.edu/collaborations/istmo/n04/proyectos/soto.html).
Selser,
Gregorio (1959): Sandino, general de hombres libres, 2 vols., Buenos
Aires, Triángulo.
Soto Hall,
Máximo (1927): La sombra de la
Casa Blanca, Buenos Aires, El Ateneo.
Soto Hall,
Máximo (1992): El problema, con
estudios introductorios de Álvaro Quesada Soto y Juan Durán Luzio, San José,
Universidad de Costa Rica. (Primera edición: San José, Imprenta Española,
1899.)
Viales Hurtado, Ronny José (1993):
“Gagini y el surgimiento del nacionalismo costarricense: Aportes para un
debate”, Revista Comunicación, San
José, Instituto Tecnológico de Costa Rica (http://www.itcr.ac.cr/revistacomunicacion/Volumen%207N%BA1%201993/pdf's/rviales.pdf).
Viñas, David (1998): De
Sarmiento a Dios. Viajeros argentinos a USA, Buenos Aires, Sudamericana.
(Nota: agradezco especialmente a la Embajada de Costa Rica por el ejemplar de El problema que consiguieron a mi
pedido.)
(Publicado en Espacios de Crítica y Producción, N.º 42, Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras, 2009.)
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