lunes, 17 de octubre de 2011

Roberto Fernández Retamar y Calibán: los riesgos de enfrentar el discurso del otro




 En una polémica célebre pero ya algo anticuada, Foucault se negaba a reconocerse como “homosexual”, porque sostenía que el homosexual es una invención, un objeto creado por determinada formación discursiva, por un discurso de Otro en el cual él no tenía por qué reconocerse, por qué quedar atrapado. Al mismo tiempo, reconocía que era necesario, aunque en otro orden, luchar por los derechos civiles y humanos de los “homosexuales”.
Mi pregunta, muy ambiciosa, sería, entonces: ¿Cómo no quedar cautivo del discurso del otro, de la mirada organizadora y definidora del otro? Esto equivale, en cierto sentido, a intentar responder otras preguntas cruciales: ¿Todo discurso sobre la identidad es esencialista? O bien: ¿se puede historizar una esencia?
Voy a tratar de pensar estas preguntas, sin necesariamente responderlas, en relación con los ensayos calibanescos de Roberto Fernández Retamar; es decir, tentar sus límites y calibrar sus posibilidades.
Es muy conocido el origen, la matriz del discurso de Retamar: “Caliban es anagrama forjado por Shakespeare a partir de ‘caníbal’ —expresión que, en el sentido de antropófago, ya había empleado en otras obras como La tercera parte del rey Enrique VI y Otelo—, y este término, a su vez, proviene de ‘caribe’. Los caribes, antes de la llegada de los europeos, a quienes hicieron una resistencia heroica, eran los más valientes, los más batalladores habitantes de las tierras que ahora ocupamos nosotros.”[1]
Calibán, “concepto-metáfora” o “personaje conceptual”, deviene entonces emblema de la mirada del conquistador-colonizador que caracteriza al nativo de estas tierras como un monstruo, mitad demonio, salvaje prácticamente irredimible, “hombre bestial situado irremediablemente al margen de la civilización, y a quien es menester combatir a sangre y fuego”.[2] Esta imagen, junto con la del “buen salvaje”, sólo aparentemente contradictoria, se difunde desde los primeros textos de los cronistas, empezando por los del propio Colón.
 Por otro lado, el personaje de Calibán, y su aparente contraparte, Ariel, tienen una larga historia en Occidente y sus aledaños. Ernest Renan, el filósofo francés autor de “Qué es una nación”, escribe una suerte de continuación o reelaboración de La Tempestad, en la que claramente el monstruo es identificado con el “pueblo” o, mejor dicho, el “populacho”, la “plebe”, que ya se había expresado peligrosamente en los días de la Comuna de París, poco tiempo antes. Seguramente, de Renan pasa al trío Groussac-Darío-Rodó, que coinciden en un nuevo desplazamiento que asigna el “personaje-símbolo”, esta vez, a los Estados Unidos, la civilización “salvajemente” materialista por excelencia.
No es exactamente éste el camino elegido por Retamar. Curiosamente, para él, Calibán sería el indígena americano, primero, y por extensión, el hombre latinoamericano, “mestizo por excelencia”, tal como lo designa el “nosotros” con que termina la cita que mencioné al principio y muchas otras. “Nuestro símbolo no es pues Ariel, como pensó Rodó, sino Caliban.” Se entiende que esta deixis remite a la situación de discurso creada por Martí en “Nuestra América”, tema sobre el que volveré.[3]
La propuesta central, engañosamente sencilla, de Retamar, es asumir esa imagen calibanesca y resignificarla, cambiarla de signo, de valoración, para oponer a la mirada del colonizador la propia mirada, forzosamente simétrica. Y de ello extraer consecuencias positivas, que, adelanto, serían estratégicas: “El colonizador es quien nos unifica, quien hace ver nuestras similitudes profundas más allá de accesorias diferencias.” Aquí, el nosotros se extiende para incluir a los pueblos del llamado Tercer Mundo (tema sobre el que también volveré). Por eso, en el contexto de escritura de las primeras versiones del ensayo, la hipótesis aparece, repito, como estratégica y, más específicamente, como defensiva. Recordemos que se trata de la época del “caso Padilla”, que marca una divisoria de aguas, quizás no tanto en la política cultural del régimen cubano como en la actitud de algunos intelectuales latinoamericanos hacia ella.[4]
Otra consecuencia es una idea, de obvio cuño hegeliano, de la interdependencia entre colonizador y colonizado: “En un pasaje revelador, Próspero advierte a su hija Miranda que no podrían pasarse sin Caliban: ‘De él no podemos prescindir. Nos hace el fuego, / sale a buscarnos leña, y nos sirve / a nuestro beneficio.’”
 Sin embargo, Retamar mismo no tarda en darse cuenta de las limitaciones de estos procedimientos.
Por un lado, de hecho, la polaridad Ariel-Calibán falla en un punto importante: ambos son esclavos de Próspero.
Por otro lado, y más importante: en el artículo “Nuestro símbolo”, con una brusca transición, sin aviso y sin mucho desarrollo anterior, Retamar dice: “Al proponer a Caliban como nuestro símbolo, me doy cuenta de que tampoco es enteramente nuestro, también es una elaboración extraña, aunque esta vez lo sea a partir de nuestras concretas realidades. Pero ¿cómo eludir enteramente esta extrañeza” (p. 30, subrayado mío).
Aquí viene el ejemplo de “mambí”, una palabra, de oscuro origen, que los españoles impusieron peyorativamente a los independentistas cubanos de fines del siglo XIX, como sinónimo de “esclavos fugitivos”, “bandidos” o algo así, y que éstos tomaron como punto de honor, revirtiendo la injuria. (Similarmente a lo que sucedió en Argentina con el apelativo “descamisados”.) A esto lo llama Retamar la “dialéctica de Calibán” (p. 30). Pero también alude a la cuestión central del lenguaje. Por un lado, dice Retamar, “seguimos con nuestros idiomas de colonizadores”. Por otro, “el deforme Caliban, a quien Próspero robara su isla, esclavizara y enseñara el lenguaje, lo increpa: ‘Me enseñaron su lengua, y de ello obtuve / el saber maldecir. ¡La roja plaga / caiga en ustedes, por esa enseñanza!’”. Vale decir, el lenguaje participa de una doble naturaleza instrumental: como herramienta del colonizador y como herramienta posible del colonizado. Medio con que el colonizador transmite sus saberes e impone sus imágenes del colonizado, y recurso que le permite a éste, por lo menos, “maldecir”.[5] En términos de Sartre, el lenguaje no es lo mejor de que disponemos, necesita una profunda limpieza y un uso cuidadoso, pero es lo que tenemos. Hay que desconfiar de lo “incomunicable”.[6]  Sin embargo, esto coloca al intelectual (especialmente al intelectual) en un brete ideológico y práctico: ¿debe romper con la cultura metropolitana, dominante, pero al mismo tiempo conservar su lenguaje, con gran parte de lo que éste implica, una visión del mundo, un aparato conceptual y técnico? ¿Cómo romper, en todo caso, la profunda imbricación cultura-ideología-lenguaje? Hay que “repensar la historia desde otro lado”, está claro, pero ¿cómo? ¿Con qué instrumentos?[7]
Ahora bien, sabemos que la misma constitución de un “nosotros” ofrece más de una dificultad.
Walter Mignolo, en un contexto reivindicatorio de otro artículo de Retamar, “Nuestra América y Occidente”,[8] de 1976, recuerda que las mismas denominaciones que recibió “nuestra América” son significativas. La primera, “Indias occidentales”, alude precisamente al intento de “anexión de la diferencia”, contradiciendo la caracterización de América como la otredad irreductible de Europa, según una errónea visión de Todorov.[9] El nombre “América latina”, por su parte, sería la huella del frustrado intento imperialista francés, que lanza el discurso sobre la “latinidad”, tan fructífero ideológicamente como inútil en la práctica para la que fue creado. Hoy por hoy, lejos de su ambiguo origen, es la denominación más exitosa, ya que permite distinguirnos de la América “sajona” y al mismo tiempo, incluyendo a Brasil, zafar de por lo menos uno de los polos del desdichado tándem lengua-religión, caro al pensamiento hispanófilo más reaccionario como garantía de una supuesta unidad.
Pero no podemos dejar de ver que el problema de América latina es el de una entidad geocultural creada por las pujas y los diseños imperiales, tal como ocurre, de manera homóloga, con la polaridad Ariel-Calibán.
La idea de Retamar que Mignolo reivindica es la de una especie de salto, en alguna medida voluntarista, entre un mundo paleoccidental (el que realizó la conquista y la colonización de estas tierras, es decir, España y Portugal) y un mundo posoccidental, para el cual la Revolución Cubana y el tercermundismo serían las plataformas inevitables. En efecto, el capitalismo occidental, expresión que resulta una especie de pleonasmo, se desarrolló gracias a América, pero América misma, como bien lo señalaba Mariátegui, llegó tarde al reparto; financió un modo de vida del que jamás logró disfrutar. Por lo tanto, la posoccidentalización aparece como una propuesta de superación dialéctica, un “proyecto crítico” (Mignolo).[10] América debe superar a Occidente, insertarse en el mundo todo desde el Tercer Mundo, desde las naciones en proceso de descolonización: ser posoccidental. En este contexto, Cuba (última colonia de España, primer país socialista de América) sería el gran ejemplo: no renuncia a la cultura occidental (lo que equivaldría a renunciar, entre otras cosas, al marxismo), sino a las relaciones de explotación capitalista que conlleva. Una nueva manera de ser universal sería ser posoccidental.
 Las preguntas del principio se modularían, entonces, de esta manera: ¿Qué posibilidades hay de “trascender el occidentalismo” construyendo categorías geohistóricas que no sean imperiales ni esencialistas?
Como se adelantó, la respuesta no es fácil (y no se va a dar acá). La de Mignolo, “crear nuevos mapas” (Jameson), movimientos sociales que puedan articular las clases con las etnias y los géneros, una epistemología permanentemente fronteriza, “pensar desde los intersticios”, son, en principio, tan metafóricas como el personaje de Calibán. La de Richard Morse, que ve en América latina (en su literatura, por ejemplo) la sede de la utopía, parece tan precaria y anacrónica como la de Vasconcelos, o incluso la del mismo Retamar, que, para eludir la idea de raza y de mestizaje, intenta acudir a la noción de “transculturación”, de Fernando Ortiz.
Sin embargo, hay una vislumbre de respuesta en un ejemplo que Retamar da cerca del final de la edición actual de su libro, y en el contexto de una ardua discusión sobre la raza y el mestizaje, temas álgidos si los hay. Este ejemplo recuerda el apotegma sartreano para definir la “esencia judía”: “Ser judío —dice Sartre— es ser perseguido como judío.” Retamar, por su parte, dice: “No es necesario consultar las estadísticas para comprobar la sobrevivencia de los llamados indios en buena parte de nuestros países: basta con visitar en ellos un hotel, un restorán, una tienda, un banco. No miremos allí al gerente, al chef, al administrador, al director, que si no son del todo ‘blancos’, harán lo posible por disfrazar su mestizaje étnico; busquemos a quienes limpian el piso, lavan la ropa, botan la basura, realizan las tareas más humildes; y en sus caras encontraremos repetidos los rasgos que en espléndidas obras de arte multiseculares se muestran a turistas, para muchos de los cuales aquellos laboriosos apenas si existen como estorbos necesarios, como robots parlantes” (p. 89).
Sólo desde estas circunstancias concretas se puede hablar de calibanes y arieles, de miradas, simétricas o no, y de esencias, historizadas o no. 




[1] Cito por Roberto Fernández Retamar, Todo Calibán, La Habana, 2000. La versión original, mucho más breve, es de 1965. Los diversos artículos fueron rehechos varias veces por Retamar, que trató de incorporar las nuevas opiniones, e incluso confiesa que no ha podido leer todo lo publicado sobre el tema, que ya constituye una especie de “calibanología”. Una de esas incorporaciones bibliográficas es el temprano artículo de Rubén Darío “El triunfo de Calibán”, publicado en el diario El Tiempo, Buenos Aires, 20 de mayo de 1898 (http://ensayo.rom.uga.edu/antologia/XIXA/dario/).
[2] “Se trata de la característica versión degradada que ofrece el colonizador del hombre al que coloniza” (p. 12).
[3] “Existe en el mundo colonial, en el planeta, un caso especial: una vasta zona para la cual el mestizaje no es el accidente, sino la esencia, la línea central: nosotros, ‘nuestra América mestiza’. Martí, que tan admirablemente conocía el idioma, empleó este adjetivo preciso como una señal distintiva de nuestra cultura...” (p. 7; subrayado mío). Sin duda, esto le permite a Retamar afirmar, por ejemplo, que La raza cósmica, de José Vasconcelos es “un libro confuso... pero lleno de intuiciones” (p. 8). Por otra parte, Retamar afirma que “Nuestra América” es una “visión calibanesca de nuestra cultura”.
[4] “¿Por qué debemos estar dando explicaciones...?”, se pregunta Retamar. Para este tema, consultar, Claudia Gilman, Entre la pluma y el fusil. Debates y dilemas del escritor revolucionario en América Latina, Buenos Aires, Siglo Veintiuno, 2003.
[5] “Próspero invadió las islas, mató a nuestros ancestros, esclavizó a Caliban y le enseñó su idioma para entenderse con él: ¿Qué otra cosa puede hacer Caliban sino utilizar ese mismo idioma para maldecir, para desear que caiga sobre él la ‘roja plaga’? No conozco otra metáfora más acertada de nuestra situación cultural, de nuestra realidad.”
[6] Ver Jean-Paul Sartre, Qué es la literatura, Buenos Aires, Losada, 1950.
[7] La posición del intelectual, según Retamar, debe ser “desvincularse de las clases explotadoras para ponerse al servicio de las clases explotadas”. Fórmula engañosamente simple o simplificadora, que sin embargo no llega a ocultar la aporía básica del intelectual. Retamar cita frecuentemente el célebre discurso del Che en la Universidad (1959): “hay que pintarse de negro, de mulato, de obrero y de campesino; hay que bajar al pueblo, hay que vibrar con el pueblo...” Las metáforas, sin querer agrandar su importancia, son efectivamente desafortunadas, como anota maliciosamente Emir Rodríguez Monegal (“Las metamorfosis de Calibán”, en http://mll.cas.buffalo.edu/rodriguez-monegal/bibliografia/prensa/artpren/vuelta/vuelta_25.htm).
[8] Walter Mignolo, “Postoccidentalismo: el argumento desde América latina”, en Santiago Castro-Gómez y Eduardo Mendieta (eds.), Teorías sin disciplina (latinoamericanismo, poscolonialidad y globalización en debate), México, Miguel Ángel Porrúa, 1998 (también en http://ensayo.rom.uga.edu/critica/teoria/castro). “Nuestra América y Occidente” puede consultarse en Algunos usos de civilización y barbarie, Buenos Aires, Letra Buena, 1993. Para la cuestión de los nombres de América latina, ver Miguel Rojas Mix, Los cien nombres de América, Barcelona, Lumen, 1991. Mignolo llama a estas denominaciones “macrorrelatos del occidentalismo”.
[9] Maliciosamente también, agrega que Todorov concibió (copió) esta mala idea al traducir al francés el libro de Edward Said Orientalismo. En efecto, es sabido que Oriente sí se “construye” como la otredad absoluta de Occidente. Y, si se quiere, viceversa. Richard Morse (El espejo de Próspero, México, Siglo XXI) comenta que en Japón aún se habla de ropa, pintura, historia, salas de museo occidentales. José Luis Romero afirma que América es el “primer territorio occidentalizado metódicamente”.
[10] “‘Post-colonialismo" calza bien en el discurso de descolonización del ‘Commonwealth’, ‘post-occidentalismo’ sería la palabra clave para articular el discurso de descolonización intelectual desde los legados del pensamiento en Latinoamérica. Digo ‘en Latinoamérica’ y no ‘Latinoamericano’ porque me es importante distinguir las historias locales (en Latinoamérica) de su esencialización geo-histórica (Latinoamericano).”



(Ponencia en el congreso internacional Debates Actuales. Las teorías críticas de la literatura y la lingüística, Buenos Aires, 18 al 21 de octubre de 2004.) (También en Susana Santos y Jorge Panesi (coords.) Debates actuales: las teorías críticas de la literatura y la lingüística (CD-ROM), Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras, 2005.)

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Colaboran