En las últimas dos décadas, por lo menos, el género
policial, tanto en literatura como en cine, ha experimentado un verdadero
asedio crítico-teórico, en general favorable. Desde las formas de populismo
(incluyendo el de izquierda: Gramsci), que ven en el éxito popular del género
un signo de su eficacia estética e incluso ideológica, hasta el primer
estructuralismo (Barthes) y sus variantes más o menos posmodernas (Umberto Eco,
Wim Wenders), que lo utilizan como paradigma de narratividad, de ordenamiento
de lo real, de relación con las estructuras del saber.
La siguiente nota no pretende hacer un estado de
la cuestión, que a estas alturas sería una empresa harto ambiciosa, ya que el
género ha caído en lo inabarcable (e inatacable) de todo clásico. Se trata, más
bien, de establecer algunos puntos interesantes dentro de tan amplio panorama, para
finalmente centrar la atención en obras de la literatura y el cine argentinos
de los últimos tiempos, en las que creemos ver revelados algunos
funcionamientos privilegiados del género.
Un primer corte está dado por la oposición entre
el policial clásico y la “serie negra”. El primero fue establecido, en teoría y
práctica, por Edgar Allan Poe; en los cuentos protagonizados por el detective
aficionado Auguste Dupin, pero también en el temprano “Hombre de la multitud”,
que tiende las líneas principales: intriga, deducción, un contexto urbano
moderno que Baudelaire, gran admirador de Poe, organizaría en otros sentidos.
La segunda es un producto que se debe estudiar no sólo en sus notas
predominantes sino también en su momento y lugar de origen, que la determinan
más que aquéllas: los EE.UU. de la década del veinte.
En realidad, es este subgénero el que más nos
interesa, por su influencia directa y productiva sobre el cine, entre otras
cosas. El policial de intriga, “a la inglesa”, no ha tenido un sólido equivalente
cinematográfico, más bien limitado a tardías y aburridas adaptaciones de Agatha
Christie.
El desplazamiento que sufre el género entre una y
otra forma, tan bien marcado por Ricardo Piglia, nos remite al problema de la
referencialidad. El policial clásico surge de una peculiar combinación de
irracionalismo romántico y positivismo; no es más que la lucha constante entre
los poderes de la mente humana y el miedo a lo desconocido: si la primera
parece salir siempre vencedora, no es menos cierto que el segundo se cuela por
los crecientes intersticios de la sociedad industrial (y esto ya lo sabía mejor
el fundador Poe que sus seguidores más o menos “ingenuos”, desde Conan Doyle).
En cambio, la “serie negra” propone la imagen
inversa, quizás la del estado de la sociedad occidental al final de aquel ciclo
optimista. Una representación figurada, mucho más estilizada de lo que creemos,
que ahora nos parece “realista” por un peculiar pero frecuente efecto de
lectura, de perspectiva histórica inherente a la evolución interna de los
géneros. Se ha producido una hipercodificación que, al fijar significantes,
cristaliza irremediablemente significados; el policial fuerte y violento de los
años veinte y treinta quiso cifrar el funcionamiento de una sociedad corrompida
y decadente, los mecanismos ocultos por la ideología dominante; para
“desocultarlos”, tuvo que recurrir a nuevos ideologemas que automatizaron y,
hasta cierto punto, agotaron el género: personajes como el detective cínico
pero honesto, el jefe de la mafia, la mujer fatal; y situaciones que forman una
nueva y fácilmente cuantificable morfología. (Para algunos estructuralistas, el
policial será lo que los cuentos de hadas para Vladimir Propp, autor de una
canónica Morfología del cuento.)
El cine intentó retomar estas determinaciones del
género, pero por su carácter masivo fue víctima fácil de la censura: si se
mostraba el origen social del gangster, había que confrontarlo con una
figura positiva del mismo origen; los duros y cínicos personajes no podían ser
valientes y triunfadores hasta el final, para no aportar un “modelo negativo” a
la juventud; etc. Aun así, hay obras excelentes, quizás comparables a sus
modelos literarios.
Volviendo a lo anterior, mientras el Barthes del Análisis
estructural del relato proponía un paradigma teórico algo rígido, el
Barthes de S/Z (diez años después) se preocuparía especialmente en
desmentirse a sí mismo, dando una lectura plural de los textos como redes de
códigos, de “voces” que se entrelazan y superponen, aumentando la densidad
material de la escritura (y de la lectura). Pero, en la multiplicidad de
códigos que se tejen en el texto, parecería que son los códigos proairético
(la lógica de las acciones) y hermenéutico (los enigmas en la forma de
pregunta/respuesta, intriga/develamiento) los que organizan básicamente la
superficie narrativa del relato policial.
Y en esto sí habría puntos de contacto entre los
dos grandes subgéneros mencionados: el “suspenso”, la búsqueda del objeto
mágico o de la verdad o del poder (que a cierto nivel son intercambiables), un
armado preciso e implacable, vertebran textos “clásicos” de Poe, Conan Doyle,
Chesterton, Christie, Ellery Queen, y “modernos”, como por ejemplo el excelente
Halcón maltés de Hammett. Diferencia esencial es la común felicidad con
que concluyen los primeros (en la que incluso podría participar catárticamente
un lector tan sagaz como el detective) y la frustración siempre amarga de los
segundos. Los asesinos pueden ser encontrados (y generalmente aniquilados),
pero las mujeres deseadas suelen perderse y los objetos mágicos retornan al
despiadado circuito económico del capitalismo.
Sobre esta hipercodificación, y automatización,
que mencionáramos antes, se articula otro “uso” contemporáneo del género, como
cifra de sí mismo y del funcionamiento de todo relato. Intentos recientes y
notorios han sido El nombre de la rosa (en la cual la “forma policial”,
con sus obvias referencias a Sherlock Holmes y, en la versión cinematográfica,
a James Bond, soporta el cruce de géneros y lecturas posibles que su autor
considera paradigma de la novela posmoderna) y los filmes de Wim Wenders,
especialmente El amigo americano. Aquí, “lo policial” es una trama de
citas que permiten (y a veces exigen) una reflexión duramente poética sobre el
cine, la pertenencia a una cultura y otros paraísos perdidos. También en El
estado de las cosas y Las alas del deseo se encuentra una línea
fundamental de meditación sobre la narración en sí misma (entre Benjamin y
Borges), pero sin referencia alguna al género, salvo en el final de la primera
y en algún personaje de la segunda.
Sin embargo, este “uso” no es tan novedoso como
parece: existe Borges, hábil urdidor de tramas policiales que siempre parecen
remitir “a otra cosa” y, antes que nada, a sí mismas. El novelista y crítico
francés Claude Ollier vio en el “Tema del traidor del héroe” una metáfora del
funcionamiento narrativo, investigación y apropiación de la Historia por la Literatura. El
nombre de uno de sus protagonistas, Nolan, aparece en una novela de Ollier (L’echec
de Nolan), donde el género policial, nuevamente, sostiene la reflexión
“teórica” sobre qué significa narrar.(1) Ollier es también el guionista de Ecoute
voir… (estrenado aquí como El juego del poder, con escasa
repercusión), filme francés de Hugo Santiago donde, otra vez, como El amigo
americano, la intriga policial es un esquema “estructuralista” en el que se
mueven sombras del pasado (mucho menos nostálgico y sensible que el filme
alemán, sin duda, y más abstracto, desde un detective a la Bogart interpretado por…
Catherine Deneuve,(2) y un final “expresionista” en el que los decorados se
funden en uno solo, mostrando las cartas desnudas de la ficción). La conexión
Hugo Santiago-Borges (y Bioy Casares) viene desde la excelente Invasión
(1969).
El “Tema del traidor y del héroe” es también uno
de los intertextos generadores de la que ya es seguramente una novela
fundamental de la década: Respiración artificial, de Ricardo Piglia.
Éste, a quien ya citamos, es un decidido vindicador del género, como director
de una famosa colección de Serie Negra para la Editorial Tiempo
Contemporáneo, y autor de algunos relatos magistrales, como “La loca y el
relato del crimen”, infaltable en toda antología. En Piglia, hay una matriz
policial básica, dada por el motivo de la investigación, de la búsqueda. El
inquisidor persigue una verdad, la verdad de la historia (como relato, como
Historia), generalmente cifrada en palabras, en nombres (falsos), en textos.
El trayecto está puntuado por pistas, por intrigas parciales, por revelaciones
sucesivas, pero el corolario de una empresa imposible es el fracaso,
inevitable. En realidad, el enigma fundante es la historia argentina, en la
cual un pasado inextricable se perpetúa infinitamente en un presente atroz, el
de la dictadura militar, cuando lo “policial negro” desbordaba la ficción desde
el genocidio hacia la cotidianidad más palpable.
Otro cultor del género es Juan Carlos Martini,
también director de una colección homónima en España, para la difunta Bruguera.
Su primera trilogía de novelas, El agua en los pulmones, Los asesinos
las prefieren rubias y El cerco exploraba variantes más o menos
definidas e identificables, pero en una de sus mayores obras, La vida entera
(1981), es donde se puede encontrar la mayor productividad del género. En esta
novela, Martini despliega la historia de una ciudad imaginaria, Encarnación,
dominada por grupos de gangsters en continua lucha por el poder.
Paralelamente, la periferia de la ciudad está ocupada por la Villa del Rosario, en la que
el sector “popular”, de tibia resistencia, experimenta parecidos problemas,
ante la inminente muerte de su líder y su dificultoso relevo. La ciudad es una
transposición onettiana de Rosario, por supuesto, pero también de la Personville (o
Poisonville) de Cosecha roja, de Hammett, novela que funciona como
intertexto de La vida entera. Acá, la matriz se desarrolla en el sentido
antes apuntado: la lucha por los fragmentos del poder, bajo la forma particular
de la sucesión. Por supuesto, la alegoría tiene su referencia en los
años del peronismo de los setenta, cuando la muerte de Perón, primero temida y
luego nunca aceptada del todo, planteó la lucha a muerte entre fracciones
rivales. Una noción foucaultiana del poder socava la posible rigidez de esta
alegoría, dándole verdadera profundidad (especialmente si se la compara con un
intento paralelo de Soriano, en No habrá más penas ni olvido, de
recursos muy eficaces pero a veces facilistas; el filme correspondiente, de
Héctor Olivera, cumplió una función lamentable, si bien quizás involuntaria,
antes de las elecciones del ’83: una versión imaginable de La vida entera
difícilmente hubiese condescendido a ello).
Vamos aclarando, ya hacia el final de este
trabajo, que, desde nuestro punto de vista, el género policial se ha reducido a
diversas posibilidades de usos y funciones, muy alejadas de su origen, tal vez,
pero perfectamente consecuentes con las necesidades del sistema estético y
social en que, una y otra vez, reaparece.
Vayan, como ejemplo último, algunas referencias al
cine argentino durante la última dictadura militar.
Si nos ponemos de acuerdo en que el género
policial puede ser definido por un “tono” particular y por elementos
estructurales, más que “de contenido”, no habría mayores dificultades en
clasificar a El poder de las tinieblas (Mario Sábato, 1979) y Tiempo
de revancha (Adolfo Aristarain, 1981) como películas policiales, superando
un primer momento de extrañeza. (En el segundo caso, su mismo director pone en
duda la clasificación, pero quizás para no encasillarse, ya que el filme está
enmarcado por otros dos, La parte del león, de 1979, y Últimos días
de la víctima, de 1983, más obviamente calificables; en el primer caso, su
origen literario parecería proscribir de entrada nuestra propuesta: veremos.)
En El poder… basado en el famoso “Informe
sobre ciegos”, parte de Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sábato, su
director aprovecha ese punto de partida “prestigioso”. Su Fernando Olmos
(Sergio Renán) es un “detective” (estatus cifrado en el clásico impermeable gris)
que, como él mismo dice, tal vez demasiado explícitamente, investiga “el Mal”.
Pero, si en la novela original los ciegos son un delirio paranoico de alguien
obsesionado con el incesto, real (con su hija) y simbólico (con su madre), por
el miedo a perder los ojos, como Edipo y como los pájaros que torturaba en su
infancia, y a la vez una metáfora universalista del Mal, un concepto metafísico
del destino como determinación del inconsciente, en el filme se convierten
rápidamente en otra cosa. En una escena clave, el actor Franklin Caicedo
interpreta a un personaje que ha pasado a la clandestinidad por haber
descubierto el supuesto complot de la secta; le dice a Olmos, que aún permanece
algo escéptico: “No solamente lo persiguen a uno, se meten con la familia,
hasta que no queda nadie” (cito de memoria). Se refiere a “los ciegos” pero, en
el contexto de aquellos años, es imposible no entenderlo como una alusión
apenas opaca al sistema represivo de los militares: alusión que dispara todo
el filme hacia otra dirección.
Algo parecido sucede con Tiempo de revancha.
Federico Luppi interpreta a Bengoa, un obrero especializado en explosivos, con
un pasado sindical más o menos difuso; convencido por un compañero (Ulises
Dumont), adopta una estratagema para enfrentarse con la multinacional (Tulsaco)
que lo emplea: se finge mudo con el objeto de cobrar un interesante seguro. El
final se hizo famoso: para preservar su ardid, ante el asedio de los
“servicios” de informaciones que registran hasta su mayor intimidad (y han asesinado
a otro compañero, arrojándolo a sus pies desde un Falcon), elige
cortarse la lengua en un gesto que es a la vez una aparente derrota y una
afirmación gloriosa de la resistencia individual frente al poder (un ideologema
central para el género, como ya sugerí).
Decía Adorno que la relación del arte con la
sociedad, y por lo tanto lo que él llamaba su “contenido de verdad”, se da a
través de las formas, no de los contenidos, de la inclusión deliberada de
referencias sociales inmediatas. El arte (la literatura, en este caso) no es
“reflejo”, mera “representación”, sino configuración de sentidos que presuponen
y alientan un acto de conocimiento.
En los ejemplos analizados anteriormente, si bien
en forma muy esquemática (Respiración artificial, La vida entera,
El poder de las tinieblas, Tiempo de revancha), tratamos de
mostrar los usos “alegóricos” del género policial en el arte argentino reciente
(y aún contemporáneo). La alegoría, según Benjamin, es una actitud sintomática
ante la pérdida de sentido (y no una transmisión codificada de un sentido ya
establecido); un sentido que se quiere decir pero a la vez no puede
ser dicho: por enigmático, por censurable, por reprimido, en la
doble acepción, psicoanalítica y —ya que estamos— policial, del término.
La narración, en su sentido más fuerte, es ese
intento de rescatar del caos un significado más o menos consolador, un posible
ordenamiento, de lo real que sirva, en el mejor de los casos, como guía de la
acción, y en el peor, como excusa del sometimiento. La narración “policial”,
con su rigor constructivo, su violencia, su tensión de búsqueda, es una “forma”
privilegiada de configurar las experiencias inasibles y acaso desgarradoras. Y
este “modo de formar” (en términos de Umberto Eco) es sin duda el compromiso máximo
del escritor, del artista, como tal: su poder y, a la vez, su límite.
Notas
(1) Debo estos datos al extraordinario libro de
Edgardo Cozarinsky, Borges y el cine, Buenos Aires, Sur, 1974.
(2) Más recientemente, Sam Raimi intentó una
variante western: The Quick and the Dead (conocida en la Argentina como Rápida
y mortal), evidentemente inspirada en el filme de Santiago y protagonizada
por Sharon Stone como un(a) pistolero(a) infalible. Toda esta película es
“intertextual” respecto de su propio género, pero no llega a la altura de los
experimentos de Clint Eastwood (Los imperdonables y, sobre todo, El
jinete pálido).
Bibliografía
Adorno, Theodor, Teoría
estética, Madrid, Hyspamérica, 1984.
Alsina Thevenet, Homero,
“Informe sobre cine policial” en Violencia y erotismo, Buenos Aires,
Cuarto Mundo, 1974.
Barthes, Roland, “Introducción
al análisis estructural del relato”, en El análisis estructural, Buenos
Aires, CEAL, 1977.
Barthes, Roland, S/Z,
Madrid, Siglo XXI, 1980.
Benjamin, Walter, “El
narrador. Consideraciones sobre la obra de Nikolai Leskow” en Sobre el
programa de la filosofía futura, Barcelona, Planeta-Agostini, 1986.
Boileau-Narcejac, La novela
policial, Buenos Aires, Paidós, 1968.
Cozarinsky, Edgardo, Borges
y el cine, Buenos Aires, Sur, 1974.
Eco, Umberto, “De la manera de
formar como compromiso con la realidad” en Obra abierta, Barcelona,
Planeta-Agostini, 1984.
Gubern, Roman (comp.), La
novela criminal, Barcelona, Tusquets, 1970.
Lafforgue, Jorge y Rivera,
Jorge, Narrativa policial en la
Argentina, Buenos Aires, CEAL (Capítulo nº 104), 1981.
Piglia, Ricardo, Introducción
a Cuentos de la serie negra, Buenos Aires, CEAL, 1979.
Sarlo, Beatriz, “Política,
ideología y figuración literaria” en Ficción y política. La narrativa
argentina durante el proceso militar, Buenos Aires, Alianza, 1987.
Rest, Jaime, “Narrativa
detectivesca” en Conceptos de literatura moderna, Buenos Aires, CEAL,
1979.
(Una versión de este artículo fue
publicada en la revista Corregidor
Cultural, núms. 7/8, Buenos Aires, enero/febrero de 1991.)
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