lunes, 17 de octubre de 2011

El peso del pasado (sobre Estrella solitaria, de John Sayles)




 En un pequeño pueblo de Texas, en la frontera con México, hay tanta historia como secretos. Chocan y ocasionalmente se mezclan razas, lenguajes, músicas, versiones de El Álamo... Se descubre un cadáver de treinta años atrás: la víctima de un crimen. Parece ser Charlie Wade, un alguacil “de los de antes”, coimero y asesino. El actual alguacil, Sam Deeds, va a rastrear las huellas de ese hecho de sangre (en más de un sentido), progresivamente interesado, porque es muy posible que el criminal haya sido su propio padre, el legendario Buddy Deeds, el más grande alguacil de todos los tiempos. Es cierto que casi todos lo adoraban (menos algunos mexicanos, tal vez), pero Sam va a confirmar su intuición de hijo maltratado: hay más sombras que luces en la leyenda, y su historia personal, quizás mezquina, seguramente sórdida, se mezcla profundamente con la historia de los otros, del pueblito tejano, de los EE. UU.
Es un filme de frontera, en muchos sentidos. “El otro lado” es su límite ominoso, y ya no sólo los chicanos, los “espaldas mojadas”, cruzan el Río Grande en busca de la anhelada green card (el permiso de residencia), sino que algunos han empezado a retornar a su país, y otros, blancos, han decidido irse del suyo. “Las fronteras están borrosas”, dice el cantinero blanco. Y el cantinero negro repite algo parecido al poco tiempo, pero va a agregar: “La sangre sólo significa lo que permites que signifique”, y se dedica a coleccionar testimonios de los semínolas, los legendarios bandidos mitad negros, mitad indios, que lucharon contra los mexicanos a favor de EE. UU. en un símbolo de máxima alienación. Como en El hermano de otro planeta, Sayles parece sugerir —tímidamente— que las verdaderas fronteras son interiores, pero que el racismo es una fuerza poderosa, omnipresente y muy pocas veces batible.
A propósito, Sayles es un director cuyo eclecticismo no puede negarse; entra y sale de los géneros más triviales (las películas de béisbol en Eight Men Out, las de enfermos que se recuperan en Passion Fish, las juvenilias en Baby It's You), con total comodidad, seguro de que siempre tiene algo que agregarles, algo que decir. Sin buscar coherencias forzadas (más allá de la evidente calidad y sensibilidad con que trata su material, y una búsqueda estilística muy interesante), Sayles reitera en Lone Star una propuesta que subyacía en El secreto de Roan Inish: las razas son “comunidades imaginarias”, formaciones míticas que se apoyan en la leyenda, en una memoria parcial y, correlativamente, en la represión de alguna verdad molesta. Pero si en El secreto... la aceptación final de lo mágico-legendario equivale a un retorno salvador a los orígenes, en Lone Star sólo se puede avanzar dejando ese pasado, a la vez horrible y ficticio, atrás. “¿Comenzamos de cero?”, le propone Pilar a Sam, luego de descubrir (junto con el espectador) que en ese contexto el incesto, más que un tabú universal, es la consecuencia lógica e inevitable de todo el relato. “Al demonio con la historia, olvidemos El Álamo.” Por cierto, el amor es otra ilusión, la que permitiría superar ese pasado agobiante (tan bien representado con esos raccontos “enganchados” sin solución de continuidad, dentro de las mismas escenas, apenas con un leve desplazamiento de cámara); pero, como en Baby... y en Passion..., tiene que superar demasiados obstáculos para hacer su propio camino.
Película de fronteras, entonces, pero también de padres e hijos, de hermanos (de sangre, de raza, del “mero” afecto que brota imprevisiblemente). Película llena de utopías, como la de ese artista de pueblo que en el polígono de tiro abandonado busca balas para hacer con ellas esculturas. Y, claro, en una actividad arriesgada como ésta (el arte, la vida), nadie está exento de encontrarse con un cadáver de vez en cuando.



(Publicado en revista La vereda de enfrente, núm. 10, 
Buenos Aires, agosto de 1997.)




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