En un pequeño pueblo de Texas, en la frontera
con México, hay tanta historia como secretos. Chocan y ocasionalmente se
mezclan razas, lenguajes, músicas, versiones de El Álamo... Se descubre un
cadáver de treinta años atrás: la víctima de un crimen. Parece ser Charlie
Wade, un alguacil “de los de antes”, coimero y asesino. El actual alguacil, Sam
Deeds, va a rastrear las huellas de ese hecho de sangre (en más de un sentido), progresivamente interesado,
porque es muy posible que el criminal haya sido su propio padre, el legendario
Buddy Deeds, el más grande alguacil de todos los tiempos. Es cierto que casi
todos lo adoraban (menos algunos mexicanos, tal vez), pero Sam va a confirmar
su intuición de hijo maltratado: hay más sombras que luces en la leyenda, y su
historia personal, quizás mezquina, seguramente sórdida, se mezcla
profundamente con la historia de los otros, del pueblito tejano, de los EE. UU.
Es un filme de frontera, en muchos sentidos.
“El otro lado” es su límite ominoso, y ya no sólo los chicanos, los “espaldas
mojadas”, cruzan el Río Grande en busca de la anhelada green card (el permiso de residencia), sino que algunos han
empezado a retornar a su país, y otros, blancos, han decidido irse del suyo.
“Las fronteras están borrosas”, dice el cantinero blanco. Y el cantinero negro
repite algo parecido al poco tiempo, pero va a agregar: “La sangre sólo
significa lo que permites que signifique”, y se dedica a coleccionar
testimonios de los semínolas, los legendarios bandidos mitad negros, mitad
indios, que lucharon contra los mexicanos a favor de EE. UU. en un símbolo de
máxima alienación. Como en El hermano de
otro planeta, Sayles parece sugerir —tímidamente— que las verdaderas
fronteras son interiores, pero que el racismo es una fuerza poderosa,
omnipresente y muy pocas veces batible.
A propósito, Sayles es un director cuyo
eclecticismo no puede negarse; entra y sale de los géneros más triviales (las
películas de béisbol en Eight Men Out,
las de enfermos que se recuperan en Passion
Fish, las juvenilias en Baby It's You),
con total comodidad, seguro de que siempre tiene algo que agregarles, algo que
decir. Sin buscar coherencias forzadas (más allá de la evidente calidad y
sensibilidad con que trata su material, y una búsqueda estilística muy
interesante), Sayles reitera en Lone Star
una propuesta que subyacía en El secreto
de Roan Inish: las razas son “comunidades imaginarias”, formaciones míticas
que se apoyan en la leyenda, en una memoria parcial y, correlativamente, en la
represión de alguna verdad molesta. Pero si en El secreto... la aceptación final de lo mágico-legendario equivale
a un retorno salvador a los orígenes, en Lone
Star sólo se puede avanzar dejando ese pasado, a la vez horrible y
ficticio, atrás. “¿Comenzamos de cero?”, le propone Pilar a Sam, luego de
descubrir (junto con el espectador) que en ese contexto el incesto, más que un
tabú universal, es la consecuencia lógica e inevitable de todo el relato. “Al
demonio con la historia, olvidemos El Álamo.” Por cierto, el amor es otra
ilusión, la que permitiría superar ese pasado agobiante (tan bien representado
con esos raccontos “enganchados” sin
solución de continuidad, dentro de las mismas escenas, apenas con un leve
desplazamiento de cámara); pero, como en Baby...
y en Passion..., tiene que superar
demasiados obstáculos para hacer su propio camino.
Película de fronteras, entonces, pero también
de padres e hijos, de hermanos (de
sangre, de raza, del “mero” afecto que brota imprevisiblemente). Película llena
de utopías, como la de ese artista de pueblo que en el polígono de tiro
abandonado busca balas para hacer con ellas esculturas. Y, claro, en una
actividad arriesgada como ésta (el arte, la vida), nadie está exento de
encontrarse con un cadáver de vez en cuando.
(Publicado en revista La vereda de
enfrente, núm. 10,
Buenos Aires, agosto de 1997.)
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