sábado, 8 de diciembre de 2012

“Los chinitos del Japón.” Fusiones, confusiones e infusiones en las Cartas gauchas de Nicolás Granada




Las Cartas gauchas, de Nicolás Granada, escritas en el año del primer Centenario (1910), pueden leerse como la contracara, el revés jocoso (pero complementario) de la “Oda a los ganados y las mieses”, de Leopoldo Lugones, y el “Canto a la Argentina”, de Rubén Darío; ambos, también de 1910. Y, por supuesto, como una continuación o reelaboración del Fausto criollo de Estanislao del Campo; aunque la tradición del género puede rastrearse desde mucho antes y, en este sentido, cabe preguntarse si hay o no una ruptura en alguno de los eslabones de esa tradición.
Un “gaucho” (en realidad, un “pequeño productor”, y la distinción es remarcable, volveré sobre ella) viaja a Buenos Aires para comprar un caballo y, de paso, presenciar los fastos del Centenario (especialmente, el desfile de las naciones). Y se lo cuenta a su mujer, que ha quedado en la chacra.
Como en el Fausto…, se plantean ciertos problemas teóricos que remiten a determinaciones ideológicas. Si es una parodia, ¿qué es lo que se está parodiando? ¿El habla (la visión) del gaucho? ¿La cultura letrada, “oficial”? ¿Ambas, en diferentes niveles de enunciación? Según la respuesta que se dé a estas cuestiones, se habrán abierto diferentes alternativas ideológicas, que remitirán, a su vez, a formulaciones y reformulaciones de una identidad en conflicto, en un momento clave de la historia argentina.
¿Granada (autor, notoriamente, de ¡Al campo!) quiere dar la bienvenida a una nueva época o añorar la anterior? ¿Incorporar la riqueza de la(s) nueva(s) nacionalidad(es) o abroquelarse en una identidad que debe ser preservada ante la “invasión” extranjera que desfila ante los ojos azorados del “gaucho”?
Este trabajo intenta explorar (sin cerrar) las alternativas abiertas desde un texto poco frecuentado por la crítica.

El chacarero (o pequeño productor) Martín Oro viaja a Buenos Aires durante las fiestas del Centenario, con la intención de comprar un caballo para su establecimiento rural. Con esa finalidad, lleva un grueso fajo de billetes, cifra (en ambos sentidos) de su llaneza o ingenuidad.

pues no he tocao la platita
que truje de capital
en el prencipal bolsillo
del tirador, pa un padrillo
ver si compro en la Rural.

Llega a la ciudad precisamente en el momento es que se festeja el Centenario de la Revolución de Mayo. Observa, alelado, tanto las maravillas urbanas, en general, como las fastuosas celebraciones, en particular. Todas estas peripecias se las va contando, en “tiempo real” (porque están separadas en episodios, entre los cuales transcurre cierto tiempo), a su mujer (“mi muy querida Benita”), que se ha quedado en el campo.

a escrebirte me decido
Tuito el día, si me basta.
¡Que ha de bastar! Ni en un año
creo podría escrebirte,
cuanto tengo que decirte,
de embarrullao y de extraño,
como entre un susto tamaño,
he visto en esta ciudá,
que como borracha está,
gritona y embanderada,
florida e iluminada,[1]
¡ques una barbaridá!

Este “shifter” autorreferencial se repite abundantemente en la obra (“porque a mi modo prosigo / esta larga relaición”; “Pero es juerza contentarse, / con lo que ya te he escrebido, / que me parece que ha sido / como hasta pa publicarse”), para legitimar el forzado artificio de pergeñar “cartas” en versos octosílabos tradicionales, que conecta la obra, por un lado, con la cultura popular, desde el Romancero a la gauchesca, y por otro, establece una serie a la vez relacionada y contrapuesta con la Oda, de Lugones, y el Canto, de Darío. (Volveré sobre esto.)
En medio del vértigo de los festejos, Martín Oro es estafado por un porteño vividor que, con la excusa de servirle de guía, le saca todo su dinero, remplazando el fajo de billetes por papeles de diario.

—Pero no ve que este rollo
es puro papel de dario!
Metiendo l’uña por medio,
ruempo a la juria el paquete:
¡No había allí...! ¡La gran siete!
¡Ni un nacional pa remedio!

Es para remarcar que Oro lleva a la ciudad papel moneda, peso “nacional”, y (ex)trae de ella papel de diario, sin ningún valor. Lo cual puede leerse (y reescribirse) así: en el campo, el oro produce papel moneda, que de inmediato se cambia por bienes de uso (recordar la relación aristocrática con el dinero que tiene los reseros de Don Segundo Sombra);[2] en la ciudad, esos valores son destruidos, robados, convertidos en nada (“no hay nada más inútil que el diario de ayer”, dice un refrán).
Mientras tanto, este narrador, a la vez torpe y muy observador, describe los desfiles y otras celebraciones.
Algo decepcionado por su mala experiencia, le toca volver a “sus pagos”. Pero, antes de que lo haga, el que le iba a vender el caballo se lo regala como homenaje a los gauchos que “hicieron la Patria”, ratificando de alguna manera el ethos que Martín Oro se ha construido a todo lo largo del poema: “y haciendo honor a la casta / de criollo guapo y curtido...”.

Copio lo que me escribió
aquel criollazo argentino,
conque, güenazo el destino,
en mis penas me brindó:
“Amigo don Martín Oro:
Permítale a su paisano,
al estrecharle la mano,
que es de un hombre con decoro,
hacerle el ofrecimiento
del potrillo pangaré,
...
La tradicional y sana
honradez, del gaucho viejo,
vi en luminoso reflejo,
surgir de su alma paisana.
Y al recordar las proezas
de mil gauchos argentinos,
que fundaron los destinos
de esta patria y sus grandezas,
dije: —Por esta memoria,
el gaucho, que es el pasado,
bien merece ser honrado
¡tras de cien años de gloria!
...
Siga usté así, ejecutando
su patriótica misión;
si el gaucho nos dio nación,
que hoy la agrande, trabajando...
(bastardillas, del autor)

Sin embargo, la conclusión del poema es ambivalente. La ciudad ha deslumbrado al “paisano”, quien ha tenido una experiencia (tardía) de aprendizaje, que sabe valorar hasta cierto punto; pero prefiere volver a su lugar, “el campo”:

Salgo alegre y voluntario
desta ciudad de placer...
Pero ¡juro no volver...
ni pal otro centenario!

Es lógico: la ciudad es el placer, pero también la estafa. O bien, en la ciudad la producción oscila entre el robo y el dispendio. El verdadero trabajo tiene su locus natural en el campo.

Es evidente la relación entre las Cartas y el Fausto criollo. Como es sabido, en la obra de Del Campo (1866), un gaucho le cuenta a otro una representación de la ópera Fausto, de Gounod, representada en el Teatro Colón (en italiano), el mismo año de la publicación del texto de Estanislao del Campo (Castillo 2003).
Sin embargo, la forma general de ambos tiene profusos antecedentes, que Eduardo Romano (2008), basándose en un artículo de Rubén Benítez (1965), rastrea hasta el español Fernán Caballero: un iletrado cuenta a otros, generalmente pares, alguna experiencia ciudadana, “distorsionándola” con sus propias matrices culturales, lo cual produce efectos que van desde lo cómico a lo político.
Por ejemplo, en el famoso romance de Baltasar Maciel titulado “Canta un gaucho en estilo campestre las gazañas del virrey Don Pedro de Cevallos”, “se trata, obviamente, de una celebración cívica contada y que por eso mismo se inscribe en una serie proveniente del pasado literario español y que retomará Ascasubi: el motivo del campesino que asiste en la ciudad a un espectáculo inusual para él y lo traduce para uno de sus iguales”.[3]
Romano extiende sus referencias hasta la exacta mitad del siglo XX, un contexto muy diferente:

Al margen, podría citar una última y aislada traducción al verso gauchesco de los accidentes políticos locales durante las primeras presidencias peronistas. En 1952, el poeta y dramaturgo Claudio Martínez Payva titula significativamente “Fiesta del pueblo (Primero de Mayo 1950)” un poema fechado en diciembre de 1950 en que relata, a la manera de Hidalgo, la visita de una pareja de paisanos a la Plaza de Mayo para celebrar el día de los trabajadores organizado por el partido gobernante. Y que se centra en la confrontación entre un pasado de penurias y un presente feliz.

En la crítica del Fausto, hay un tópico, crucial, que es el de la parodia. Se menciona constantemente, como signo de una burla inaceptable (Lugones), como procedimiento base (Panesi), etc. Muchas de estas reflexiones, a favor o en contra, podrían extenderse a las Cartas gauchas. Sin embargo, cuando se habla, a veces ligera o imprecisamente, de parodia, habría que ver con mayor exactitud qué se parodia, a qué se parodia y quién parodia.[4]
Algunas teorías sobre la parodia ya son parte de un canon moderno (Pauls, 1980). Para Tinianov, se trata de una ruptura, un corte (por repetición inmotivada y perceptible de un procedimiento), mediante el cual la evolución literaria da un paso adelante. Josefina Ludmer (1988) generaliza este esquema para cada texto emblemático del género gauchesco. Por su parte, para Bajtín, la novela sería representación de un discurso ajeno, y la parodia, en ese sentido, un conflicto entre lenguajes, entre mundos. “La parodia obliga a percibir los aspectos del objeto que no entran en el género, en el estilo en cuestión” (Estética y teoría de la novela). La parodia, entonces, como resistencia (así, no habría parodia desde el poder). Kristeva se basa en Bajtín pero eliminando la idea de totalidad novelesca, con lo cual la parodia pasa a ser enemigo (triunfante) del realismo.
Tamborenea (1980) se basa en la estética de la recepción (Jauss) para proponer que la parodia puede ser un efecto de la lectura: “un texto paródico crea un nuevo contexto de expectación”. Pero advierte que habría que hacer una tipología de las parodias, porque no todas cumplen con esa condición, y tampoco con la de producir una ruptura con lo anterior.
Nora Domínguez y Beatriz Masine (1980) afirman que el Fausto criollo niega la gauchesca y al mismo tiempo se inscribe en ella. Algo importante que hay que diferenciar en él: no desciende exactamente de las celebraciones patrióticas, ya que describe una representación operística. Y, en todo caso, habría un doble movimiento paródico: hacia el gaucho inculto y hacia el género culto de la ópera. (“Ha profanado Ud. el santuario del sublime poema, del cual nadie puede hablar con propiedad sino en tudesco, porque en romance no hay quien explique sus delirantes bellezas”, carta de Guido y Spano al autor). ¿El narrador gaucho parodiador se convierte en objeto parodiado? Entonces, ¿quién gana, la barbarie o la civilización? Esto será según la lectura que se haga.
Todo esto, de alguna manera, lleva a pensar las relaciones entre parodia y propiedad. Reitero aquí lo sugestivo de que, después que Martín Oro pierde su dinero a manos del estafador, le regalan el caballo que había ido a comprar. Se compensa la pérdida como en un sistema generalizado de trueque que alude a esa armonía preestablecida que es la Patria.
Me gustaría traer aquí una cita, algo extensa, de Leónidas Lamborghini (2003):

Asimilar la distorsión del Sistema y devolvérsela multiplicada: esta ecuación seca, dura, cifra la mayor parte del Martín Fierro y del Fausto criollo. Y, de una manera total, “La refalosa” de Ascasubi. Es, como dicen en México, darle (al Sistema) “de su propia medicina”. Su vía de aplicación es la parodia. La parodia es el recurso reprimido que los diccionarios definen como “lo cómico imitativo”; en términos más amplios, esto podría ser expresado así: la parodia es siempre una relación de semejanza y contraste con un modelo determinado. En ella podemos ver “ese aire de parecido” que observaba Petrarca entre el retratado y el retrato, de parecido que no es lo mismo y de lo mismo pero parecido. La relación Padre-Hijo; y finalmente, Modelo Derivado. Vista así, toda la literatura es parodia.

Las Cartas gauchas, entonces, ¿parodian la gauchesca, al Martín Fierro (en el nombre del protagonista), la vida ciudadana frente a la vida rural, a Darío y Lugones, al “discurso oficial” del Centenario? De todo un poco, y nada exactamente.

Nicolás Granada es autor de la pieza de teatro Al campo! (estrenada el 26 de septiembre de 1902 en el Teatro Apolo). Se sabe que la tesis principal de la obra —como paradigma de la reacción liberal frente a la “invasión” inmigratoria—, es que los verdaderos valores están en el campo, no en la ciudad, que está llena de tentaciones y falsedades.
Don Indalecio fue peón, capataz, y ahora es estanciero. Sabía hacer todas las faenas del campo (como Fabio, instruido por don Segundo), lo que le da legitimación.
Palemon, el seudoperiodista estafador, dice: “... si todos nos vamos al campo a buscar fortuna, ¿qué será de las ciudades?... la teoría es ésta: que la casta rural trabaje en el campo, y cuando se haya enriquecido se venga a la ciudad a enriquecer a su vez a los que nos sacrificamos por ella política, económica y científicamente” (1980, p. 133). Es el discurso que los ruralistas atribuyen al porteño: un discurso del resentimiento y de justificación de la “exacción” de la riqueza del campo.
Don Indalecio, a su vez, dice: “la ciudá es una lampalagua, que empieza por asonsarlo a uno, y después se lo chupa, se lo chupa, hasta que lo traga tuito entero” (p. 136). Después, entona una elegía a la vida pastoril, homóloga a la de Martín Oro en las Cartas.
La ciudad es el infierno, el pecado, el lugar en que las mujeres se transforman (para mal), se “liberan”. Gilberta, la hija de don Indalecio, dice: “el campo está bueno para las gentes que no tienen aspiraciones y se contentan con nacer, vivir y morir” (p. 142). Para ella, sus coterráneos campesinos “Quieren imponer la vulgaridad, la ignorancia, la barbarie” (p. 143).
Pero por eso es importante el último acto, que algunos críticos consideran superfluo. Este acto transcurre de vuelta en la estancia, luego que se descubre el intento de estafa por parte de los puebleros Fernández y Palemon. Allí, en el campo, todo se reordena, se rearmoniza, y hasta la viuda casquivana (¡de 20 años!) se resigna a no apropiarse del joven criollo. La ciudad-mujer es derrotada. Pero las campesinas son derrotadas también: aun en el campo, la mujer es un peligro que debe ser controlado.

¿Qué se celebra en el Centenario? ¿Quiénes pueden celebrar?
Según el discurso oficial, todos. Sin embargo, sabemos que los festejos del primer centenario estuvieron marcados desde mucho antes por la presencia ominosa, amenazante, de sectores que no estaban de acuerdo, que no tenían nada para festejar o no querían hacerlo. Y que gran parte esos festejos se hizo no sólo bajo la ley de residencia de 1902, sino también con la ley de defensa del mismo año 1910, sancionada aprovechando el supuesto atentado anarquista con una bomba en el teatro Colón.
Aunque sea obvio, es bueno repasarlo: la (constitución de la) nación reposa sobre la negación de diferencias, internas y externas. De ahí la maliciosa frase “los chinitos del Japón”, que, escudándose en una supuesta ignorancia del paisano, expresa una posición desdeñosa que bien podríamos atribuirle al autor implícito (Como muestra Horacio Legrás, y en este contexto se ve muy claro, la literatura es tanto institución como instituyente; y, en sus relaciones con el Estado, la literatura argentina del centenario empieza a ser lo primero gracias a lo segundo.)
Martín Oro advierte, al costado del desfile, a “un letrao / que estaba tomando notas”. Ese letrado bien podría ser uno de los tantos cronistas del centenario, o incluso, imaginariamente, el mismo Rubén Darío.
En este sentido, las “Cartas...” pueden ser vistas como una suerte de remedo doméstico, familiar, engañosamente simple, de la “Oda” y el “Canto”, géneros por cierto más grandilocuentes. Con la primera, tiene como punto en común la construcción de un locus enunciativo, el “campo”, reservorio de los valores auténticamente nacionales, frente a la ciudad, lugar del caos y del doblez. Del segundo, podemos encontrar el tópico del desfile (espacial y discursivo) de las nacionalidades. Cito la parte que da título a mi trabajo:

Del Portugal la legión
se presentó en gran parada,
y en seguida... ¡una monada!
¡Los chinitos del Japón!
¡Habías de ver, Benita!
Toditos eran iguales,
y como primos carnales
de nuestra gente criollita.
Todos tenían la marca
morochita, pajuerana...
¡Si llevarlos daba gana
pa Salta o pa Catamarca!
A uno que yo me acerqué
le dije: -¿Vos sos de acá?
Y él contestó: -tjit-ni-tjá
ques: -«¡Para servir a usté!»
Tras de esos, lindos, iguales,
y marchando muy ufanos,
vinieron nuestros hermanos,
los valientes Orientales.

Claro que lo que en Darío es celebración ditirámbica de la diversidad, en Granada conserva algo de aquella distancia (desconfianza y/o superioridad) lugoniana respecto de lo extranjero. Es “lo nacional” (el gaucho) el que tiene derecho a describir, clasificando, incluyendo, mezclando, lo que ve. La fusión y la confusión de particularidades nacionales, repito y agrego, es una cifra de aquel distanciamiento (que al final se verifica narrativamente, porque el chacarero se vuelve al campo con la intención manifestada de no regresar nunca a la ciudad, “ni pal otro centenario!”).

El hombre del campo que protagoniza y narra las Cartas gauchas se llama Martín Oro. La crítica (sobre todo, a partir de David Viñas) no ha dejado de remarcar la conversión que se opera en lo nominal, sobre la figura del gaucho, entre Martín Fierro (1872/1879) y don Segundo Sombra (1926). Es decir, del fierro a la sombra (además de “don” y “segundo”); de lo material y rústico a lo inmaterial y, finalmente, lo espiritualizado.
Pero aquí tenemos, casi a mitad de camino, en 1910, una etapa intermedia, el “Oro”, adosado al “Martín” como explícita (y juguetona) referencia al poema clásico.
Podríamos abundar sobre las connotaciones del “oro” (ver Rama), sobre todo en las postrimerías del modernismo, pero hay que limitarse a señalar que la remisión al antecedente implica también una conversión; en este caso, de la pobreza (el fierro) a la riqueza (el oro), entre otras. Martín Oro sería el gaucho apaisanado, ideal, de la Vuelta, el que pedía, precisamente, que lo dejaran trabajar. Y que con el trabajo se ha vuelto, si no rico, al menos “pudiente”. Sólo como hipótesis, se puede agregar que esa conversión alquímica del fierro en oro prefigura, como pasaje necesario, la conversión final en sombra, es decir, en pura ideología.
Entonces, podría concluir, muy provisoriamente, diciendo que quizás don Martín Oro no cumplió su juramento de no volver a la ciudad. Volvió, sí, en la figura paródica, o más bien farsesca, de Alfredo De Angeli, en el programa de Tinelli.


Bibliografía

Alavarce, Camila da Silva (2009): A ironia e suas refrações: um estudo sobre a dissonância na paródia e no riso, San Pablo, Cultura Acadêmica.
Benítez, Rubén (1965): “Una posible fuente española del ‘Fausto’ de Estanislao del Campo”, Revista Iberoamericana, v. XXXI, n. 60, p. 151-171.
Bevioni, Genaro (1995): Argentina 1910. Balance y memoria, Buenos Aires, Leviatán.
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Camurati, Mireya (1989), “Dos cantos al Centenario en el marco histórico-social del modernismo en Argentina”, Revista Iberoamericana, 55, pp. 103-127.
Castillo, Carolina (2003): “Para una lectura del Fausto criollo”, Espéculo. Revista de estudios literarios, Universidad Complutense de Madrid (http://www.ucm.es/info/especulo/numero23/fcriollo.html).
Clemenceau, Georges (2008): La Argentina del Centenario, Buenos Aires, Universidad de Quilmes.
Del Campo, Estanislao (1866): Fausto. Impresiones del gaucho Anastasio el Pollo en la representación de esta ópera, Buenos Aires, Imprenta Buenos Aires (http://www.biblioteca.clarin.com/pbda/gauchesca/fausto/fausto_00indice.htm)
Demarchi, Rogelio (2008): “El ideologema de la revolución. Los cielitos de Hidalgo”, Espéculo. Revista de estudios literarios, N.º 38, Universidad Complutense de Madrid (http://www.ucm.es/info/especulo/numero38/cielitos.html).
Domínguez, Nora y Masine, Beatriz (1980): “El Fausto criollo: una doble mirada”, Lecturas Críticas, año 1, número 1, Buenos Aires, diciembre, pp. 20-26.
García, Guillermo (2005): “Gauchos en la ciudad: evaluación y significado de la modernidad
en ¡Al campo!, de Nicolás Granada”, Espéculo. Revista de Estudios Literarios. Universidad Complutense de Madrid (http://www.ucm.es/info/especulo/numero29/alcampo.html).
Granada, Nicolás (1980): ¡Al campo!, en El teatro argentino 3. Afirmación de la escena nativa, Buenos Aires, CEAL.
Halperín Donghi, Tulio (1985): José Hernández y sus mundos, Buenos Aires, Sudamericana.
Hidalgo, Bartolomé Hidalgo: “Relación que hace Ramón Contreras a Jacinto Chano de todo lo que vio en las fiestas mayas de Buenos Aires en 1822” (http://www.biblioteca.clarin.com/pbda/gauchesca/hidalgo/hidalgo_11.html)
Imbert, Enrique Anderson (1968): Análisis de ‘Fausto’. Buenos Aires: Centro Editor de América Latina.
Lamborghini, Leónidas (2003): “El gauchesco como arte bufo”, en Historia crítica de la literatura argentina, vol. 2, Buenos Aires, Emecé.
Legrás, Horacio (2008): Literatura and Subjection. The economy of writing and marginality in Latin America, Pittsburgh, University of Pittsburgh Press.
Ludmer, Josefina (1988): El género gauchesco. Un tratado sobre la patria, Buenos Aires, Sudamericana, pp. 123-125.
Pauls, Alan (1980): “Tres aproximaciones al concepto de parodia”, Lecturas Críticas, año 1, número 1, Buenos Aires, diciembre, pp. 7-14.
Rama, Ángel (1985): “La canción del oro de la clase emergente”, en Las máscaras democráticas del modernismo, Montevideo, Arca.
Romano, Eduardo (2008): “Formas de traducción cultural en el itinerario de la poesía gauchesca”, Ciências Humanas, Belém, v. 3, n. 1, pp. 115-124, enero-abril.
Rubione, Alfredo V. E. (1980): “Lo paródico en El niño proletario”, Lecturas Críticas, año 1, número 1, Buenos Aires, diciembre, pp. 27-30.
Tamborenea, Mónica (1980): “La parodia: una lectura privilegiada”, Lecturas Críticas, año 1, número 1, Buenos Aires, diciembre, pp. 15-19.



[1] Para el tema de la fallida iluminación de la noche del 25, ver Bevioni (1995). Este autor, periodista-lobista italiano, muy atento a la delicada situación de sus compatriotas, tiene una mirada hipercrítica sobre los festejos del Centenario, signados por la corrupción y la negligencia, como todo el resto de la actividad estatal. Los anarquistas dieron otra versión de los hechos: el apagón fue resultado de un hábil y oportuno sabotaje. (Ver el texto de Eduardo Gilimón en Conflagraciones. Anarquistas en 1910, Martín Albornoz comp., Buenos Aires, Lumen, 2010, colección Bicentenarios, dirigida por Pablo Valle.)
[2]] Para este tema de la relación con el dinero, ver Pablo Valle, “Don Segundo Sombra y El juguete rabioso: dos novelas de aprendizaje” (http://correctores.iespana.es/juguete.htm): “En Don Segundo Sombra..., ni el dinero ni la propiedad plantean problemas irresolubles. El primer sueldo de Fabio como resero le sobra para comprar el potrillo. Así como gana en las riñas de gallo (p. 87) pierde en las carreras (p. 140), sin mayores inconvenientes ni lamentos. Diríamos: una relación ‘aristocrática’ con el dinero, como si fuera indigno de un gaucho (o de un hombre, a secas) preocuparse por él. Especialmente justificado si nunca falta trabajo ni solidaridad social como para reemplazar las posibles carencias.” En Granada, el gaucho sí se “preocupa” pero, como se ha visto, enseguida funciona una ley de la compensación.
[3] Agrega Romano: “En un episodio de La Gaviota —novela de la española Cecilia Bohl de Faber, quien firmaba con el seudónimo Fernán Caballero—, un rústico narra a su madre y a su abuela la representación también de una ópera vista durante su estancia en Madrid”, afirma el crítico argentino Rubén Benítez y sugiere que del Campo conocía ese texto (Benítez 1965: 152-153).
[4] Un ejemplo lateral: hace algunos años, la revista El Porteño inauguró su fugaz segunda época con una tapa en la que aparecía Alfredo casero en su personaje del comisario sensible de Cha cha cha. La nota respectiva sostenía que ese sketch parodiaba a la policía, lo cual era un craso error: si algo parodiaba, era la pretensión progresista de una policía “blanda”.





(Publicado en Actas del IV Congreso Internacional de Letras. Transformaciones culturales. Debates de la teoría, la crítica y la lingüística en el Bicentenario. 22 al 27 de noviembre de 2010, publicación digital en PDF (ISBN: 978-987-1785-51-3).)

sábado, 23 de junio de 2012

Herencia, territorio y orden familiar


Los descendientes, de Alexande Payne


(para Silvia, que me ayudó a ver esta película)



Matt King (George Clooney) es, más que el rey, el heredero (uno de ellos), y el custodio legal, de una herencia bicentenaria: una fortuna que no le gusta gastar y terrenos que deben ser vendidos cuanto antes por razones legales. Cuando su mujer, Elizabeth, queda en coma irreversible tras un accidente náutico, Matt tiene que retomar también las riendas de su pequeña familia: dos hijas a las que nunca les dedicó mucho tiempo y que se lo van a cobrar con creces. Para peor, descubre que su esposa lo engañaba con un agente inmobiliario, «casualmente» involucrado en la venta de aquellos paradisíacos terrenos.



Planteado así el argumento, parece que vamos a estar ante un drama denso. El filme de Payne no deja de serlo, pero también se atreve a intentar un tono más ligero, incluso con cierto humor negro. Al principio, esto es una grata sorpresa para el espectador; pero, cuando uno se acostumbra, y el tono deja de ser novedad, el filme se alarga un poco, y las peripecias de la trama se vuelven más previsibles.
Pero veamos un poco más allá de esa superficie.



Es un acierto la significativa ubicación (la misma de la novela original de Kaui Hart Hemmings, por supuesto) en Hawai, la tierra natal del presidente Obama, ese estado tan excéntrico respecto de unos Estados Unidos de por sí mucho más heterogéneos de lo que la comodidad hace creer. Las islas que los personajes atraviesan varias veces (mostrado con dibujitos kitsch) son más protagonistas que ellos mismos. «El último paraíso virgen» va a ser vendido a algún consorcio. Matt y la mayoría de sus primos quieren que el comprador sea local. Los hawaianos parecen pasar sus días vestidos con camisas, bermudas y sandalias, sean pobres o millonarios, jóvenes o jubilados.
Sin embargo, tanta libertad y tanta tranquilidad son sólo aparentes, y Matt lo sabe bien, porque es abogado y su vida se ha deslizado monótonamente entre pleitos y «papeles». Dos manojos de estos son significativos (y paralelos) en el filme: el testamento en el cual su mujer estipula una «muerte digna» para sí y el acta de acuerdo para la venta de los terrenos. Esas vidas tan pacíficas y tan en contacto con la «naturaleza», en verdad, están regidas por una maraña de dispositivos legales y administrativos, y por rituales sociales que, casi vacíos, terminan filtrando hasta las manifestaciones de afecto.


No se puede adelantar acá muchos pormenores de la trama; menos, los finales. Baste decir que el filme de Payne puede verse como una suerte de parábola sobre cómo se (re)construye una familia: asumiendo y, al mismo tiempo —quiero decir, en distintas medidas o aspectos—, traicionando la herencia; aferrándose a un territorio natal, condenado a desaparecer o transformarse; resignificando el pasado para construir un nuevo futuro.
Debe quedar claro, desde ya, que esta solución, formulada sin matices, sólo puede ser reaccionaria, en la medida en que parece intentar espiritualizar lo crudamente material de las relaciones de propiedad. Es una tensión la que se pone en juego, quizás homóloga a la que hay entre la tragedia contada y el tono elegido para hacerlo. Como dije al principio, no siempre funciona.


Por eso quizás el personaje más interesante de un filme en que hay muchos (y tan bien actuados) es el de la mujer agonizante, la esposa insatisfecha cuya alegría postrera constituye la primera secuencia del filme. Como ella no tiene voz, todos la hablan. ¿Cuál es su historia real (aparte de la que cuenta el padre)? ¿Cuáles fueron sus razones, sus deseos (aparte de los que describen los «amigos de la pareja»? ¿Cuáles hubieran sido sus palabras (aparte de cómo las transmite la hija mayor, que en cierto sentido ocupará su lugar)?
Las respuestas (imposibles) a estas preguntas iluminarían desde afuera la verdadera, u otra, cara de la familia King. Como alguien le dice a Matt: «Es irónico: Elizabeth en esta situación desgraciada (misfortune), mientras tú te haces rico (fortune)». La muerte —tal vez como todas— es, en realidad, una inmolación.












jueves, 21 de junio de 2012

Del otro lado del muro


Reseña de 
Los otros. Una historia del conurbano bonaerense
de Josefina Licitra, 
Buenos Aires, Debate, 2011, 232 páginas


La «crónica» podría considerarse uno de los géneros más típicos de la literatura latinoamericana, salvo por el hecho de que esa palabra se aplica a textos (y contextos) muy distintos entre sí. Dos puntos nodales de esta demasiado amplia clasificación serían la «crónica de Indias» y la «crónica modernista».
Algo de esta última (Martí, Darío, Gutiérrez Nájera) quizás pueda relevarse en su avatar contemporáneo: por un lado, el más superficial, la relación con el periodismo y, consecuentemente, con el mercado, la relativa profesionalización del escritor, etc.; por el otro, una posible explicación, vagamente historicista: lo finisecular, el arduo procesamiento de los cambios sociales, una nueva forma de relacionarse con un nuevo público. Y aquí el tema se muerde la cola para volver al (super)mercado, a la góndola que dice «Crónica» para que el consumidor se acerque a comprar sin buscar demasiado.
Como se sabe, a mitad del siglo XX, aparece la «non fiction», adelantada entre nosotros por Rodolfo Walsh (un punto de comparación al que es canónico recurrir, y más adelante tendré que hacerlo), y en el Norte por Truman Capote, Tom Wolfe, Richard Kapuscinski y muchos otros. Actualmente, grandes «cronistas» hay en nuestro país (María Moreno, Matilde Sánchez, Martín Caparrós, Cristian Alarcón, Leila Guerriero, Josefina Licitra, autora de Los otros), y en toda Latinoamérica, como el chileno Pedro Lemebel, el peruano Jaime Bedoya, el colombiano José Alejandro Castaño, los mexicanos Carlos Monsiváis, Juan Villoro, Elena Poniatowska, Guadalupe Loaeza, etc. Asimismo, se multiplican antologías, como esta, reciente.
El libro de Licitra, en la introducción, comienza admitiendo sin ambages su origen, su punto de partida: «A fines del año 2008, Glenda Vieites ─editora de este libro─ me propuso hacer un libro que contara el conurbano bonaerense».

Mapa del sur del Conurbano.

Ahora bien, el Conurbano, en los últimos años, se ha convertido en un recurrente cronotopo (el término es de Bajtín) de la literatura argentina, desde Villa Celina, de Juan Diego Incardona, hasta las muy recientes Kryptonita, de Leonardo Oyola, y Los mantenidos, de Walter Lezcano. Sin olvidar las obras pioneras, y quizás poco recordadas, de Jorge Asís (La calle de los caballos muertos, por ejemplo). Se trata de coordenadas espacio-temporales que configuran mucho más que un telón de fondo para la acción (ficticia o no): un locus, definido como un posible (pero inestable) lugar de enunciación, al mismo tiempo que un enigma para ser develado desde adentro o desde afuera.
En este cruce (dramático) afuera-adentro, se sitúa el relato de Los otros. Que, como a continuación explica la autora, renuncia a esa primera propuesta («contar el conurbano»), imposible por demasiado ambiciosa, para concentrarse en una historia del conurbano; historia que, así, se transformará en una suerte de matriz metonímica, sino de símbolo o incluso alegoría: «… en las manzanas que bordean el Riachuelo había, sí, algo. Un barrio de indigentes llamado Acuba. Y entre ellos estaban el árbol, la casa, la soledad y el miedo contando, finalmente, una historia».
Esta historia tiene un centro espacial, Lanús, y otro temporal: el 29 de mayo de 2009 (hace tan poco y tanto a la vez), en el que, tras una movilización de los habitantes del asentamiento de Acuba, Héctor Daniel Contreras, uno de ellos, es asesinado por un disparo atribuido a Antonio Baldassarre, habitante del «barrio de los italianos» (clase media en decadencia), del otro lado del muro. «Nadie sabe cómo pasaron las cosas, pero a esta altura quizás tampoco importe. Lo que importa es por qué», es una sorprendente afirmación de la autora. Sorprendente por tratarse de una crónica de raíz periodística, pero también indicadora de que la pregunta central se traslada de los hechos a sus causas; y sugiere desde el vamos que no va a haber respuestas.

El muro de ACUBA.

De ese nodo espacio-temporal, derivan otras historias y otros emplazamientos. Aparecen «personajes», muy atractivos, muy bien trazados; sobre todo, Marcelo Rodríguez, líder popular que va de puntero político a jefe de Seguridad de la feria de La Salada. También, Gabriel Gaita, presidente de Gaita SRL, la curtiembre que «apadrina» el asentamiento. «Gaita y Marcelo se entienden: parecen mirar desde una misma oscuridad… Gaita es como Marcelo Rodríguez pero blanco».
En todo momento, la autora se preocupa por dejar clara su situación, su foco: «Soy una mujer de clase media haciendo un libro sobre pobres, las cosas como son». Al respecto, hay una escena clave (tanto en el nivel del relato como en el nivel simbólico): el cruce del precario puente sobre el Riachuelo, para llegar a la Feria. Y, en la escena final, la del juicio, también se deslizan enunciados significativos entre esos mismos niveles, como: «dónde hacer la fila ─en qué lado pararse─ suele ser una pregunta inquietante».
El texto narrativo básico está «cortado» por otros géneros, como las cartas de la madre del chico muerto y una especie de poema (en realidad, una prosa desmembrada en incisos), en la voz de Adriana Amado, investigadora de la universidad de La Matanza, que se configura, por delegación, como el principal testimonio político opositor («la obra de los Kirchner», etc.).
«Acá hay víctimas por todos lados», se dice. Cierto. Pero, y lo repito, es muy llamativo (o, mejor dicho, sintomático) que la autora renuncie a «establecer» los hechos. En el juicio, Baldassarre es condenado, porque «Es política, es política», como dice una señora del barrio italiano luego de oír la sentencia. Pero ¿es culpable? No lo sabemos; no se puede saber.

Contaminación del Riachuelo.

Cerca del final de ¿Quién mató a Rosendo?, Walsh resume su reconstrucción de la escena del crimen y, en ella, la trayectoria de los disparos. Concluye: «Esa es mi “conjetura” particular: que el proyectil número 4 fue disparado por Vandor, atravesó el cuerpo de Rosendo García e hizo impacto en el mostrador de La Real, que hasta el día de hoy exhibe su huella. Admitiendo que no baste para condenar a Vandor como autor directo de la muerte de Rosendo, alcanza para definir el tamaño de la duda que desde el principio existió sobre él. Sobra en todo caso para probar lo que realmente me comprometí a probar cuando inicié esta campaña: Que Rosendo García fue muerto por la espalda por un miembro del grupo vandorista».
La trayectoria de la bala que mató a Contreras podría haberse rastreado de la misma manera, pero su cruda materialidad ya no pertenece al mundo líquido de hoy. Y esta imposibilidad marca los límites (o quizás el horizonte) de la «nueva crónica».
Nicolás Mavrakis, en su reciente #Fin del periodismo y otras autopsias en la morgue digital (CEC, 2011), propone: «La “crónica tradicional”, en la que un sujeto único construía una representación única del mundo a partir de una subjetividad única en contacto con un bagaje limitado de “impresiones”, es cada vez más un dispositivo textual en tensión con un sujeto colectivo que construye una representación colectiva del mundo a partir de una subjetividad colectiva en contacto con un bagaje ilimitado de “impresiones”… ¿Cuál es entonces la “crónica” interesante? La que precisamente se desapega en tanto dispositivo, forma y discurso textual de la subjetividad única y desnuda a partir de su propia exploración la angustia del género. Esto es: la angustia del cronista que se reconoce incompleto e incapaz de insertarse con gusto en el Olimpo de las subjetividades aristocráticas que ofrecen la seguridad del sentido único, ordenado y completo del mundo… ¿Por qué simular que lo que dicen y piensan “los otros” en realidad les pertenece de manera verificable, cuando solo se trata de palabras e ideas recortadas, seleccionadas y editadas a gusto y necesidad del narrador?».
Los otros se sitúa precisamente (lúcidamente) en esta encrucijada —de la historia, del periodismo, de la crónica, de la «verdad»— en que sólo quedan preguntas, y las respuestas son muy distintas a cada lado de un muro poroso y a la vez infranqueable.

Josefina Licitra.


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