sábado, 8 de diciembre de 2012

“Los chinitos del Japón.” Fusiones, confusiones e infusiones en las Cartas gauchas de Nicolás Granada




Las Cartas gauchas, de Nicolás Granada, escritas en el año del primer Centenario (1910), pueden leerse como la contracara, el revés jocoso (pero complementario) de la “Oda a los ganados y las mieses”, de Leopoldo Lugones, y el “Canto a la Argentina”, de Rubén Darío; ambos, también de 1910. Y, por supuesto, como una continuación o reelaboración del Fausto criollo de Estanislao del Campo; aunque la tradición del género puede rastrearse desde mucho antes y, en este sentido, cabe preguntarse si hay o no una ruptura en alguno de los eslabones de esa tradición.
Un “gaucho” (en realidad, un “pequeño productor”, y la distinción es remarcable, volveré sobre ella) viaja a Buenos Aires para comprar un caballo y, de paso, presenciar los fastos del Centenario (especialmente, el desfile de las naciones). Y se lo cuenta a su mujer, que ha quedado en la chacra.
Como en el Fausto…, se plantean ciertos problemas teóricos que remiten a determinaciones ideológicas. Si es una parodia, ¿qué es lo que se está parodiando? ¿El habla (la visión) del gaucho? ¿La cultura letrada, “oficial”? ¿Ambas, en diferentes niveles de enunciación? Según la respuesta que se dé a estas cuestiones, se habrán abierto diferentes alternativas ideológicas, que remitirán, a su vez, a formulaciones y reformulaciones de una identidad en conflicto, en un momento clave de la historia argentina.
¿Granada (autor, notoriamente, de ¡Al campo!) quiere dar la bienvenida a una nueva época o añorar la anterior? ¿Incorporar la riqueza de la(s) nueva(s) nacionalidad(es) o abroquelarse en una identidad que debe ser preservada ante la “invasión” extranjera que desfila ante los ojos azorados del “gaucho”?
Este trabajo intenta explorar (sin cerrar) las alternativas abiertas desde un texto poco frecuentado por la crítica.

El chacarero (o pequeño productor) Martín Oro viaja a Buenos Aires durante las fiestas del Centenario, con la intención de comprar un caballo para su establecimiento rural. Con esa finalidad, lleva un grueso fajo de billetes, cifra (en ambos sentidos) de su llaneza o ingenuidad.

pues no he tocao la platita
que truje de capital
en el prencipal bolsillo
del tirador, pa un padrillo
ver si compro en la Rural.

Llega a la ciudad precisamente en el momento es que se festeja el Centenario de la Revolución de Mayo. Observa, alelado, tanto las maravillas urbanas, en general, como las fastuosas celebraciones, en particular. Todas estas peripecias se las va contando, en “tiempo real” (porque están separadas en episodios, entre los cuales transcurre cierto tiempo), a su mujer (“mi muy querida Benita”), que se ha quedado en el campo.

a escrebirte me decido
Tuito el día, si me basta.
¡Que ha de bastar! Ni en un año
creo podría escrebirte,
cuanto tengo que decirte,
de embarrullao y de extraño,
como entre un susto tamaño,
he visto en esta ciudá,
que como borracha está,
gritona y embanderada,
florida e iluminada,[1]
¡ques una barbaridá!

Este “shifter” autorreferencial se repite abundantemente en la obra (“porque a mi modo prosigo / esta larga relaición”; “Pero es juerza contentarse, / con lo que ya te he escrebido, / que me parece que ha sido / como hasta pa publicarse”), para legitimar el forzado artificio de pergeñar “cartas” en versos octosílabos tradicionales, que conecta la obra, por un lado, con la cultura popular, desde el Romancero a la gauchesca, y por otro, establece una serie a la vez relacionada y contrapuesta con la Oda, de Lugones, y el Canto, de Darío. (Volveré sobre esto.)
En medio del vértigo de los festejos, Martín Oro es estafado por un porteño vividor que, con la excusa de servirle de guía, le saca todo su dinero, remplazando el fajo de billetes por papeles de diario.

—Pero no ve que este rollo
es puro papel de dario!
Metiendo l’uña por medio,
ruempo a la juria el paquete:
¡No había allí...! ¡La gran siete!
¡Ni un nacional pa remedio!

Es para remarcar que Oro lleva a la ciudad papel moneda, peso “nacional”, y (ex)trae de ella papel de diario, sin ningún valor. Lo cual puede leerse (y reescribirse) así: en el campo, el oro produce papel moneda, que de inmediato se cambia por bienes de uso (recordar la relación aristocrática con el dinero que tiene los reseros de Don Segundo Sombra);[2] en la ciudad, esos valores son destruidos, robados, convertidos en nada (“no hay nada más inútil que el diario de ayer”, dice un refrán).
Mientras tanto, este narrador, a la vez torpe y muy observador, describe los desfiles y otras celebraciones.
Algo decepcionado por su mala experiencia, le toca volver a “sus pagos”. Pero, antes de que lo haga, el que le iba a vender el caballo se lo regala como homenaje a los gauchos que “hicieron la Patria”, ratificando de alguna manera el ethos que Martín Oro se ha construido a todo lo largo del poema: “y haciendo honor a la casta / de criollo guapo y curtido...”.

Copio lo que me escribió
aquel criollazo argentino,
conque, güenazo el destino,
en mis penas me brindó:
“Amigo don Martín Oro:
Permítale a su paisano,
al estrecharle la mano,
que es de un hombre con decoro,
hacerle el ofrecimiento
del potrillo pangaré,
...
La tradicional y sana
honradez, del gaucho viejo,
vi en luminoso reflejo,
surgir de su alma paisana.
Y al recordar las proezas
de mil gauchos argentinos,
que fundaron los destinos
de esta patria y sus grandezas,
dije: —Por esta memoria,
el gaucho, que es el pasado,
bien merece ser honrado
¡tras de cien años de gloria!
...
Siga usté así, ejecutando
su patriótica misión;
si el gaucho nos dio nación,
que hoy la agrande, trabajando...
(bastardillas, del autor)

Sin embargo, la conclusión del poema es ambivalente. La ciudad ha deslumbrado al “paisano”, quien ha tenido una experiencia (tardía) de aprendizaje, que sabe valorar hasta cierto punto; pero prefiere volver a su lugar, “el campo”:

Salgo alegre y voluntario
desta ciudad de placer...
Pero ¡juro no volver...
ni pal otro centenario!

Es lógico: la ciudad es el placer, pero también la estafa. O bien, en la ciudad la producción oscila entre el robo y el dispendio. El verdadero trabajo tiene su locus natural en el campo.

Es evidente la relación entre las Cartas y el Fausto criollo. Como es sabido, en la obra de Del Campo (1866), un gaucho le cuenta a otro una representación de la ópera Fausto, de Gounod, representada en el Teatro Colón (en italiano), el mismo año de la publicación del texto de Estanislao del Campo (Castillo 2003).
Sin embargo, la forma general de ambos tiene profusos antecedentes, que Eduardo Romano (2008), basándose en un artículo de Rubén Benítez (1965), rastrea hasta el español Fernán Caballero: un iletrado cuenta a otros, generalmente pares, alguna experiencia ciudadana, “distorsionándola” con sus propias matrices culturales, lo cual produce efectos que van desde lo cómico a lo político.
Por ejemplo, en el famoso romance de Baltasar Maciel titulado “Canta un gaucho en estilo campestre las gazañas del virrey Don Pedro de Cevallos”, “se trata, obviamente, de una celebración cívica contada y que por eso mismo se inscribe en una serie proveniente del pasado literario español y que retomará Ascasubi: el motivo del campesino que asiste en la ciudad a un espectáculo inusual para él y lo traduce para uno de sus iguales”.[3]
Romano extiende sus referencias hasta la exacta mitad del siglo XX, un contexto muy diferente:

Al margen, podría citar una última y aislada traducción al verso gauchesco de los accidentes políticos locales durante las primeras presidencias peronistas. En 1952, el poeta y dramaturgo Claudio Martínez Payva titula significativamente “Fiesta del pueblo (Primero de Mayo 1950)” un poema fechado en diciembre de 1950 en que relata, a la manera de Hidalgo, la visita de una pareja de paisanos a la Plaza de Mayo para celebrar el día de los trabajadores organizado por el partido gobernante. Y que se centra en la confrontación entre un pasado de penurias y un presente feliz.

En la crítica del Fausto, hay un tópico, crucial, que es el de la parodia. Se menciona constantemente, como signo de una burla inaceptable (Lugones), como procedimiento base (Panesi), etc. Muchas de estas reflexiones, a favor o en contra, podrían extenderse a las Cartas gauchas. Sin embargo, cuando se habla, a veces ligera o imprecisamente, de parodia, habría que ver con mayor exactitud qué se parodia, a qué se parodia y quién parodia.[4]
Algunas teorías sobre la parodia ya son parte de un canon moderno (Pauls, 1980). Para Tinianov, se trata de una ruptura, un corte (por repetición inmotivada y perceptible de un procedimiento), mediante el cual la evolución literaria da un paso adelante. Josefina Ludmer (1988) generaliza este esquema para cada texto emblemático del género gauchesco. Por su parte, para Bajtín, la novela sería representación de un discurso ajeno, y la parodia, en ese sentido, un conflicto entre lenguajes, entre mundos. “La parodia obliga a percibir los aspectos del objeto que no entran en el género, en el estilo en cuestión” (Estética y teoría de la novela). La parodia, entonces, como resistencia (así, no habría parodia desde el poder). Kristeva se basa en Bajtín pero eliminando la idea de totalidad novelesca, con lo cual la parodia pasa a ser enemigo (triunfante) del realismo.
Tamborenea (1980) se basa en la estética de la recepción (Jauss) para proponer que la parodia puede ser un efecto de la lectura: “un texto paródico crea un nuevo contexto de expectación”. Pero advierte que habría que hacer una tipología de las parodias, porque no todas cumplen con esa condición, y tampoco con la de producir una ruptura con lo anterior.
Nora Domínguez y Beatriz Masine (1980) afirman que el Fausto criollo niega la gauchesca y al mismo tiempo se inscribe en ella. Algo importante que hay que diferenciar en él: no desciende exactamente de las celebraciones patrióticas, ya que describe una representación operística. Y, en todo caso, habría un doble movimiento paródico: hacia el gaucho inculto y hacia el género culto de la ópera. (“Ha profanado Ud. el santuario del sublime poema, del cual nadie puede hablar con propiedad sino en tudesco, porque en romance no hay quien explique sus delirantes bellezas”, carta de Guido y Spano al autor). ¿El narrador gaucho parodiador se convierte en objeto parodiado? Entonces, ¿quién gana, la barbarie o la civilización? Esto será según la lectura que se haga.
Todo esto, de alguna manera, lleva a pensar las relaciones entre parodia y propiedad. Reitero aquí lo sugestivo de que, después que Martín Oro pierde su dinero a manos del estafador, le regalan el caballo que había ido a comprar. Se compensa la pérdida como en un sistema generalizado de trueque que alude a esa armonía preestablecida que es la Patria.
Me gustaría traer aquí una cita, algo extensa, de Leónidas Lamborghini (2003):

Asimilar la distorsión del Sistema y devolvérsela multiplicada: esta ecuación seca, dura, cifra la mayor parte del Martín Fierro y del Fausto criollo. Y, de una manera total, “La refalosa” de Ascasubi. Es, como dicen en México, darle (al Sistema) “de su propia medicina”. Su vía de aplicación es la parodia. La parodia es el recurso reprimido que los diccionarios definen como “lo cómico imitativo”; en términos más amplios, esto podría ser expresado así: la parodia es siempre una relación de semejanza y contraste con un modelo determinado. En ella podemos ver “ese aire de parecido” que observaba Petrarca entre el retratado y el retrato, de parecido que no es lo mismo y de lo mismo pero parecido. La relación Padre-Hijo; y finalmente, Modelo Derivado. Vista así, toda la literatura es parodia.

Las Cartas gauchas, entonces, ¿parodian la gauchesca, al Martín Fierro (en el nombre del protagonista), la vida ciudadana frente a la vida rural, a Darío y Lugones, al “discurso oficial” del Centenario? De todo un poco, y nada exactamente.

Nicolás Granada es autor de la pieza de teatro Al campo! (estrenada el 26 de septiembre de 1902 en el Teatro Apolo). Se sabe que la tesis principal de la obra —como paradigma de la reacción liberal frente a la “invasión” inmigratoria—, es que los verdaderos valores están en el campo, no en la ciudad, que está llena de tentaciones y falsedades.
Don Indalecio fue peón, capataz, y ahora es estanciero. Sabía hacer todas las faenas del campo (como Fabio, instruido por don Segundo), lo que le da legitimación.
Palemon, el seudoperiodista estafador, dice: “... si todos nos vamos al campo a buscar fortuna, ¿qué será de las ciudades?... la teoría es ésta: que la casta rural trabaje en el campo, y cuando se haya enriquecido se venga a la ciudad a enriquecer a su vez a los que nos sacrificamos por ella política, económica y científicamente” (1980, p. 133). Es el discurso que los ruralistas atribuyen al porteño: un discurso del resentimiento y de justificación de la “exacción” de la riqueza del campo.
Don Indalecio, a su vez, dice: “la ciudá es una lampalagua, que empieza por asonsarlo a uno, y después se lo chupa, se lo chupa, hasta que lo traga tuito entero” (p. 136). Después, entona una elegía a la vida pastoril, homóloga a la de Martín Oro en las Cartas.
La ciudad es el infierno, el pecado, el lugar en que las mujeres se transforman (para mal), se “liberan”. Gilberta, la hija de don Indalecio, dice: “el campo está bueno para las gentes que no tienen aspiraciones y se contentan con nacer, vivir y morir” (p. 142). Para ella, sus coterráneos campesinos “Quieren imponer la vulgaridad, la ignorancia, la barbarie” (p. 143).
Pero por eso es importante el último acto, que algunos críticos consideran superfluo. Este acto transcurre de vuelta en la estancia, luego que se descubre el intento de estafa por parte de los puebleros Fernández y Palemon. Allí, en el campo, todo se reordena, se rearmoniza, y hasta la viuda casquivana (¡de 20 años!) se resigna a no apropiarse del joven criollo. La ciudad-mujer es derrotada. Pero las campesinas son derrotadas también: aun en el campo, la mujer es un peligro que debe ser controlado.

¿Qué se celebra en el Centenario? ¿Quiénes pueden celebrar?
Según el discurso oficial, todos. Sin embargo, sabemos que los festejos del primer centenario estuvieron marcados desde mucho antes por la presencia ominosa, amenazante, de sectores que no estaban de acuerdo, que no tenían nada para festejar o no querían hacerlo. Y que gran parte esos festejos se hizo no sólo bajo la ley de residencia de 1902, sino también con la ley de defensa del mismo año 1910, sancionada aprovechando el supuesto atentado anarquista con una bomba en el teatro Colón.
Aunque sea obvio, es bueno repasarlo: la (constitución de la) nación reposa sobre la negación de diferencias, internas y externas. De ahí la maliciosa frase “los chinitos del Japón”, que, escudándose en una supuesta ignorancia del paisano, expresa una posición desdeñosa que bien podríamos atribuirle al autor implícito (Como muestra Horacio Legrás, y en este contexto se ve muy claro, la literatura es tanto institución como instituyente; y, en sus relaciones con el Estado, la literatura argentina del centenario empieza a ser lo primero gracias a lo segundo.)
Martín Oro advierte, al costado del desfile, a “un letrao / que estaba tomando notas”. Ese letrado bien podría ser uno de los tantos cronistas del centenario, o incluso, imaginariamente, el mismo Rubén Darío.
En este sentido, las “Cartas...” pueden ser vistas como una suerte de remedo doméstico, familiar, engañosamente simple, de la “Oda” y el “Canto”, géneros por cierto más grandilocuentes. Con la primera, tiene como punto en común la construcción de un locus enunciativo, el “campo”, reservorio de los valores auténticamente nacionales, frente a la ciudad, lugar del caos y del doblez. Del segundo, podemos encontrar el tópico del desfile (espacial y discursivo) de las nacionalidades. Cito la parte que da título a mi trabajo:

Del Portugal la legión
se presentó en gran parada,
y en seguida... ¡una monada!
¡Los chinitos del Japón!
¡Habías de ver, Benita!
Toditos eran iguales,
y como primos carnales
de nuestra gente criollita.
Todos tenían la marca
morochita, pajuerana...
¡Si llevarlos daba gana
pa Salta o pa Catamarca!
A uno que yo me acerqué
le dije: -¿Vos sos de acá?
Y él contestó: -tjit-ni-tjá
ques: -«¡Para servir a usté!»
Tras de esos, lindos, iguales,
y marchando muy ufanos,
vinieron nuestros hermanos,
los valientes Orientales.

Claro que lo que en Darío es celebración ditirámbica de la diversidad, en Granada conserva algo de aquella distancia (desconfianza y/o superioridad) lugoniana respecto de lo extranjero. Es “lo nacional” (el gaucho) el que tiene derecho a describir, clasificando, incluyendo, mezclando, lo que ve. La fusión y la confusión de particularidades nacionales, repito y agrego, es una cifra de aquel distanciamiento (que al final se verifica narrativamente, porque el chacarero se vuelve al campo con la intención manifestada de no regresar nunca a la ciudad, “ni pal otro centenario!”).

El hombre del campo que protagoniza y narra las Cartas gauchas se llama Martín Oro. La crítica (sobre todo, a partir de David Viñas) no ha dejado de remarcar la conversión que se opera en lo nominal, sobre la figura del gaucho, entre Martín Fierro (1872/1879) y don Segundo Sombra (1926). Es decir, del fierro a la sombra (además de “don” y “segundo”); de lo material y rústico a lo inmaterial y, finalmente, lo espiritualizado.
Pero aquí tenemos, casi a mitad de camino, en 1910, una etapa intermedia, el “Oro”, adosado al “Martín” como explícita (y juguetona) referencia al poema clásico.
Podríamos abundar sobre las connotaciones del “oro” (ver Rama), sobre todo en las postrimerías del modernismo, pero hay que limitarse a señalar que la remisión al antecedente implica también una conversión; en este caso, de la pobreza (el fierro) a la riqueza (el oro), entre otras. Martín Oro sería el gaucho apaisanado, ideal, de la Vuelta, el que pedía, precisamente, que lo dejaran trabajar. Y que con el trabajo se ha vuelto, si no rico, al menos “pudiente”. Sólo como hipótesis, se puede agregar que esa conversión alquímica del fierro en oro prefigura, como pasaje necesario, la conversión final en sombra, es decir, en pura ideología.
Entonces, podría concluir, muy provisoriamente, diciendo que quizás don Martín Oro no cumplió su juramento de no volver a la ciudad. Volvió, sí, en la figura paródica, o más bien farsesca, de Alfredo De Angeli, en el programa de Tinelli.


Bibliografía

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Halperín Donghi, Tulio (1985): José Hernández y sus mundos, Buenos Aires, Sudamericana.
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Imbert, Enrique Anderson (1968): Análisis de ‘Fausto’. Buenos Aires: Centro Editor de América Latina.
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Ludmer, Josefina (1988): El género gauchesco. Un tratado sobre la patria, Buenos Aires, Sudamericana, pp. 123-125.
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Rubione, Alfredo V. E. (1980): “Lo paródico en El niño proletario”, Lecturas Críticas, año 1, número 1, Buenos Aires, diciembre, pp. 27-30.
Tamborenea, Mónica (1980): “La parodia: una lectura privilegiada”, Lecturas Críticas, año 1, número 1, Buenos Aires, diciembre, pp. 15-19.



[1] Para el tema de la fallida iluminación de la noche del 25, ver Bevioni (1995). Este autor, periodista-lobista italiano, muy atento a la delicada situación de sus compatriotas, tiene una mirada hipercrítica sobre los festejos del Centenario, signados por la corrupción y la negligencia, como todo el resto de la actividad estatal. Los anarquistas dieron otra versión de los hechos: el apagón fue resultado de un hábil y oportuno sabotaje. (Ver el texto de Eduardo Gilimón en Conflagraciones. Anarquistas en 1910, Martín Albornoz comp., Buenos Aires, Lumen, 2010, colección Bicentenarios, dirigida por Pablo Valle.)
[2]] Para este tema de la relación con el dinero, ver Pablo Valle, “Don Segundo Sombra y El juguete rabioso: dos novelas de aprendizaje” (http://correctores.iespana.es/juguete.htm): “En Don Segundo Sombra..., ni el dinero ni la propiedad plantean problemas irresolubles. El primer sueldo de Fabio como resero le sobra para comprar el potrillo. Así como gana en las riñas de gallo (p. 87) pierde en las carreras (p. 140), sin mayores inconvenientes ni lamentos. Diríamos: una relación ‘aristocrática’ con el dinero, como si fuera indigno de un gaucho (o de un hombre, a secas) preocuparse por él. Especialmente justificado si nunca falta trabajo ni solidaridad social como para reemplazar las posibles carencias.” En Granada, el gaucho sí se “preocupa” pero, como se ha visto, enseguida funciona una ley de la compensación.
[3] Agrega Romano: “En un episodio de La Gaviota —novela de la española Cecilia Bohl de Faber, quien firmaba con el seudónimo Fernán Caballero—, un rústico narra a su madre y a su abuela la representación también de una ópera vista durante su estancia en Madrid”, afirma el crítico argentino Rubén Benítez y sugiere que del Campo conocía ese texto (Benítez 1965: 152-153).
[4] Un ejemplo lateral: hace algunos años, la revista El Porteño inauguró su fugaz segunda época con una tapa en la que aparecía Alfredo casero en su personaje del comisario sensible de Cha cha cha. La nota respectiva sostenía que ese sketch parodiaba a la policía, lo cual era un craso error: si algo parodiaba, era la pretensión progresista de una policía “blanda”.





(Publicado en Actas del IV Congreso Internacional de Letras. Transformaciones culturales. Debates de la teoría, la crítica y la lingüística en el Bicentenario. 22 al 27 de noviembre de 2010, publicación digital en PDF (ISBN: 978-987-1785-51-3).)

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