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viernes, 7 de octubre de 2011

Sobre el “lenguaje políticamente correcto”



Por hipocresía llaman al negro moreno; 
trato a la usura; 
a la putería casa;
al barbero sastre de barbas 
y al mozo de mulas gentilhombre del camino.
Quevedo


El llamado “lenguaje políticamente correcto” (LPC) es ya un fenómeno lo suficientemente complejo como para exigir de quien lo trate una actitud más profunda que simplemente estar a favor o en contra. Es cierto que se presta para el cachondeo (y voy a caer en ello, por qué no), pero implica muchas otras cosas de cierta importancia, que trataré de abarcar también, en la breve medida que este artículo me permita.
Suele atribuirse el origen de este fenómeno político-lingüístico (el orden de los factores es para discutir) a la llamada “izquierda radical norteamericana”. Paso por alto esta ambigua denominación para ir al punto. Es cierto que el ordenamiento político-jurídico estadounidense, con toda la influencia que a su vez pudo tener en el resto del orbe, vía medios masivos de comunicación y universidades, parece ser el ámbito inicial en el que se desarrolló esta suerte de “nomenclatura compasiva” que es el LPC. Con lo cual se unirían las buenas intenciones originales, aun supuestas, con los correspondientes resguardos judiciales (es fama que en EE. UU. se puede llegar a la corte por, literalmente, “cualquier cosa”, con todo lo bueno y lo malo que esto tiene). Difícil apostar a cuál sería en este caso la “ganancia secundaria”.
Lo cierto es que el LPC invadió los libros de estilo de las más variadas instituciones y medios. Y con ello apareció una “nueva policía lingüística” (la expresión es de Rafael Sábat), siempre dispuesta a perseguir, atrapar in fraganti y, por lo tanto, condenar a los infractores, voluntarios o no.
¿Qué es, entonces, si se puede saber, el LPC? No se busquen, en lo que sigue, respuestas fáciles o unívocas.
Quizás este léxico sea un pariente cercano del eufemismo (entre otros, Jaime Bedoya lo propone así). El eufemismo es, según el Diccionario de la Real Academia, una “manifestación suave o decorosa cuya recta y franca expresión sería dura o malsonante”; y, según el diccionario digital Estrada, una “palabra o frase con que se suaviza una idea o concepto”. Llama la atención la idea de “suave”, de “suavizar”; y el hecho de que se oponga a, por un lado, lo duro o “malsonante”, pero también, por otro, a la expresión “recta y franca”. Sin embargo, siempre queda claro que lo que se suaviza es la “idea o concepto”... no la realidad. (Volveré sobre esto.)
No todo lo que se considera eufemismo tiene el mismo valor. Por ejemplo, remplazar “ciego” por “no vidente” es una estupidez lisa y llana o, para decirlo más suavemente, algo inútil, ya que las dos expresiones son equivalentes; en cambio, remplazar “inválido” por “minusválido” o “discapacitado” tiene la innegable ventaja de una mayor precisión y, por qué no, cierta justicia intrínseca. Si eso es lo que se busca, bienvenido sea.
Pero el LPC va mucho más allá de esto. Lo que parece pretender es validar, autentificar, legitimar al enunciador (persona física o jurídica, pero siempre “imaginaria”, como todo sujeto de la enunciación) en tanto titular de una actitud antidiscriminatoria en todos los sentidos y alcances de este término.
Vale decir: el que enuncia “afroamericano” en lugar de “negro” se pone en un lugar enunciativo especial. Y esto puede ser tan imprescindible en una institución como dudoso en un individuo concreto, en la medida en que nada dice sobre la “realidad”, incluyendo los sentimientos “reales” de ese individuo. Hasta acá, sin embargo, y dejando de lado los abusos que siempre aparecen (aunque quizás en este caso sean intrínsecos al LPC), la cuestión no carece de justificaciones. Las instituciones (y algunas personas, sobre todo si las representan) deben “dar el ejemplo”, lo que implica una “imagen” determinada y, mejor aún, una cierta conducta.
Pero aquí entramos al terreno álgido del LPC: la conducta.
Decía Michel Foucault algo así como que el orden del discurso es independiente pero no autónomo del orden de lo real. Quería decir que el lenguaje sigue sus propias reglas, que no son las de una correspondencia unívoca (reflejo, espejo, filtro) con la “realidad”, pero a su vez ésta tiene formas de determinar al lenguaje y de ser determinada por él. El famoso “giro lingüístico” de la filosofía contemporánea (me refiero al siglo XX) ha tenido la innegable ventaja de llamar la atención —diría: para siempre— sobre la relevancia esencial del lenguaje para relacionarse con la realidad, y para que la realidad se relacione con nosotros. Por cierto: como lo quería la escuela de Oxford, decir es hacer, o una forma particular de hacer.
De ahí que el LPC sea también un síntoma de la llamada “posmodernidad” con todo lo malo y, por qué no, lo bueno que ella implica: fin de las certidumbres autocráticas, por ejemplo. No en vano ciertos autores relacionan el LPC con el pecado del “relativismo” cultural; que, con todos los cuestionamientos que puede y debe suscitar, tiene la ventaja de ponerle los pelos de punta a más de un reaccionario, como se ve en este caso. Por ejemplo, José Basaburua, en un desopilante artículo de la revista en línea ARBIL, núm. 45, parangona el LPC con la masonería (!?): “El lenguaje ‘políticamente correcto’ y su contenido ético de los valores comunes cívicos mínimos, son un calco de los principios propugnados por la masonería de todo signo: relativismo vital, liberalismo político y personal, subjetivismo moral, imposición de una ética civil ajena y opuesta al cristianismo, etc.”
Y otros (Aleix Vidal-Quadras) dan como ejemplo de LPC, entre otros similares, llamar “lucha armada” al “terrorismo”; sin advertir que esto no es, necesariamente, una cuestión de mero LPC sino de posiciones ideológicas. ¿O acaso “terrorismo” será siempre lo que los Estados Unidos y sus admiradores quieren que sea? (Como “democracia” puede ser cualquier cosa, menos Cuba...)
Vuelvo a lo anterior: decir es hacer, pero una forma particular de hacer. Si digo “obeso” en lugar de “gordo”, mi actitud antidiscriminatoria queda confinada al terreno del lenguaje, con toda su importancia (la ofensa estaría circunscrita al lenguaje, y no a mi intención); no va, no puede ir más allá. Si digo “A Coruña” o “Lleida”, en lugar de “La Coruña” o “Lérida”, estoy manifestando una especie de buena voluntad política para con gallegos, catalanes o quienes sean; nada más (especialmente, si lo hago obligado...). Como dice Santiago Arellano Hernández, director general de Educación de la Comunidad Foral de Navarra, respecto de ciertas leyes educativas españolas: “No debemos olvidar que la propuesta prescrita... no tiene otro amparo que lo que se entiende por ‘lenguaje políticamente correcto’. El trasfondo, sin embargo, no es tan halagüeño. Las solas palabras, por correctas que parezcan, no tienen la magia de convertir los objetivos o medidas en viables o inviables, posibles o imposibles.” ¿Cambiamos el lenguaje para cambiar la realidad o para evitar cambiar la realidad? Porque, mientras los españoles (ya que hablamos de ellos) se preocupan de no decir “moros” sino “magrebíes”, se cuidan mucho de la “invasión de magrebíes” hambreados que quieren cruzar el Mediterráneo a como dé lugar; y ocasionalmente los internan en campos de concentración ad hoc. Perdón, en “centros para extranjeros”. Y quizás eviten decir “gitanos”, pero se cuiden mucho al enviar a sus hijos a una escuela “intercultural”...
Esto se da en numerosos ámbitos, que nos llevaría mucho más espacio desarrollar. Baste recordar la cuestión del lenguaje sexista. Mucho se ha afirmado acerca de que el castellano es un lenguaje sexista, pero con esto no siempre se dice la misma cosa. Es cierto que es particularmente molesto para las mujeres que, si hay treinta de ellas y un varón, deban decir “nosotros”. Pero esto es una cuestión de género (no de sexo) no marcado, es decir que se da por supuesto y funciona como neutro; y no digo que las convenciones sean inocentes, lo que digo es que una actitud discriminatoria inherente a un idioma es algo más bien difícil de probar. Es cierto que los hispanohablantes tendemos a ser machistas, pero ¿los ingleses no? Es que volvemos a lo anterior: lo sexista está en la actitud del hablante, no en su habla.
Por eso es francamente mucho más molesto tener que recurrir a sintagmas como “las niñas y los niños”, “los profesores y las profesoras”, “los padres y las madres”. Y casi ridículo (aunque más creativo, quizás) remplazar la infamante “o”, supuestamente masculina, por el signo más de moda: la omnipresente arroba: “niñ@s” incluiría a “niñas y niños”... Propuesta que se hace con seriedad (yo, como editor, ya la he visto en originales de respetables autores), aunque sea más apta para chistes. Pero parece que al LPC una de las cosas que más tirria le dan es el humor.
¿Alguna conclusión? Sólo para seguir pensando.
Me atrevería a proponer que el LPC no sirve porque:
1. El lenguaje no cambia la actitud (la realidad, la acción, etc.): nominalismo mal digerido.
2. No se pueden controlar todas las connotaciones: “compañero animal”, “méxico-americano” (mucho menos, en una traducción).
3. El sintagma influye sobre el signo aislado: “a ese barrio no se puede ir porque está lleno de afroamericanos...”, “esos talibán de m...”.
4. Elementos de la enunciación legitiman (o deslegitiman) el enunciado: un chiste judío significa distinto si es contado por un judío, por un no judío, por un nazi, etc.
Se aceptan críticas de los lectores (y de las lectoras).



Incorrecto                       Correcto

anomia                                   apoyo al gobierno
asesinato                                exceso en defensa de la sociedad
basurero                                  técnico en residuos
borracho                                  alcohólico; privado de sobriedad
capitalismo salvaje                   reactivación económica; libre mercado
chica                                       premujer
dictadura                                 democracia orgánica o restringida
especulador                             inversionista pragmático; broker
genocidio                                 limpieza étnica
gitanos (y otros)              minorías étnicas en proceso de integración
gordo                               obeso; de imagen corporal alternativa
imbécil                              recusado cerebralmente
impunidad                   reconciliación nacional con castigo en manos de Dios
juegos de azar                   esparcimiento probatorio de bienestar social
libertad de prensa                  libertad de empres
 mascota                                compañero animal
moro                                           magrebí
negro                                          afroamericano; subsahariano
niño                                             persona de corta edad
nuevos ricos                      clase emergente con estética en formación
obrero                                        operario; productor manual
piropo                                        acoso sexual callejero
preso                            usuario del sistema correccional o penitenciario
reprobar                 alcanzar un insuficiente; no alcanzar los objetivos
sirvienta               empleada del hogar; doméstica; muchacha; ayudante
sordo                                          hipoacúsico
vendedor ambulante              microempresario; cuentapropista
viejo                     de la tercera edad; adulto mayor; cronológicamente dotado


(Publicado en la revista Idiomas núm. 6, Buenos Aires, mayo de 2002.)





jueves, 6 de octubre de 2011

El ocaso de la corrección



 O melancolia!

Escribí en otro lugar:(1) “La tarea del corrector en la actualidad está decayendo, es menospreciada o no cuenta con el apoyo necesario”.
Un poco después, agregaba: “El equívoco primero... consiste en confundir función con funcionario, oficio con oficiante, es decir, la tarea con el que la realiza.
La artesanía del corrector puede estar decayendo, sin duda, pero su función, paradójicamente, es cada vez más necesaria, en un contexto en el que cada vez menos gente sabe escribir bien; y entiéndase ‘bien’ no sólo en el sentido gramatical (que, en última instancia, no sería nada) sino en el sentido meramente comunicativo.
(...)
Con la corrección pasa algo parecido a lo del manual de estilo. Si no existe de derecho, existe de hecho. Alguien la realiza, mal o bien, a sabiendas o no. Es una función delegable, pero imprescindible”.
Hoy por hoy, suelo pensar que era demasiado optimista en ese momento...
Encabezaba entonces mis consideraciones con una cita extraída del famoso y consultado Libro de estilo del diario El País de España, que decía: “Todo redactor tiene la obligación de releer y corregir sus propios originales cuando los escribe en la Redacción o los transmite por télex, videoterminal o un instrumento similar. La primera responsabilidad de las erratas y equivocaciones es de quien las introduce en el texto; y sólo en segundo lugar, del editor encargado de revisarlo”.
Esta disposición tajante, taxativa, demostraba un evidente desplazamiento de la responsabilidad hacia el redactor; pero, si bien no se nombraba al corrector, es cierto que, por lo menos, había un “editor”, quien, como el mismo párrafo termina sugiriendo, cumpliría esa tarea de “corrección que no se atreve a decir su nombre”, que mi optimismo de entonces postulaba.
Sin embargo, de la disposición de El País a la ausencia definitiva de corrector-corrección había apenas un paso, que muchos se apresuraron a dar, en un contexto de permanente “ajuste” económico que parece destinado a autorizar cualquier trastada (hablo especialmente de la Argentina, pero sé que esto podría extenderse a otros países).
Diarios grandes y pequeños decidieron prescindir, de a poco o bruscamente, de estos molestos y costosos operarios, cuya función nunca parece estar del todo clara... salvo cuando brilla por su ausencia, como suele ser el caso.
Es el reino de los “editors” (pronúnciese esdrújula, por supuesto), a uno de los cuales oí afirmar una vez, con una mezcla de excusa y orgullo: “Yo no soy corrector”. Que es como si un ingeniero dijera: “Yo no sé nada de matemática”.
¿Es para ponerse melancólico? ¿Para entonar una lamentación interminable que nadie escuchará? ¿Para archivar el pasado y dedicarse a otra cosa?
Quizás. Pero, también, para razonar un poco y quizás sacar algunas conclusiones.


Ser dijital

Aunque corroborarlo exigiría un trabajo estadístico riguroso, es intuitivamente evidente que los estándares de calidad del lenguaje escrito han variado de manera considerable. No es posible, o por lo menos no es útil, plantearse qué fue primero: el huevo o la gallina, la decadencia del oficio del corrector o la importancia que se le da a la corrección lingüística en los medios gráficos, editoriales, etc.
Es una larga historia.
Alguna vez, también he intentado razonar(2) sobre la influencia que ciertas teorías lingüísticas y semiológicas (de la década del sesenta) tuvieron sobre las nociones tradicionales de “arte”; quizás involuntariamente, al someter al mismo tipo de análisis (de esto se trataba) La divina Comedia y una publicidad de jabón, terminó infiriéndose que ambos “productos” podían ser equiparados en términos de calidad. Por otra parte, esta misma noción de calidad (la jerarquía, los niveles, qué es y qué no es arte, etc.) quedó, bastante rápidamente, en desuso.(3) Todo esto pudo tener su parte positiva, al permitir dejar de lado prejuicios conservadores y aristocratizantes, y enfocar de manera renovada producciones como las del arte popular, incluyendo géneros habitualmente despreciados: la novela policial, el melodrama, la historieta, el cine mismo.
Claro que, algún tiempo después (década del ochenta), los flujos y reflujos de las modas académicas hicieron que los estudios semióticos y culturales fueran respondidos por engendros neoconservadores (aunque respetables, a su modo), como los de Harold Bloom y su “canon occidental”,(4) que pretende “volver a las fuentes”; lo que implica retornar a una jerarquización del hecho estético y (a la vez y por lo tanto) a una revaloración de la norma.
¿Qué tiene que ver esto con la corrección de estilo?
Poco o mucho, según se vea. Poco, si medimos la importancia relativa de ambas áreas. Mucho, si consideramos, en cambio, su homología, su semejanza estructural e ideológica.
Un nuevo medio masivo de comunicación ha llegado para quedarse: Internet. Y es fácil comprobar cómo en ella los estándares de calidad, de los que antes hablaba, han sufrido un cimbronazo cuya superación es difícil de vislumbrar. Las páginas web tienen también editores y, como es hoy la regla, carecen de correctores. No creo que nadie, en el ambiente informático, se plantee siquiera la inclusión de esta categoría de empleado. Otra vez, la responsabilidad de la corrección queda repartida (diluida) entre redactores, editores y ¡diseñadores!
Y, cabe acotarlo porque es esencial a mi argumentación, una decadencia de la “forma” va de la mano con una decadencia en los “contenidos” (quiero que se me permita el recurso a una vieja y superada dicotomía, ya que este último término es usual en la Red); esto es fácilmente comprobable si se chequean, aunque sea someramente, las enciclopedias de todo tipo que pululan en el espacio virtual, algunas como versiones degradadas de una “edición en papel”.
La corrección de estilo parece condenada al desván de las antiguallas, quizás entre compañeros ilustres (como la misma noción de “estilo”). Atacados como puristas u obsesivos, despreciados como gasto inútil, los correctores apenas nos consideramos con derechos a levantar la voz y hacer una pequeña sugerencia... “¡Es lo mismo, de todas maneras nadie se da cuenta!”, será la respuesta generalizada.(5)
Todo esto, claro, hasta que nos necesitan.

 

La guerra del Golfo no a tenido lugar


Basta leer los periódicos desde el 11 de septiembre para acá.
El panorama es desolador. (Lo digo a propósito, acudiendo otra vez a la dicotomía “forma-contenido”. Porque, ¿qué importancia tiene una errata o incluso un error de traducción ante la magnitud de los hechos narrados?)
Veamos.
¿Todo el mundo entenderá qué es “retaliación”, traducción o, más bien, castellanización apresurada del término inglés retaliation, es decir, “venganza, represalia, compensación”? (El término es muy usado en psicoanálisis, pero esto es otro problema, que trataré más adelante.)
¿Y qué decir de la insólita expresión “santuario de terroristas”? Sanctuary, en inglés, no sólo significa “santuario”, “templo”, sino también, y más habitualmente, “refugio, asilo”. La rimbombante palabrita ya había aparecido en expresiones tan peregrinas como “santuario de ballenas”, cuya misma ridiculez las ponía a salvo de causar algún daño, por así decirlo. Pero afirmar que “se van a destruir todos los santuarios de terroristas” (cito de memoria) es un despropósito doble, ya que la innegable connotación religiosa del término en castellano hace decir algo muy peligroso. ¿Acaso se van a destruir sus templos? ¡Menuda “retaliación” buscarían ellos luego, y tendrían sus razones!
Como otra paradoja, pensemos en la cuestión de los talibanes. Súbitamente, se ha (im)puesto de moda la expresión “los talibán”, es decir, un plural castellano muy extraño, pero que tiene antecedentes en expresiones similares, referidas sobre todo a etnias o tribus: “los mapuche”, “los ona”, etc. Según parece, el lenguaje políticamente correcto pretende respetar los derechos humano-lingüísticos de los otros, violentando el propio idioma de manera ilógica; desde todo punto de vista, un despropósito.(6)
Cito el excelente artículo al respecto de la sección Español Urgente del sitio web de la Agencia EFE: “Talibán. En las noticias procedentes de Afganistán aparece el nombre de un nuevo grupo guerrillero que intenta tomar el poder: Talibán. Y aparecidos el nuevo grupo y su correspondiente nombre, se nos plantea la duda de su flexión en cuanto al número: ¿Talibán es singular o plural? ¿Podemos decir talibanes? En Afganistán se habla el pasto (o ‘pashtu’), una variante dialectal del persa que también utiliza el alfabeto árabe. Pero no sólo tiene en común con el árabe su alfabeto, sino que en el léxico pasto hay multitud de voces procedentes de la lengua sagrada del islam, y ese es el caso de ‘taliban’. La raíz árabe ‘talaba’ significa estudiar, y el sustantivo ‘talib’ (plural ‘talibun’ para el nominativo, ‘talibin’ para el genitivo o ‘taliban’ para el acusativo) significa estudiante. Parece pues bastante claro que se trata de la misma palabra en árabe y en pasto, teniendo en cuenta además que el núcleo del grupo guerrillero afgano está formado por estudiantes de teología islámica. Aunque el nombre de la organización esté en plural, al adaptarlo al español este nombre funciona como cualquier otra palabra; es decir, tiene flexión de género y de número, y su plural en nuestra lengua es ‘talibanes’”.(7)
Vale decir que, si escribimos “los talibán”, queriendo usar un plural más “respetuoso” de la lengua original, deberíamos escribir, por ejemplo, “el régimen talib (o talibin)”, un “guerrero talib”, etc. Y, en lo posible, en bastardilla, y sin acento, para indicar que se trata de una palabra extranjera, transliterada.
¿Qué todas estas disquisiciones son irrelevantes? ¿Qué a nadie le importan? Claro, si ése es el problema.
Porque todo esto nos lleva a no tener en cuenta la verdadera catarata de erratas-errores-equivocaciones-oscuridades que nos asaltan al abrir cualquier periódico, aunque sea al azar.
Dos ejemplos:
- “EE.UU. derribará aviones civiles secuestrados” (un insólito titular del diario Clarín del 28/9/01). Quiero creer que ningún lector desprevenido (ni siquiera yo) habrá interpretado que los EE. UU. estaban listos para derribar aviones secuestrados en ese mismo momento o inminentemente.
- “Es un código de honor que el que lo deshonra lo paga con su vida” (Clarín 25/9/01). Sin dudas, esto parece una muestra de “purismo” irremediable, pero ¿se debe escribir tan mal? ¿Nadie se da cuenta de que cualquier corrector con un mínimo de oficio hubiera arreglado esa frase de un plumazo?
- “[el gas mostaza] es uno de los llamados gases persistentes y causa serios daños al sistemas respiratorio y causar ceguera” (Clarín 30/9/01). Sin comentarios.
Juro que son dos ejemplos tomados al azar, aunque el primero, por tratarse de un titular, saltó a la vista. Pero, eso sí, no son casos aislados, sino de lo más frecuente.
Y sigue el baile.


La Hacademia, ¿un santuario?

Si la corrección de estilo en el medio periodístico está en una irremisible pendiente, ¿qué queda para el ámbito académico, que parecería el hábitat natural de la norma, la razón y el equilibrio?
Nada de eso.
La Academia es el reino del lenguaje técnico y, por lo tanto, del neologismo. Esta respetable institución de la lengua, que la hace enriquecer y “avanzar”, si tal cosa es posible, no deja de ser una especie de altar intocable para los autores y editores.
Claro que el corrector debería descansar, dentro de este ámbito, en colegas tales como el asesor de contenidos o corrector conceptual, y, por qué no, el director de colección, el editor o el jefe de sección: cualquiera ubicado en un escalón más alto de la jerarquía editorial; pero nada es tan fácil, ya que la desocupación (y la desidia) también han hecho presa de ellos. Así que muchas veces tendrá que vérselas a solas con textos que son verdaderos diccionarios encubiertos de una materia dada; claro que diccionarios sin la parte de los significados...
Se me perdonará otra anécdota personal. Hace poco, amablemente provisto del delicado criterio de que no hay que corregir a los expertos, dejé pasar una bella palabrita neonata: “otroridad”. Mea culpa, no reflexioné lo suficiente, ya que el autor del texto se refería a la “cualidad de ser otro”, es decir, a la “otredad”, palabra ésta sí con cierta prosapia y más o menos entendible con rapidez. La otra, tal como quedó,(8) remite indigeriblemente a “otrora”, y simplemente no quiere decir nada en su cotexto, salvo que medie un gran esfuerzo del lector, experto o no.
El lenguaje técnico es una cuestión de léxico y debería adecuarse a los demás niveles (fonológico, morfológico, sintáctico) de la lengua general. A veces lo hace, no digo que no: mucho más mérito del que se supone es atribuible a los correctores, que dedican mucho tiempo a revisar concienzudamente textos plagados de neologismos innecesarios pero muy difíciles de diferenciar de los correctos, por lo menos para alguien que no sea a la vez un experto en la materia tratada y un lingüista responsable. Sobre todo, en lo que hace a verbos realmente horribles, como “recepcionar”, “intencionalizar”, “mapear”, “indigenciar”, “conflictivizar”, etc. Muchos de ellos remplazan sin ventaja (sin diferencia) a palabras ya existentes; apenas sirven, pensándolo con mucha buena voluntad, para connotar de/en qué ciencia estamos hablando. Otros quizás estén bien formados y no tengan un equivalente exacto, previo, en castellano, pero no dejan de cargar con la rémora original de ser traducciones literales, a veces muy poco imaginativas.
Ni qué decir si el texto se dirige a un público más general que el imaginado por el autor...
En este co(n)texto, el corrector deberá (como siempre, por otra parte) hacer su adecuada composición de lugar y obrar en consecuencia. Esto le servirá, entre otras cosas, para no caer en un defecto muy común: encerrar los neologismos, legales o no, entre infinitas comillas que los separen del resto del texto como si fueran “voces de otro”. El reconocimiento de cada isotopía estilística (que incluso remite a una unidad semántico-ideológica, supuesta en el texto aunque idealmente decidida en otros niveles superiores de incumbencia) le permitirá al corrector prudente evitar este riesgo, que remite al siempre temido de la “sobrecorrección”.(9)


Coda (sin erratas)

Para concluir este breve y algo descuajeringado texto, quisiera retomar dos o tres hilos sueltos y enhebrarlos en algo que se parezca a una conclusión.
Si toda idea de corrección o norma está en decadencia y suena irremediablemente a reaccionaria y hasta a poco democrática, sólo nos queda esperar un reflujo de esta moda y que la oscuridad general exija una fuente de luz.
La globalización, ese signo irrenunciable de la pos-pos-modernidad, trae consigo, junto y debido a la manipulación galopante de los media, unas exigencias nuevas para la comunicación, a  todo nivel. La corrección de estilo, oficio humilde y artesanía de la palabra, tiene allí un lugar reservado, y habrá que ocuparlo.


Referencias


1. Cómo corregir sin ofender. Manual teórico-práctico de corrección de estilo, Buenos Aires, Lumen-Hvmanitas, 1998, pp. 105-106.
2. “Para acabar con el cine bizarro”, inédito.
3. Para este tema, véase Alberto Arbasino, Off-off, Barcelona, Anagrama, 1971.
4. El canon occidental, Barcelona, Anagrama, 1995.
5. Me atrevo a sugerir que la reciente edición de una Nueva ortografía de la lengua española (1999), por parte de la venerable Real Academia, no contribuye precisamente a poner las cosas en su lugar; más bien, se deja llevar por el “permisismo” en boga, y deja a los hablantes muchas facultades para elegir. Huelga decir que los hablantes nunca las necesitaron, e hicieron muy bien. El problema es dar la errónea impresión de que “todo vale”, a todo nivel. De hecho, es muy frecuente que los alumnos cuestionen a sus profesores de Lengua, ¡basándose en el “revisor gramatical” del procesador de texto Word! (Si unimos ambos datos, el reciente convenio entre la RAE y Microsoft no es precisamente para que durmamos tranquilos...)
6. Excursus para una futura profundización. El estilo “políticamente correcto” no sirve porque: 1. el lenguaje no cambia la actitud (la realidad, la acción, etc.): nominalismo mal digerido; 2. no se pueden controlar todas las connotaciones: “compañero animal”, “afroamericano” (mucho menos, en la traducción); 3. el sintagma influye sobre el signo aislado: “a ese barrio no se puede ir porque está lleno de afroamericanos...”, “esos talibán de m...”; 4. elementos de la enunciación legitiman (o deslegitiman) el enunciado: un chiste judío significa distinto si es contado por un judío, por un no judío, por un nazi, etc.
7. Ver http://www.efe.es/esurgente/lenguaes/ (Tengo entendido que el artículo ha sido redactado por Alberto Gómez Font, a quien agradezco, o bien pido disculpas si la atribución es errónea.)
8. Recordar que, de todas maneras, “la culpa es del corrector”. Siempre que lo haya, por supuesto.
9. Correctores bisoños y alumnos de las nuevas carreras de corrección literaria, o (pretenciosamente quizás) edición, (se) interrogan incansablemente: “¿Qué, hasta dónde, corregir?” Pregunta imposible de responder con brevedad, puesto que abarca toda la extensión de la tarea del corrector, desde su razón de ser epistemológica, por así decir, hasta lo más ínfimo de sus cotidianas decisiones.

 (Artículo encargado por la Universidad Javeriana en 2002, para una antología que finalmente no fue publicada.)