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sábado, 8 de octubre de 2011

La querella de las comillas en Roberto Arlt



R. A.



La relación de Roberto Arlt con el lunfardo siempre ha dado pie a cuestiones extravagantes (muy acordes, por otra parte, con la índole excéntrica del escritor). Entre ellas, una conocida —y maliciosa— anécdota que Borges solía contar. Según Borges, una vez le preguntaron a Artl si manejaba bien el lunfardo, y él contestó algo así: “Me crié entre gente pobre, obreros y malvivientes. No he tenido tiempo de estudiar esas cosas.”

Cierta o no, la historia es divertida y tiene muchas lecturas, como suele decirse. Pero la cuestión que me interesa hoy es otra, más bizantina quizás, menos conocida seguramente. Se trata del uso de las comillas por parte de Arlt, sobre todo en palabras más o menos atribuibles al lunfardo, o al sociolecto “popular” en general.

De cierta manera, todo empieza con un celebérrimo artículo de David Viñas, “El escritor vacilante: Arlt, Boedo y Discépolo”, recogido luego en su libro De Sarmiento a Cortázar (y en antologías diversas). Allí, el crítico y escritor argentino propone una interpretación de Arlt que haría escuela.



Ser humillado y seducir son las tensiones fundamentales de la mirada en los personajes de Arlt... (p. 63).

Humillación desde arriba, seducción hacia abajo y Arlt en el medio padeciendo un permanente tironeo (p. 67).



Los personajes arltianos (o el personaje arltiano, según otra exegeta famosa, Diana Guerrero, 1986) vacilan —y esta vacilación no es sólo individual sino también, y principalmente, de clase— entre el impulso hacia arriba (donde están el éxito, el poder) y el terror al, quizás, brusco descenso: hacia la pobreza, la impotencia. Esta dualidad, según Viñas, tiene un correlato estilístico (y aquí viene mi tema):



Pero ocurre [con el lenguaje] como al hacer el amor con la Bizca o al sentirse pringosamente querido por el Rengo: el miedo a “la caída”, el terror a quedar pegado, Antes el conjuro se lograba con el toque sobre algo duro: era la forma de distanciarse; con las palabras lunfardas el procedimiento es semejante: se escribe chorro y guita, pero entre comillas. Es decir, si me atraen desciendo hacia ellas, y porque me seducen las utilizaré para fascinar montando un espectáculo alrededor de mi lenguaje. Pero con cautela, entrecomillándolas y tomándolas con la punta de los dedos, no sea que me quede pegado en ellas y me desmorone en eso que presiento un tembladeral (p. 67).



No se puede negar: la teoría, así como su forma de expresarla, es original, brillante; quizás demasiado brillante.

Sin embargo, otro analista arltiano (de hecho, su primer biógrafo) no está de acuerdo y reacciona violentamente. Se trata de Raúl Larra, que contrapone:



En su nihilista de Sarmiento a Cortázar [Viñas] le reprocha a Arlt, tan luego a Arlt, que entrecomillara las palabras lunfardas. A Viñas, que le parece revolucionario escribir peuyó, por Peugeot, se le escapa que Arlt fue de los primeros en lunfardear en nuestra literatura. Las entrecomillas corrieron por cuenta del editor o del diario “El Mundo”, que no admitía que cuando se hablara del furbo o del squenun se tipografiaran como palabras corrientes. ¿Y aún entrecomillándolas significa desmedro por la palabra lunfarda o por los vocablos populares frecuentemente utilizados por Arlt? (Larra, 1986, pp. 30-31).



(Curiosamente, cabe suponer que a Viñas le ha pasado algo parecido que a Arlt según Larra, porque “alguien” le puso en bastardilla palabras que, quizás, debieron ir entre comillas; volveré sobre este tema en el último apartado del artículo. En cambio, Larra debe de haber tenido mucho cuidado de que no le sucediera lo mismo que a Arlt...)





Valen comillas



Pero, a todo esto, quizás sea necesaria una precisión: ¿qué son, para qué sirven las comillas?

Al respecto, la RAE es parca y poco convincente, como suele suceder. Hasta hace poco, la definición oficial era:



(Del dim. de coma, signo ortográfico).

1. f. pl. Signo ortográfico (« » o '' '') que se pone al principio y al fin de las frases incluidas como citas o ejemplos en impresos o manuscritos, y también, a veces, al principio de todos los renglones que estas frases ocupan. Suele emplearse con el mismo oficio que el guion en los diálogos, en los índices y en otros escritos semejantes. También se emplea para poner de relieve una palabra o frase.



Este último uso fue muy cuestionado por especialistas extraacadémicos. (Para no abundar, recientemente he visto un cartel que decía PESCADO “FRESCO”...: seguramente, intento de relieve; involuntariamente, ironía o, al menos, fatal distanciamiento de la verdad del enunciado: un lapsus.)

Por eso, quizás, el artículo enmendado reza ahora:



(Del dim. de coma, signo ortográfico).

1. f. pl. Signo ortográfico doble (« », '' '' o ' ') usado para enmarcar la reproducción de citas textuales y, en la narrativa, de los parlamentos de los personajes o de su discurso interior, las citas de títulos de artículos, poemas, capítulos de obras, cuadros, etc., así como las palabras y expresiones que se desea resaltar por ser impropias, vulgares o de otras lenguas.



Los manuales de estilo, por su parte, también ponen el acento en el uso ortotipográfico de las comillas, más que en sus significados lingüísticos. Zavala Ortiz (1998) es breve pero bastante exacto al respecto: “En general, se utiliza este signo para señalar citas breves en un texto, lo mismo que para indicar sentidos irónicos, destacar neologismos o palabras y frases de doble sentido.”

Algunas definiciones más técnicas (y más extensas) puede aportarlas Élida Ruiz (1995):



Las comillas, signos gráficos que corresponden a ciertas entonaciones de la lengua hablada, aíslan lo que dicen otros de lo que dice un locutor. Además la introducción de una cita puede ir acompañada de una actitud hacia el dicho ajeno: aceptación, burla, ironía, distanciamiento, refuerzo de fidelidad. Pueden ser empleadas con varias funciones: a) En algunos enunciados referidos, para marcar la diferencia de voces [...]. d) Las comillas también se usan para que el sujeto de la enunciación establezca cautela, distancia con respecto a un término o a un concepto con el cual no está de acuerdo. Es un enunciado de otro, mencionado o no, que no produce adhesión total. Equivale a: ‘como dicen’, de modo de poner no solo distancia sino incluso una implícita evaluación. [...] e) Hay casos de ruptura de la isotopía estilística en los cuales el sujeto de la enunciación marca esa ruptura con el empleo de comillas. Pueden estar entre comillas términos técnicos, términos vulgares, léxico de alguna jerga, etc. Si el enunciador lo señala entre comillas, es porque siente ese término como ajeno, extraño a su propia lengua. [...] En todos los casos este recurso gráfico indica la presencia de otra voz (los subrayados son míos y se atreven a indicar cuán tributaria es la autora de la “vieja” teoría de Viñas).



Retrocedamos, entonces.

Todos los que trabajamos en la tarea de edición sabemos que la explicación de Larra tiene todas las chances de ser acertada. Más cuando también se sabe, por otro lado, que Arlt no tenía tiempo ni, probablemente, ganas de repasar las pruebas de sus textos y reafirmar (o no) sus intenciones originales (si las tuvo) en relación con lo tipográfico. Sobre esto, hay bastantes devaneos críticos, habitualmente derivados de testimonios “autobiográficos” del mismo Arlt, sobre todo el aguafuerte “Cómo se escribe una novela” y otras.

Pero esta explicación es meramente empírica (y a la vez, a estas alturas, incomprobable, por lo menos hasta que alguien pueda encontrar los originales de Arlt y someterlos a un trabajo similar al que José Amícola ha hecho con Puig).

Lo que Viñas afirmaba —en el contexto, tengámoslo también en cuenta, de una disputa con los comunistas por la “propiedad” de Arlt (ver Viñas, 1954)— era otra cosa e implicaba una cierta teoría de la literatura para la cual ciertos datos supuestamente empíricos (las “intenciones del autor”, la mediación de editores o correctores) son, en un cierto nivel, irrelevantes.

Para decirlo algo pedantemente (y con comillas): para Viñas, “Arlt” no es (sólo) un nombre propio, sino la designación metalingüística, casi convencional, de una escritura: una producción —incluso en sentido económico y, por lo tanto, ideológico— en que el individuo “autor” es sólo una parte. Y, en ese proceso, las comillas ocupan un lugar central y, le guste o no a Larra, problemático.





Excursus (no entrecomillado)



Veamos también, para ampliar la perspectiva, otras interpretaciones sobre las comillas en textos literarios (donde sabemos que cada signo, aun los tipográficos, sufren de una especie de inflación de significancia; no como resultado de la sofisticación de tal o cual crítico, sino como efecto semiótico, definitorio, de la literatura misma).

Por ejemplo, Tamara Kamenzsain enfoca el uso, a veces enigmático, siempre sugerente, de signos de puntuación y auxiliares en la poesía de Juan L. Ortiz; entre ellos, las comillas:



Perturbando el cauce de los versos, una proliferación de comillas se instala sobre muchas de las palabras liliputienses y las enmarca [...] Ningún sentido oculto detrás de las palabras entrecomilladas, ninguna cita que deba ser desocultada por una lectura erudita (p. 29).



Aunque inmediatamente parece contradecirse, parcialmente, ya que, según Kamenszain, “Ortiz se ayuda de las comillas para citarse a sí mismo”. Y sigue:



en ellas la mirada del artesano, la señal de una elección, la puesta en evidencia de un trabajo. Trabajo de dar o de quitar espesor, de des-privilegiar, de señalar, de “no dejar cuajar el sentido”. Al revés de las comillas tradicionales, que aparecen naturalmente cuando se quiere remitir las palabras a un doble de su sentido, éstas de Ortiz se constituyen como marca artificial que aliviana las palabras, las descarga de sentido... (ídem).



La operación crítica es clara, típica: atribuir al objeto de la interpretación, en este caso las “comillas tradicionales”, una función en principio discutible (ya que, como vimos, no tienen que ver tanto con el sentido del enunciado, sino más bien con su enunciación), para inmediatamente discutirla, con mayor éxito.

Por otro lado, Raúl Castagnino (1975) se ocupa de las “comillas y bastardillas en novelas de David Viñas”. Veamos algunos fragmentos descriptivos, para detenernos un poco más en el último:



Tres novelas [...] produjo David Viñas en años sucesivos: Cayó sobre su rostro (1955), Los años despiadados (1956), Un Dios cotidiano (1957). Observadas desde el punto de vista de las formas de relieve por vía tipográfica, se verifica en ellas una creciente depuración, de modo tal que, indiscriminados y confusos usos de comillas y bastardillas en la primera de ellas, llegan a efectiva sobriedad en la última (p. 148). [...] La digresión que importan, la interferencia y ruptura del cursus orationis dentro del soliloquio, constituyen lo que podría adivinarse como un lenguaje interior, un diálogo consigo mismo en el ente ficcional, el fluir de la conciencia (p. 151). [...] Las comillas, al añadir a las relevaciones ya procuradas el propósito de una nueva proyección temporal anunciada por los títulos, obligan, por la mayor confusión engendrada, a una lectura más detenida (p. 152). [...] El empleo generoso de unos mismos recursos en procura de funciones diversas, o viceversa, de distintos recursos para una misma función, si bien en cada caso ha podido alertar al receptor advirtiéndole que la comunicación requiere lectura diferente, también comporta mengua de sus efectividades y pérdida de la individualidad de tales recursos, por lo que va del uso al abuso. (p. 156)



Por supuesto, lo que para Castagnino es “confusión”, “mengua”, “abuso” (necesarias comillas) es, en realidad, una búsqueda casi desesperada de polifonía. Pero el narrador de Viñas —aventuro—, en lugar de tomar distancia como el arltiano, se inmiscuye, se interpenetra con esas voces (esos cuerpos) a veces indistinguibles. Procedimiento que en novelas como Cuerpo a cuerpo y la reciente Tartabul escala y se exaspera hasta fascinar e irritar, yo diría, casi por partes iguales. Y deliberadamente.







Referencias bibliográficas



Castagnino, Raúl H. (1975) “Margen de coincidencias: las ‘formas de relieve’ por vía tipográfica en la técnica de algunos narradores argentinos contemporáneos”. En: Márgenes de los estructuralismos, Buenos Aires, Nova, pp- 135-169.

Guerrero, Diana, Arlt. El habitante solitario, Buenos Aires, Catálogo, 1986. (Primera ed.: Granica, 1972.)

Kamenszain, Tamara (1983) “Juan L. Ortiz: la lírica entre comillas”. En: El texto silencioso, México, UNAM, pp. 25-36.

Larra, Raúl (1986) Roberto Arlt, el torturado, Bueno Aires, Futuro. (Primera ed.: Buenos Aires, 1950).

Ruiz, Élida (1995) Enunciación y polifonía, Buenos Aires, Ars.

Viñas, David (seud. Juan José Gorini) (1954) “Arlt y los comunistas”, Contorno 2, Buenos Aires. (Recogido en Varios, Contorno (selección), Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1981.)

Viñas, David (1974) Literatura argentina y realidad política. De Sarmiento a Cortázar, Buenos Aires, Siglo Veinte (2.ª ed.). (Primera ed.: Buenos Aires, Jorge Álvarez, 1964.)

Zavala Ortiz, Roberto (1998) El libro y sus orillas, México, UNAM.




 (Publicado en Páginas de Guarda, N.º 4, 2007.)

jueves, 6 de octubre de 2011

El ocaso de la corrección



 O melancolia!

Escribí en otro lugar:(1) “La tarea del corrector en la actualidad está decayendo, es menospreciada o no cuenta con el apoyo necesario”.
Un poco después, agregaba: “El equívoco primero... consiste en confundir función con funcionario, oficio con oficiante, es decir, la tarea con el que la realiza.
La artesanía del corrector puede estar decayendo, sin duda, pero su función, paradójicamente, es cada vez más necesaria, en un contexto en el que cada vez menos gente sabe escribir bien; y entiéndase ‘bien’ no sólo en el sentido gramatical (que, en última instancia, no sería nada) sino en el sentido meramente comunicativo.
(...)
Con la corrección pasa algo parecido a lo del manual de estilo. Si no existe de derecho, existe de hecho. Alguien la realiza, mal o bien, a sabiendas o no. Es una función delegable, pero imprescindible”.
Hoy por hoy, suelo pensar que era demasiado optimista en ese momento...
Encabezaba entonces mis consideraciones con una cita extraída del famoso y consultado Libro de estilo del diario El País de España, que decía: “Todo redactor tiene la obligación de releer y corregir sus propios originales cuando los escribe en la Redacción o los transmite por télex, videoterminal o un instrumento similar. La primera responsabilidad de las erratas y equivocaciones es de quien las introduce en el texto; y sólo en segundo lugar, del editor encargado de revisarlo”.
Esta disposición tajante, taxativa, demostraba un evidente desplazamiento de la responsabilidad hacia el redactor; pero, si bien no se nombraba al corrector, es cierto que, por lo menos, había un “editor”, quien, como el mismo párrafo termina sugiriendo, cumpliría esa tarea de “corrección que no se atreve a decir su nombre”, que mi optimismo de entonces postulaba.
Sin embargo, de la disposición de El País a la ausencia definitiva de corrector-corrección había apenas un paso, que muchos se apresuraron a dar, en un contexto de permanente “ajuste” económico que parece destinado a autorizar cualquier trastada (hablo especialmente de la Argentina, pero sé que esto podría extenderse a otros países).
Diarios grandes y pequeños decidieron prescindir, de a poco o bruscamente, de estos molestos y costosos operarios, cuya función nunca parece estar del todo clara... salvo cuando brilla por su ausencia, como suele ser el caso.
Es el reino de los “editors” (pronúnciese esdrújula, por supuesto), a uno de los cuales oí afirmar una vez, con una mezcla de excusa y orgullo: “Yo no soy corrector”. Que es como si un ingeniero dijera: “Yo no sé nada de matemática”.
¿Es para ponerse melancólico? ¿Para entonar una lamentación interminable que nadie escuchará? ¿Para archivar el pasado y dedicarse a otra cosa?
Quizás. Pero, también, para razonar un poco y quizás sacar algunas conclusiones.


Ser dijital

Aunque corroborarlo exigiría un trabajo estadístico riguroso, es intuitivamente evidente que los estándares de calidad del lenguaje escrito han variado de manera considerable. No es posible, o por lo menos no es útil, plantearse qué fue primero: el huevo o la gallina, la decadencia del oficio del corrector o la importancia que se le da a la corrección lingüística en los medios gráficos, editoriales, etc.
Es una larga historia.
Alguna vez, también he intentado razonar(2) sobre la influencia que ciertas teorías lingüísticas y semiológicas (de la década del sesenta) tuvieron sobre las nociones tradicionales de “arte”; quizás involuntariamente, al someter al mismo tipo de análisis (de esto se trataba) La divina Comedia y una publicidad de jabón, terminó infiriéndose que ambos “productos” podían ser equiparados en términos de calidad. Por otra parte, esta misma noción de calidad (la jerarquía, los niveles, qué es y qué no es arte, etc.) quedó, bastante rápidamente, en desuso.(3) Todo esto pudo tener su parte positiva, al permitir dejar de lado prejuicios conservadores y aristocratizantes, y enfocar de manera renovada producciones como las del arte popular, incluyendo géneros habitualmente despreciados: la novela policial, el melodrama, la historieta, el cine mismo.
Claro que, algún tiempo después (década del ochenta), los flujos y reflujos de las modas académicas hicieron que los estudios semióticos y culturales fueran respondidos por engendros neoconservadores (aunque respetables, a su modo), como los de Harold Bloom y su “canon occidental”,(4) que pretende “volver a las fuentes”; lo que implica retornar a una jerarquización del hecho estético y (a la vez y por lo tanto) a una revaloración de la norma.
¿Qué tiene que ver esto con la corrección de estilo?
Poco o mucho, según se vea. Poco, si medimos la importancia relativa de ambas áreas. Mucho, si consideramos, en cambio, su homología, su semejanza estructural e ideológica.
Un nuevo medio masivo de comunicación ha llegado para quedarse: Internet. Y es fácil comprobar cómo en ella los estándares de calidad, de los que antes hablaba, han sufrido un cimbronazo cuya superación es difícil de vislumbrar. Las páginas web tienen también editores y, como es hoy la regla, carecen de correctores. No creo que nadie, en el ambiente informático, se plantee siquiera la inclusión de esta categoría de empleado. Otra vez, la responsabilidad de la corrección queda repartida (diluida) entre redactores, editores y ¡diseñadores!
Y, cabe acotarlo porque es esencial a mi argumentación, una decadencia de la “forma” va de la mano con una decadencia en los “contenidos” (quiero que se me permita el recurso a una vieja y superada dicotomía, ya que este último término es usual en la Red); esto es fácilmente comprobable si se chequean, aunque sea someramente, las enciclopedias de todo tipo que pululan en el espacio virtual, algunas como versiones degradadas de una “edición en papel”.
La corrección de estilo parece condenada al desván de las antiguallas, quizás entre compañeros ilustres (como la misma noción de “estilo”). Atacados como puristas u obsesivos, despreciados como gasto inútil, los correctores apenas nos consideramos con derechos a levantar la voz y hacer una pequeña sugerencia... “¡Es lo mismo, de todas maneras nadie se da cuenta!”, será la respuesta generalizada.(5)
Todo esto, claro, hasta que nos necesitan.

 

La guerra del Golfo no a tenido lugar


Basta leer los periódicos desde el 11 de septiembre para acá.
El panorama es desolador. (Lo digo a propósito, acudiendo otra vez a la dicotomía “forma-contenido”. Porque, ¿qué importancia tiene una errata o incluso un error de traducción ante la magnitud de los hechos narrados?)
Veamos.
¿Todo el mundo entenderá qué es “retaliación”, traducción o, más bien, castellanización apresurada del término inglés retaliation, es decir, “venganza, represalia, compensación”? (El término es muy usado en psicoanálisis, pero esto es otro problema, que trataré más adelante.)
¿Y qué decir de la insólita expresión “santuario de terroristas”? Sanctuary, en inglés, no sólo significa “santuario”, “templo”, sino también, y más habitualmente, “refugio, asilo”. La rimbombante palabrita ya había aparecido en expresiones tan peregrinas como “santuario de ballenas”, cuya misma ridiculez las ponía a salvo de causar algún daño, por así decirlo. Pero afirmar que “se van a destruir todos los santuarios de terroristas” (cito de memoria) es un despropósito doble, ya que la innegable connotación religiosa del término en castellano hace decir algo muy peligroso. ¿Acaso se van a destruir sus templos? ¡Menuda “retaliación” buscarían ellos luego, y tendrían sus razones!
Como otra paradoja, pensemos en la cuestión de los talibanes. Súbitamente, se ha (im)puesto de moda la expresión “los talibán”, es decir, un plural castellano muy extraño, pero que tiene antecedentes en expresiones similares, referidas sobre todo a etnias o tribus: “los mapuche”, “los ona”, etc. Según parece, el lenguaje políticamente correcto pretende respetar los derechos humano-lingüísticos de los otros, violentando el propio idioma de manera ilógica; desde todo punto de vista, un despropósito.(6)
Cito el excelente artículo al respecto de la sección Español Urgente del sitio web de la Agencia EFE: “Talibán. En las noticias procedentes de Afganistán aparece el nombre de un nuevo grupo guerrillero que intenta tomar el poder: Talibán. Y aparecidos el nuevo grupo y su correspondiente nombre, se nos plantea la duda de su flexión en cuanto al número: ¿Talibán es singular o plural? ¿Podemos decir talibanes? En Afganistán se habla el pasto (o ‘pashtu’), una variante dialectal del persa que también utiliza el alfabeto árabe. Pero no sólo tiene en común con el árabe su alfabeto, sino que en el léxico pasto hay multitud de voces procedentes de la lengua sagrada del islam, y ese es el caso de ‘taliban’. La raíz árabe ‘talaba’ significa estudiar, y el sustantivo ‘talib’ (plural ‘talibun’ para el nominativo, ‘talibin’ para el genitivo o ‘taliban’ para el acusativo) significa estudiante. Parece pues bastante claro que se trata de la misma palabra en árabe y en pasto, teniendo en cuenta además que el núcleo del grupo guerrillero afgano está formado por estudiantes de teología islámica. Aunque el nombre de la organización esté en plural, al adaptarlo al español este nombre funciona como cualquier otra palabra; es decir, tiene flexión de género y de número, y su plural en nuestra lengua es ‘talibanes’”.(7)
Vale decir que, si escribimos “los talibán”, queriendo usar un plural más “respetuoso” de la lengua original, deberíamos escribir, por ejemplo, “el régimen talib (o talibin)”, un “guerrero talib”, etc. Y, en lo posible, en bastardilla, y sin acento, para indicar que se trata de una palabra extranjera, transliterada.
¿Qué todas estas disquisiciones son irrelevantes? ¿Qué a nadie le importan? Claro, si ése es el problema.
Porque todo esto nos lleva a no tener en cuenta la verdadera catarata de erratas-errores-equivocaciones-oscuridades que nos asaltan al abrir cualquier periódico, aunque sea al azar.
Dos ejemplos:
- “EE.UU. derribará aviones civiles secuestrados” (un insólito titular del diario Clarín del 28/9/01). Quiero creer que ningún lector desprevenido (ni siquiera yo) habrá interpretado que los EE. UU. estaban listos para derribar aviones secuestrados en ese mismo momento o inminentemente.
- “Es un código de honor que el que lo deshonra lo paga con su vida” (Clarín 25/9/01). Sin dudas, esto parece una muestra de “purismo” irremediable, pero ¿se debe escribir tan mal? ¿Nadie se da cuenta de que cualquier corrector con un mínimo de oficio hubiera arreglado esa frase de un plumazo?
- “[el gas mostaza] es uno de los llamados gases persistentes y causa serios daños al sistemas respiratorio y causar ceguera” (Clarín 30/9/01). Sin comentarios.
Juro que son dos ejemplos tomados al azar, aunque el primero, por tratarse de un titular, saltó a la vista. Pero, eso sí, no son casos aislados, sino de lo más frecuente.
Y sigue el baile.


La Hacademia, ¿un santuario?

Si la corrección de estilo en el medio periodístico está en una irremisible pendiente, ¿qué queda para el ámbito académico, que parecería el hábitat natural de la norma, la razón y el equilibrio?
Nada de eso.
La Academia es el reino del lenguaje técnico y, por lo tanto, del neologismo. Esta respetable institución de la lengua, que la hace enriquecer y “avanzar”, si tal cosa es posible, no deja de ser una especie de altar intocable para los autores y editores.
Claro que el corrector debería descansar, dentro de este ámbito, en colegas tales como el asesor de contenidos o corrector conceptual, y, por qué no, el director de colección, el editor o el jefe de sección: cualquiera ubicado en un escalón más alto de la jerarquía editorial; pero nada es tan fácil, ya que la desocupación (y la desidia) también han hecho presa de ellos. Así que muchas veces tendrá que vérselas a solas con textos que son verdaderos diccionarios encubiertos de una materia dada; claro que diccionarios sin la parte de los significados...
Se me perdonará otra anécdota personal. Hace poco, amablemente provisto del delicado criterio de que no hay que corregir a los expertos, dejé pasar una bella palabrita neonata: “otroridad”. Mea culpa, no reflexioné lo suficiente, ya que el autor del texto se refería a la “cualidad de ser otro”, es decir, a la “otredad”, palabra ésta sí con cierta prosapia y más o menos entendible con rapidez. La otra, tal como quedó,(8) remite indigeriblemente a “otrora”, y simplemente no quiere decir nada en su cotexto, salvo que medie un gran esfuerzo del lector, experto o no.
El lenguaje técnico es una cuestión de léxico y debería adecuarse a los demás niveles (fonológico, morfológico, sintáctico) de la lengua general. A veces lo hace, no digo que no: mucho más mérito del que se supone es atribuible a los correctores, que dedican mucho tiempo a revisar concienzudamente textos plagados de neologismos innecesarios pero muy difíciles de diferenciar de los correctos, por lo menos para alguien que no sea a la vez un experto en la materia tratada y un lingüista responsable. Sobre todo, en lo que hace a verbos realmente horribles, como “recepcionar”, “intencionalizar”, “mapear”, “indigenciar”, “conflictivizar”, etc. Muchos de ellos remplazan sin ventaja (sin diferencia) a palabras ya existentes; apenas sirven, pensándolo con mucha buena voluntad, para connotar de/en qué ciencia estamos hablando. Otros quizás estén bien formados y no tengan un equivalente exacto, previo, en castellano, pero no dejan de cargar con la rémora original de ser traducciones literales, a veces muy poco imaginativas.
Ni qué decir si el texto se dirige a un público más general que el imaginado por el autor...
En este co(n)texto, el corrector deberá (como siempre, por otra parte) hacer su adecuada composición de lugar y obrar en consecuencia. Esto le servirá, entre otras cosas, para no caer en un defecto muy común: encerrar los neologismos, legales o no, entre infinitas comillas que los separen del resto del texto como si fueran “voces de otro”. El reconocimiento de cada isotopía estilística (que incluso remite a una unidad semántico-ideológica, supuesta en el texto aunque idealmente decidida en otros niveles superiores de incumbencia) le permitirá al corrector prudente evitar este riesgo, que remite al siempre temido de la “sobrecorrección”.(9)


Coda (sin erratas)

Para concluir este breve y algo descuajeringado texto, quisiera retomar dos o tres hilos sueltos y enhebrarlos en algo que se parezca a una conclusión.
Si toda idea de corrección o norma está en decadencia y suena irremediablemente a reaccionaria y hasta a poco democrática, sólo nos queda esperar un reflujo de esta moda y que la oscuridad general exija una fuente de luz.
La globalización, ese signo irrenunciable de la pos-pos-modernidad, trae consigo, junto y debido a la manipulación galopante de los media, unas exigencias nuevas para la comunicación, a  todo nivel. La corrección de estilo, oficio humilde y artesanía de la palabra, tiene allí un lugar reservado, y habrá que ocuparlo.


Referencias


1. Cómo corregir sin ofender. Manual teórico-práctico de corrección de estilo, Buenos Aires, Lumen-Hvmanitas, 1998, pp. 105-106.
2. “Para acabar con el cine bizarro”, inédito.
3. Para este tema, véase Alberto Arbasino, Off-off, Barcelona, Anagrama, 1971.
4. El canon occidental, Barcelona, Anagrama, 1995.
5. Me atrevo a sugerir que la reciente edición de una Nueva ortografía de la lengua española (1999), por parte de la venerable Real Academia, no contribuye precisamente a poner las cosas en su lugar; más bien, se deja llevar por el “permisismo” en boga, y deja a los hablantes muchas facultades para elegir. Huelga decir que los hablantes nunca las necesitaron, e hicieron muy bien. El problema es dar la errónea impresión de que “todo vale”, a todo nivel. De hecho, es muy frecuente que los alumnos cuestionen a sus profesores de Lengua, ¡basándose en el “revisor gramatical” del procesador de texto Word! (Si unimos ambos datos, el reciente convenio entre la RAE y Microsoft no es precisamente para que durmamos tranquilos...)
6. Excursus para una futura profundización. El estilo “políticamente correcto” no sirve porque: 1. el lenguaje no cambia la actitud (la realidad, la acción, etc.): nominalismo mal digerido; 2. no se pueden controlar todas las connotaciones: “compañero animal”, “afroamericano” (mucho menos, en la traducción); 3. el sintagma influye sobre el signo aislado: “a ese barrio no se puede ir porque está lleno de afroamericanos...”, “esos talibán de m...”; 4. elementos de la enunciación legitiman (o deslegitiman) el enunciado: un chiste judío significa distinto si es contado por un judío, por un no judío, por un nazi, etc.
7. Ver http://www.efe.es/esurgente/lenguaes/ (Tengo entendido que el artículo ha sido redactado por Alberto Gómez Font, a quien agradezco, o bien pido disculpas si la atribución es errónea.)
8. Recordar que, de todas maneras, “la culpa es del corrector”. Siempre que lo haya, por supuesto.
9. Correctores bisoños y alumnos de las nuevas carreras de corrección literaria, o (pretenciosamente quizás) edición, (se) interrogan incansablemente: “¿Qué, hasta dónde, corregir?” Pregunta imposible de responder con brevedad, puesto que abarca toda la extensión de la tarea del corrector, desde su razón de ser epistemológica, por así decir, hasta lo más ínfimo de sus cotidianas decisiones.

 (Artículo encargado por la Universidad Javeriana en 2002, para una antología que finalmente no fue publicada.)