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sábado, 17 de diciembre de 2011

Laburar para el cine es bárbaro

(reportaje a Guillermo Saccomanno)






Nació en Buenos Aires en 1948. Ha publicado los siguientes libros: El folletín (con Ema Wolf, 1972), Partida de caza (poemas, 1979), La historia de la historieta en la Argentina (con Carlos Trillo, 1980), Prohibido escupir sangre (novela, 1984), Situación de peligro (cuentos, 1986), Roberto y Eva (novela, 1989), Bajo bandera (cuentos, 1991), Animales domésticos (cuentos, 1994), El viejo Gesell (crónica, 1995), La indiferencia del mundo (cuentos, 1997).





Según el mismo autor admite en el libro, Bajo bandera puede ser leído como una colección de cuentos o como una novela; de ahí la obvia posibilidad de adaptar los distintos relatos unificándolos en una sola trama, el camino seguido en su propio guión para la película de Jusid. (Hay un antecedente ilustre en nuestro cine: la extraordinaria adaptación que Homero Manzi y Ulises Petit de Murat hicieron de los breves textos de La guerra gaucha, de Lugones.) Pero, en el libro, los cuentos son también relativamente autónomos, pequeños universos cerrados, con situaciones y personajes netos, que se bastan a sí mismos. En la película, la trama central agregada (la investigación del crimen por parte del mayor Molina) los absorbe, los desplaza, los resignifica. Otra cosa quedó en el camino: un tono reminiscente, entre cínico y melancólico, que reproduce a la perfección el tono de los recuerdos masculinos sobre la colimba. En efecto, en el pasaje de lo personal a lo testimonial, se pudo ganar denuncia, oportunidad, efectismo, pero se perdió intimidad, y una gran ocasión de identificarse más con personajes y situaciones.   







(Reportaje)





Laburar para el cine es bárbaro



E: ¿Qué lugar ocupa el cine en tu vida? Veo que tenés El rata, ya es algo...



Mi relación con el cine viene de pendejo. Tengo cuarenta y nueve años, pertenezco a una generación que fue educada en la televisión, en el cómic, básicamente, y en el cine. Yo recuerdo que de pibe iba a la iglesia del barrio, que ibas a misa a la mañana, los domingos, y te daban un vale para ir a la tarde al cine. Mi vieja me llevaba al cine los miércoles, el día de damas. Y mi viejo me llevaba al sábado, cuando daban un western, una policial, una de espionaje. Te estoy hablando de cuando el cine era una especie de ritual masivo. Entonces, yo tengo una formación que conjuga desde la novela policial, la historieta -la historieta la marca Oesterheld- y todo el cine. Esto es inevitable, es lo mismo que le pasó a Soriano, a Feinmann, a Sasturáin. Estamos muy marcados por los medios. Creo que hoy ningún escritor puede crear al margen de los medios, lo quiera o no. Esto no quiere decir trabajar en los medios necesariamente. Uno no puede aislarse, pensar la retórica, los ritmos narrativos, los tonos, lejos de lo que es la gramática del cine o, si querés llevarlo a la televisión, a lo que es el zapping, etc. Todo esto nos está bombardeando y es parte de la realidad. Y si uno cree que la literatura produce un reflejo de lo social, de la realidad, bueno, acá estamos.



P: ¿Vos siempre quisiste escribir para cine?



De pibe me gustaba dibujar y pintar. Un día se me cruzó la peregrina idea de que un buen trabajo podía ser el de crítico cinematográfico. Una manera de que te pagaran la entrada para ver todo, desde las obras excelsas hasta el trash, ¿no? Yo soy un espectador indiscriminado. A mí me gusta desde Bergman a Fuller. Por supuesto que uno tiene tomas de partido, posiciones frente a determinados estilos o corrientes que le interesan más que otras.



E: ¿Puede ser que tu literatura tenga más de Fuller que de Bergman?



Sí, yo creo que sí, porque hay una impronta que uno tiene, al menos cuando escribe, que está más relacionada con el cine de Hollywood, con el cine negro. Y también con el neorrealismo y la nouvelle vague. Y esto que están haciendo ahora los británicos, que es como una reencarnación del neorrealismo. Pero hay vasos comunicantes entre Hollywood, la nouvelle vague y el neorrealismo. A mí me interesa básicamente el cine que cuenta historias, como me interesa la literatura que cuenta historias. Creo que es política mi defensa de la narrativa porque, en tiempos en que se sostiene que se está llegando al fin de la historia, la muerte de la utopías, yo creo que, como decía Oesterheld, en los kioscos siempre hay lugares vacantes. Entonces, creo que en la literatura hay espacios vacantes, y que la posibilidad de contar historias está dada. Te puedo poner de ejemplo este barrio; vos salís y ves las putas del bar de la esquina, los yuppies de Catalinas, los tipos que van a laburar al puerto, todo el lumpenaje y la marginalidad de Retiro... Y cada situación que se te cruza te puede presentar una historia. Me interesa ese cine, el que cuenta historias.



P: A veces, además de la historia están el tono, la forma, ¿no? Por ejemplo, en algunos de tus cuentos de Animales domésticos, hay además de la historia un tono, que es muy importante.



¿Vos decís que está relacionado con lo cinematográfico?



P: No, no, en general, para contraponerlo a la historia. Tiene que ver también con los cuentos de Bajo bandera...



Uno no es el más indicado para hablar de su obra. Si me preguntan sobre las dos películas [Bajo bandera y 24 horas], yo no soy objetivo, prefiero decir que las películas son del director, y esto no es absoluto una coartada. Creo que el director es el sumo creador y vos sos de alguna manera el traductor de sus obsesiones. Yo también trabajé mucho como guionista de historietas y publicitario, y te puedo decir que en esos casos tampoco sabés cómo va a ser el producto final. En el cine, como arte interdisciplinario, el que tiene la responsabilidad final es el director. Es hasta responsable de haberte elegido a vos, o a otro. Esto no es una lavada de manos del guionista. Había un libro de reportajes, hace algunos años, que se llamaba El director es la estrella... Creo que ese libro les hizo mucho daño a algunos, porque se subieron al pony... También se olvidaron del público, que es el que completa el circuito. Lo que decía Sartre: el arte existe por y para los demás. Nadie escribe para sí mismo. Siempre, todo hecho creativo tiene ese contraplano que es el público. Desde ahí yo reivindico el contar historias. ¿Qué busca uno en una película, en un cuento? Cierto goce, cierta evasión, pero también uno busca cierta solidaridad, compartir preguntas, compartir cuestionamientos. Creo que las artes narrativas son siempre cuestionadoras.



E: Sí, eso queda claro en Bajo bandera, en el libro, no en la película, a mi criterio. No sé si estarás de acuerdo, pero creo que tu libro tiene algo de novela de educación sentimental, de aprendizaje.



De iniciación, sí. Porque era un rito de pasaje la colimba. Al terminar el servicio militar, no sólo eras hombre, sino que te insertabas en el aparato productivo capitalista. Se terminaba la joda.



E: La película es muy distinta, en ese sentido. Ahí se inserta lo, digamos, testimonial, el fin de los años sesenta, el “caso Carrasco”.



Cuando Jusid me propuso, hace unos años, adaptar Bajo bandera, él estaba interesado en dos o tres cuentos, que creo que son los puntos fuertes del libro, “Calor de hogar”, “El campeón del regimiento”, el del putito, y situaciones que estaban en los demás cuentos. Pero en ese momento se había estrenado Código de honor, y hay algo interesante en esa película, es un camino que los yanquis han trajinado hasta el cansancio: el cuestionamiento a las instituciones, al autoritarismo, que se liga también con la obediencia debida, etc. La propuesta de Jusid me pareció interesante. Ojo, no opino sobre la película terminada, ésa es harina de otro costal. Él lo que quería era hacer un film sobre la humillación, tensar alguno de los cuentos... Cualquiera de los cuentos podía desembocar en un crimen. Esto a mí me excedió un poco, porque el libro es anterior al caso Carrasco, yo lo escribí durante el ’89 y, buscando material sobre el tema, en aquel momento, aparecía cada tanto información sobre los abusos en los cuarteles, empezaba a generarse el FOSMO, que era el Frente de Oposición al Servicio Militar Obligatorio... Cuando se produce el caso Carrasco, un diario saca un articulito diciendo que había un escritor que se había anticipado. Es decir que yo no estaba tan lejos. Entonces, con Juan pensamos: muere un pibe y llega un tipo a investigar, y la intriga permitía conectar dos o tres o cuatro historias. Y era interesante que esto fuera en el año ’69, que fue un punto de inflexión, el Cordobazo, situaciones álgidas socialmente que tienen rebote en estos días. Hablo siempre del guión. Era lícito que hubiera un oficial que se mandara a investigar, porque hubo milicos que no quisieron reprimir, el caso de algunos militares jóvenes que pasaron a militar después en el peronismo. Bueno, ésta es la historia de Bajo bandera. Sí creo que el Cordobazo tendría que tener más presencia en la película; la tenía en el guión.



P: Sobre el tema de los militares, es interesante el personaje de Solá. Cómo se ve el personaje de Solá ahora, un tipo derecho, bueno, positivo...



Un héroe positivo. Yo creo que siempre en toda institución aparece alguien que pone en tela de juicio los valores de esa institución. Yo creo en eso, no es sólo típico del cine americano, viene de los griegos, el héroe trágico que enfrenta a las fuerzas del destino. Hay militares como Cesio, la gente del CEMIDA, sumamente críticos con lo que ha sido la política de la institución. Cuestionaron el terrorismo de Estado, el comportamiento en Malvinas. Esto lleva a una discusión extracinematográfica, siempre con Bajo bandera se termina hablando de esto. Me hubiera gustado que la crítica se dedicara más a la obra que al tema al que alude la obra. Tal vez porque el tema es tan fuerte, nadie habla del lenguaje de la película. Esta película se inserta en una línea que viene de La Patagonia rebelde, No habrá más penas ni olvido, Asesinato en el Senado de la Nación. Son obras que tratan un costado tan dramático de la realidad que es como si el tema impregnara todo. Me pasó lo mismo con el libro de cuentos.



E: En el libro impresiona el poder de evocación que tiene para cualquiera que haya hecho la colimba. A mí me interesaba ese enfoque, o por lo menos que la película tuviera otro tratamiento.



Bueno, pero insisto: las películas son de director. Yo tenía el libro, él tenía dos opciones. Yo le dije a Juan: Quedáte con los cuentos y trabajá libremente. Me dijo: No, quiero trabajar con vos. Vimos mucho cine “de cuarteles”. Cuando yo escribí Bajo bandera, también vi mucho cine “de cuarteles”. No películas de guerra, aunque también vi. Ese tipo de cine me sirvió más que el de acción. Por ejemplo, la primera parte de Nacido para matar, que transcurre en el regimiento. Todos esos materiales yo los estuve consultando.



P: Lo que no hay mucho es literatura sobre la colimba.



Tampoco sobre las Malvinas. Ficción, por lo menos. Está la de Soriano sobre el cónsul [A sus plantas rendido un león] y la de Fogwill, Los pichyciegos, que es un fierro. Yo hice para los Fondos Cooperativos una antología sobre la colimba, después de Bajo bandera. Porque pasa esto, vos escribís, por ejemplo, sobre el Papanicolau y todos te llaman, te convertiste en el especialista. Quedás pegado. Después de Bajo bandera, escribí tres libros más, pero siempre sale ése.



E: Vos lo adelantaste en tu primera novela, Prohibido escupir sangre.



¿Sí? No suelo volver sobre mis libros anteriores...



E: Sí, el narrador se propone escribir un libro sobre la colimba.



Ahora que nombraste Prohibido escupir sangre, ahí también encontrás la marca del cine. Hay un momento en que el protagonista va a los cines de Lavalle. Hay una cita de una película de Frank Perry, Doc. En otro libro que escribí, Situación de peligro, el cine también está dando vueltas por ahí. En Bajo bandera, hay un cuento que empieza “Si esto fuera una película...”.



E: Constantemente...



Deliberadamente. Pienso que ayuda al lector. Siempre el cine está dando vueltas. Ahora estoy sacando un nuevo libro de cuentos, cuentos cortos, donde el cine tiene una proximidad. La historia con el cine es ésa. Nuestra generación, y las que vienen más atrás, tenemos esta marca.



E: Volviendo a algo que dijiste antes, vos pensabas que el Cordobazo debía estar más presente en la película.



Eso en el guión estaba más marcado. Inclusive Jusid había buscado materiales documentales, en archivos de noticieros. Y es llamativo, no había demasiado material sobre el Cordobazo, que se pudiera meter en la película.



E: La idea es que todo lo histórico en la película está muy supuesto. Yo no sé, si la ven en Italia, me gustaría saber qué entienden. Incluso los jóvenes de acá.



Volvemos al tema de ejército y sociedad. Algunos países de Europa se están planteando qué clase de servicio militar quiere la sociedad civil o democrática. Y yo, que me opuse al servicio militar obligatorio, no sé si ésta es la salida, esto es lo maquiavélico del asunto. En el Sur, donde lo asesinaron a Carrasco, los pibes se anotan en el servicio voluntario, porque les dan casa y comida. Si se ha privatizado todo, y todo funciona “mejor”, yo me pregunto: ¿no funcionará mejor la represión porque está “privatizada”? Lo que tenemos ahora es un ejército absolutamente mercenario en la base. Uno puede cuestionar la institución Ejército en la historia argentina. Pero no fueron los colimbas los que salieron a reprimir. Fueron los suboficiales y los oficiales los que participaron en la “guerra sucia”. Ahora, los colimbas tienen licencia para matar.



P: Sobre lo de Italia... tal vez la lejanía les da una mayor abstracción, y se pueden concentrar más en el relato que en el contexto, que acá influye un poco negativamente.



E: Nosotros no vamos a hacer una crítica de la película, pero me parece que lo testimonial se queda a mitad de camino. No sé qué puede entender la gente de veinte, treinta años, sobre el Cordobazo, la resistencia peronista...  



El “luche y vuelve”. Vos querés decir que la película debería haber documentado más todo eso.



E: De alguna forma sí, elegir algún otro registro.



Insisto, en el guión estaban suministradas estas pistas. Y estaba más desarrollado el tema del negociado del teniente coronel con la madera. Cosa que es muy real, porque los colimbas fueron mano de obra barata para talar Chapelco. Creo que es una película en la que no se puede poner todo. Ante esto, muchachos, no tengo mucho que decir, porque una gente te puede decir “mirá, no me gustó” y otra “no, pero está muy bien”. Si la veo dentro de dos años, creo que puedo tener una visión más crítica.



P: Bueno, los dos coincidimos en que nos gustó el libro pero no la película.



Volvemos a lo de antes. De buenos libros se han hecho malas películas y viceversa. Insisto en que esto no es correr la responsabilidad del guionista. A mí me interesó trabajar con Jusid como me interesó trabajar con Barone [24 horas]. Lo único que uno le pide al director es que esté interesado en contar una historia.



E: Dentro de esto que vos decís, el personaje de Omero Antonutti, ¿cómo surge en la película?



Se nos planteó la posibilidad de que el héroe tuviera una especie de asistente muleta, como el “muchachito” y el “viejo” de cuando uno era chico. La película fue planteada como un western y un thriller a la vez. El héroe llega al pueblo y se encuentra con todo eso.



P: Las historias originales quedan un poco en segundo plano.



Sí, pero aportan al tema central que es la muerte del pibe. La muerte del pibe es el detonante de lo que tiene que ver con la doble moral, el ocultamiento, el negociado, el adulterio... esa famosa ecuación sexo-dinero-poder, que es la ecuación que sostiene toda la novela negra desde Hammett hasta acá. Ahí es donde la novela policial actúa como novela social.



E: En esta historia, el mayor Molina sería el marginal.



Claro.Yo no sé si queda claro, pero al final deja el uniforme, cuelga la pilcha.

Cuando un tipo se mete a fondo en una institución y ve los enjuagues del poder, ya no hay retorno.



P: Ese final sugerido me pareció de lo más logrado.



En el guión estaba más explícito. Eso y todo lo del Cordobazo. Que es el momento en que él decide dejar la pilcha. Y la piña final que le da al subteniente es un síntoma del asco que él siente cuando ya terminó todo.



E: Se me ocurre que esta cuestión de la “humillación y valor”, como dice en el libro, es lo que se estaba produciendo también en el país.



Claro, ese ejército, embrionariamente, era el que se estaba agazapando para el ’76 y el que se está “preparando” para Malvinas. A mí lo que me interesaba con los relatos del libro era plantear una unidad espacio-temporal en la cual analizar conductas que también son patrimonio de la sociedad civil. Pero estábamos hablando de cine, ¿no? Laburar para el cine es bárbaro.







(Fin del reportaje)







(recuadro para la crítica de Bajo bandera)



¿Hay militares buenos?



Si la pregunta del título suena muy ingenua, podría reformularse así: ¿cómo presentar, en este país y en nuestra historia, un héroe positivo que sea milico? Se la planteamos a Guillermo Saccomanno, guionista de Bajo bandera (ver reportaje). Me atrevería a agregar una breve consideración. En Los hijos de Fierro (Solanas, 1974), el sargento Cruz es un militar que abandona su función predeterminada como mercenario de la oligarquía y se pasa al campo popular; alusión al general Valle y, más ampliamente, al “ejército nacional”, elemento central del imaginario peronista, que marcó definitivamente la cultura de una época. Muchos años después, en Sur, Solanas reiteraría el ideologema (más discursivamente, por cierto), en los personajes de Nathan Pinzón y Ulises Dumont, “militares del ’43”. Esto causó alguna polémica, entre otros, con Horacio González y José Pablo Feinmann, ya que en 1987 también los carapintadas reivindicaban a aquellos militares “nacionalistas” y era hora de revisar las viejas certezas... Bueno, siempre es hora. 



(realizado junto con Eduardo Rojas,
publicado en la revista La Vereda de Enfrente, 1997)




viernes, 16 de diciembre de 2011

¿Murió Samuel Fuller?




Truffaut dijo de Fuller que no era primario sino primitivo. No se me ocurre mejor definición para un cineasta que entraba a saco en todos los géneros y en todos los temas más “intocables”, y solía producir, casi por milagro, objetos artísticos de una extraña belleza.
Ideológicamente, Fuller tenía la sutileza de un elefante en un bazar. Anarco-liberal, tal vez: yanqui hasta la médula, entonces; pero su propia desmesura lo llevaba mucho más allá de lo que hoy se considera políticamente correcto. Muchas de sus películas, de hecho, fascinan culposamente a una mentalidad progresista, porque es difícil saber a qué atenerse ante ellas. Mete el dedo en todas las llagas (si se me permite abusar de otro cliché), sin la menor pretensión de sacarlo limpio. El rata, por ejemplo, es un policial extraordinario, sin “buenos”, en el que los comunistas son malos de pacotilla, casi caricaturas, pero no es seguro que Fuller buscara alguna forma de parodia, como uno estaría tentado de pensar desde ciertos parámetros actuales; él quiso mostrarlos así y basta.
¿Otros de sus “temas” arriesgados? Las relaciones amorosas interraciales en El kimono escarlata. La antiépica guerra de Corea en Cascos de acero. Un perro entrenado sólo para atacar negros en, precisamente, El perro blanco. La prostitución y la pederastia en The Naked Kiss. La Guerra de Secesión desde el punto de vista de un sureño que renuncia a los “Estados Unidos” y se va a vivir con los indios, en El vuelo de la flecha.
Una de sus últimas películas, Ladrones nocturnos, filmada en Francia, parece un homenaje a esa nouvelle vague que lo entronizó como uno de sus ídolos máximos. ¿Cómo no recordar aquí, en la colección de lugares comunes que es toda necrológica, la definición del cine que da personalmente en Pierrot le Fou, de Godard? El cine, el “amigo americano”, era para Fuller “como un campo de batalla: amor, odio, acción, violencia, muerte. En una palabra, emoción”. Curiosamente, no mencionó lo que se considera esencial (y tantas veces se sobreestima), la imagen. Y no creo que haya sido por el pudor de lo obvio: si algo no tenía Fuller, era pudor.

(Publicado en la revista La Vereda de Enfrente, 1997.)


 

viernes, 25 de noviembre de 2011

El callejón de los milagros, de Jorge Fons


    La unánime celebración que la crítica argentina dedicó a El callejón de los milagros sería sospechosa si no supiéramos que reposa en una posmoderna —y a veces acrítica— sobrevaloración de los géneros menores, en este caso el melodrama. Pero la crítica olvida (quizás porque le conviene olvidarlo) que el uso de los géneros —menores o no— sólo se vuelve realmente productivo cuando es un abuso: un desvío, una perversión, una provocación.
    Y El callejón de los milagros sólo se salva de ser otro producto de ese origen for export, correcto pero intrascendente (al nivel de Como agua para chocolate) cuando se atreve siquiera a rozar lo impredecible, lo inclasificable, lo irrespetuoso.
    Veamos.
    El filme está dividido en cuatro episodios. Todos transcurren en el escenario central de la callejuela que se llama como el filme mismo; los tres primeros se centran en personajes epónimos, pero en verdad hay muchas historias paralelas. En el primer episodio, “Don Rutilio”, un patriarca tiránico y machista decide dedicarse a la homosexualidad y se consigue un efebo para tal fin; su hijo, el Chava, no puede soportarlo y ataca al amante de su padre. El segundo, “Alma”, es la historia de una espectacular y deseada nínfula del callejón: enamorada de Abel (que parte hacia EE. UU. para acompañar a su amigo Chava en desgracia), luego de un fallido compromiso matrimonial, es seducida por José Luis, obvio cafiolo elegante; cuando ella se da cuenta de la trampa en que ha caído, lo abandona, indignada, pero finalmente vuelve a él y acepta prostituirse. El tercero, “Susanita”, es el cruel relato de cómo una solterona irredenta trata de cumplir sus sueños románticos. En el cuarto, “El regreso”, como su nombre lo sugiere, las historias anteriores se anudan y concluyen. Veremos hasta qué punto.
    Como se puede deducir de estos bruscos resúmenes, se trata de relatos “pintorescos”, tributarios de un costumbrismo que, por suerte, nunca se desbarranca hacia el epigonal “realismo mágico” de tantos textos latinoamericanos actuales (literarios y fílmicos). En esto tiene que ver, seguramente, la novela original del egipcio Naguib Mahfouz, pero también la adaptación, a cargo del escritor mexicano Vicente Leñero, especialista en reconstruir historias “no ficcionales” y en el registro del habla coloquial, de la cual el filme abusa un poco, por cierto.
    Sin embargo, lo más interesante de El callejón... es su estructura. Porque la división en episodios no es neta, cortante, lineal; las historias se van entroncando, desarrollándose unas sobre otras hasta el punto de que algunas escenas se repiten, vistas desde diferentes ángulos de cámara/puntos de vista. El tiempo narrativo vuelve hacia atrás varias veces, a un momento ya visto, y sigue desde allí su curso (como, salvando las distancias, en The Killing de Stanley Kubrick). Esto desacomoda saludablemente al espectador, que a veces no sabe exactamente dónde (cuándo) está parado. Pero, sobre todo, produce un efecto de relativa circularidad, de temporalidad cerrada y asfixiante, como la vida en el callejón, de la que todos quieren salir pero a la que todos regresan de una manera u otra. De todo esto es emblema el juego de dominó con el que empiezan los capítulos (¿es el mismo, es otro?): como el truco para Borges, con su eterna repetición de jugadas y dichos, alude a la eternidad, pero también a un estancamiento vital, a la insuperabilidad del destino marcado. “Las cartas no mienten”, dice la fraudulenta adivina, pero a su manera tiene razón.
    Hasta acá, el melodrama, por supuesto. ¿Y la transgresión?
    Hay grietas por las que se cuela lo indecible, lo indecidible. Alma quiere tener relaciones sexuales por primera vez y para eso provoca a su novio Abel, que no tolera la iniciativa de ella y le replica: “No, tú tienes que decirme que no quieres...” Más tarde, cuando Alma se entera de que José Luis quiere convertirla en una puta fina, reacciona con la moralina y el honor mancillado de una heroína de culebrón... pero vuelve, sin que haya ninguna explicación verbalizada sobre ello.
    Tampoco hay explicación para la transición sexual del brutal don Rutilio, personaje en el que el tradicional machismo mexicano se resquebraja sin piedad. Y en la fulguración de los cuerpos desnudos de Rutilio y su efebo, en el baño para hombres, el melodrama pierde —por fin— su consistencia genérica, su esencial conformismo ideológico. Es para celebrar.

   

(Publicado en la revista La vereda de enfrente, núm. 6, Buenos Aires, marzo de 1997.)


lunes, 14 de noviembre de 2011

El padrino: apuntes muy laterales



 La mafia italiana tiene algo de romántico, de heroico, de primitivo. Originariamente, es una “hermandad” que, en parte, enfrenta al ultraliberalismo. La “mano invisible” del mercado es reemplazada por la mano del Padrino, a la que besan sus protegidos. Precisamente, la mafia da “protección” frente a la inclemencia de ese mercado. Es cierto que después la vende. Lo que la hace finalmente antipática, lo que la prostituye definitivamente es que se vende a ese mismo capitalismo, se mimetiza con él. Y entonces empieza a funcionar como la contracara oculta, como una metáfora del capitalismo. En La Mafia, la película de Torre Nilsson, Alterio dice: “Basta de robarle al Estado, vamos a robar con el Estado.”
La parábola trágica de Michael Corleone, el héroe de guerra, es que empieza negándose a ser un mafioso. Después, se defiende en el Congreso, bastión de la democracia formal. Y, finalmente, está a punto de blanquearse completamente, Iglesia mediante, porque ya es imposible distinguir entre actividades mafiosas y capitalismo, entre ilegalidad y legalidad. Esto es, también, lo que lo precipita la culminación trágica, en el gran finale que es su desmesurado castigo. (A propósito, la escena culminante de la parte III: después de la ópera, lo que pasa afuera también es operístico. La realidad, coherentemente con el Coppola que hizo Apocalipsis y Golpe al corazón, funciona con la forma de ciertos géneros ficcionales.)
Con la figura del cantante protegido por la mafia (Frank Sinatra), Coppola está diciendo: ojo, la mafia está en el mundo del espectáculo también. Este mundo se maneja como la mafia. Yo mismo soy la mafia, ¿por qué no? Trabaja con tutta la famiglia: la hermana, el padre, la hija... Es legendario
que apretó al jurado de Cannes para que premiaran Apocalipsis... Tal vez por esto, comparado con Scorsese, Coppola es menos crítico de la mafia como tal, y quizás más crítico con la sociedad. ¿Cuál es metáfora de cuál?

(escrito para La Vereda de Enfrente, 1997)


jueves, 10 de noviembre de 2011

El cuerpo de Demi Moore


Si no recuerdo mal, un excelente artículo de Alan Pauls pasaba revista a las transformaciones que había experimentado en la pantalla el cuerpo de Arnold Schwartzenegger, desde su fisicoculturismo ostentoso y banal del principio ¡hasta aparecer embarazado en Junior!
Algo similar podría hacerse con Demi Moore. Pocos la recuerdan en sus comienzos, como una cuasi teenager regordeta y rubiona. En Ghost, con un look exteriormente parecido al de la exquisita estrella del cine mudo Louise Brooks, marcó cierto estilo de fines de los ochenta, que entre nosotros imitó con mucho éxito Araceli González: delgadita pero sensual, pizpireta, levemente new age. La famosa tapa de revista en la que se la ve desnuda y embarazada marcó un punto de inflexión. En Acoso sexual ya es una mujerona agresiva, contundente. En Strip Tease estrena lolas nuevas y un cuerpo trabajado, fibroso, similar al de Linda Hamilton en Terminator 2. En Hasta el límite está pelada, look al que ya se atrevió Sigourney Weaver, y su cuerpo es sometido a esfuerzos “supremos”.
¿De qué se trata todo esto? De nada nuevo, quizás: el cine es una máquina de dar cuerpo, en todos los sentidos literales y figurados de la expresión. Los actores y actrices no sólo corporizan a sus personajes, sino también a los espectadores. Nuestros cuerpos se modelan de muchas maneras: con gimnasia, con torturas, con películas. Por ejemplo: millones de chicas en todo el mundo se miran al espejo y no se ven a sí mismas. Ven que no son Demi Moore. A esto, un epifenómeno de los medios masivos de comunicación (?), del cine industrial, etc., lo llaman bulimia-anorexia, tal vez una histeria de fin de este siglo. ¿Dónde estará el Freud que la estudie?

(1997)


lunes, 7 de noviembre de 2011

Crimen y Estado

(reseña de En busca de Ricardo III
de Al Pacino)


 “Desgraciado el país que un niño rige”
(acto II, escena III).


Los comentaristas no se ponen de acuerdo sobre la fecha de escritura de Ricardo III, una de las obras más celebres y complejas de Shakespeare. Pudo ser 1592 ó 1594. Más seguro es, como dice Mario Praz, que “la oleada de nacionalismo que recorrió Inglaterra en la época de la Armada Invencible y duró hasta el final del reinado de Isabel, encontró desahogo en el teatro con la reevocación épica del pasado en las chronicle plays” (La literatura inglesa. De la Edad Media al Iluminismo, Buenos Aires, Losada, 1975, p. 116). En este sentido, el final, ejemplificador, típico del teatro isabelino, es también emblemático. Dice el triunfador Richmond, miembro de la antes derrotada casa de Lancaster: “... yo cumpliré mi juramento, uniendo / la rosa blanca a la encarnada rosa... / Las dos casas de York y de Lancáster, por fieras divisiones divididas, / con el favor de Dios harán hoy una... / No goce su futuro poderío / quien herir con traiciones amenace / el bien de la nación. Cesó el impío / desconcierto civil. La paz renace. / ¡Que prospere!” (acto V, escena V, traducción de Guillermo MacPherson). En efecto, las casas divididas se unen, y el futuro (para Shakespeare, el presente) es venturoso. Pero este final también tiene su ironía. Entre líneas, en una época de nacionalismo exacerbado y triunfalista, Shakespeare se atreve a sugerir algo que hoy es una verdad demasiado evidente: todo Estado se funda en el crimen.
Ricardo, duque de Gloucester, es un superhombre renacentista, borgeanamente precursor de Nietzsche: “Palabra nada más es la conciencia / que emplean los cobardes; inventada / para infundir pavor al hombre fuerte” (acto V, escena III). Por cierto, su figura central y excluyente es el prototipo del ambicioso sin escrúpulos, que no vacila en sacarse de encima todos los obstáculos, en su camino hacia el poder absoluto. También, hacia el fracaso absoluto, destino poético de la maldad. Dice Praz que, con esta obra, “la tragedia vuelve a entrar en el esquema de los exempla medievales. La satisfacción del público al ver la pena proporcionada al delito no puede precisamente llamarse sentimiento trágico en el sentido aristotélico, porque Ricardo III suscita terror, es cierto, pero no simpatía”. Sin embargo, recordar el primer monólogo de Ricardo, donde se da una justificación psicológica de sus acciones: “Mas yo, que no nací para el retozo, / ni hago la corte al amoroso espejo; / yo, mal fraguado, que de amor no luzco / la majestad ante donosa ninfa,... / Y así, pues ser amado no es posible, ni entretener tan agradables días, / determinado tengo ser infame” (acto I, escena I). Y, por otra parte, los que lo rodean son tan infames como él (hasta los niños manifiestan una precoz agudeza, prefiguración de cierta maldad), o lo han sido, y sus arrepentimientos no son muy convincentes que digamos. Por eso, uno de los asesinos de Clarence le dice: “Soy, como vos, un hombre” (acto I, escena IV).
Se sabe que hay cuantiosas adaptaciones cinematográficas de las obras de Shakespeare. Incluso se insinúa, en estos días, una nueva oleada, casi una moda. Y el lugar común obligado es: ¿cuán fieles son tales adaptaciones? La pregunta se vuelve especialmente ociosa en este caso porque, entre otros motivos, el mismo Shakespeare fue un gran “adaptador” de tradiciones anteriores. (En Ricardo III, casi todos los hechos “históricos” están extraídos de las crónicas de Halle y Holinshed, basadas a su vez en las Anglicae Historiae de Polidoro Virgilio, de 1534, y en la Vida de Ricardo, atribuida a Thomas More.) A su vez, sus mismas obras son de dudosa atribución y conformación; la escena de la pesadilla final, por ejemplo, suele considerarse interpolada posteriormente a la escritura del grueso del texto. Por lo tanto, es coherente que, tanto Laurence Olivier en su excelente versión de 1955 (que tiene “interpolaciones de David Garrick y Coffey Sibber”), como Al Pacino en su curiosa y fascinante aproximación, la hayan “manipulado” a su antojo. Cuestionar esto sería afirmar a ultranza una noción idealista de la obra de arte, intocable en un cielo platónico.
Al Pacino, justamente, ha ido “en busca de Ricardo”. Ha querido explorar, en una prolongada investigación (que consagra al backstage como género cinematográfico), los significados de la obra, en su época y para nosotros. La reconstrucción histórica, necesaria para explicar qué pasa, se deja de lado después para establecer qué significa lo que pasa.
Por una parte, recurre a scholars, estudiosos universitarios, y a actores ingleses expertos en Shakespeare, y por otro a “gente de la calle” que, en general, ignora todo sobre el asunto (salvo el mendigo genial, que habla sobre la “falta de sentimientos” de nuestra época). Así se va modelando un acercamiento progresivo que no despeja toda la ambigüedad del personaje (“¡Oh cobarde conciencia! ¡Cuál me oprimes! / ... Me hallo solo. Mas Ricardo / ama a Ricardo...”), pero va lanzando líneas hacia su comprensión parcial. Y hacia su vigencia. Lo dice muy bien Vanessa Redgrave, en su testimonio: Ricardo y sus adláteres son como los políticos de hoy, ciegos ante toda cosa que no sea el poder y su consecución, sordos ante la gente común, a la que desprecian. Ricardo, para tener “el mundo en sus manos” (y los actores cantan el jingle de Mastercard que dice justamente eso), “se hace rogar”, en una burda maniobra que recuerda nuestras re-reelecciones (¿y Buckingham, acaso, no es el acólito perfecto, como Corach o Kohan?). “No vivimos seguros; no por cierto” (acto I, escena I).
Pacino y su grupo se involucran solamente en la obra, en los matices de su profesión y del arte en general. No hay cruces entre “realidad” y “ficción” (como en la Carmen de Saura, por ejemplo). Lo más personal que aportan —y por ello, quizás, lo más conmovedor— son sus dudas respecto de su condición de norteamericanos que abordan un texto inglés clásico. ¿Hay inferioridad (por su pronunciación, por su técnica), o el desprejuicio que da la distancia es una ventaja? Éste sí es un cruce importante: el de tradiciones actorales distintas. (Habría que pensarlo desde acá, desde donde esto se escribe, pero sin caer, si es posible, en un universalismo que achate toda diferencia.)
Tal vez haya que retractarse parcialmente. Si hay un tema shakespiriano, es el del mundo como teatro, la vida como actuación, el hombre como actor de una obra que cree propia pero que seguramente es ajena. Entonces, no había necesidad de subrayarlo. Y Pacino (que como actor fue una de las encarnaciones más perfectas del poder en el siglo XX: Michael Corleone) lo sabía. Bastan el prólogo y el epílogo en off, donde los actores aparecen y desaparecen en medio de escenarios tan reconocibles como fantasmales. “Mil corazones laten en mi pecho”, dicen Ricardo, Shakespeare, Pacino.

 


(Publicado en la revista La Vereda de Enfrente, núm. 7, Buenos Aires, abril de 1997.)


sábado, 5 de noviembre de 2011

La canción es la misma


(reseña de La canción de Carla, de Ken Loach)

Ken Loach nació en Londres en 1936. Estudió derecho en Oxford. Fue actor y ayudante de dirección. En 1963 empezó a trabajar en la BBC, donde dirigió series y documentales. Su primer largometraje, Pobre vaca (Poor Cow), de 1967, fue una de las tardías derivaciones del free cinema inglés, versión insular de la nouvelle vague francesa. En 1983 sufrió la censura gubernamental de una serie de documentales, A Question of Leadership. En general, los thatcherianos ochenta no le fueron muy propicios. En los noventa, en cambio, sus trabajos de ficción (Agenda secreta, Riff-Raff, Raining Stones, Tierra y libertad) tuvieron un gran éxito, paralelo al de su colega y contemporáneo Stephen Frears, con el que tiene varios puntos en contacto, menos el de haber tentado suerte en Hollywood (con los relativamente pobres resultados conocidos).
No deja de ser asombroso y esperanzador asistir al trabajo de un tipo que no ha transado con las corrientes principales de la estética y la ideología de este fin de siglo, lo que antes se llamaba el “sistema”, el establishment, la burguesía, el poder, etc. La canción de Carla es un bello ejemplo de esto, y un ejercicio sólido del más deliberado anacronismo: un relato ambientado en la Nicaragua de 1987, en la guerra “sucia” de la CIA y sus “contras” contra un pueblo revolucionario. Ni tan lejano para ser historia (como casi lo es el tema de Tierra y libertad, la Guerra Civil Española) ni tan cercano como para estar a la moda en algún ámbito posible.
Pese o gracias a esto mismo, Carla’s Song se sostiene en dos firmes columnas: sensibilidad sin sentimentalismo y una cuidadosa planificación  de cada detalle. La elaborada sencillez del relato no debe engañar, cada momento tiene su motivación y tendrá su repercusión en otro momento. (Al respecto, prefiero no ser redundante y remitir al lector al excelente debate entre los miembros de la redacción, reflejado en este mismo número.)
Anoto, sí, un elemento importante: el actor Robert Carlyle, George en La canción..., es también el protagonista de Riff-Raff. Si bien su extracción social parece más cercana a la clase media en decadencia de Raining Stones, su mera presencia enlaza fuertemente ambas películas (y, por esta última característica, las tres películas). En cierta forma, el obrero rebelde de Riff-Raff es el chofer rebelde de La canción...
Sin embargo, hay en Loach un cierto cambio estético. En Agenda secreta, Riff-Raff, Raining Stones, había una imagen distanciada, a veces hasta borrosa, mucho más cercana al documental, lo que les daba una paradójica fuerza incluso a ciertas escenas intimistas; pienso, por ejemplo, en el momento de Raining... en que la hija que trabaja le da un poco de plata al padre desocupado y él se pone a llorar cuando se queda a solas. (Beatriz Sarlo, en una nota de Página/12, hizo un interesante paralelismo entre Riff-Raff y El juego de las lágrimas, que se había estrenado para la misma época, claro que con más éxito. La primera salía favorecida, precisamente por ese “realismo” casi de non-fiction.)
Ya en Tierra y libertad la imagen cambia un poco. Una foto más clara, una cámara más “quieta”, situaciones que bordean lo melodramático (sobre un fondo de tesis que no renuncia a cierto esquematismo) socavan la estética anterior, más ortodoxamente brechtiana. Parece que Loach ha elegido profundizar en ciertas instancias comunicativas más directas; sus resultados, en términos emocionales, son evidentes. Se podría objetar (con ánimo contradictor) que esta última elección se acerca peligrosamente al chantaje afectivo, al que Hollywood nos tiene acostumbrados. La canción de Carla, me apresuro a responderme a mí mismo, no es eso. No hay final feliz, no hay consolaciones fáciles ni conciencias tranquilas. Hoy por hoy, es mucho.
Parece que Loach ha vuelto, para filmar, dicen, una comedia, a la Glasgow extraordinariamente descrita en la primera mitad de La canción... Habrá que esperar, entonces, qué nueva propuesta nos depara este cineasta que sabe ser fiel a sí mismo sin repetirse y arriesgándose. Lo cual, en tiempos cambiantes, es la única forma de ser fiel a uno mismo.

(Publicado en la revista La Vereda de Enfrente, 1997.)


domingo, 30 de octubre de 2011

Representación y significación


(Una propuesta sobre la relación

entre literatura y cine)*




Sin dudas, el de la adaptación de obras literarias es uno de los temas más frecuentados de la teoría y la crítica cinematográfica. No es esperable, hoy por hoy, llegar fácilmente a puntos de acuerdo. Si no hay demasiado consenso sobre la especificidad de los discursos literario y cinematográfico, menos aún parece haberlo sobre alguna posible —o incluso deseable—homología entre ambos.
Lo que sigue no pretende ser más que una reflexión suscitada a su vez por un fragmento de Barthes, tan breve como rico en posibilidades de profundización. Se trata de un apartado de S/Z que lleva por título “Lo real, lo operable”, y que se refiere al siguiente párrafo balzaciano:
Addio, Addio!, decía con las inflexiones más bellas de su voz juvenil. Y agregó a la última sílaba unos gorgoritos admirablemente bien ejecutados, pero en voz baja, como para expresar en forma poética la efusión de su corazón.”
Vale la pena transcribir el fragmento entero.
“¿Qué ocurriría si realmente se ejecutase el addio de Marianina tal como el discurso lo describe? Sin duda algo incongruente, extravagante y nada musical. Más aún, ¿es posible realizar el acontecimiento referido? Esto lleva a dos proposiciones. La primera es que el discurso no tiene ninguna responsabilidad con lo real: en la novela más realista, el referente no tiene ‘realidad’: imagínese el desorden provocado por la más prudente de las narraciones si sus descripciones fuesen tomadas literalmente, convertidas en programas de operaciones y simplemente ejecutadas. En resumen (y ésta es la segunda proposición), lo que se llama ‘real’ (en la teoría del texto realista) no es más que un código de representación (de significación) y no un código de ejecución: lo real novelesco no es operable. Identificar —hacerlo sería bastante ‘realista’ después de todo— lo real y lo operable sería subvertir la novela al límite de su género (de ahí la fatal destrucción de las novelas cuando pasan de la escritura al cine, de un sistema de sentido a un orden de lo operable).”(1)
Por lo que se deduce de la apretada prosa barthesiana, la dificultad para homologar (un) discurso cinematográfico (visual, icónico) y (un) discurso literario (verbal, lingüístico) del cual aquél procediera, residiría en la noción de código de representación y significación. O, lisa y llanamente, de significación. Cada uno de dichos discursos tiene a su disposición su propio código de significación. No se podrían “exportar” los mecanismos de significación de uno al otro (o viceversa). Si la significación está compuesta por una serie de relaciones entre significantes y significados, al variar la naturaleza (visual/verbal) de los significantes, no se debe esperar que los significados permanezcan automáticamente inalterados.
El código verbal dispone de sus propios significantes y con ellos vehiculiza determinados significados; denotativos, en cuanto señalan a su referente inmediato, por ejemplo, “negro” es un color determinado; connotativos, en cuanto ese primer significado se despliega hacia un sistema de contenidos culturales también relativamente predeterminados pero mucho más difusos, donde “negro” llega a significar “sombrío”, “amenazante”, “feo”, “malo”, “negativo”, etc. Este fue tan sólo un ejemplo, tal vez no demasiado afortunado si queremos extenderlo al otro campo de análisis, ya que visualmente el color negro podría tener el mismo rango de significados. Pero no era ésta mi intención, en primer lugar porque —y esto hay que recalcarlo— tampoco los significados se dan aisladamente sino como parte de un sistema mayor que los define, es decir, en relación con los demás significados (un “sistema de sentido”).
Entonces sí, voy a tratar de ejemplificar esta cuestión con dos caracterizaciones de personajes trasladados de la literatura al cine. El primero es Sam Spade, el recio detective de El halcón maltés, de Dashiell Hammet. Veamos su detallada descripción (que es, por otra parte, el primer párrafo de la novela).
“La mandíbula de Samuel Spade era larga y huesuda, y su barbilla, una V que sobresalía bajo la V más flexible de su boca. Las ventanas de su nariz se curvaban hacia atrás para formar otra V más pequeña. Sus ojos de color amarillo grisáceo eran horizontales. El leit-motiv de la V aparecía nuevamente en sus espesas cejas, que al alzarse formaban dos pliegues gemelos por encima de su nariz aguileña, y su cabello castaño claro caía en un punto de su frente, desde las sienes altas y planas. Tenía el aspecto de un demonio rubio, un aspecto más bien agradable.”(2)
Imaginemos ahora las dificultades para “operar” o “ejecutar” (en términos de Barthes) en la “realidad” esta descripción. Las varias V que surcan el duro rostro de Spade, sus ojos “amarillo grisáceo”... De hecho, fue intentado por Iván Tubau, en un libro sobre cómo realizar historietas.(3) El dibujante intenta recrear lo más exactamente posible los rasgos descritos por Hammett.



 “¿Qué tal?”, pregunta, ante el decepcionante resultado, “Realmente, quizás en exceso desagradable.” Es decir, el efecto exactamente opuesto al buscado por el autor. Seguidamente, Tubau hace algunos cambios en su dibujo. 


“Hemos conservado los rasgos duros y antipáticos del personaje, pero haciéndolo algo más parecido a los protagonistas clásicos de historieta.” Claro, se mantienen los significados connotativos de los rasgos del personaje literario, subordinándolos al código de significación visual de un género otro.
Parecida solución es la aportada por quien personificó a Spade en la versión más famosa de la novela: Humphrey Bogart en el filme de John Huston (1941). Sin duda, pocos actores podrían aproximarse tanto a la reciedumbre irónica (con un fondo sentimental) del detective por antonomasia, un “demonio agradable”. 




Curiosamente, Humphrey Bogart representó también a otro célebre detective duro, Philip Marlowe (en The Big Sleep, de Howard Hawks, 1946). Su caracterización también parece ajustada. Sin embargo, es sabido que el creador de este personaje, Raymond Chandler, lo imaginaba más bien como Cary Grant, un actor quizás ubicable en las antípodas de Bogie (aunque el escritor también elogió la actuación de éste en el filme mencionado). “Si alguna vez hubiera tenido la oportunidad de elegir un actor de cine que representara mejor la imagen que yo tengo de él, creo que tendría que haber sido Cary Grant.”(4) 




Aquí, además de una cuestión de casting, hay una evidente disociación entre lo que el autor imaginó para su personaje, y sus versiones predominantes entre el lector y el público cinematográfico. ¿Por qué no analizar a otros intérpretes de Marlowe? Robert Montgomery y Robert Mitchum (éste muy elogiado por la crítica) parecen pertenecer a la línea “dura‑Bogart”; James Garner y Elliot Gould, a la “blanda-Grant”. (Habría que ver cómo se integran estas caracterizaciones al resto de cada filme, como “sistema de sentido”; esto sería particularmente interesante de hacer en la extravagante versión de The Long Good-Bye hecha por Altman y protagonizada por Gould.)


































Ahora veamos un ejemplo nacional: Juan Moreira. En la novela de Eduardo Gutiérrez, abundan las descripciones del personaje (una razón, no la única, para esta reiteración es la publicación originaria en forma de folletín).
“No había en su semblante una sola línea innoble; su continente era marcial y esbelto, y hablaba con un acento profundo de ternura, bañando, por decirlo así, el semblante de su interlocutor con la intensa y suavísima mirada que brotaba de su pupila de terciopelo...” “Su hermosa cabeza estaba adornada de una tupida cabellera negra, cuyos magníficos rizos caían divididos sobre sus hombros; usaba la barba entera, barba magnífica y sedosa que descendía hasta el pecho, sombreando graciosamente una boca algo gruesa donde se hallaba eternamente dibujada una sonrisa de suprema amargura...” “... dejando caer la mirada de sus negros ojos sobre Sardetti...”(5)
Se machaca notoriamente sobre los ojos negros de Moreira, pero también sobre una mirada que, a pesar de encenderse frecuentemente con los fuegos de la ira, guarda siempre un fondo de esencial ternura e inocencia. (Contraste semántico que refleja la innovación ideológica ya presente en el Martín Fierro: el gaucho perseguido sin ninguna culpa.) Notar también la barba que le llegaba “hasta el pecho”. Todos recordamos la caracterización de Rodolfo Bebán en el extraordinario filme de Leonardo Favio (1973), donde el matón de comité se combina con o se transmuta en una especie de Che Guevara populista. Mi propuesta es que los ojos claros de Bebán reproducen más fielmente los significados connotativos del texto verbal. Una mirada literalmente “negra” ofrecería ciertas dificultades, por sus connotaciones visualmente negativas para el público “occidental”.(6)



Por último quisiera referirme —mucho más brevemente de lo que el tema exige— a la cuestión del erotismo en el cine. Ya Truffaut afirmaba, con agudeza: “Desgraciadamente no puedo citar todavía ni un solo film erótico que sea el equivalente de Henry Miller (los mejores, desde Bergman a Bertolucci, han sido películas pesimistas), pero, después de todo, esta conquista de la libertad es, para el cine, bien reciente y debemos considerar también que la crudeza de las imágenes plantea problemas más arduos que la de las palabras.”(7)
Y profundizando un grado más aún, podríamos preguntarnos: ¿cómo trasladar a Sade al cine? Respuesta, hasta ahora, imposible. Nunca, en todo caso, cediendo a la tentación de un realismo totalmente inadecuado. Recurro otra vez a Barthes:
“... en cada página de su obra, Sade nos da pruebas de ‘irrealismo’ concertado: lo que ocurre en una novela de Sade es fabuloso propiamente dicho, o sea imposible; o, para hablar con mayor exactitud, las imposibilidades del discurso, las constricciones son desplazadas (...). Por ejemplo: en una misma escena, Sade multiplica los éxtasis del libertino más allá de toda posibilidad (...). Por ser escritor, y no autor realista, Sade elige siempre el discurso contra el referente; se coloca siempre del lado de la semiosis, no de la mimesis; lo que él ‘representa’ es deformado incesantemente por el sentido, y es en el nivel del sentido, no del referente, que debemos leerlo.”(8)
¿Quién ha logrado, voluntariamente o no, trasladar al cine “el nivel del sentido” en Sade? Quizás Borowczyz (el de Goto, la isla del amor); más probablemente, Buñuel. Pasolini fue más audaz (en Saló, por supuesto): invirtiendo a Sade, trasladándolo a un contexto donde el “sadismo” retorna a una de sus esencias (lo inconcebible/irrepresentable del Mal), le es más fiel. Lo que, por lo que he tratado de pensar en este artículo, no es totalmente paradójico.




Notas
* Una versión ligeramente reducida de este artículo fue publicada en la revista La vereda de enfrente, núm. 9, Buenos Aires, julio de 1997.
(1) Barthes, Roland, S/Z, traducción de Nicolás Rosa, Madrid, Siglo XXI, 1980. Se trata de un análisis brillante y microscópico de una nouvelle de Balzac, “Sarrasine”. No podríamos explicar brevemente lo esencial de una obra que precisamente se propone una lectura plural e inagotable del texto analizado. En lo que a nosotros nos interesa, una de sus claves es el cuestionamiento a la noción canónica de “realismo”, estética a la cual Balzac es clásicamente asignado. Barthes, como veremos más adelante ya había tratado el tema en Sade, Loyola, Fourier, donde apunta la imposibilidad de “ejecutar” muchas de las configuraciones eróticas de la narrativa sadiana.
(2) Hammett, Dashiell, El halcón maltés, traducción de E. F. Lavalle, Buenos Aires, Fabril, 1960, p. 9.
(3) Tubau, Iván, Dibujando historietas, Barcelona, CEAC, 1969, pp. 38-41.
(4) Cf. Chandler, Raymond, Cartas y escritos inéditos, Buenos Aires, De la Flor, 1976, pp. 249, 262.
(5) Gutiérrez, Eduardo, Juan Moreira, Buenos Aires, CEAL, 1980, pp. 12, 24.
(6) Por esta razón, es fama que Amira Yoma, con ocasión de un célebre programa televisivo, se colocó lentes de contacto azules, para mitigar la fuerza arrolladora de su oscura mirada árabe. Todo esto según las recomendaciones de asesores de imágenes, basados en un marketing aparentemente primitivo pero a la postre eficaz, habida cuenta de los resultados aparentemente exitosos del asedio periodístico.
(7) Truffaut, François, Las películas de mi vida, Bilbao, Mensajero, 1976, p. 16.
(8) Barthes, Roland, Sade, Loyola, Fourier, trad. de Néstor Leal, Caracas, Monte Ávila, 1977, pp. 38 y ss. Más adelante: “Si a alguna compañía le dieran ganas de realizar literalmente una de las orgías descritas por Sade (...), la escena sadiana aparecería pronto fuera de toda realidad: complicación de combinaciones, contorsiones de las parejas, agotamiento de los gozadores y resistencia de las víctimas, todo excede la naturaleza humana (...). Así aparece el libertinaje: como un hecho de lenguaje.”