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miércoles, 12 de octubre de 2011

El síndrome de Frankfurt


- Reseña de El síndrome de Frankfurt. Viaje a la gran feria mundial del libro, de Sergio Vila-Sanjuán  (Barcelona, RBA, 2007).


Sergio Vila-Sanjuán, periodista del diario español La Vanguardia, especialista en temas culturales y reiterado corresponsal en la Feria de Frankfurt, admite que este libro le fue encargado por la editorial catalana RBA el día de año nuevo de 2007. Salió a la luz en septiembre, pocos días antes del inicio de la edición de la Feria de ese mismo año. El apuro se justificaba porque Cataluña era la invitada especial de la Buchmesse: primera vez que no es un país quien tiene ese honor, desde que en 1988 se empezó a dedicar la Feria, precisamente, a países (antes era a “temas”). Los arduos debates alrededor de esta invitación y cómo fue procesada por las autoridades político-culturales de la comunidad (invitando sólo a escritores de habla catalana, entre otras cosas) ocupan el capítulo 7.
Vila-Sanjuán resume muy bien el propósito de su obra: “Mi pretensión con este libro es brindar al lector curioso un breve repaso de las principales singularidades de la feria, de su historia y su ambiente, de sus programas, de sus polémicas... Una pequeña guía tanto para quien esté dispuesto a desplazarse hasta la ciudad alemana en otoño como para quien, desde casa, simplemente desee asomarse al universo de la feria desde la confortable ventana que un tomo encuadernado siempre representa” (p. 13). Y hay que decir que este propósito, así planteado, se cumple con creces. Aun para quien conozca de primera mano algo sobre la feria del libro más grande del mundo, hay aquí informaciones y relatos que ampliarán o ratificarán ese conocimiento. El lego, por su parte, tendrá un panorama bastante detallado y muy entretenido (José Antonio Millán, en su excelente blog El futuro del libro, lo ha llamado “Frankfurt for dummies”, aludiendo a la célebre serie de divulgación).
El primer capitulo se aboca a lo más general: qué es la Feria, qué pasa en ella, para qué sirve, quiénes van, etc. Aquí se explica de entrada el “síndrome de Frankfurt” que da título al libro: según el autor, una suerte de apabullamiento o burn out en que puede caer el asistente, sobre todo si es primerizo, ante la explosiva catarata de información a la que estará expuesto. (Como asistente habitual que, claro, alguna vez fue debutante, quien firma esta reseña da fe del aserto. Y agregaría que también hay una “Frankfurt-dependencia”, que hace que uno siempre quiera volver.) Si bien la Buchmesse está abierta al público durante el (muy abarrotado) fin de semana en que termina, se dirige principalmente a profesionales: gente que compra (editores) y gente que vende (encargados de foreign rights), justamente, derechos de traducción de libros y otros productos culturales. El norte vende y el sur compra, se podría acotar, pero esto sería otra historia, para desarrollar, con todos sus matices, en otra ocasión.
El segundo capítulo cuenta la historia de la Feria, que comienza en la inmediata posguerra, 1949, como una forma en que la industria cultural alemana decide reabrirse al mundo luego de su época más tenebrosa. En realidad, siempre hubo ferias en Frankfurt, incluyendo una de libros, por lo cual resultó la sede natural para este exitoso renacimiento, una pequeña pero no desdeñable parte del “milagro alemán” de los cincuenta.
El tercer capítulo se dedica a algunos highlights, entre ellos anécdotas y temas relevantes: las subastas de derechos de autor (la de la segunda novela de Tom Wolfe, cuando aún no estaba escrita, ya fue contada por Jorge Herralde); qué pasa a partir del 11 de septiembre de 2001 (la edición de octubre de ese año fue una de las más tensas, sin duda); las cuestiones del libro electrónico y el precio fijo...
El capítulo cuarto hace un repaso de los países invitados, desde España en 1991 hasta India en 2006. Estos países gozan de un emplazamiento especial en la Feria, y se les ayuda oficialmente a montar una miniexposición, no sólo sobre su industria editorial, grande o pequeña, sino también sobre su cultura y su vida en general. (En el 2010 el país invitado será Argentina, coincidentemente con el bicentenario de su independencia. Ojalá se esté a la altura de la oportunidad, porque esto representaría un espaldarazo importante para una industria que está enfrentando ahora mismo los “problemas del crecimiento”.)
El capítulo cinco comenta las dos entregas de premios que tienen lugar durante la Feria: la del premio de la Paz y (habitualmente) y la del premio Nobel de Literatura. Claro, en este último caso, cualquier sospecha sobre la oportunidad comercial de la “coincidencia” está bien fundada. Apenas se anuncia al afortunado, el stand que posea los derechos de sus obras, sea de una editorial o (más modesto) de un país, se verá inmediatamente desbordado de requerimientos y recaudará una pequeña pero respetable fortuna.
El capítulo seis habla sobre la ciudad de Frankfurt en sí (apodada “Mainhattan”, por el río Main que atraviesa su modernidad edilicia), aunque siempre en relación con la Feria: los hoteles, buenos y malos; las fiestas; historias de amor o de seducción...
El capítulo siete, como se adelantó, está dirigido a la álgida “cuestión catalana”. Aquí Vila-Sanjuán, que es catalán, muy meritoriamente, no teme inmiscuirse en algunas complejidades políticas e ideológicas. La Feria pasó, pero seguramente estas cuestiones han dejado sus huellas, sus traumas no resueltos. (Para este tema, es útil frecuentar el excelente blog Addenda et corrigenda.)
El último capítulo, muy breve, ensaya algunas conclusiones que en realidad son también cabos sueltos y posibilidades de continuación.
Hay que decir que el apuro con que se preparó el libro explica que sea un poco caótico, o más bien desparejo, en su forma, y tenga más erratas de lo aconsejable, sobre todo en materia de nombres propios (*Scarlett Johanssen, *Paolo Coelho). Pero, sin dudas, se trata de un buen “manual para el usuario”, escrito desde el punto de vista de un periodista especializado y con claros fines de divulgación.
Quizás se podría pensar en otro libro sobre este tema, la gran Feria del Libro de Frankfurt, pero escrito desde el punto de vista de un editor. Esto permitiría intentar otro tipo de sistematización, especialmente en lo que hace a la compra y venta de derechos, y a las capacidades que el profesional debería desarrollar para estas tareas. Queda pendiente.

(Publicado en Páginas de Guarda, N.º 5, otoño 2008.)

sábado, 8 de octubre de 2011

La querella de las comillas en Roberto Arlt



R. A.



La relación de Roberto Arlt con el lunfardo siempre ha dado pie a cuestiones extravagantes (muy acordes, por otra parte, con la índole excéntrica del escritor). Entre ellas, una conocida —y maliciosa— anécdota que Borges solía contar. Según Borges, una vez le preguntaron a Artl si manejaba bien el lunfardo, y él contestó algo así: “Me crié entre gente pobre, obreros y malvivientes. No he tenido tiempo de estudiar esas cosas.”

Cierta o no, la historia es divertida y tiene muchas lecturas, como suele decirse. Pero la cuestión que me interesa hoy es otra, más bizantina quizás, menos conocida seguramente. Se trata del uso de las comillas por parte de Arlt, sobre todo en palabras más o menos atribuibles al lunfardo, o al sociolecto “popular” en general.

De cierta manera, todo empieza con un celebérrimo artículo de David Viñas, “El escritor vacilante: Arlt, Boedo y Discépolo”, recogido luego en su libro De Sarmiento a Cortázar (y en antologías diversas). Allí, el crítico y escritor argentino propone una interpretación de Arlt que haría escuela.



Ser humillado y seducir son las tensiones fundamentales de la mirada en los personajes de Arlt... (p. 63).

Humillación desde arriba, seducción hacia abajo y Arlt en el medio padeciendo un permanente tironeo (p. 67).



Los personajes arltianos (o el personaje arltiano, según otra exegeta famosa, Diana Guerrero, 1986) vacilan —y esta vacilación no es sólo individual sino también, y principalmente, de clase— entre el impulso hacia arriba (donde están el éxito, el poder) y el terror al, quizás, brusco descenso: hacia la pobreza, la impotencia. Esta dualidad, según Viñas, tiene un correlato estilístico (y aquí viene mi tema):



Pero ocurre [con el lenguaje] como al hacer el amor con la Bizca o al sentirse pringosamente querido por el Rengo: el miedo a “la caída”, el terror a quedar pegado, Antes el conjuro se lograba con el toque sobre algo duro: era la forma de distanciarse; con las palabras lunfardas el procedimiento es semejante: se escribe chorro y guita, pero entre comillas. Es decir, si me atraen desciendo hacia ellas, y porque me seducen las utilizaré para fascinar montando un espectáculo alrededor de mi lenguaje. Pero con cautela, entrecomillándolas y tomándolas con la punta de los dedos, no sea que me quede pegado en ellas y me desmorone en eso que presiento un tembladeral (p. 67).



No se puede negar: la teoría, así como su forma de expresarla, es original, brillante; quizás demasiado brillante.

Sin embargo, otro analista arltiano (de hecho, su primer biógrafo) no está de acuerdo y reacciona violentamente. Se trata de Raúl Larra, que contrapone:



En su nihilista de Sarmiento a Cortázar [Viñas] le reprocha a Arlt, tan luego a Arlt, que entrecomillara las palabras lunfardas. A Viñas, que le parece revolucionario escribir peuyó, por Peugeot, se le escapa que Arlt fue de los primeros en lunfardear en nuestra literatura. Las entrecomillas corrieron por cuenta del editor o del diario “El Mundo”, que no admitía que cuando se hablara del furbo o del squenun se tipografiaran como palabras corrientes. ¿Y aún entrecomillándolas significa desmedro por la palabra lunfarda o por los vocablos populares frecuentemente utilizados por Arlt? (Larra, 1986, pp. 30-31).



(Curiosamente, cabe suponer que a Viñas le ha pasado algo parecido que a Arlt según Larra, porque “alguien” le puso en bastardilla palabras que, quizás, debieron ir entre comillas; volveré sobre este tema en el último apartado del artículo. En cambio, Larra debe de haber tenido mucho cuidado de que no le sucediera lo mismo que a Arlt...)





Valen comillas



Pero, a todo esto, quizás sea necesaria una precisión: ¿qué son, para qué sirven las comillas?

Al respecto, la RAE es parca y poco convincente, como suele suceder. Hasta hace poco, la definición oficial era:



(Del dim. de coma, signo ortográfico).

1. f. pl. Signo ortográfico (« » o '' '') que se pone al principio y al fin de las frases incluidas como citas o ejemplos en impresos o manuscritos, y también, a veces, al principio de todos los renglones que estas frases ocupan. Suele emplearse con el mismo oficio que el guion en los diálogos, en los índices y en otros escritos semejantes. También se emplea para poner de relieve una palabra o frase.



Este último uso fue muy cuestionado por especialistas extraacadémicos. (Para no abundar, recientemente he visto un cartel que decía PESCADO “FRESCO”...: seguramente, intento de relieve; involuntariamente, ironía o, al menos, fatal distanciamiento de la verdad del enunciado: un lapsus.)

Por eso, quizás, el artículo enmendado reza ahora:



(Del dim. de coma, signo ortográfico).

1. f. pl. Signo ortográfico doble (« », '' '' o ' ') usado para enmarcar la reproducción de citas textuales y, en la narrativa, de los parlamentos de los personajes o de su discurso interior, las citas de títulos de artículos, poemas, capítulos de obras, cuadros, etc., así como las palabras y expresiones que se desea resaltar por ser impropias, vulgares o de otras lenguas.



Los manuales de estilo, por su parte, también ponen el acento en el uso ortotipográfico de las comillas, más que en sus significados lingüísticos. Zavala Ortiz (1998) es breve pero bastante exacto al respecto: “En general, se utiliza este signo para señalar citas breves en un texto, lo mismo que para indicar sentidos irónicos, destacar neologismos o palabras y frases de doble sentido.”

Algunas definiciones más técnicas (y más extensas) puede aportarlas Élida Ruiz (1995):



Las comillas, signos gráficos que corresponden a ciertas entonaciones de la lengua hablada, aíslan lo que dicen otros de lo que dice un locutor. Además la introducción de una cita puede ir acompañada de una actitud hacia el dicho ajeno: aceptación, burla, ironía, distanciamiento, refuerzo de fidelidad. Pueden ser empleadas con varias funciones: a) En algunos enunciados referidos, para marcar la diferencia de voces [...]. d) Las comillas también se usan para que el sujeto de la enunciación establezca cautela, distancia con respecto a un término o a un concepto con el cual no está de acuerdo. Es un enunciado de otro, mencionado o no, que no produce adhesión total. Equivale a: ‘como dicen’, de modo de poner no solo distancia sino incluso una implícita evaluación. [...] e) Hay casos de ruptura de la isotopía estilística en los cuales el sujeto de la enunciación marca esa ruptura con el empleo de comillas. Pueden estar entre comillas términos técnicos, términos vulgares, léxico de alguna jerga, etc. Si el enunciador lo señala entre comillas, es porque siente ese término como ajeno, extraño a su propia lengua. [...] En todos los casos este recurso gráfico indica la presencia de otra voz (los subrayados son míos y se atreven a indicar cuán tributaria es la autora de la “vieja” teoría de Viñas).



Retrocedamos, entonces.

Todos los que trabajamos en la tarea de edición sabemos que la explicación de Larra tiene todas las chances de ser acertada. Más cuando también se sabe, por otro lado, que Arlt no tenía tiempo ni, probablemente, ganas de repasar las pruebas de sus textos y reafirmar (o no) sus intenciones originales (si las tuvo) en relación con lo tipográfico. Sobre esto, hay bastantes devaneos críticos, habitualmente derivados de testimonios “autobiográficos” del mismo Arlt, sobre todo el aguafuerte “Cómo se escribe una novela” y otras.

Pero esta explicación es meramente empírica (y a la vez, a estas alturas, incomprobable, por lo menos hasta que alguien pueda encontrar los originales de Arlt y someterlos a un trabajo similar al que José Amícola ha hecho con Puig).

Lo que Viñas afirmaba —en el contexto, tengámoslo también en cuenta, de una disputa con los comunistas por la “propiedad” de Arlt (ver Viñas, 1954)— era otra cosa e implicaba una cierta teoría de la literatura para la cual ciertos datos supuestamente empíricos (las “intenciones del autor”, la mediación de editores o correctores) son, en un cierto nivel, irrelevantes.

Para decirlo algo pedantemente (y con comillas): para Viñas, “Arlt” no es (sólo) un nombre propio, sino la designación metalingüística, casi convencional, de una escritura: una producción —incluso en sentido económico y, por lo tanto, ideológico— en que el individuo “autor” es sólo una parte. Y, en ese proceso, las comillas ocupan un lugar central y, le guste o no a Larra, problemático.





Excursus (no entrecomillado)



Veamos también, para ampliar la perspectiva, otras interpretaciones sobre las comillas en textos literarios (donde sabemos que cada signo, aun los tipográficos, sufren de una especie de inflación de significancia; no como resultado de la sofisticación de tal o cual crítico, sino como efecto semiótico, definitorio, de la literatura misma).

Por ejemplo, Tamara Kamenzsain enfoca el uso, a veces enigmático, siempre sugerente, de signos de puntuación y auxiliares en la poesía de Juan L. Ortiz; entre ellos, las comillas:



Perturbando el cauce de los versos, una proliferación de comillas se instala sobre muchas de las palabras liliputienses y las enmarca [...] Ningún sentido oculto detrás de las palabras entrecomilladas, ninguna cita que deba ser desocultada por una lectura erudita (p. 29).



Aunque inmediatamente parece contradecirse, parcialmente, ya que, según Kamenszain, “Ortiz se ayuda de las comillas para citarse a sí mismo”. Y sigue:



en ellas la mirada del artesano, la señal de una elección, la puesta en evidencia de un trabajo. Trabajo de dar o de quitar espesor, de des-privilegiar, de señalar, de “no dejar cuajar el sentido”. Al revés de las comillas tradicionales, que aparecen naturalmente cuando se quiere remitir las palabras a un doble de su sentido, éstas de Ortiz se constituyen como marca artificial que aliviana las palabras, las descarga de sentido... (ídem).



La operación crítica es clara, típica: atribuir al objeto de la interpretación, en este caso las “comillas tradicionales”, una función en principio discutible (ya que, como vimos, no tienen que ver tanto con el sentido del enunciado, sino más bien con su enunciación), para inmediatamente discutirla, con mayor éxito.

Por otro lado, Raúl Castagnino (1975) se ocupa de las “comillas y bastardillas en novelas de David Viñas”. Veamos algunos fragmentos descriptivos, para detenernos un poco más en el último:



Tres novelas [...] produjo David Viñas en años sucesivos: Cayó sobre su rostro (1955), Los años despiadados (1956), Un Dios cotidiano (1957). Observadas desde el punto de vista de las formas de relieve por vía tipográfica, se verifica en ellas una creciente depuración, de modo tal que, indiscriminados y confusos usos de comillas y bastardillas en la primera de ellas, llegan a efectiva sobriedad en la última (p. 148). [...] La digresión que importan, la interferencia y ruptura del cursus orationis dentro del soliloquio, constituyen lo que podría adivinarse como un lenguaje interior, un diálogo consigo mismo en el ente ficcional, el fluir de la conciencia (p. 151). [...] Las comillas, al añadir a las relevaciones ya procuradas el propósito de una nueva proyección temporal anunciada por los títulos, obligan, por la mayor confusión engendrada, a una lectura más detenida (p. 152). [...] El empleo generoso de unos mismos recursos en procura de funciones diversas, o viceversa, de distintos recursos para una misma función, si bien en cada caso ha podido alertar al receptor advirtiéndole que la comunicación requiere lectura diferente, también comporta mengua de sus efectividades y pérdida de la individualidad de tales recursos, por lo que va del uso al abuso. (p. 156)



Por supuesto, lo que para Castagnino es “confusión”, “mengua”, “abuso” (necesarias comillas) es, en realidad, una búsqueda casi desesperada de polifonía. Pero el narrador de Viñas —aventuro—, en lugar de tomar distancia como el arltiano, se inmiscuye, se interpenetra con esas voces (esos cuerpos) a veces indistinguibles. Procedimiento que en novelas como Cuerpo a cuerpo y la reciente Tartabul escala y se exaspera hasta fascinar e irritar, yo diría, casi por partes iguales. Y deliberadamente.







Referencias bibliográficas



Castagnino, Raúl H. (1975) “Margen de coincidencias: las ‘formas de relieve’ por vía tipográfica en la técnica de algunos narradores argentinos contemporáneos”. En: Márgenes de los estructuralismos, Buenos Aires, Nova, pp- 135-169.

Guerrero, Diana, Arlt. El habitante solitario, Buenos Aires, Catálogo, 1986. (Primera ed.: Granica, 1972.)

Kamenszain, Tamara (1983) “Juan L. Ortiz: la lírica entre comillas”. En: El texto silencioso, México, UNAM, pp. 25-36.

Larra, Raúl (1986) Roberto Arlt, el torturado, Bueno Aires, Futuro. (Primera ed.: Buenos Aires, 1950).

Ruiz, Élida (1995) Enunciación y polifonía, Buenos Aires, Ars.

Viñas, David (seud. Juan José Gorini) (1954) “Arlt y los comunistas”, Contorno 2, Buenos Aires. (Recogido en Varios, Contorno (selección), Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1981.)

Viñas, David (1974) Literatura argentina y realidad política. De Sarmiento a Cortázar, Buenos Aires, Siglo Veinte (2.ª ed.). (Primera ed.: Buenos Aires, Jorge Álvarez, 1964.)

Zavala Ortiz, Roberto (1998) El libro y sus orillas, México, UNAM.




 (Publicado en Páginas de Guarda, N.º 4, 2007.)

La mediación editorial: una instancia denegada



Voy a hablar (muy brevemente) del concepto de mediación editorial,(1) de su influencia en el producto final, que es el libro —objeto real e ideal a la vez—; y, sobre todo, de su pertinencia para la teoría y el análisis literarios. Para acotar un campo tan amplio, y adelantarme a las conclusiones, diré que mi idea central es que la mediación editorial es una instancia que aparece muy poco en los análisis literarios o textuales en general. Correlativamente, lo mismo pasa con los mediadores editoriales, los agentes que realizan ese proceso: editores, traductores, correctores, revisores, diseñadores, etc.(2)
Creo que la falta de una consideración objetiva y concreta de la instancia de la mediación editorial conduce a análisis de tipo idealista, ya que implica una denegación de un aspecto material esencial en la producción del libro (proceso, precisamente, material en varios sentidos).
Un ejemplo de este tipo de análisis lo constituye el (por otra parte, excelente) libro de Patricia Willson La constelación del sur. Traductores y traducciones en la literatura argentina del siglo XX. Una tesis de la que la autora afirma: “Esta investigación tuvo como primer supuesto la pertinencia de analizar la literatura traducida desde una perspectiva crítica situada en el marco de la cultura receptora” (p. 15). Con este punto de partida y esta perspectiva, analiza especialmente a Victoria Ocampo, Jorge Luis Borges y Pepe Bianco; y también, colecciones famosas como la Biblioteca de La Nación y las traducciones publicadas por la editorial Sur y sus continuadoras.
Es cierto que Willson menciona varias veces las “estrategias editoriales”; pero las define como “los modos de construcción de lo foráneo por parte del aparato editorial” (p. 28). No parece suficiente, sobre todo porque no se detiene para nada a, por lo menos, describir ese “aparato editorial”, que así deviene en una suerte de fantasma, no se sabe si causa o consecuencia de qué cosa. Otra vez: “... antes de reprochar la selección de algunos textos y la omisión de otros, el crítico puede reflexionar sobre los criterios editoriales subyacentes. Esa reflexión ha de ser situada...” (pp. 28-29, subrayado mío), afirmación que en principio promete, pero luego deriva hacia consideraciones sobre la “institución literaria” (de cuño derrideano, quizás), que no satisfacen en absoluto por su cualidad, lo repito, idealista (“hay todo un aparato más o menos formal que acompaña y sostiene la importación”: p. 247. Sí, pero ¿sólo formal? O, en todo caso, ¿qué significa exactamente formal?).
Más allá de las obligadas referencias al auge de la industria editorial entre guerras o al precio del papel después de la primera guerra mundial, me parece que urgirían consideraciones aún más concretas, materialistas. Para dar un ejemplo contemporáneo: habida cuenta del estado actual de las cosas, ¿por qué no hacer una historia de las traducciones en la Argentina a partir del tipo de cambio? ¿O bien de —como correlato o no— los “honorarios” de los traductores? (Espero que esto se entienda como exageraciones deliberadas... de caminos perfectamente posibles.)
Digo: la función del editor como mediador entre la “literatura” y el mercado. O, directamente, por qué no, como representante del mercado.
Y, más aún, el editor como el que da —por ahora no se me ocurre otro verbo— la forma definitiva, material (o gran parte de ella, o sólo una parte, cuya dimensión habría que evaluar con toda la precisión alcanzable) al texto, y cuya mera existencia, ineludible, podría llegar a inhibir análisis definitivos respectos del por qué tal cosa o la otra en cuanto a la “intención” del autor, de la obra, etc.(3)
Un ejemplo entre otros: el tema de la función y el sentido de las notas al pie de “Borges” en su famosísima traducción de Las palmeras salvajes (pp. 173-174). La interpretación de la autora es brillante, sí, pero ¿cómo está tan segura de que el “autor” de las notas sea Borges? (Willson cita, precisamente a F. Aparicio, para quien, en su traducción de Orlando, Borges obra como “editor”, y no sólo como traductor del texto; p. 152. Pero es sabido que siempre hay un editor, sea quien sea.) En la interpretación willsoniana, la atribución de la autoría de las notas a un sujeto “real” (Borges, traductor y escritor), o a otro, no es indiferente; al contrario, es el centro de una deriva interpretativa muy interesante..., pero quizás completamente falsa. ¿Es esto irrelevante? No lo creo.
Este mismo problema lo revolotée en un artículo anterior sobre la célebre cuestión de las comillas que Roberto Arlt utilizaba (supuestamente, adelanto) para las palabras en lunfardo; comillas que fueron diversamente interpretadas por David Viñas y Raúl Larra.(4) (En el libro de Willson aparece también este tema de los valores diferenciales de las comillas y las bastardillas —p. 178—, y se da por supuesto que es Borges quien toma esas arduas decisiones tipográfico-semióticas.)
En aquella nota (Valle, 2002), puse: “Todos los que trabajamos en la tarea de edición sabemos que la explicación de Larra (que Arlt no era el responsable de las comillas) tiene todas las chances de ser acertada. Más cuando también se sabe, por otro lado, que Arlt no tenía tiempo ni, probablemente, ganas de repasar las pruebas de sus textos y reafirmar (o no) sus intenciones tipográficas. Pero esta explicación es meramente empírica (y a la vez, a estas alturas, incomprobable). Lo que Viñas afirmaba era otra cosa e implicaba una cierta teoría de la literatura para la cual ciertos datos supuestamente empíricos (las ‘intenciones del autor’, la mediación de editores o correctores) son, en un cierto nivel, irrelevantes. Para decirlo algo pedantemente (y con comillas), para Viñas, ‘Arlt’ no es (sólo) un nombre propio, sino la designación metalingüística, casi convencional, de una escritura: un proceso de producción en que el individuo ‘autor’ es sólo una parte.”
Pero esto último no deja de padecer bastante del idealismo que le reprocho a Willson. En todo caso, la ironía del comentario era atribuir a Viñas, un crítico “realista” y “materialista”, cierto matiz posestructuralista, o “neorretórico”, como diría él, que seguramente no le gustaría nada. En el presente artículo, mi punto de vista está en el otro extremo, y termino por “darle la derecha” al bueno de Larra.
En todo caso, y fuera de broma: ¿cuál es la verdadera injerencia de los mediadores editoriales? No puedo extender una respuesta satisfactoria aquí, ya que por la índole misma del tema se requerirían estudios empíricos y desarrollos teóricos que hoy por hoy son del todo insuficientes.
Pero es cierto que un punto de vista más atento a estas cuestiones lo da la investigadora sueca Cecilia Alvstad en su tesis reciente, La traducción como mediación editorial.
Alvstad parece coincidir, en general, con Willson cuando dice que “los libros constituyen el resultado de diversos perfiles editoriales” (p. 191). Aunque en todo momento aclara (su estudio es cuantitativo, pero no carece de teoría) que “los mediadores dejan huellas estilísticas en los libros que publican” (p. 35) y que “es posible que las cuestiones que tienen que ver con la práctica mediadora de la editorial y su política de edición y publicación en muchos estudios se adscriban erróneamente a otros factores” (p. 15).
Su concepto de que “la tendencia general es restar importancia al contexto editorial” (p. 14) ha inspirado mi artículo. Éste podría considerarse, sin falsa modestia, como una mera paráfrasis de aquél.


Notas
(1) Para el tema de la mediación editorial, ver Alvstad (2005), que por otra parte comento más detalladamente al final del artículo. Por ejemplo: “Los mediadores toman continuamente decisiones en el proceso de traducción” (p. 110); “Considerar la traducción como mediación editorial significa concebirla como el resultado de trabajo de una serie de mediadores editoriales y no de un solo traductor” (p. 184). Etcétera.
(2) Cuando aparece alguna referencia a esa instancia, es para ser denigrada, no siempre sin razón. Por ejemplo, veamos un ejemplo típicamente plañidero, de Milan Kundera (1995): “Muchas veces me enfurecí con las traducciones traicioneras sin dar a entender más claramente que los responsables no son necesariamente los traductores. Hace poco leí: ‘A veces, los escritores extranjeros reprochan a sus traductores franceses que edulcoran la expresión —y por ende también el contenido— de sus obras. Esos escritores deben saber que las edulcoraciones no son necesariamente obra de los traductores: a veces son impuestas por las editoriales.’ Fue Pierre Blanchaud quien escribió estas palabras en un notable artículo publicado en el último número de la revista L’Atelier du roman. Cuenta también allí la historia tan increíble como común de su traducción de Kleist. El editor, que exigía un texto elegante, ‘bien escrito’, fácilmente legible, impuso modificaciones que el traductor, fiel al estilo extraño, áspero de su autor, se negó a aceptar. Hubo juicios, enredos, humillaciones (para el traductor, naturalmente, porque en la pareja traductor-editor el débil es él) y, al final, una nueva edición de Kleist (hecha por otro) que es tan legible como lamentable, lo que Blanchaud demuestra con ejemplos en la mano. Y resume así la situación que, doy fe, es cada vez más frecuente en todas partes del mundo: ‘Cuando [el traductor] entrega el manuscrito le dicen que las ‘torpezas’ halladas en su texto exigen una intervención minuciosa del revisor (elegido por el editor)... Lo que tienen en común todas esas revisiones es que hacen decir cualquier cosa a los autores traducidos... Si sus frases son largas, se recortan; y se alargan si son cortas. Se adornan inútilmente las cópulas pero se eliminan las repeticiones significativas... ¿Cuáles son las razones de esta censura, de esta reescritura salvaje?... La sumisión total a cierto estilo con gancho, a una escritura de supermercado, que es [para el editor] la única capaz de vender el libro.’”
(3) Un ejemplo, no por obvio menos interesante: ¿quién pone título al libro, con todo lo importante que eso puede ser? Una vuelta de tuerca: idea genial del traductor, Pepe Bianco, que se extiende hasta hoy sin atribuirle el justo mérito. Anécdotas sobre decisiones “éticas”: Liliana Heker negándose a cambiar Zona de clivaje y retirando la novela de una importante editorial. Reciente cambio de la última novela de Alan Pauls: de Ex a El pasado. Ver, para esto, los libros del editor-dueño de Anagrama, Jorge Herralde, sobre todo el último, Por orden alfabético (Barcelona, 2006). Fuente inestimable para lo que estamos comentando: cómo se construye una “literatura” desde instancias para las cuales el tibio nombre de “paratexto” se queda corto (pujas en Frankfurt, presentaciones de prensa, reseñas favorables de “amigos de la casa”, premios más o menos amañados, etc.).
(4) “Pero ocurre [con el lenguaje] como al hacer el amor con la Bizca o al sentirse pringosamente querido por el Rengo: el miedo a ‘la caída’, el terror a quedar pegado, Antes el conjuro se lograba con el toque sobre algo duro: era la forma de distanciarse; con las palabras lunfardas el procedimiento es semejante: se escribe chorro y guita, pero entre comillas. Es decir, si me atraen desciendo hacia ellas, y porque me seducen las utilizaré para fascinar montando un espectáculo alrededor de mi lenguaje. Pero con cautela, entrecomillándolas y tomándolas con la punta de los dedos, no sea que me quede pegado en ellas y me desmorone en eso que presiento un tembladeral” (Viñas). “En su nihilista de Sarmiento a Cortázar [Viñas] le reprocha a Arlt, tan luego a Arlt, que entrecomillara las palabras lunfardas. A Viñas, que le parece revolucionario escribir peuyó, por Peugeot, se le escapa que Arlt fue de los primeros en lunfardear en nuestra literatura. Las entrecomillas corrieron por cuenta del editor o del diario ‘El Mundo’, que no admitía que cuando se hablara del furbo o del squenun se tipografiaran como palabras corrientes. ¿Y aún entrecomillándolas significa desmedro por la palabra lunfarda o por los vocablos populares frecuentemente utilizados por Arlt?” (Larra). (Curiosamente, cabe suponer que a Viñas le ha pasado algo parecido que a Arlt según Larra, porque “alguien” le puso en bastardilla palabras que, si no me equivoco, debieron ir entre comillas.)


Bibliografía

Alvstad, Cecilia (2005): La traducción como mediación editorial, Gotemburgo, Acta Universitatis Gothoburgensis.
Herralde, Jorge (2004): El observatorio editorial, Buenos Aires, Adriana Hidalgo.
Herralde, Jorge (2006): Por orden alfabético, Barcelona, Anagrama.
Kundera, Milan (1995): “El arte de la fidelidad”, trad. de Cristina Sardoy, en Clarín Cultura y Nación, Buenos Aires, 13 de julio.
Larra, Raúl (1986): Roberto Arlt, el torturado, Bueno Aires, Futuro (primera ed., 1950).
Valle, Pablo (2002): La querella de las comillas enRoberto Arlt.
Viñas, David (1982): Literatura argentina y realidad política, Buenos Aires, CEAL (primera ed., 1964).
Willson, Patricia (2004): La constelación del sur. Traductores y traducciones en la literatura argentina del siglo XX,  Buenos Aires, Siglo XXI.


(Boletín de Humanidades, nueva época, año 7, Buenos Aires, Colegio de Graduados de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, 2007.)


jueves, 6 de octubre de 2011

El ocaso de la corrección



 O melancolia!

Escribí en otro lugar:(1) “La tarea del corrector en la actualidad está decayendo, es menospreciada o no cuenta con el apoyo necesario”.
Un poco después, agregaba: “El equívoco primero... consiste en confundir función con funcionario, oficio con oficiante, es decir, la tarea con el que la realiza.
La artesanía del corrector puede estar decayendo, sin duda, pero su función, paradójicamente, es cada vez más necesaria, en un contexto en el que cada vez menos gente sabe escribir bien; y entiéndase ‘bien’ no sólo en el sentido gramatical (que, en última instancia, no sería nada) sino en el sentido meramente comunicativo.
(...)
Con la corrección pasa algo parecido a lo del manual de estilo. Si no existe de derecho, existe de hecho. Alguien la realiza, mal o bien, a sabiendas o no. Es una función delegable, pero imprescindible”.
Hoy por hoy, suelo pensar que era demasiado optimista en ese momento...
Encabezaba entonces mis consideraciones con una cita extraída del famoso y consultado Libro de estilo del diario El País de España, que decía: “Todo redactor tiene la obligación de releer y corregir sus propios originales cuando los escribe en la Redacción o los transmite por télex, videoterminal o un instrumento similar. La primera responsabilidad de las erratas y equivocaciones es de quien las introduce en el texto; y sólo en segundo lugar, del editor encargado de revisarlo”.
Esta disposición tajante, taxativa, demostraba un evidente desplazamiento de la responsabilidad hacia el redactor; pero, si bien no se nombraba al corrector, es cierto que, por lo menos, había un “editor”, quien, como el mismo párrafo termina sugiriendo, cumpliría esa tarea de “corrección que no se atreve a decir su nombre”, que mi optimismo de entonces postulaba.
Sin embargo, de la disposición de El País a la ausencia definitiva de corrector-corrección había apenas un paso, que muchos se apresuraron a dar, en un contexto de permanente “ajuste” económico que parece destinado a autorizar cualquier trastada (hablo especialmente de la Argentina, pero sé que esto podría extenderse a otros países).
Diarios grandes y pequeños decidieron prescindir, de a poco o bruscamente, de estos molestos y costosos operarios, cuya función nunca parece estar del todo clara... salvo cuando brilla por su ausencia, como suele ser el caso.
Es el reino de los “editors” (pronúnciese esdrújula, por supuesto), a uno de los cuales oí afirmar una vez, con una mezcla de excusa y orgullo: “Yo no soy corrector”. Que es como si un ingeniero dijera: “Yo no sé nada de matemática”.
¿Es para ponerse melancólico? ¿Para entonar una lamentación interminable que nadie escuchará? ¿Para archivar el pasado y dedicarse a otra cosa?
Quizás. Pero, también, para razonar un poco y quizás sacar algunas conclusiones.


Ser dijital

Aunque corroborarlo exigiría un trabajo estadístico riguroso, es intuitivamente evidente que los estándares de calidad del lenguaje escrito han variado de manera considerable. No es posible, o por lo menos no es útil, plantearse qué fue primero: el huevo o la gallina, la decadencia del oficio del corrector o la importancia que se le da a la corrección lingüística en los medios gráficos, editoriales, etc.
Es una larga historia.
Alguna vez, también he intentado razonar(2) sobre la influencia que ciertas teorías lingüísticas y semiológicas (de la década del sesenta) tuvieron sobre las nociones tradicionales de “arte”; quizás involuntariamente, al someter al mismo tipo de análisis (de esto se trataba) La divina Comedia y una publicidad de jabón, terminó infiriéndose que ambos “productos” podían ser equiparados en términos de calidad. Por otra parte, esta misma noción de calidad (la jerarquía, los niveles, qué es y qué no es arte, etc.) quedó, bastante rápidamente, en desuso.(3) Todo esto pudo tener su parte positiva, al permitir dejar de lado prejuicios conservadores y aristocratizantes, y enfocar de manera renovada producciones como las del arte popular, incluyendo géneros habitualmente despreciados: la novela policial, el melodrama, la historieta, el cine mismo.
Claro que, algún tiempo después (década del ochenta), los flujos y reflujos de las modas académicas hicieron que los estudios semióticos y culturales fueran respondidos por engendros neoconservadores (aunque respetables, a su modo), como los de Harold Bloom y su “canon occidental”,(4) que pretende “volver a las fuentes”; lo que implica retornar a una jerarquización del hecho estético y (a la vez y por lo tanto) a una revaloración de la norma.
¿Qué tiene que ver esto con la corrección de estilo?
Poco o mucho, según se vea. Poco, si medimos la importancia relativa de ambas áreas. Mucho, si consideramos, en cambio, su homología, su semejanza estructural e ideológica.
Un nuevo medio masivo de comunicación ha llegado para quedarse: Internet. Y es fácil comprobar cómo en ella los estándares de calidad, de los que antes hablaba, han sufrido un cimbronazo cuya superación es difícil de vislumbrar. Las páginas web tienen también editores y, como es hoy la regla, carecen de correctores. No creo que nadie, en el ambiente informático, se plantee siquiera la inclusión de esta categoría de empleado. Otra vez, la responsabilidad de la corrección queda repartida (diluida) entre redactores, editores y ¡diseñadores!
Y, cabe acotarlo porque es esencial a mi argumentación, una decadencia de la “forma” va de la mano con una decadencia en los “contenidos” (quiero que se me permita el recurso a una vieja y superada dicotomía, ya que este último término es usual en la Red); esto es fácilmente comprobable si se chequean, aunque sea someramente, las enciclopedias de todo tipo que pululan en el espacio virtual, algunas como versiones degradadas de una “edición en papel”.
La corrección de estilo parece condenada al desván de las antiguallas, quizás entre compañeros ilustres (como la misma noción de “estilo”). Atacados como puristas u obsesivos, despreciados como gasto inútil, los correctores apenas nos consideramos con derechos a levantar la voz y hacer una pequeña sugerencia... “¡Es lo mismo, de todas maneras nadie se da cuenta!”, será la respuesta generalizada.(5)
Todo esto, claro, hasta que nos necesitan.

 

La guerra del Golfo no a tenido lugar


Basta leer los periódicos desde el 11 de septiembre para acá.
El panorama es desolador. (Lo digo a propósito, acudiendo otra vez a la dicotomía “forma-contenido”. Porque, ¿qué importancia tiene una errata o incluso un error de traducción ante la magnitud de los hechos narrados?)
Veamos.
¿Todo el mundo entenderá qué es “retaliación”, traducción o, más bien, castellanización apresurada del término inglés retaliation, es decir, “venganza, represalia, compensación”? (El término es muy usado en psicoanálisis, pero esto es otro problema, que trataré más adelante.)
¿Y qué decir de la insólita expresión “santuario de terroristas”? Sanctuary, en inglés, no sólo significa “santuario”, “templo”, sino también, y más habitualmente, “refugio, asilo”. La rimbombante palabrita ya había aparecido en expresiones tan peregrinas como “santuario de ballenas”, cuya misma ridiculez las ponía a salvo de causar algún daño, por así decirlo. Pero afirmar que “se van a destruir todos los santuarios de terroristas” (cito de memoria) es un despropósito doble, ya que la innegable connotación religiosa del término en castellano hace decir algo muy peligroso. ¿Acaso se van a destruir sus templos? ¡Menuda “retaliación” buscarían ellos luego, y tendrían sus razones!
Como otra paradoja, pensemos en la cuestión de los talibanes. Súbitamente, se ha (im)puesto de moda la expresión “los talibán”, es decir, un plural castellano muy extraño, pero que tiene antecedentes en expresiones similares, referidas sobre todo a etnias o tribus: “los mapuche”, “los ona”, etc. Según parece, el lenguaje políticamente correcto pretende respetar los derechos humano-lingüísticos de los otros, violentando el propio idioma de manera ilógica; desde todo punto de vista, un despropósito.(6)
Cito el excelente artículo al respecto de la sección Español Urgente del sitio web de la Agencia EFE: “Talibán. En las noticias procedentes de Afganistán aparece el nombre de un nuevo grupo guerrillero que intenta tomar el poder: Talibán. Y aparecidos el nuevo grupo y su correspondiente nombre, se nos plantea la duda de su flexión en cuanto al número: ¿Talibán es singular o plural? ¿Podemos decir talibanes? En Afganistán se habla el pasto (o ‘pashtu’), una variante dialectal del persa que también utiliza el alfabeto árabe. Pero no sólo tiene en común con el árabe su alfabeto, sino que en el léxico pasto hay multitud de voces procedentes de la lengua sagrada del islam, y ese es el caso de ‘taliban’. La raíz árabe ‘talaba’ significa estudiar, y el sustantivo ‘talib’ (plural ‘talibun’ para el nominativo, ‘talibin’ para el genitivo o ‘taliban’ para el acusativo) significa estudiante. Parece pues bastante claro que se trata de la misma palabra en árabe y en pasto, teniendo en cuenta además que el núcleo del grupo guerrillero afgano está formado por estudiantes de teología islámica. Aunque el nombre de la organización esté en plural, al adaptarlo al español este nombre funciona como cualquier otra palabra; es decir, tiene flexión de género y de número, y su plural en nuestra lengua es ‘talibanes’”.(7)
Vale decir que, si escribimos “los talibán”, queriendo usar un plural más “respetuoso” de la lengua original, deberíamos escribir, por ejemplo, “el régimen talib (o talibin)”, un “guerrero talib”, etc. Y, en lo posible, en bastardilla, y sin acento, para indicar que se trata de una palabra extranjera, transliterada.
¿Qué todas estas disquisiciones son irrelevantes? ¿Qué a nadie le importan? Claro, si ése es el problema.
Porque todo esto nos lleva a no tener en cuenta la verdadera catarata de erratas-errores-equivocaciones-oscuridades que nos asaltan al abrir cualquier periódico, aunque sea al azar.
Dos ejemplos:
- “EE.UU. derribará aviones civiles secuestrados” (un insólito titular del diario Clarín del 28/9/01). Quiero creer que ningún lector desprevenido (ni siquiera yo) habrá interpretado que los EE. UU. estaban listos para derribar aviones secuestrados en ese mismo momento o inminentemente.
- “Es un código de honor que el que lo deshonra lo paga con su vida” (Clarín 25/9/01). Sin dudas, esto parece una muestra de “purismo” irremediable, pero ¿se debe escribir tan mal? ¿Nadie se da cuenta de que cualquier corrector con un mínimo de oficio hubiera arreglado esa frase de un plumazo?
- “[el gas mostaza] es uno de los llamados gases persistentes y causa serios daños al sistemas respiratorio y causar ceguera” (Clarín 30/9/01). Sin comentarios.
Juro que son dos ejemplos tomados al azar, aunque el primero, por tratarse de un titular, saltó a la vista. Pero, eso sí, no son casos aislados, sino de lo más frecuente.
Y sigue el baile.


La Hacademia, ¿un santuario?

Si la corrección de estilo en el medio periodístico está en una irremisible pendiente, ¿qué queda para el ámbito académico, que parecería el hábitat natural de la norma, la razón y el equilibrio?
Nada de eso.
La Academia es el reino del lenguaje técnico y, por lo tanto, del neologismo. Esta respetable institución de la lengua, que la hace enriquecer y “avanzar”, si tal cosa es posible, no deja de ser una especie de altar intocable para los autores y editores.
Claro que el corrector debería descansar, dentro de este ámbito, en colegas tales como el asesor de contenidos o corrector conceptual, y, por qué no, el director de colección, el editor o el jefe de sección: cualquiera ubicado en un escalón más alto de la jerarquía editorial; pero nada es tan fácil, ya que la desocupación (y la desidia) también han hecho presa de ellos. Así que muchas veces tendrá que vérselas a solas con textos que son verdaderos diccionarios encubiertos de una materia dada; claro que diccionarios sin la parte de los significados...
Se me perdonará otra anécdota personal. Hace poco, amablemente provisto del delicado criterio de que no hay que corregir a los expertos, dejé pasar una bella palabrita neonata: “otroridad”. Mea culpa, no reflexioné lo suficiente, ya que el autor del texto se refería a la “cualidad de ser otro”, es decir, a la “otredad”, palabra ésta sí con cierta prosapia y más o menos entendible con rapidez. La otra, tal como quedó,(8) remite indigeriblemente a “otrora”, y simplemente no quiere decir nada en su cotexto, salvo que medie un gran esfuerzo del lector, experto o no.
El lenguaje técnico es una cuestión de léxico y debería adecuarse a los demás niveles (fonológico, morfológico, sintáctico) de la lengua general. A veces lo hace, no digo que no: mucho más mérito del que se supone es atribuible a los correctores, que dedican mucho tiempo a revisar concienzudamente textos plagados de neologismos innecesarios pero muy difíciles de diferenciar de los correctos, por lo menos para alguien que no sea a la vez un experto en la materia tratada y un lingüista responsable. Sobre todo, en lo que hace a verbos realmente horribles, como “recepcionar”, “intencionalizar”, “mapear”, “indigenciar”, “conflictivizar”, etc. Muchos de ellos remplazan sin ventaja (sin diferencia) a palabras ya existentes; apenas sirven, pensándolo con mucha buena voluntad, para connotar de/en qué ciencia estamos hablando. Otros quizás estén bien formados y no tengan un equivalente exacto, previo, en castellano, pero no dejan de cargar con la rémora original de ser traducciones literales, a veces muy poco imaginativas.
Ni qué decir si el texto se dirige a un público más general que el imaginado por el autor...
En este co(n)texto, el corrector deberá (como siempre, por otra parte) hacer su adecuada composición de lugar y obrar en consecuencia. Esto le servirá, entre otras cosas, para no caer en un defecto muy común: encerrar los neologismos, legales o no, entre infinitas comillas que los separen del resto del texto como si fueran “voces de otro”. El reconocimiento de cada isotopía estilística (que incluso remite a una unidad semántico-ideológica, supuesta en el texto aunque idealmente decidida en otros niveles superiores de incumbencia) le permitirá al corrector prudente evitar este riesgo, que remite al siempre temido de la “sobrecorrección”.(9)


Coda (sin erratas)

Para concluir este breve y algo descuajeringado texto, quisiera retomar dos o tres hilos sueltos y enhebrarlos en algo que se parezca a una conclusión.
Si toda idea de corrección o norma está en decadencia y suena irremediablemente a reaccionaria y hasta a poco democrática, sólo nos queda esperar un reflujo de esta moda y que la oscuridad general exija una fuente de luz.
La globalización, ese signo irrenunciable de la pos-pos-modernidad, trae consigo, junto y debido a la manipulación galopante de los media, unas exigencias nuevas para la comunicación, a  todo nivel. La corrección de estilo, oficio humilde y artesanía de la palabra, tiene allí un lugar reservado, y habrá que ocuparlo.


Referencias


1. Cómo corregir sin ofender. Manual teórico-práctico de corrección de estilo, Buenos Aires, Lumen-Hvmanitas, 1998, pp. 105-106.
2. “Para acabar con el cine bizarro”, inédito.
3. Para este tema, véase Alberto Arbasino, Off-off, Barcelona, Anagrama, 1971.
4. El canon occidental, Barcelona, Anagrama, 1995.
5. Me atrevo a sugerir que la reciente edición de una Nueva ortografía de la lengua española (1999), por parte de la venerable Real Academia, no contribuye precisamente a poner las cosas en su lugar; más bien, se deja llevar por el “permisismo” en boga, y deja a los hablantes muchas facultades para elegir. Huelga decir que los hablantes nunca las necesitaron, e hicieron muy bien. El problema es dar la errónea impresión de que “todo vale”, a todo nivel. De hecho, es muy frecuente que los alumnos cuestionen a sus profesores de Lengua, ¡basándose en el “revisor gramatical” del procesador de texto Word! (Si unimos ambos datos, el reciente convenio entre la RAE y Microsoft no es precisamente para que durmamos tranquilos...)
6. Excursus para una futura profundización. El estilo “políticamente correcto” no sirve porque: 1. el lenguaje no cambia la actitud (la realidad, la acción, etc.): nominalismo mal digerido; 2. no se pueden controlar todas las connotaciones: “compañero animal”, “afroamericano” (mucho menos, en la traducción); 3. el sintagma influye sobre el signo aislado: “a ese barrio no se puede ir porque está lleno de afroamericanos...”, “esos talibán de m...”; 4. elementos de la enunciación legitiman (o deslegitiman) el enunciado: un chiste judío significa distinto si es contado por un judío, por un no judío, por un nazi, etc.
7. Ver http://www.efe.es/esurgente/lenguaes/ (Tengo entendido que el artículo ha sido redactado por Alberto Gómez Font, a quien agradezco, o bien pido disculpas si la atribución es errónea.)
8. Recordar que, de todas maneras, “la culpa es del corrector”. Siempre que lo haya, por supuesto.
9. Correctores bisoños y alumnos de las nuevas carreras de corrección literaria, o (pretenciosamente quizás) edición, (se) interrogan incansablemente: “¿Qué, hasta dónde, corregir?” Pregunta imposible de responder con brevedad, puesto que abarca toda la extensión de la tarea del corrector, desde su razón de ser epistemológica, por así decir, hasta lo más ínfimo de sus cotidianas decisiones.

 (Artículo encargado por la Universidad Javeriana en 2002, para una antología que finalmente no fue publicada.)