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martes, 8 de noviembre de 2011

Cine de los ochenta: algunas tendencias



1. Transgresión y decadencia (o fidelidad y manteca)

Quizás es un lugar común, en todo caso no es nada nuevo: los films, como los libros, como las culturas, como las ideologías, dialogan entre sí. No hay un límite predeterminado para este contexto (que los teóricos literarios llaman intertexto): cada film puede ser visto dentro de la filmografía de su autor, de la cinematografía nacional o de la cultura universal, estableciendo relaciones, presupuestos filosóficos e ideológicos distintos en cada caso.
Un film puede ser la reformulación de otro: comentario, homenaje, parodia. Por lo común, un film “de género” (policial, fantástico) establece un diálogo más o menos explícito con los que conformaron ese género. Hay una evolución, un efecto de “saturación” quizás señalado por esta constante “autorreferencialidad” que algunos críticos consideran el estadio más alto de una cierta especificidad del cine. Hay puntos de inflexión: el cine de terror no es el mismo después de El joven Frankenstein. Los ejemplos pueden multiplicarse y constituyen ya un lugar común crítico, un “efecto de lectura” (de visión) que busca con pasión histérica los “guiños” al conocedor que establezcan el habitual sistema de inclusiones y exclusiones: el iniciado, el cinéfilo sabe de qué se trata.
Pero lo que me interesa en estas líneas es una ocurrencia más específica de ese fenómeno general. Qué pasa cuando en la “evolución personal” de un cineasta, un film reformula a otro, especialmente si lo niega. Qué pasa, no sólo en términos reducidos a la historia de ese “autor de films”, o de nuestra visión de ese autor (no se puede rever el primer film sin estar influido por el segundo, etc.). Mejor, qué nos dice esta cuestión sobre la época que la hace posible. El tema me fue sugerido por la visión de varios filmes más o menos actuales, sobre todo italianos. Al mismo tiempo, busqué y hallé una contraposición posible.
Veamos primero a Coppola. Nadie que vea Jardines de piedra puede dejar de pensar en Apocalipsis ya. Pocos, a la vez, se ven exentos de una duda irreal: ¿es el mismo Coppola? Repito que me preocupa poco el problema de la autorreferencia (probarla, proponer una producción consciente por parte de los autores, etc.) y nada la cuestión de la biografía personal. El presupuesto, la hipótesis fuerte de la que parto es la de la decadencia ideológica en el cine actual. Veamos cómo se verifica.
Jardines de piedra fue hecha con la colaboración del ejército norteamericano. Apocalipsis, famosamente, no. El dato parece trivial, pero, a poco que se medite, se impone por su misma contundencia. De hecho, con diez años de diferencia, la nueva visión de Vietnam que Coppola propone es rigurosamente simétrica. Desde el vamos, si tenemos en cuenta que se ve “desde el lado de acá”, desde la retaguardia, el cementerio de Arlington donde se entierran los héroes muertos con un ritual de honor. (Justamente, es el título de una canción de The Doors que se oye en el film, en un boliche, “At the other side”; y recordemos que The Doors, en la incomparable voz de Jim Morrison, abre Apocalipsis con “The end”: nada es casual.) Aquella galería de monstruos se sacraliza y purifica mediante la ceremonia: el genocidio se blanquea en un “jardín” con sus lápidas perfectamente ordenaditas.
Así que este “otro lado” es también ideológico. Nada, en Apocalipsis, es heroico, nada tiene sentido, nada es justificable. El sargento de James Caan es un hijo mogólico de Kurtz (también lo es de Marlon Brando, con sus a veces insoportables clichés del Actor’s Studio); se rebela frente a sus superiores, hace también una “guerra propia”, pero no es un apóstata, un ángel caído, como Kurtz. Su función es legitimar lo que ya en Apocalipsis era una paradoja central: que un militar fuera acusado de asesinato en medio de una guerra particularmente sangrienta. Caan quiere que la guerra “se pelee bien”, que los soldados vayan bien entrenados, que los políticos no se metan (parece que Bush está de acuerdo, hoy, con esto), etc. La palabra “genocidio” es puesta en boca de su amante, una luchadora de los derechos humanos que está dispuesta a casarse con él y que, a su vez, legitima su posición: “vos hacés tu trabajo y yo hago el mío”, todo da igual, una teoría de los dos demonios.
No es accesorio que la guerra real sólo aparezca fugazmente, por TV. Recordemos que en Apocalipsis, Coppola mismo aparecía como un director de noticiero que filmaba en plena batalla, ordenándoles a los soldados que no miraran a la cámara. La de Coppola es una ideología “televisiva”, definitivamente “de este lado” de la guerra, “mirando a la cámara” con falsa inocencia. A lo mejor, su salto no fue tan brusco. Coppola necesitaba la reconciliación total de Peggy Sue con el mundo de los Padres y la negación de toda rebeldía sesentista que es Rumble Fish (la ley de la calle). Al menos, la nostalgia de esta última alcanzaba una dialéctica trágica que Jardines sólo roza en la reconstrucción de un ritual vacío, decadente: el entierro de los cuerpos propios.
Ahora sí que vayamos al cine italiano, particularmente sensible, creo, a los avatares ideológico-industriales de la Vieja Europa.
Sobre todo, el Ettore Scola de La familia, que vemos contra otros films suyos, especialmente Feos, sucios y malos. Esto parece obvio: de describir una familia de lumpen proletarios en un cantegril romano, se pasa a la historia cíclica de una familia “tradicional”, pequeño-burguesa, conformista. Si Feos… recogía la admirable fórmula estético-ideológica del Buñuel de Los olvidados y Viridiana (no mostrar a “los pobres” con condescendencia, con idealizaciones sospechosas), La familia aplica a la pequeña burguesía italiana una mirada “tierna”, perdonavidas y, por eso mismo, cómplice. La villa miseria es una llaga abierta en medio de la ciudad: una toma famosa mostraba a la adolescente embarazada con fondo del Vaticano. En cambio, la historia apenas entra en la casa solariega del otro film.
Cuidado: hay en casi todo Scola (y en mucho cine contemporáneo: Fellini, Bergman, Welles) una “poética del espacio cerrado”, pero no siempre ésta indica una incapacidad radical para “pensar” la historia, y mostrarla dialécticamente, como muchas veces en los bigs mencionados entre paréntesis. Por ejemplo, en Un día muy particular, la dialéctica adentro/afuera está ampliamente lograda, con la visión de dos marginados del fascismo: el intelectual homosexual y socialista (cuya mera existencia es un acto de resistencia: “no es que el inquilino del quinto piso sea antifascista, es que los fascistas son antiinquilino del quinto piso”), el ama de casa frustrada e inconscientemente rebelde. En cambio, en El baile ya hay un bosquejo de lo que vendrá: al local cerrado la historia entra por emblemas (a veces, literalmente, “por la ventana”) o, mejor dicho, por ideologemas, conjuntos de rasgos ideológicos cristalizados que provocan el reconocimiento automático del espectador pero no su reflexión, de manera totalmente antibrechtiana, pese a las apariencias: así, el Frente Popular, la ocupación, el mayo del ’68, son fagocitados por el lugar común y la musiquita pegadiza, “representativa”, retro.
Por supuesto, la clave está en que es mucho más fácil ser antifascista (¿no lo somos todos?) que antiburgués; es decir, es más fácil condenar y ridiculizar al colaboracionista (poner en “el otro” las culpas propias), que al pater familias gassmaniano que abofetea a su hija rebelde en una de las escenas más indigeribles.
Bertolucci es otro ejemplo mayor (tal vez para mí, porque se trata de alguien a quien aprecio muy particularmente). Veo El último emperador como la contracara de Novecento. Ya desde las primeras tomas (fundamentales en este realizador, porque “marcan el tono” general del film), se plantea la contraposición. El fresco que abre Novecento va desde el primer plano de una figura, un campesino, hasta el plano general de la masa, en un zoom out que es todo un programa estético-ideológico. En El último… el ideograma de la apertura, que es el sello imperial de Pu Yi, es también el filtro, la “ventana”, el punto de vista elegido para narrar la historia: justamente, una visión “imperial”, a la vez individualista y grandilocuente. Después, se invierte el programa: de la masa indiferenciada de prisioneros (en la estación de tren), emerge el personaje principal, en un claro cambio de protagonismos.
Todo el film está desarrollado en base a esta premisa, y el papel de la masa popular, del sujeto colectivo, negado o, peor, desvalorizado. En Novecento, la justicia popular enmarca el relato (al principio y al fin); la profusión de banderas rojas, que se unen en un simbólico “techo” del improvisado tribunal, constituye una epifanía de la verdad colectiva, una súbita aceleración del “motor de la historia”. No niego que haya simplificaciones, resultados obvios de la línea PCI que Bertolucci usufructuaba por entonces; apunto a una cierta “sinceridad” o, por lo menos, ausencia de ironía, que redundaba en excelentes resultados tanto estéticos como políticos. En El último emperador también aparecen al final las banderas rojas, pero reducidas a un ritual cuya mecanicidad quiere connotar ausencia de sentido; el cliché consecuente es, como en el Danton de Wajda, que “la revolución se come a sus propios hijos”, visión esencialmente a-histórica que debería extrañarnos en aquel que supiera trabajar tan bien la relación entre fascismo, burguesía terrateniente y pequeña burguesía resentida (recordar no sólo al Atila de Novecento, sino también al Clerici de El conformista).
Y, si de diálogo se trata, no hay dudas de que el personaje de Burt Lancaster es una referencia fuertemente desacralizadora al aristócrata de El gatopardo viscontiano, siempre muy criticado desde la izquierda por su sospechosa idealización. Lástima que Pu Yi es un gatopardo sin la verdadera grandeza trágica de aquél. Qué distinta suena la afirmación final de Novecento, “aún quedan patrones”, a la luz del grillo que termina El último...: la “continuidad” por encima de las contingencias “meramente humanas”.
Pero donde las vacilaciones ideológicas de Bertolucci son más profundas, e interesantes, es en la escena donde Pu Yi se ve a sí mismo en un film documental, dentro del campo de prisioneros. Allí parece adquirir una conciencia inducida de su culpa, como revelando la dualidad esencial del discurso ideológico cinematográfico, un “being there” que puede ser toma de conciencia o definitiva alienación.
Hablé de contraposición a esta actitud “renegada”. ¿Es posible ser “fiel a sí mismo” en este contexto general de decadencia ideológica? Por suerte, un film como El diablo en el cuerpo, de Marco Bellocchio, parece dar una respuesta afirmativa. Desde su primera realización importante, I pugni in tasca (Los puños en los bolsillos), clásico sesentista que se posicionaba en un ámbito marcado por Ronald Laing, el mayo francés y el maoísmo “a la europea”, Bellocchio se ha hecho cargo de las complejidades (y perplejidades) de los ochenta, sin resignar su impulso contestatario.
Sí, estamos en una época en que “se puede vivir sin ser marxista” (como se dice en la hermosa escena final), pero que, queda claro, no autoriza la defección total. El film asume la falta de cohesión totalizadora que caracteriza a “la ideología de los ochenta”, a través de una estructura delicadamente ambigua. Desde el principio, la muchacha negra que quiere suicidarse connota una Europa amenazada por la “maldición tercermundista”. Pero Giulia, a su vez, con su complicidad “mágica” con la muchacha negra y, más todavía, con su supuesta “locura” (nunca especificada: es, todavía, una esquizofrénica familiar y social de Laing), connota las fisuras de una burguesía que, con cada nuevo triunfo, se resquebraja más y más. (Lo que Pasolini había intuido también, sobre todo en Teorema, pero con un mesianismo totalmente ausente en Bellocchio.)
Por un lado, entonces, el ex-guerrillero que se “convierte”, es liberado gracias a su delación, quiere casarse con la hija de un militar asesinado por las brigadas y propagandiza en favor de la Iglesia (su poema sobre la anhelada mediocridad es sistemático y podría ser firmado por muchos compatriotas nuestros). Por otro lado, los “irreductibles” del deseo, que hacen el amor en medio del tribunal, encerrados en su jaula.
Y ese psicoanálisis que “no ayuda a cambiar el mundo sino a adaptarse a él” es la fidelidad bellocchiana al Laing de sus comienzos: los jóvenes “locos” aportan una nueva “cordura”, cambian los códigos, los “contratos” sexuales e ideológicos, como se ve en la célebre (y extraordinaria) escena en que una fellatio es canjeada por un cuento sobre la vuelta de Lenin a Moscú. Contraposición (o complementación) entre una práctica sexual otrora transgresiva y la leyenda revolucionaria como un cuentito “para dormir”.
Curiosamente, esta reflexión un poco retrospectiva y nostálgica me fue sugerida por la visión de Gothic, de Ken Russell. Pese a la notoria ineficacia de sus últimos films, creo que este cineasta inglés es otro “fiel” a sus viejas posturas. Más anticuado, sin duda, más patético. ¿Qué es lo que nos parece tan “desactualizado” en los románticos de Gothic? El problema, creo, no es que sean románticos, sino que sean hombres y mujeres de los sesenta. La droga como “puerta de la percepción”, el amor libre y el vivir peligrosamente como utopía, la creación artística como pasión y sueño colectivo, son temas irremediablemente “pasados de moda”, en plena época del cool, el sida, el preservativo, la posmodernidad con torniquete, y ahora la globalización de la cultura. Los artistas desmesurados de Russell (Mahler, Tchaikovsky, Henri Gaudier) siempre me parecieron imperdonablemente “místicos”; en el panorama desdichado de la actual decadencia ideológica, me han resultado un conjuro, quizás frustrado, contra el yupismo tan bien simbolizado en Bertolucci al recibir el Oscar (por El último emperador). Si para él, como dijo en ese momento, “Hollywood había sido siempre un gran culo”, creo que es evitable usar tanta manteca.



2. Mujeres clitorianas

Cuando, en el final de la primera Alien, Sigourney Weaver se desnuda y vence en combate singular al persistente monstruo, “inaugura”, con ese doble acto, un estadio muy particular del cine actual. La primera secuela del film (Aliens) acentúa ese aspecto, convirtiendo a la muchacha de cara angelical y espalda huesuda en una suerte de Rambo femenino y espacial.
Por otra parte, el director de Aliens, James Cameron, es uno de los prototipos que queremos desarrollar. En Terminator, otro film de culto, Sarah (Linda Hamilton), vence al cyborg invencible y es nada menos que la garantía de futuras rebeldías: de ella nacerá el líder guerrillero, resistente en una sociedad totalitaria por venir. (No está de más recordar que su nombre es el de la esposa de Abraham, en el mito bíblico.)
En El abismo, Mary Elisabeth Mastrantonio es la constructora de una gigantesca plataforma submarina. Ed Harris, su exmarido, es el ingeniero en jefe, pero depende de ella, a regañadientes, en la mayor parte del film. La situación clave se da cuando él cuelga de un cable que se adentra indefinidamente en el abismo, imagen apenas figurada de un cordón umblical dirigido por uno de sus extremos. (Esto se sobresignifica por el sistema de respiración que utiliza, basado en una suerte de líquido amniótico, como se aclara específicamente.)
La misma configuración simbólica se repite en Terror a bordo (Dead Calm, literalmente “calma chicha”), de Phillip Noyce. Nicole Kidman, una pelirroja, creo, deliberadamente parecida a Sigourney Weaver, lleva el peso de la acción; debe rescatar su propio barco de las manos de un psicópata, mientras su marido (Sam Neill) trata de escapar de otro barco que se está hundiendo. El hombre se enfrenta a una multitud de símbolos fálicos negativos, de impotencia: bombea infructuosamente para achicar el agua, un gran mástil abatido por un rayo clausura su única salida, se ve obligado a respirar a través de un caño, por la boca. En el otro barco, el simbolismo fálico también se multiplica, pero a favor de la mujer: la escopeta, el cuchillo, el arpón, el timón; por fin, el hecho mismo de dominar a su agresor (incluso sexualmente), recuperar el barco y conducirlo de regreso hacia donde la espera su marido, apenas sobreviviendo. (No creo casual que todo el relato sea una especie de prueba iniciática o reparatoria para la joven; ella se culpa por haber perdido a su bebé en un accidente, lo cual funciona, simbólica y narrativamente, como una culpa original, femenina, que debe expiar.)
Se ve claramente, en los ejemplos anteriores, que la posición del hombre es secundaria, cuando no ineficaz. Recordar que, en Alien, el monstruo invadía la nave Nostromo, “parido” por uno de los tripulantes masculinos (John Hurt), en una clara inversión del mito (secularmente misógino) de Rosemary’s Baby.
Las mujeres, por su parte, actúan asumiendo ciertos atributos funcionales (no hay otros) “masculinos”, sin perder los “propios”; pero éstos son definidos no sustancialmente, sino por contrastes y oposiciones. Por esto, Sigourney Weaver se destaca claramente entre Veronica Cartwright, histérica clásica de Alien, y la “sargento Vázquez”, marimacho fascista de Aliens.

Sin embargo, siempre se corre el peligro de que las figuras masculinas vuelvan por sus fueros, reclamando privilegios perdidos, o al menos discutidos. En el final de Terror a bordo, por ejemplo, es Sam Neill quien elimina al asesino redivivo (la persistencia del Mal es otro tópico del cine contemporáneo, ya que hablamos de Terminator y Alien), asumiendo el símbolo fálico último: la bengala perdida o, mejor, encontrada para recuperar la identidad en cuestión.
Esa masculinidad maltrecha parece volver a partir de un restablecimiento del orden familiar (esto sólo es curioso si consideramos que la familia sea “el reino femenino” por excelencia, y no su cárcel cultural, como bien dicen algunas feministas); dicho orden es puesto en peligro por ciertas mujeres osadas, molestas, peligrosas. (Es la era del sida, de Reagan, de Atracción fatal.) También el final de El abismo recorre este sendero: a medida que Ed Harris se “masculiniza”, adquiriendo protagonismo y heroicidad (incluso salva la vida, en una escena climática, gracias a... su anillo matrimonial), la Mastrantonio se “feminiza” (con la consiguiente suelta de pelo, tan importante pero significativa en otro sentido, en películas escritas por Aída Bortnik: La historia oficial y Gringo viejo), y la pareja se reconstituye al final, intervención extraterrestre mediante. Cameron haría bien en volver a ver su Terminator, donde una madre soltera alumbra(ba) gloriosamente la nueva humanidad.



(1990-1991)

sábado, 15 de octubre de 2011

Camellos en el Corán: color local, sobrerrepresentación e identidad


(refutación de “El escritor argentino y la tradición”)


Sólo lo difícil es estimulante.
Lezama

Suele pasar con Borges: la frecuentación de uno de sus tantos textos canónicos —“El escritor argentino y la tradición”— produce una curiosa mezcla de deslumbramiento (muchas veces, acrítico) e indignación.
La historia del texto también es peculiar, tanto en el desarrollo del corpus borgesiano como dentro del “sistema” de la crítica cultural argentina. Para empezar, la confusión entre su fecha de escritura y su fecha de publicación constituyen una típica mistificación de Borges. Muchos todavía creen (y dicen) que el año original es 1932. En realidad, ése es el año en que se publica el libro Discusión, en el cual, pero en una edición muy posterior (Emecé, 1957), se reacomoda el texto.
Tomás Eloy Martínez(1) aclara parcialmente los tantos; se trata de una “clase que dictó el 7 de diciembre de 1951 en el Colegio Libre de Estudios Superiores... Esa clase, taquigrafiada por un oyente anónimo, fue luego corregida por el autor y publicada en la revista Sur (enero-febrero 1955) con su título definitivo: ‘El escritor argentino y la tradición’”. Por supuesto, así figura en las bibliografías más responsables.(2) En la versión del artículo que figura en el tomo de Obras completas 1923-1972, de Emecé, a pie de página, dice, en efecto: “Versión taquigráfica de una clase dictada en el Colegio Libre de Estudios Superiores.” Sin fecha. Pero en la portada que encabeza el libro Discusión dice claramente “1932”, lo que abre camino a la confusión.
Como en muchos otros casos, lo que Borges quiso hacer con esta prestidigitación fue condicionar la lectura de su texto. En este caso, famosamente, como una “bisagra”, entre su etapa “criollista” y su etapa “universalista”. Ajuste de cuentas, autocrítica de sus (supuestos) excesos nacionalistas anteriores. O, como dirían algunos lingüistas, la “situación de discurso” de sus cuentos más célebres, los de la década del cuarenta. De hecho, Borges menciona como ejemplo autorreferencial —“Séame permitida aquí una confidencia, una mínima confidencia”— “La muerte y la brújula” (“una pesadilla en que figuran elementos de Buenos Aires deformados por el horror de la pesadilla... mis amigos me dijeron que al fin habían encontrado en lo que yo escribía el sabor de las afueras de Buenos Aires”), cuento publicado en Sur en 1942, y luego incluido en Ficciones, en 1944. Entonces, esta mención a un cuento posterior sería una interpolación en un texto... fantasma.
Entre las interpretaciones canónicas, sobresale la de Beatriz Sarlo en Borges, un escritor en las orillas. La autora no menciona la fecha, en nota al pie refiere a las O. C., pero sitúa su comentario —significativamente— entre el del Carriego y el de los cuentos (“Funes...”, “Pierre Menard...”).

La ausencia de camellos, razona Borges exagerando hasta la paradoja la forma de su argumento, bastaría para probar la arabidad del Corán. El ejemplo le permite expresar su deseo de una literatura discreta en el recurso al color local. Enseguida, pasa a la autocrítica de sus primeros libros que desbordaban, a su juicio, de cuchilleros, tapias y arrabales.(3)

(Se verá después que la cuestión de los camellos es algo más, y quizás también algo menos, que una exageración “hasta la paradoja”.)
Pocos años antes del libro sarleano, una revista, Babel, que puede ser considerada emblemática de los ochenta, publicó el texto de Borges, con este ambiguo copete (escrito por Jorge Dorio, me atrevería a decir, por alguna ocurrencia léxica particular):

Escasas son las revistas hispanolatinoamericanas de literatura que no publicaron nunca un inédito de Jorge Luis Borges. Babel se precia de ser una de ellas. Este artículo fue publicado por primera vez en Discusión (1932). Después, con algunos retoques, fue incluido en el sempiterno libro verde. Publicarlo, volver a publicarlo, entonces, aquí, puede parecer un capricho. Pero un capricho fundado en el asombro ante la persistencia, ante la tediosa repetición de argumentos que ya aquí, ya entonces, se derrumbaban silenciosamente. Con las premisas de las que ríe el maestro, se construyeron después empresas nobelísticas de gran bombo, y epifenómenos de baja chaya. La repetición de aquellas befas, entonces, y de las buenas razones que aún las sostienen, se propone aquí como mantra de esta trama criolla, mantra como remedio para abrigar la esperanza de zonceras menos recurrentes en las esforzadas letras de la patria.(4)

Se ve que, en este nuevo contexto “pos”, el artículo borgesiano adquiere la categoría de manifiesto redivivo; aquí, veladamente, contra el realismo mágico o la literatura latinoamericana exitosa en general (García Márquez culminó su “empresa nobelística” en 1982); siempre, contra todo nacionalismo literario.

***

La argumentación de “El escritor...” es harto conocida. En lo que sigue, se quiere demostrar que reposa sobre una serie de falacias, de distinto nivel de flagrancia e importancia; falacias que, como siempre, una vez identificadas, permiten pensar a contrapelo y señalar el camino para una posible refutación.
Borges empieza afirmando que su escepticismo respecto de “el problema del escritor argentino y la tradición” no se dirige a la imposibilidad de resolverlo, sino a la existencia misma del problema. (Quizás cabría aquí aplicarle al autor otro de sus célebres asertos: el de que mencionar el “problema judío” ya es admitir que los judíos son un problema. No voy a seguir este camino, salvo para dejar anotado que Borges suele recurrir al nominalismo para eludir ciertas determinaciones históricas; y este recurso sí me va a ocupar en lo que sigue.)
Continúa Borges resumiendo algunas “soluciones” a ese problema que no existe. La primera es la de Lugones-Rojas, que, cada uno a su modo, canonizan la literatura gauchesca como la tradición literaria argentina. Sería la versión del “criollismo”, en donde el sufijo ya adelanta la refutación borgesiana: “la poesía gauchesca... es un género tan artificial como cualquier otro”.(5) Cito más in extenso:

La idea de que la poesía argentina debe abundar en rasgos diferenciales argentinos y en color local argentino me parece una equivocación, Si nos preguntan qué libro es más argentino, el Martín Fierro o los sonetos de La urna de Enrique Banchs, no hay ninguna razón para decir que es más argentino el primero. Se dirá que en La urna de Banchs no está el paisaje argentino, la topografía argentina, la botánica argentina, la zoología argentina: sin embargo, hay otras condiciones argentinas en La urna.(6)

Se sabe: las “condiciones argentinas” de La urna son “el pudor argentino, la reticencia argentina”. Doble falacia, entonces. Primero, una oposición no exhaustiva entre, por un lado, el paisaje, la topografía, la botánica, etc., y, por otro, características psicológicas o idiosincrásicas generalizadas, casi hipostasiadas, sin ningún fundamento real.(7) (Lo que queda “en el medio”, insisto, en la historia. O, dicho de manera más compleja, las condiciones materiales que conectan y podrían explicar las relaciones entre paisaje y reticencia, por ejemplo.)(8) La otra debilidad del argumento —que tanto el paisaje como la psicología son “color local” y, por lo tanto, no puede privilegiarse uno sobre otra, e incluso se reafirman mutuamente— es prontamente notada por Borges:

... no sé si es necesario decir que la idea de que una literatura debe definirse por los rasgos diferenciales del país que la produce es una idea relativamente nueva.... El culto argentino del color local es un reciente culto europeo que los nacionalistas deberían rechazar por foráneo.(9)

Afirmación interesante, porque aquí parece entrar la historia (“idea relativamente nueva”, “reciente culto europeo”)... para ser rápidamente expulsada, por las dudas, con otra falsa paradoja.
Y aquí sigue, a propósito de lo anterior, otra de las famosas afirmaciones borgesianas, la cuestión de los camellos en el Corán. O de su ausencia. Que no es tal, como es fácil constatar.(10) Sarlo resume bien; el Corán es indudablemente árabe porque no tiene camellos, es decir, no tiene (no necesita) “color local”.
De todas maneras, no quiero darle demasiada importancia a esta “astucia” de Borges que, en efecto, hizo de la cita deliberadamente errónea o desviada un arte menor. Uno siempre queda preso de estas trampas, como si Borges, seguro de que nadie conoce ni el Corán ni a Gibbon, estuviera desafiando: confíen en lo que yo digo, o vayan, lean y desmiéntanme. (“Lean, che”: Lamborghini.) Pues bien, caí en la trampa, acepté el desafío, pero más adelante, aun dando por sentado que “no hay camellos en el Corán”, propondré una interpretación distinta de por qué.(11)
La segunda solución al problema de la tradición, según Borges, es afirmar que la literatura española cumple esa función. Una primera objeción (“la historia argentina puede definirse sin equivocación como un querer apartarse de España”) suena plausible, aunque es difícil saber cómo la valora Borges: ¿positivamente, como el romanticismo revolucionario y sarmientino, o negativamente, como la hispanofilia del Centenario? La segunda afirmación es otra “falacia de los amigos”, variante (criolla, al parecer) del argumento de autoridad:(12) según Borges, sus amigos gustaban fácilmente de libros franceses e ingleses, pero difícilmente de libros españoles (?).
La tercera opinión está descrita muy curiosamente. No puedo entrar en detalles, pero, según Borges, se propondría que los argentinos estamos “desvinculados del pasado”. Pasado éste, entendido como el europeo en general, por un lado, y el posindependentista americano, por el otro. Dice Borges que esta “solución” tiene el encanto de lo patético (“como el existencialismo”) y que no es verídica, ya que todo ese pasado, y el presente europeo, tienen grandes repercusiones entre nosotros. No quiero entrar, quizás por el momento, en ese “nosotros”, ante el cual siempre habría que preguntarse qué incluye y qué excluye.
“¿Cuál es la tradición argentina?”, se pregunta nueva y finalmente el autor, tras pasar revista a las tres fantasmales soluciones previas. Célebremente: “nuestra tradición es toda la cultura occidental”. En una versión previa a la de las Obras completas, no decía “occidental” sino “europea”, pero por el párrafo precedente se ve que quiere decir lo mismo, está claro. Como después va a hablar de “temas europeos” y de que “nuestro patrimonio es el universo”, la corrección aislada fue inútil, o bien mucho más significativa, y la equivalencia es obvia: occidental-europeo-universal.
Hay una audacia aquí: parecería que los argentinos —y los sudamericanos, en general: ¿por extensión?— tendríamos un mayor derecho a esa tradición, tal vez por nuestra situación “marginal” (esto no queda tan claro, pero cuidado con suponerlo: forma parte de las interpretaciones canónicas posteriores). Y también tendríamos una mayor capacidad de innovar dentro de esa tradición, a la manera de los judíos y los irlandeses.(13)
Pero Borges no va demasiado por este camino; al contrario, retrocede un poco, para remitir la cuestión de la tradición y lo argentino al “eterno problema del determinismo”. De ahí el final del artículo: “o ser argentino es una fatalidad y en ese caso lo seremos de cualquier modo, o ser argentino es una mera afectación, una máscara”. En lo cual, como en otras falsas dicotomías del artículo, se ignora que el problema de la identidad (nacional, racial, sexual, etc.) es bastante más complejo. Otra vez, otra enésima vez, lo que queda, lo que se escabulle, entre la fatalidad y la máscara es la historia.

***

El desprestigiado, y tan difícilmente defendible, color local, ¿no será otra cosa? ¿No tendrá algún otro valor que se le escapó a Borges (y a otros que lo siguieron, reconstruyendo inadvertidamente un famoso cuadro de Brueghel)?(14)
¿Y si el color local fuera una suerte de sobresemiotización que actúe como conjunto de emblemas de identidad y resistencia frente a una cultura hegemónica?
Ya Lezama Lima, en La expresión americana, había analizado en términos similares las características del barroco latinoamericano, ampliándolas a una suerte de paradigma ideológico, mucho más allá de un mero estilo estético, ornamental: “arte de la contraconquista”,(15) por un lado; por otro, una tensión fundamental entre la teatralidad permanente y la invasión del “cotidiano desenvolvimiento”: “un espléndido estilo surgiendo paradojalmente de una heroica pobreza”.(16)
Por su parte, el sociólogo colombiano Armando Silva, que ha estudiado cuantitativa y cualitativamente dos grandes ciudades latinoamericanas, Bogotá y San Pablo,(17) buscando, entre otras cosas, averiguar cómo se ve a sí mismo el habitante de estas megalópolis, afirma:

Me he esforzado por ver, desde una contraposición entre primer y tercer mundo y según proyecciones estéticas, la belleza de nuestra tercería simbólica [...] ¿dónde y cómo ver al Tercer Mundo, más allá del paternalismo del fuerte sobre el débil, del rico sobre el pobre, o, incluso, del bueno sobre el malo? Y todavía más: ¿cómo vernos desde el Tercer Mundo? [...] La necesidad de “producir una identidad cultural”, muchas veces de manera consciente, puede ser una estratagema política que de tal se torna estética. El primer mundo no tiene la necesidad reiterada de preguntarse por su identidad pues actúa desde ella, como quien habla desde sí y no a través de otro como testigo. [...] Si algo caracteriza al llamado primer mundo es su propiedad narrativa: la vida se cuenta desde su seno, el mundo gira en torno suyo y, digamos, es él mismo centro del mundo.(18)

Esto alude a lo que Borges niega: la identidad como producción, como un conflicto histórico de representaciones, entre miradas y definiciones, entre lo propio y lo otro. Si no hay camellos en el Corán... Es decir, si no hubiera camellos en el Corán, sería porque, en el momento de su redacción, la cultura árabe se veía a sí misma (se narraba a sí misma) como “centro del mundo”.

Al contrario, el llamado tercer mundo se narra desde otro lado: desde la herida perpetrada por el conquistador, desde el imperialismo que lo agobia, desde el otro que no lo reconoce [...]. Es ilustrativo, al respecto, que culturas aborígenes alejadas de la simbología occidental, como algunas que todavía quedan en América Latina, también se autoproclaman como centro del mundo y sólo la cercanía a los valores occidentales significa un ejercicio de subvaloración que los hace entrar en lo que me permito denominar tercería simbólica.(19)

Cito in extenso a Armando Silva, porque me interesa particularmente su desarrollo de lo que él llama “tercería simbólica” y, sobre todo, sus consecuencias estético-ideológicas.

Pero ¿qué pasa con la representación territorial que argumentamos como reconocimiento “en la tercería”? Me parece que obedece a una nueva modalidad narrativa que funciona como cohesión cultural y como respuesta autoafirmativa. [...] Cada cultura es primera en su propia escala: ¿Por qué no mirar desde adentro hacia fuera buscando una imagen reflejo sincrética y no el reflejo como eco que repite en la cultura colonizada la imagen de su superior, de afuera hacia adentro, como toda imposición? [...] el Tercer Mundo se sentirá todavía más abocado a una beligerancia representativa. Si el mirar desde sí, como característica natural de la percepción del primer mundo, o de quien por naturaleza se siente en el centro, lo llevamos al Tercer Mundo, encontraremos que éste tendrá que “esforzarse” para demostrar su respectiva mirada autónoma. Existe una “sobrecarga” discursiva o icónica que exige su esfuerzo representativo. [...] en los modos más recónditos de comportarse el Tercer Mundo es exagerado, sobrecargado, como aquel sujeto que no sólo se muestra desde el reflejo (sea una composición visual o discursiva), sino que anuncia que se está mostrando. [...] “sobrecargas representativas”, muy propias de las decoraciones urbanas de todas las urbes de América Latina [...] Tenemos de este modo que el hábito de procesar simultáneamente diferentes culturas como lo pregona la posmodernidad del primer mundo ha sido anticipado por el pastiche latinoamericano, en su extraordinaria capacidad (como casi todas las culturas tercermundistas) de adaptar distintos comportamientos, pero al mismo tiempo poseer un raro don para marcar la diferencia... evidenciando la gran habilidad de las culturas populares para asumir como propio el reciclaje cultural.

Pero quisiera enfatizar, para concluir —aunque sólo como planteamiento en busca de una fundamentación aún mayor—, que esto no se trata de una reivindicación sin más del color local en cualquier sentido de la expresión, sino (siempre) de su función estratégica, vale decir, política. Con todos los cuidados necesarios, ya que no hay “color local” en sí, no hay autodefinición propia, única, “esencial”, sin una historización de toda otra definición previa.(20) De lo contrario, también se puede caer en el exotismo for export, propio del “realismo mágico” y otras estéticas que, si no nacieron, por lo menos se desarrollaron en función de esa forma peculiar de la “mirada del otro” que es el mercado literario. (Aunque quizás esto no esté tan mal: es sabido también que los indígenas de algunos países hacen artesanías para los turistas, con diseños inventados ad hoc, sin ningún significado para ellos. En cambio, en los utensilios para uso propio, sí usan los verdaderos diseños tradicionales. No se trata de una inautenticidad, diría yo, sino de una reapropiación... de divisas ajenas.)
Termino con Silva:

... eso que llamamos la “sobrecarga”, con todo lo que tiene de convicción o simulacro, es lo que, de otro lado, podría concebirse en parte como estrategias territoriales. Si de un lado constituyen formas fuertes y convincentes de expresividad... de otro se presentan como corolarios de alienación..., que conducen a otras elaboraciones simbólicas, que me permito nombrar como de belleza alienada. La belleza alienada se produce en varias instancias, pero en particular me refiero a ese nivel en el cual el Tercer Mundo actúa bajo el simulacro del primero, reemplazándolo sin propiedad de tal manera que su forma elaborada es más bien el testimonio de la forma de otro.

Prácticamente, este último concepto describe toda la literatura de Borges.



Notas

(1) “El canon argentino”, La Nación, 10 de noviembre de 1996. Otra versión, la de Pedro Lastra, en “Borges, Gibbon y El Korán”, difiere en detalles: “‘El escritor argentino y la tradición’ fue el título de la conferencia que Borges dictó en el Colegio Libre de Estudios Superiores, de Buenos Aires, el 19 de diciembre de 1951. Fue una clase oral, pero su versión taquigráfica apareció a comienzos de 1953 en el volumen XLII (Nos. 250-251-252) de Cursos y Conferencias, revista del colegio en la que Borges había colaborado dos años antes con su famoso estudio sobre Hawthorne, leído allí en marzo de 1949. Sin duda, Borges revisó el texto de ‘El escritor argentino y la tradición’ antes de entregarlo a la revista. Al reeditar Discusión, en 1957, lo incluyó con correcciones que no modifican sus memorables argumentos contra el nacionalismo literario, que es su tema, pero sí revelan una suerte de taller de esa escritura: supresiones de énfasis, leves desplazamientos verbales, eliminaciones de frases, siempre felices y ejemplares” (http://www.eluniversal.com/verbigracia/ memoria/N3/contenido05.htm).
(2) Ver, por ejemplo, la Bibliografía cronológica de la obra de Jorge Luis Borges, de Annick Louis & Florian Ziche (Holanda, Universidad de Aarhusm http://www.hum.au.dk/romansk/borges/louis/main.htm).
(3) Borges, un escritor en las orillas, Buenos Aires, Ariel, 1995, p. 67.
(4) Babel, núm. 9, año II, junio de 1989, pp. 46-47.
(5) O. C., p. 268.
(6) Ídem, p. 269.
(7) Lateralmente (o no tanto): en un ideologema ampliamente extendido entre los escritores “oligárquicos” de la primera mitad del siglo XX, el “pudor” y la “reticencia” nacionales se oponen a la vocinglería típica de los inmigrantes, sobre todo italianos y gallegos. Ver el capítulo XIII de Don Segundo Sombra (brevemente analizado en Pablo Valle, “Don Segundo Sombra: ser nacional y xenofobia”, www.valleyoftears.blogspot.com), y también el Chaves de Mallea.
(8) “En América dondequiera que surge posibilidad de paisaje tiene que existir posibilidad de cultura... Árboles historiados, respetables hojas, que en el paisaje americano cobran valor de escritura donde se consigna una sentencia sobre nuestro destino” (José Lezama Lima, La expresión americana, en Confluencias, La Habana, Letras Cubanas, 1988, pp. 284, 286).
(9) Ídem, p. 270.
(10) Pedro Lastra (ob. cit.): “... el ejemplo es ‘una astucia’ por dos razones: porque si es cierto que El Korán no prodiga camellos tampoco los omite, y porque la observación de Gibbon corresponde a otro contexto y no dice que ‘en el Alcorán no hay camellos’. Éstos aparecen en varios lugares de este libro, y siempre significativamente. Mencionaré sólo algunos: en la Azora VI, titulada ‘El ganado’, la aleya o versículo 145 enumera: ‘Y de los camellos, dos, dos hembras, de las vacas, dos...’; la referencia a la ‘camella de Alá [que] será para vosotros signo’ (VI, 71), y que fue desjarretada por los infieles (VII, 75); recurre en XI, 67; XXVI, 155-157; LIV, 27-29. En LIX, 6 se lee: ‘Y lo que concedió del botín Alá a su Enviado, de ellos, no corristeis sobre los corceles o camellos’; hacia el final (LXXXVIII, 17) se formula esta pregunta clave para los creyentes: ‘¿Es que no miran al camello, cómo fue creado?’ Esas y otras apariciones del camello en El Korán no podían pasar inadvertidas para Gibbon, hasta el punto de negar una presencia tan visible. Y ciertamente no la niega. Cuando dice, en efecto, que Mahoma no lo menciona, se refiere a las preferencias alimentarias del profeta. Esto ocurre en la nota 13 del extenso capítulo L de Declinación y caída del Imperio Romano, dedicado a la descripción de Arabia y al minucioso relato de la vida de Mahoma. El contexto de la nota 13 es éste: In the sands of Africa and Arabia the camel [el subrayado es de E. G.] is a sacred and precious gift. That strong and patient beast of burden can perform, without eating or drinking, a journey of several days; and a reservoir of fresh water is preserved in a large bag, a fifth stomach of the animal, whose body is imprinted with the marks of servitude: the larger bred is capable of transporting a weight of a thousand pounds; [...] Alive or dead, almost every part of the camel is serviceable to man: her milk is plentiful and nutritious: the young and tender flesh ha the taste of veal: …etc. En ese punto, la nota al pie de página lee: ‘Mohammed himself, who was fond of milk, prefers the cow, and does not even mention the camel; but the diet of Mecca and Medina was already more luxurious.’” Basta revisar una edición del Corán con índice analítico (o una versión digital con sistema de búsqueda), para confirmar lo que bien dice Lastra.
(11) “Este desmantelamiento borgeano del criollismo es paradójicamente profundamente criollista. El criollismo, dije, busca la naturalización de las relaciones sociales que propone. Por eso construye la lengua, la tierra o la idionsincrasia como un destino, esa ‘misteriosa voluntad’ a la que refería Rodó [..]. Como ha señalado Carlos Alonso en su comentario del texto de Borges, la evidencia de que Mahoma en tanto árabe no sabía que los camellos eran árabes descansa sobre el supuesto que un elemento esencial en la definición de lo árabe son los camellos [...]. De la misma forma, el desmantelamiento borgeano de una representación cultural dominante del carácter nacional no niega, sino que más bien afirma, la existencia de éste” (Horacio Legrás, “Criollismo e indigenismo literarios: representación sin resto y resto sin representación”, en Mario Valdés and Linda Hutcheon (eds.): Latin American Literatures: A Comparative History of Cultural Formations, Oxford University Press, en prensa).
(12) Que satiriza en otro contexto: “Oigo decir que en las provincias el doblaje ha gustado. Trátase de un simple argumento de autoridad; mientras no se publiquen los silogismos de los connaiseurs de Chilecito o de Chivilcoy, yo, por lo menos, no me dejaré intimidar” (“Sobre le doblaje”, Sur 128, junio de 1945). No es necesario subrayar que los amigos de Borges debían de tener, forzosamente, un mejor gusto que los pobres habitantes de Chilecito o Chivilcoy.
(13) “... donde los escritores europeos se angustian por el peso de sus antecesores, los rioplatenses se sienten libres de parentesco obligado. Precisamente esto es lo que Borges hace en su primer libro de relatos, Historia universal de la infamia: cambia la lectura de relatos ya escritos por otros. Puede hacerlo porque la distancia que lo separa de las historias que ‘transcribe’ es inmensa y el control que ellas operan sobre sus propios cuentos es muy débil. La distancia, afirmaría Borges, concebida como desplazamiento geográfico, cultural, poético, y ejercida como derecho de latinoamericanos, no sólo hace posible su ficción, sino que funda el placer del lector” (Sarlo, ob. cit.)
(14) Entiendo que esta alusión a una minusvalía pueda parecer de mal gusto. No puedo extenderme aquí, y tampoco quiero que parezca una justificación, pero en otro lugar me atrevería a proponer que la ceguera borgesiana es equivalente al astigmatismo del Greco, como “proyecto” en sentido sartreano. Borges siempre ve “lo que quiere ver”: “Al recorrer las pruebas de este libro, advierto con algún desagrado que la ceguera ocupa un lugar plañidero que no ocupa en mi vida. La ceguera es una clausura, pero también es una liberación, una soledad propicia a las invenciones, una llave y un álgebra” (JLB, “Prólogo” a La rosa profunda). Lezama hace algo parecido respecto del Aleijadinho: “Con su gran lepra, que está también en la raíz proliferante de su arte, riza y multiplica, bate y acrece lo hispánico con lo negro” (ob. cit., p. 245).
(15) Ob. cit. p. 230.
(16) Ob. cit. p. 241.
(17) Armando Silva, Imaginarios urbanos, Bogotá, Tercer Mundo Editores, 2000.
(18) Ob. cit., pp. 106 y ss. Subrayado del autor.
(19) Diría que El entenado, de Juan José Saer, algo dice sobre esto.
(20) Si los “marcianos” invadieran la Tierra, ¿reconocerían sin más la superioridad del arte europeo, u “occidental”, sobre cualquier otro? ¿O más bien se apresurarían a poner todo el arte “terrícola” en la misma bolsa, como irremediablemente inferior? Por supuesto, los intelectuales “terrícolas” educados en o por Marte estarían de acuerdo con esta valoración.


(Ponencia en el III Congreso Internacional “Transformaciones culturales. Debates de la teoría, la crítica y la lingüística”, Buenos Aires, 4, 5 y 6 de agosto de 2008, Facultad de Filosofía y Letras, UBA/Centro Cultural de la Cooperación.)