martes, 8 de noviembre de 2011

Cine de los ochenta: algunas tendencias



1. Transgresión y decadencia (o fidelidad y manteca)

Quizás es un lugar común, en todo caso no es nada nuevo: los films, como los libros, como las culturas, como las ideologías, dialogan entre sí. No hay un límite predeterminado para este contexto (que los teóricos literarios llaman intertexto): cada film puede ser visto dentro de la filmografía de su autor, de la cinematografía nacional o de la cultura universal, estableciendo relaciones, presupuestos filosóficos e ideológicos distintos en cada caso.
Un film puede ser la reformulación de otro: comentario, homenaje, parodia. Por lo común, un film “de género” (policial, fantástico) establece un diálogo más o menos explícito con los que conformaron ese género. Hay una evolución, un efecto de “saturación” quizás señalado por esta constante “autorreferencialidad” que algunos críticos consideran el estadio más alto de una cierta especificidad del cine. Hay puntos de inflexión: el cine de terror no es el mismo después de El joven Frankenstein. Los ejemplos pueden multiplicarse y constituyen ya un lugar común crítico, un “efecto de lectura” (de visión) que busca con pasión histérica los “guiños” al conocedor que establezcan el habitual sistema de inclusiones y exclusiones: el iniciado, el cinéfilo sabe de qué se trata.
Pero lo que me interesa en estas líneas es una ocurrencia más específica de ese fenómeno general. Qué pasa cuando en la “evolución personal” de un cineasta, un film reformula a otro, especialmente si lo niega. Qué pasa, no sólo en términos reducidos a la historia de ese “autor de films”, o de nuestra visión de ese autor (no se puede rever el primer film sin estar influido por el segundo, etc.). Mejor, qué nos dice esta cuestión sobre la época que la hace posible. El tema me fue sugerido por la visión de varios filmes más o menos actuales, sobre todo italianos. Al mismo tiempo, busqué y hallé una contraposición posible.
Veamos primero a Coppola. Nadie que vea Jardines de piedra puede dejar de pensar en Apocalipsis ya. Pocos, a la vez, se ven exentos de una duda irreal: ¿es el mismo Coppola? Repito que me preocupa poco el problema de la autorreferencia (probarla, proponer una producción consciente por parte de los autores, etc.) y nada la cuestión de la biografía personal. El presupuesto, la hipótesis fuerte de la que parto es la de la decadencia ideológica en el cine actual. Veamos cómo se verifica.
Jardines de piedra fue hecha con la colaboración del ejército norteamericano. Apocalipsis, famosamente, no. El dato parece trivial, pero, a poco que se medite, se impone por su misma contundencia. De hecho, con diez años de diferencia, la nueva visión de Vietnam que Coppola propone es rigurosamente simétrica. Desde el vamos, si tenemos en cuenta que se ve “desde el lado de acá”, desde la retaguardia, el cementerio de Arlington donde se entierran los héroes muertos con un ritual de honor. (Justamente, es el título de una canción de The Doors que se oye en el film, en un boliche, “At the other side”; y recordemos que The Doors, en la incomparable voz de Jim Morrison, abre Apocalipsis con “The end”: nada es casual.) Aquella galería de monstruos se sacraliza y purifica mediante la ceremonia: el genocidio se blanquea en un “jardín” con sus lápidas perfectamente ordenaditas.
Así que este “otro lado” es también ideológico. Nada, en Apocalipsis, es heroico, nada tiene sentido, nada es justificable. El sargento de James Caan es un hijo mogólico de Kurtz (también lo es de Marlon Brando, con sus a veces insoportables clichés del Actor’s Studio); se rebela frente a sus superiores, hace también una “guerra propia”, pero no es un apóstata, un ángel caído, como Kurtz. Su función es legitimar lo que ya en Apocalipsis era una paradoja central: que un militar fuera acusado de asesinato en medio de una guerra particularmente sangrienta. Caan quiere que la guerra “se pelee bien”, que los soldados vayan bien entrenados, que los políticos no se metan (parece que Bush está de acuerdo, hoy, con esto), etc. La palabra “genocidio” es puesta en boca de su amante, una luchadora de los derechos humanos que está dispuesta a casarse con él y que, a su vez, legitima su posición: “vos hacés tu trabajo y yo hago el mío”, todo da igual, una teoría de los dos demonios.
No es accesorio que la guerra real sólo aparezca fugazmente, por TV. Recordemos que en Apocalipsis, Coppola mismo aparecía como un director de noticiero que filmaba en plena batalla, ordenándoles a los soldados que no miraran a la cámara. La de Coppola es una ideología “televisiva”, definitivamente “de este lado” de la guerra, “mirando a la cámara” con falsa inocencia. A lo mejor, su salto no fue tan brusco. Coppola necesitaba la reconciliación total de Peggy Sue con el mundo de los Padres y la negación de toda rebeldía sesentista que es Rumble Fish (la ley de la calle). Al menos, la nostalgia de esta última alcanzaba una dialéctica trágica que Jardines sólo roza en la reconstrucción de un ritual vacío, decadente: el entierro de los cuerpos propios.
Ahora sí que vayamos al cine italiano, particularmente sensible, creo, a los avatares ideológico-industriales de la Vieja Europa.
Sobre todo, el Ettore Scola de La familia, que vemos contra otros films suyos, especialmente Feos, sucios y malos. Esto parece obvio: de describir una familia de lumpen proletarios en un cantegril romano, se pasa a la historia cíclica de una familia “tradicional”, pequeño-burguesa, conformista. Si Feos… recogía la admirable fórmula estético-ideológica del Buñuel de Los olvidados y Viridiana (no mostrar a “los pobres” con condescendencia, con idealizaciones sospechosas), La familia aplica a la pequeña burguesía italiana una mirada “tierna”, perdonavidas y, por eso mismo, cómplice. La villa miseria es una llaga abierta en medio de la ciudad: una toma famosa mostraba a la adolescente embarazada con fondo del Vaticano. En cambio, la historia apenas entra en la casa solariega del otro film.
Cuidado: hay en casi todo Scola (y en mucho cine contemporáneo: Fellini, Bergman, Welles) una “poética del espacio cerrado”, pero no siempre ésta indica una incapacidad radical para “pensar” la historia, y mostrarla dialécticamente, como muchas veces en los bigs mencionados entre paréntesis. Por ejemplo, en Un día muy particular, la dialéctica adentro/afuera está ampliamente lograda, con la visión de dos marginados del fascismo: el intelectual homosexual y socialista (cuya mera existencia es un acto de resistencia: “no es que el inquilino del quinto piso sea antifascista, es que los fascistas son antiinquilino del quinto piso”), el ama de casa frustrada e inconscientemente rebelde. En cambio, en El baile ya hay un bosquejo de lo que vendrá: al local cerrado la historia entra por emblemas (a veces, literalmente, “por la ventana”) o, mejor dicho, por ideologemas, conjuntos de rasgos ideológicos cristalizados que provocan el reconocimiento automático del espectador pero no su reflexión, de manera totalmente antibrechtiana, pese a las apariencias: así, el Frente Popular, la ocupación, el mayo del ’68, son fagocitados por el lugar común y la musiquita pegadiza, “representativa”, retro.
Por supuesto, la clave está en que es mucho más fácil ser antifascista (¿no lo somos todos?) que antiburgués; es decir, es más fácil condenar y ridiculizar al colaboracionista (poner en “el otro” las culpas propias), que al pater familias gassmaniano que abofetea a su hija rebelde en una de las escenas más indigeribles.
Bertolucci es otro ejemplo mayor (tal vez para mí, porque se trata de alguien a quien aprecio muy particularmente). Veo El último emperador como la contracara de Novecento. Ya desde las primeras tomas (fundamentales en este realizador, porque “marcan el tono” general del film), se plantea la contraposición. El fresco que abre Novecento va desde el primer plano de una figura, un campesino, hasta el plano general de la masa, en un zoom out que es todo un programa estético-ideológico. En El último… el ideograma de la apertura, que es el sello imperial de Pu Yi, es también el filtro, la “ventana”, el punto de vista elegido para narrar la historia: justamente, una visión “imperial”, a la vez individualista y grandilocuente. Después, se invierte el programa: de la masa indiferenciada de prisioneros (en la estación de tren), emerge el personaje principal, en un claro cambio de protagonismos.
Todo el film está desarrollado en base a esta premisa, y el papel de la masa popular, del sujeto colectivo, negado o, peor, desvalorizado. En Novecento, la justicia popular enmarca el relato (al principio y al fin); la profusión de banderas rojas, que se unen en un simbólico “techo” del improvisado tribunal, constituye una epifanía de la verdad colectiva, una súbita aceleración del “motor de la historia”. No niego que haya simplificaciones, resultados obvios de la línea PCI que Bertolucci usufructuaba por entonces; apunto a una cierta “sinceridad” o, por lo menos, ausencia de ironía, que redundaba en excelentes resultados tanto estéticos como políticos. En El último emperador también aparecen al final las banderas rojas, pero reducidas a un ritual cuya mecanicidad quiere connotar ausencia de sentido; el cliché consecuente es, como en el Danton de Wajda, que “la revolución se come a sus propios hijos”, visión esencialmente a-histórica que debería extrañarnos en aquel que supiera trabajar tan bien la relación entre fascismo, burguesía terrateniente y pequeña burguesía resentida (recordar no sólo al Atila de Novecento, sino también al Clerici de El conformista).
Y, si de diálogo se trata, no hay dudas de que el personaje de Burt Lancaster es una referencia fuertemente desacralizadora al aristócrata de El gatopardo viscontiano, siempre muy criticado desde la izquierda por su sospechosa idealización. Lástima que Pu Yi es un gatopardo sin la verdadera grandeza trágica de aquél. Qué distinta suena la afirmación final de Novecento, “aún quedan patrones”, a la luz del grillo que termina El último...: la “continuidad” por encima de las contingencias “meramente humanas”.
Pero donde las vacilaciones ideológicas de Bertolucci son más profundas, e interesantes, es en la escena donde Pu Yi se ve a sí mismo en un film documental, dentro del campo de prisioneros. Allí parece adquirir una conciencia inducida de su culpa, como revelando la dualidad esencial del discurso ideológico cinematográfico, un “being there” que puede ser toma de conciencia o definitiva alienación.
Hablé de contraposición a esta actitud “renegada”. ¿Es posible ser “fiel a sí mismo” en este contexto general de decadencia ideológica? Por suerte, un film como El diablo en el cuerpo, de Marco Bellocchio, parece dar una respuesta afirmativa. Desde su primera realización importante, I pugni in tasca (Los puños en los bolsillos), clásico sesentista que se posicionaba en un ámbito marcado por Ronald Laing, el mayo francés y el maoísmo “a la europea”, Bellocchio se ha hecho cargo de las complejidades (y perplejidades) de los ochenta, sin resignar su impulso contestatario.
Sí, estamos en una época en que “se puede vivir sin ser marxista” (como se dice en la hermosa escena final), pero que, queda claro, no autoriza la defección total. El film asume la falta de cohesión totalizadora que caracteriza a “la ideología de los ochenta”, a través de una estructura delicadamente ambigua. Desde el principio, la muchacha negra que quiere suicidarse connota una Europa amenazada por la “maldición tercermundista”. Pero Giulia, a su vez, con su complicidad “mágica” con la muchacha negra y, más todavía, con su supuesta “locura” (nunca especificada: es, todavía, una esquizofrénica familiar y social de Laing), connota las fisuras de una burguesía que, con cada nuevo triunfo, se resquebraja más y más. (Lo que Pasolini había intuido también, sobre todo en Teorema, pero con un mesianismo totalmente ausente en Bellocchio.)
Por un lado, entonces, el ex-guerrillero que se “convierte”, es liberado gracias a su delación, quiere casarse con la hija de un militar asesinado por las brigadas y propagandiza en favor de la Iglesia (su poema sobre la anhelada mediocridad es sistemático y podría ser firmado por muchos compatriotas nuestros). Por otro lado, los “irreductibles” del deseo, que hacen el amor en medio del tribunal, encerrados en su jaula.
Y ese psicoanálisis que “no ayuda a cambiar el mundo sino a adaptarse a él” es la fidelidad bellocchiana al Laing de sus comienzos: los jóvenes “locos” aportan una nueva “cordura”, cambian los códigos, los “contratos” sexuales e ideológicos, como se ve en la célebre (y extraordinaria) escena en que una fellatio es canjeada por un cuento sobre la vuelta de Lenin a Moscú. Contraposición (o complementación) entre una práctica sexual otrora transgresiva y la leyenda revolucionaria como un cuentito “para dormir”.
Curiosamente, esta reflexión un poco retrospectiva y nostálgica me fue sugerida por la visión de Gothic, de Ken Russell. Pese a la notoria ineficacia de sus últimos films, creo que este cineasta inglés es otro “fiel” a sus viejas posturas. Más anticuado, sin duda, más patético. ¿Qué es lo que nos parece tan “desactualizado” en los románticos de Gothic? El problema, creo, no es que sean románticos, sino que sean hombres y mujeres de los sesenta. La droga como “puerta de la percepción”, el amor libre y el vivir peligrosamente como utopía, la creación artística como pasión y sueño colectivo, son temas irremediablemente “pasados de moda”, en plena época del cool, el sida, el preservativo, la posmodernidad con torniquete, y ahora la globalización de la cultura. Los artistas desmesurados de Russell (Mahler, Tchaikovsky, Henri Gaudier) siempre me parecieron imperdonablemente “místicos”; en el panorama desdichado de la actual decadencia ideológica, me han resultado un conjuro, quizás frustrado, contra el yupismo tan bien simbolizado en Bertolucci al recibir el Oscar (por El último emperador). Si para él, como dijo en ese momento, “Hollywood había sido siempre un gran culo”, creo que es evitable usar tanta manteca.



2. Mujeres clitorianas

Cuando, en el final de la primera Alien, Sigourney Weaver se desnuda y vence en combate singular al persistente monstruo, “inaugura”, con ese doble acto, un estadio muy particular del cine actual. La primera secuela del film (Aliens) acentúa ese aspecto, convirtiendo a la muchacha de cara angelical y espalda huesuda en una suerte de Rambo femenino y espacial.
Por otra parte, el director de Aliens, James Cameron, es uno de los prototipos que queremos desarrollar. En Terminator, otro film de culto, Sarah (Linda Hamilton), vence al cyborg invencible y es nada menos que la garantía de futuras rebeldías: de ella nacerá el líder guerrillero, resistente en una sociedad totalitaria por venir. (No está de más recordar que su nombre es el de la esposa de Abraham, en el mito bíblico.)
En El abismo, Mary Elisabeth Mastrantonio es la constructora de una gigantesca plataforma submarina. Ed Harris, su exmarido, es el ingeniero en jefe, pero depende de ella, a regañadientes, en la mayor parte del film. La situación clave se da cuando él cuelga de un cable que se adentra indefinidamente en el abismo, imagen apenas figurada de un cordón umblical dirigido por uno de sus extremos. (Esto se sobresignifica por el sistema de respiración que utiliza, basado en una suerte de líquido amniótico, como se aclara específicamente.)
La misma configuración simbólica se repite en Terror a bordo (Dead Calm, literalmente “calma chicha”), de Phillip Noyce. Nicole Kidman, una pelirroja, creo, deliberadamente parecida a Sigourney Weaver, lleva el peso de la acción; debe rescatar su propio barco de las manos de un psicópata, mientras su marido (Sam Neill) trata de escapar de otro barco que se está hundiendo. El hombre se enfrenta a una multitud de símbolos fálicos negativos, de impotencia: bombea infructuosamente para achicar el agua, un gran mástil abatido por un rayo clausura su única salida, se ve obligado a respirar a través de un caño, por la boca. En el otro barco, el simbolismo fálico también se multiplica, pero a favor de la mujer: la escopeta, el cuchillo, el arpón, el timón; por fin, el hecho mismo de dominar a su agresor (incluso sexualmente), recuperar el barco y conducirlo de regreso hacia donde la espera su marido, apenas sobreviviendo. (No creo casual que todo el relato sea una especie de prueba iniciática o reparatoria para la joven; ella se culpa por haber perdido a su bebé en un accidente, lo cual funciona, simbólica y narrativamente, como una culpa original, femenina, que debe expiar.)
Se ve claramente, en los ejemplos anteriores, que la posición del hombre es secundaria, cuando no ineficaz. Recordar que, en Alien, el monstruo invadía la nave Nostromo, “parido” por uno de los tripulantes masculinos (John Hurt), en una clara inversión del mito (secularmente misógino) de Rosemary’s Baby.
Las mujeres, por su parte, actúan asumiendo ciertos atributos funcionales (no hay otros) “masculinos”, sin perder los “propios”; pero éstos son definidos no sustancialmente, sino por contrastes y oposiciones. Por esto, Sigourney Weaver se destaca claramente entre Veronica Cartwright, histérica clásica de Alien, y la “sargento Vázquez”, marimacho fascista de Aliens.

Sin embargo, siempre se corre el peligro de que las figuras masculinas vuelvan por sus fueros, reclamando privilegios perdidos, o al menos discutidos. En el final de Terror a bordo, por ejemplo, es Sam Neill quien elimina al asesino redivivo (la persistencia del Mal es otro tópico del cine contemporáneo, ya que hablamos de Terminator y Alien), asumiendo el símbolo fálico último: la bengala perdida o, mejor, encontrada para recuperar la identidad en cuestión.
Esa masculinidad maltrecha parece volver a partir de un restablecimiento del orden familiar (esto sólo es curioso si consideramos que la familia sea “el reino femenino” por excelencia, y no su cárcel cultural, como bien dicen algunas feministas); dicho orden es puesto en peligro por ciertas mujeres osadas, molestas, peligrosas. (Es la era del sida, de Reagan, de Atracción fatal.) También el final de El abismo recorre este sendero: a medida que Ed Harris se “masculiniza”, adquiriendo protagonismo y heroicidad (incluso salva la vida, en una escena climática, gracias a... su anillo matrimonial), la Mastrantonio se “feminiza” (con la consiguiente suelta de pelo, tan importante pero significativa en otro sentido, en películas escritas por Aída Bortnik: La historia oficial y Gringo viejo), y la pareja se reconstituye al final, intervención extraterrestre mediante. Cameron haría bien en volver a ver su Terminator, donde una madre soltera alumbra(ba) gloriosamente la nueva humanidad.



(1990-1991)

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