sábado, 12 de noviembre de 2011

La novela del peronismo



Leer la literatura del peronismo es, se nos ocurre, leer la literatura argentina. Y no sólo del cincuenta para acá, sino desde su origen histórico, en sus mitos fundacionales, constantemente redefinidos. Toda literatura aparece tensionada entre esa reformulación de sus orígenes, su relación con lo contemporáneo y su impulso utópico. Busca en el pasado la causa del presente, o una metáfora iluminadora; causalidad y analogía, matrices ideológicas básicas del pensamiento occidental, devienen así procedimientos estructurantes de muchos textos que nos interesan.
“La literatura argentina empieza con Rosas”, dice Viñas. En este preciso sentido —la época rosista como cruce de tensiones ideológicas que generan por primera vez una literatura con perfiles propios—, es que volvemos a proponer el lugar común: la literatura argentina empieza con “El matadero”.
Escrito alrededor de 1838 y publicado recién en 1871, el relato de Echeverría surge como la “puesta en narración” de la oposición fundamental que el Facundo extiende por primera vez. Civilización y/o barbarie, etcétera. No hay una división del trabajo estricta, ya que en ambos hay “teoría” y “narración”, sólo que en diversas dosis. También los unen otras características comunes: su intención polémica, su estructura argumentativa.
En todo caso, “El matadero” se nos aparece como el gesto fundante de una forma narrativa que trata, por un lado, de ejemplificar la dicotomía sarmientina y, por otro, de resolver, si bien precariamente, el problema narrativo-ideológico de “contar al otro”. La otredad, ya en Echeverría, se carga con las connotaciones que trazan una línea, una serie literaria que queremos leer: es una fuente de constante amenaza (a la propia vida, pero también a la integridad de sentido y, también por este lado, a la tranquilidad, a la seguridad); consecuentemente, es un polo de seducción: se desea lo otro, lo que no soy yo mismo, pero al reconocer en ese otro parte de mí mismo, o a la inversa (y esto está clarísimo en Sarmiento), se reinstala el verdadero objeto del deseo, la Totalidad perdida.
Amenaza/seducción, entonces. El camino que va desde Los años despiadados (1956), de David Viñas, hasta La boca de la ballena (1974), de Héctor Lastra. Y pasa, obviamente, por el primer Cortázar, el de “Ómnibus”, “Casa tomada” y, más que nada, “Las puertas del cielo”, sin excluir la temprana novela, publicada póstumamente, El examen. El misterio de lo desconocido, lo indefinible, lo opaco, lo indecible (lo incomunicable es fuente de toda violencia, decía por entonces Sartre). Objetivación y exteriorización de lo irracional, lo intuitivo (valorado positivamente desde el pensamiento populista o la intelligentsia culposa). En suma, reificación de un polo de una contradicción real ideologizada. Como siempre, bajo la forma de hipóstasis o elipsis, de negación o desplazamiento, reencontramos, más sencillamente, la lucha de clases.
Ver en la oposición peronismo/antiperonismo una reedición aumentada y corregida de las luchas entre unitarios y federales del siglo pasado es un ejercicio particularmente infeliz, creo, de ahistoricismo, por completo reaccionario, practicado tanto por las corrientes historiográficas neoliberales como por las revisionistas, que al menos tienen la virtud de ser contestatarias (virtud bastante menguada, por cierto, cuando disfrutaron la gloria fugaz del oficialismo, de la hegemonía intelectual).
Pero justamente son estas matrices ideológicas las que nos parecen eficaces para estudiar las formulaciones literarias del peronismo, por la fuerza con que vuelven a actuar una y otra vez en las capas sociales cuyo imaginario incide en la producción de los textos considerados. Con todas las variantes posibles, pero con la determinación común de intentar abarcar, delimitar, “explicar”, un fenómeno que parece exceder toda estructuración. Si la escritura mantiene una relación de insuperable exterioridad con lo real, en el caso del peronismo esta limitación se vuelve acuciante, patética, acaso ridícula.
La revista Martín Fierro había propuesto, a mediados de la década del veinte, una suerte de “populismo oligárquico”. La segunda vertiente deriva en la revista Sur y su más notorio representante es, obviamente, Borges. Pero también el Mallea que en Historia de una pasión argentina propone otra dicotomía exitosa: la Argentina invisible frente a la Argentina visible, lo auténtico frente a lo artificial, lo telúrico frente a lo foráneo, el interior frente a la ciudad, etc. Cuando aquella Argentina invisible se muestra por fin y lava sus patas en la fuente impoluta de lo histórico, la elite intelectual se repliega ante una realidad demasiado dura para aceptarla de acuerdo con su propia teoría, y se refugia en ideales inmaculados, en un idealismo, como siempre, sospechoso.
La otra línea, que volveríamos a llamar “populista” si esta palabra no estuviera cargada tan negativamente, desemboca en ese monstruo literario que es el Adán Buenosayres de Leopoldo Marechal, y que, ejemplificando las tesis del primer Borges en “El escritor argentino y la tradición”, arrastra a Joyce y a Virgilio por las veredas de un Villa Crespo mitológico.
Y, si las revistas literarias marca(ba)n en la Argentina los avatares generacionales de nuestra intelectualidad, no hay duda de que sigue Contorno. La revista de los Viñas, Masotta, Jitrik, Sebreli y otros pocos se constituye a partir de dos determinaciones principales, muy relacionadas entre sí, aunque haya una ligera derivación cronológica de una hacia otra. Primero, hacer una revisión de la literatura argentina al margen de la hagiografía oficial; segundo, pensar la historia argentina desde un presente en el que el peronismo aparece como referente global, como trauma estructurante, como deuda impaga. Este juego de relaciones produce un equilibrio inestable, que puede rastrearse privilegiadamente en las novelas de David Viñas.
Por un lado, hay que estar contra el peronismo sin ser antiperonista (“Contreras pero no gorilas”); por otro, buscar o crear un espacio de izquierda democrática y nacionalista entre el ala progresista de Sur (la Unión Democrática va convirtiéndose en un recuerdo vergonzante) y algunos aspectos positivos del peronismo. Pero las superposiciones son inevitables y llevan tanto a la crítica despiadada (y acaso injusta) de Jauretche como a la utópica síntesis frondizista.
Contra el maniqueísmo peronismo/antiperonismo, entonces, buscando soluciones dialécticas. Pero, a la vez, con la impronta sartreana de “ensuciarse las manos” y enfrentar ciertas opciones por sí o por no. Es en este campo de fuerzas discursivas donde hay que leer, creo, Un Dios cotidiano, Los dueños de la tierra y, sobre todo, Los años despiadados.
Desde el título se plantea una polisemia triangular. Si esos “años” son los del peronismo y a la vez los de la adolescencia, el texto postula la época peronista como una forma de adolescencia: transición, crecimiento desgarrante, aparición de lo que está oculto, larvado. Pero, por otra parte, el adolescente prototípico es Rubén, con su ambigüedad sexual, sus vacilaciones, su inserción de clase (Sebreli, por esta época, decía que la juventud es un mito de la conciencia burguesa, que el proletariado pasa directamente de la niñez a la adultez). Rubén-Rubi-el rubio representa esa suerte de “pecado original” de la clase media que Masotta analizara en su libro sobre Arlt. Sus relaciones con Mario, el “morocho”, son de una dominación reversible: si Mario es todopoderoso, hace lo que le da la gana, “se los coje a todos”, Rubén lo domina discursivamente (en el extraño capítulo VI, donde juegan de acuerdo con sus reglas).
Rubén mira al mundo desde arriba, desde su “torre”; su poder es visual, discursivo, ficcional, “masturbatorio”. El lugar de Mario (del peronismo) es la realidad, “las cosas”, el mundo verdadero, sobre todo la calle. Ése es el escenario de la violación, que consuma lo no explicitado de “El matadero”, y de alguna manera lo justifica.
El peronismo aparece, entonces, no sólo como lo oculto de la sociedad argentina (lo “invisible” de Mallea), sino también como una especie de culpa que la clase media quiere o debe expiar. El objeto (inerte, explotable, narrable) que se vuelve sujeto. La mirada desde arriba, correlativamente, se vuelve desde abajo (la posición del violado).
Habría que agregar a este esquema sus ratificaciones laterales (sin dudas, cualquier texto de Viñas abunda en sobresignificaciones), especialmente en el personaje de Ofelia, hermana de Rubén, en la que la fascinación ambigua hacia el peronismo está explicitada hasta otras formas de consumación.
El texto se construye en base a estas tensiones: el peronismo sigue siendo la masa informe, agresiva, poderosa, inorgánica; pero también síntoma, emergente de una realidad social de cuyas contradicciones el texto quiere hacerse cargo. Esta realidad es vista bajo una forma sartreanamente totalizadora en la que cada elemento puede y debe ser relacionado con otros, y cada nivel tiene su correlato en otro nivel, apuntando hacia la recuperación de un sentido global. De esta manera, la lucha de clases puede tener su manifestación en la sexualidad y ésta, por lo tanto, ser metáfora de aquélla.
Estas sobredeterminaciones de cada unidad narrativa hacen la lectura un tanto pesada, reiterativa, quizás obvia. A esto también contribuye el “estilo” particular de Viñas, en el que se mezclan constantemente la percepción, la reflexión y el recuerdo (con abundancia de signos gráficos ad hoc, comillas, guiones interiores, bastardilla). Esta proliferación parece inevitable cuando se plantea la necesidad de dar cuenta de una realidad social, histórica, psicológica, entendida como una dialéctica entre mundo e interioridad, y al mismo tiempo se admiten las limitaciones de la escritura, siempre resistente a las presiones de lo referencial. La distancia de lectura puede perjudicar un poco al texto, pero no si se lo coloca frente a otras soluciones narrativas contemporáneas.
El peronismo como lo indecible, como lo inenarrable. Como maldición.
Otros textos, intentan dar cuenta del fenómeno de una manera indirecta, perpleja, irritada. Fin de fiesta (1958), de Beatriz Guido, desarrolla la historia de un caudillo conservador de Avellaneda, en el que puede reconocerse claramente al famoso Barceló; sus tácticas de dominación son descriptas con la frialdad cínica que sólo puede dar una mirada demasiado cercana a ese mismo mundo decadente. Pero la estructura general del libro reproduce el esquema argumentativo de “El matadero”: a partir de la caída del caudillo provincial (que muere un 17 de octubre), toda la política nacional se ve dominada por su estilo. El texto había sido una metáfora del peronismo, cuyo significado se revela al final y que lo muestra, otra vez pero desde un punto de vista opuesto, como el emergente de una vida nacional metafísicamente predeterminada.
La ribera, de Enrique Wernicke (1955), y Nada que perder (1982), de Andrés Rivera, también extienden dos largas historias cuyo tiempo narrativo se detiene cuando aparece el peronismo. El primero contrapone el individualismo de un burgués desarraigado con la militancia antinazi, durante la dictadura militar previa al gobierno de Perón, pero acentuando la continuidad final del régimen. El segundo hace un verdadero relevamiento del sindicalismo clásico de izquierda, hasta la década del cuarenta, en la que el peronismo puede verse, forzando los ojos, por contraposición.
Responso, de Juan José Saer, da otra respuesta, más parcializada, tal vez más eficaz. El relato propone la decadencia personal de un ex-sindicalista, a partir de 1955, pero su referencialidad es escasa, indirecta, sutil. Saer acumula los rasgos de esta “caída” sin abundar en sus causas, estableciendo todo un programa narrativo en el que la política sólo podrá entrar sesgadamente a la ficción (como en Cicatrices, Nadie nada nunca e incluso Glosa).
Del sesenta para acá, cómo ignorarlo, las cosas cambian. Ocurre la “conversión” de gran parte de la izquierda al peronismo; entra en crisis un modo de representación de la realidad. Es la serie que incluye textos tan contrapuestos y a la vez extrañamente relacionables como Operación masacre de Walsh y El frasquito de Gusmán. Ésta es otra historia, pero todavía es nuestra historia.

(mayo-junio de 1989)


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