(reseña de En busca de Ricardo III,
de Al Pacino)
“Desgraciado el país que un
niño rige”
(acto II, escena III).
Los comentaristas no se ponen de acuerdo sobre
la fecha de escritura de Ricardo III,
una de las obras más celebres y complejas de Shakespeare. Pudo ser 1592 ó 1594.
Más seguro es, como dice Mario Praz, que “la oleada de nacionalismo que
recorrió Inglaterra en la época de la Armada Invencible
y duró hasta el final del reinado de Isabel, encontró desahogo en el teatro con
la reevocación épica del pasado en las chronicle
plays” (La literatura inglesa. De la Edad Media al
Iluminismo, Buenos Aires, Losada, 1975, p. 116). En este sentido, el final,
ejemplificador, típico del teatro isabelino, es también emblemático. Dice el
triunfador Richmond, miembro de la antes derrotada casa de Lancaster: “... yo
cumpliré mi juramento, uniendo / la rosa blanca a la encarnada rosa... / Las
dos casas de York y de Lancáster, por fieras divisiones divididas, / con el
favor de Dios harán hoy una... / No goce su futuro poderío / quien herir con
traiciones amenace / el bien de la nación. Cesó el impío / desconcierto civil.
La paz renace. / ¡Que prospere!” (acto V, escena V, traducción de Guillermo
MacPherson). En efecto, las casas divididas se unen, y el futuro (para
Shakespeare, el presente) es venturoso. Pero este final también tiene su
ironía. Entre líneas, en una época de nacionalismo exacerbado y triunfalista,
Shakespeare se atreve a sugerir algo que hoy es una verdad demasiado evidente:
todo Estado se funda en el crimen.
Ricardo, duque de Gloucester, es un superhombre
renacentista, borgeanamente precursor de Nietzsche: “Palabra nada más es la
conciencia / que emplean los cobardes; inventada / para infundir pavor al
hombre fuerte” (acto V, escena III). Por cierto, su figura central y excluyente
es el prototipo del ambicioso sin escrúpulos, que no vacila en sacarse de
encima todos los obstáculos, en su camino hacia el poder absoluto. También,
hacia el fracaso absoluto, destino poético de la maldad. Dice Praz que, con
esta obra, “la tragedia vuelve a entrar en el esquema de los exempla medievales. La satisfacción del
público al ver la pena proporcionada al delito no puede precisamente llamarse
sentimiento trágico en el sentido aristotélico, porque Ricardo III suscita
terror, es cierto, pero no simpatía”. Sin embargo, recordar el primer monólogo
de Ricardo, donde se da una justificación psicológica de sus acciones: “Mas yo,
que no nací para el retozo, / ni hago la corte al amoroso espejo; / yo, mal
fraguado, que de amor no luzco / la majestad ante donosa ninfa,... / Y así,
pues ser amado no es posible, ni entretener tan agradables días, / determinado
tengo ser infame” (acto I, escena I). Y, por otra parte, los que lo rodean son
tan infames como él (hasta los niños manifiestan una precoz agudeza,
prefiguración de cierta maldad), o lo han sido, y sus arrepentimientos no son
muy convincentes que digamos. Por eso, uno de los asesinos de Clarence le dice:
“Soy, como vos, un hombre” (acto I, escena IV).
Se sabe que hay cuantiosas adaptaciones
cinematográficas de las obras de Shakespeare. Incluso se insinúa, en estos
días, una nueva oleada, casi una moda. Y el lugar común obligado es: ¿cuán fieles son tales adaptaciones? La
pregunta se vuelve especialmente ociosa en este caso porque, entre otros
motivos, el mismo Shakespeare fue un gran “adaptador” de tradiciones
anteriores. (En Ricardo III, casi
todos los hechos “históricos” están extraídos de las crónicas de Halle y
Holinshed, basadas a su vez en las Anglicae
Historiae de Polidoro Virgilio, de 1534, y en la Vida de Ricardo, atribuida a Thomas More.) A
su vez, sus mismas obras son de dudosa atribución y conformación; la escena de
la pesadilla final, por ejemplo, suele considerarse interpolada posteriormente
a la escritura del grueso del texto. Por lo tanto, es coherente que, tanto
Laurence Olivier en su excelente versión de 1955 (que tiene “interpolaciones de
David Garrick y Coffey Sibber”), como Al Pacino en su curiosa y fascinante aproximación, la hayan “manipulado” a su
antojo. Cuestionar esto sería afirmar a ultranza una noción idealista de la
obra de arte, intocable en un cielo platónico.
Al Pacino, justamente, ha ido “en busca de
Ricardo”. Ha querido explorar, en una prolongada investigación (que consagra al
backstage como género
cinematográfico), los significados de la obra, en su época y para nosotros. La
reconstrucción histórica, necesaria para explicar qué pasa, se deja de lado después para establecer qué significa lo que pasa.
Por una parte, recurre a scholars, estudiosos universitarios, y a actores ingleses expertos
en Shakespeare, y por otro a “gente de la calle” que, en general, ignora todo
sobre el asunto (salvo el mendigo genial, que habla sobre la “falta de
sentimientos” de nuestra época). Así se va modelando un acercamiento progresivo
que no despeja toda la ambigüedad del personaje (“¡Oh cobarde conciencia! ¡Cuál
me oprimes! / ... Me hallo solo. Mas Ricardo / ama a Ricardo...”), pero va
lanzando líneas hacia su comprensión parcial. Y hacia su vigencia. Lo dice muy
bien Vanessa Redgrave, en su testimonio: Ricardo y sus adláteres son como los
políticos de hoy, ciegos ante toda cosa que no sea el poder y su consecución,
sordos ante la gente común, a la que desprecian. Ricardo, para tener “el mundo
en sus manos” (y los actores cantan el jingle de Mastercard que dice justamente
eso), “se hace rogar”, en una burda maniobra que recuerda nuestras
re-reelecciones (¿y Buckingham, acaso, no es el acólito perfecto, como Corach o
Kohan?). “No vivimos seguros; no por cierto” (acto I, escena I).
Pacino y su grupo se involucran solamente en la
obra, en los matices de su profesión y del arte en general. No hay cruces entre
“realidad” y “ficción” (como en la
Carmen de Saura,
por ejemplo). Lo más personal que aportan —y por ello, quizás, lo más
conmovedor— son sus dudas respecto de su condición de norteamericanos que
abordan un texto inglés clásico. ¿Hay inferioridad (por su pronunciación, por
su técnica), o el desprejuicio que da la distancia es una ventaja? Éste sí es
un cruce importante: el de tradiciones actorales distintas. (Habría que
pensarlo desde acá, desde donde esto se escribe, pero sin caer, si es posible,
en un universalismo que achate toda diferencia.)
Tal vez haya que retractarse parcialmente. Si
hay un tema shakespiriano, es el del
mundo como teatro, la vida como actuación, el hombre como actor de una obra que
cree propia pero que seguramente es ajena. Entonces, no había necesidad de
subrayarlo. Y Pacino (que como actor fue una de las encarnaciones más perfectas
del poder en el siglo XX: Michael Corleone) lo sabía. Bastan el prólogo y el
epílogo en off, donde los actores
aparecen y desaparecen en medio de escenarios tan reconocibles como
fantasmales. “Mil corazones laten en mi pecho”, dicen Ricardo, Shakespeare,
Pacino.
(Publicado en la revista La Vereda de Enfrente, núm. 7, Buenos Aires, abril de 1997.)
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