lunes, 7 de noviembre de 2011

Crimen y Estado

(reseña de En busca de Ricardo III
de Al Pacino)


 “Desgraciado el país que un niño rige”
(acto II, escena III).


Los comentaristas no se ponen de acuerdo sobre la fecha de escritura de Ricardo III, una de las obras más celebres y complejas de Shakespeare. Pudo ser 1592 ó 1594. Más seguro es, como dice Mario Praz, que “la oleada de nacionalismo que recorrió Inglaterra en la época de la Armada Invencible y duró hasta el final del reinado de Isabel, encontró desahogo en el teatro con la reevocación épica del pasado en las chronicle plays” (La literatura inglesa. De la Edad Media al Iluminismo, Buenos Aires, Losada, 1975, p. 116). En este sentido, el final, ejemplificador, típico del teatro isabelino, es también emblemático. Dice el triunfador Richmond, miembro de la antes derrotada casa de Lancaster: “... yo cumpliré mi juramento, uniendo / la rosa blanca a la encarnada rosa... / Las dos casas de York y de Lancáster, por fieras divisiones divididas, / con el favor de Dios harán hoy una... / No goce su futuro poderío / quien herir con traiciones amenace / el bien de la nación. Cesó el impío / desconcierto civil. La paz renace. / ¡Que prospere!” (acto V, escena V, traducción de Guillermo MacPherson). En efecto, las casas divididas se unen, y el futuro (para Shakespeare, el presente) es venturoso. Pero este final también tiene su ironía. Entre líneas, en una época de nacionalismo exacerbado y triunfalista, Shakespeare se atreve a sugerir algo que hoy es una verdad demasiado evidente: todo Estado se funda en el crimen.
Ricardo, duque de Gloucester, es un superhombre renacentista, borgeanamente precursor de Nietzsche: “Palabra nada más es la conciencia / que emplean los cobardes; inventada / para infundir pavor al hombre fuerte” (acto V, escena III). Por cierto, su figura central y excluyente es el prototipo del ambicioso sin escrúpulos, que no vacila en sacarse de encima todos los obstáculos, en su camino hacia el poder absoluto. También, hacia el fracaso absoluto, destino poético de la maldad. Dice Praz que, con esta obra, “la tragedia vuelve a entrar en el esquema de los exempla medievales. La satisfacción del público al ver la pena proporcionada al delito no puede precisamente llamarse sentimiento trágico en el sentido aristotélico, porque Ricardo III suscita terror, es cierto, pero no simpatía”. Sin embargo, recordar el primer monólogo de Ricardo, donde se da una justificación psicológica de sus acciones: “Mas yo, que no nací para el retozo, / ni hago la corte al amoroso espejo; / yo, mal fraguado, que de amor no luzco / la majestad ante donosa ninfa,... / Y así, pues ser amado no es posible, ni entretener tan agradables días, / determinado tengo ser infame” (acto I, escena I). Y, por otra parte, los que lo rodean son tan infames como él (hasta los niños manifiestan una precoz agudeza, prefiguración de cierta maldad), o lo han sido, y sus arrepentimientos no son muy convincentes que digamos. Por eso, uno de los asesinos de Clarence le dice: “Soy, como vos, un hombre” (acto I, escena IV).
Se sabe que hay cuantiosas adaptaciones cinematográficas de las obras de Shakespeare. Incluso se insinúa, en estos días, una nueva oleada, casi una moda. Y el lugar común obligado es: ¿cuán fieles son tales adaptaciones? La pregunta se vuelve especialmente ociosa en este caso porque, entre otros motivos, el mismo Shakespeare fue un gran “adaptador” de tradiciones anteriores. (En Ricardo III, casi todos los hechos “históricos” están extraídos de las crónicas de Halle y Holinshed, basadas a su vez en las Anglicae Historiae de Polidoro Virgilio, de 1534, y en la Vida de Ricardo, atribuida a Thomas More.) A su vez, sus mismas obras son de dudosa atribución y conformación; la escena de la pesadilla final, por ejemplo, suele considerarse interpolada posteriormente a la escritura del grueso del texto. Por lo tanto, es coherente que, tanto Laurence Olivier en su excelente versión de 1955 (que tiene “interpolaciones de David Garrick y Coffey Sibber”), como Al Pacino en su curiosa y fascinante aproximación, la hayan “manipulado” a su antojo. Cuestionar esto sería afirmar a ultranza una noción idealista de la obra de arte, intocable en un cielo platónico.
Al Pacino, justamente, ha ido “en busca de Ricardo”. Ha querido explorar, en una prolongada investigación (que consagra al backstage como género cinematográfico), los significados de la obra, en su época y para nosotros. La reconstrucción histórica, necesaria para explicar qué pasa, se deja de lado después para establecer qué significa lo que pasa.
Por una parte, recurre a scholars, estudiosos universitarios, y a actores ingleses expertos en Shakespeare, y por otro a “gente de la calle” que, en general, ignora todo sobre el asunto (salvo el mendigo genial, que habla sobre la “falta de sentimientos” de nuestra época). Así se va modelando un acercamiento progresivo que no despeja toda la ambigüedad del personaje (“¡Oh cobarde conciencia! ¡Cuál me oprimes! / ... Me hallo solo. Mas Ricardo / ama a Ricardo...”), pero va lanzando líneas hacia su comprensión parcial. Y hacia su vigencia. Lo dice muy bien Vanessa Redgrave, en su testimonio: Ricardo y sus adláteres son como los políticos de hoy, ciegos ante toda cosa que no sea el poder y su consecución, sordos ante la gente común, a la que desprecian. Ricardo, para tener “el mundo en sus manos” (y los actores cantan el jingle de Mastercard que dice justamente eso), “se hace rogar”, en una burda maniobra que recuerda nuestras re-reelecciones (¿y Buckingham, acaso, no es el acólito perfecto, como Corach o Kohan?). “No vivimos seguros; no por cierto” (acto I, escena I).
Pacino y su grupo se involucran solamente en la obra, en los matices de su profesión y del arte en general. No hay cruces entre “realidad” y “ficción” (como en la Carmen de Saura, por ejemplo). Lo más personal que aportan —y por ello, quizás, lo más conmovedor— son sus dudas respecto de su condición de norteamericanos que abordan un texto inglés clásico. ¿Hay inferioridad (por su pronunciación, por su técnica), o el desprejuicio que da la distancia es una ventaja? Éste sí es un cruce importante: el de tradiciones actorales distintas. (Habría que pensarlo desde acá, desde donde esto se escribe, pero sin caer, si es posible, en un universalismo que achate toda diferencia.)
Tal vez haya que retractarse parcialmente. Si hay un tema shakespiriano, es el del mundo como teatro, la vida como actuación, el hombre como actor de una obra que cree propia pero que seguramente es ajena. Entonces, no había necesidad de subrayarlo. Y Pacino (que como actor fue una de las encarnaciones más perfectas del poder en el siglo XX: Michael Corleone) lo sabía. Bastan el prólogo y el epílogo en off, donde los actores aparecen y desaparecen en medio de escenarios tan reconocibles como fantasmales. “Mil corazones laten en mi pecho”, dicen Ricardo, Shakespeare, Pacino.

 


(Publicado en la revista La Vereda de Enfrente, núm. 7, Buenos Aires, abril de 1997.)


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Colaboran