A David Viñas.
Yo miraba a mi alrededor.
En un lugar central, tres españoles hablaban fuerte y
duro, llamando la atención sobre sus caras de baturros o dependientes de
tienda. Vecinos a la entrada, un matrimonio irlandés esgrimía los cubiertos
como lapiceras; ella tenía pecudas las manos y la cara, como huevo de tero. El
hombre miraba con ojos de pescado y su cara estaba llena de venas reventonas,
como la panza de una oveja recién cuereada.
Detrás nuestro, un joven rosado, con párpados y
lacrimales legañosos de “mancarrón palomo”; debía ser, por su traje y su
actitud, el representante de alguna casa cerealista.
—Yo he visto las romerías de Giles —decía uno de los
españoles—, y no se diferencian en nada de las de aquí.
Otro de la misma mesa, dialogaba con un vecino sobre
el precio de los cerdos, y el cerealista intervenía opinando con gruesas erres
alemanas.
(…)
En el rincón opuesto al nuestro, como empujados por
el ruido, una yunta de criollos miraba en silencio. Uno de ellos tenía una
hosca onda volcada sobre el ojo izquierdo, y los dos estaban tostados de gran
aire.
Comieron apurados. A los postres rieron sin voces,
las bocas sumidas en sus servilletas.
Pero uno de los españoles relataba el suicidio de un
amigo:
—Vino de una farra, se sentó al borde de la cama en
que su mujer dormía, tomó el revólver y delante de ella: ¡pafff!
El de las romerías seguía pesadamente sus
comparaciones con Giles.
Con gran contento pagamos nuestra comida, aunque
cara, y salimos al sol de la calle.
Ricardo Güiraldes, Don Segundo Sombra,
Buenos Aires, Losada, 1973 (cap. XIII, p. 83).
Se ha elegido un fragmento especialmente denso en marcas
de una formación ideológica particular, la xenofobia, que se analizará en
relación con un sentido posible de toda la obra y algunas de sus
determinaciones contextuales.
Hagamos un repaso previo de los párrafos en cuestión,
situándolos en su contexto inmediato. Fabio y Don Segundo han llegado al pueblo
de Navarro un domingo por la mañana y entran en una fonda para almorzar. La
descripción de ese escenario, minuciosa, se impregna de la antipatía que Fabio,
el narrador, siente hacia los pueblos y la gente que los habita. Su mirada en
derredor circunscribe la escena que elegimos; su “yo” encabeza el fragmento
pero luego va a fundirse en un “nosotros” (“detrás nuestro”, “pagamos nuestra
comida”), él y Don Segundo, identificación aparentemente circunstancial, en
este caso solidaria, como vamos a ver, y además significante de todo el
programa de la novela. Volveremos sobre esto. Por otra parte, la pareja es
reflejada simétricamente por la “yunta de criollos” que, sentados en el rincón
opuesto, miran en silencio, “como empujados por el ruido” y a los postres ríen
“sin voces”.
Aquí descubrimos el par de oposiciones que estructura la
escena: criollos-silencio frente a ruido-… y los gringos, oposición
lexicalizada en el “pero”. Porque lo que Fabio, Don Segundo y los otros dos
criollos miran en silencio es una peculiar aglomeración de extranjeros: tres
españoles, un matrimonio irlandés, un alemán cerealista. Que padecen, por boca
del narrador, de una no menos llamativa acumulación de rasgos grotescos,
negativos, desvalorizadores: manos pecudas, caras como baturros, huevo de tero
o panza de oveja recién cuereada, ojos de pescado o con lacrimales legañosos,
etc. Estas descripciones, pese a no ser ajenas a los códigos metafóricos de
toda la obra, marcan un sentido. Y, como para corroborarlo, más adelante (cap.
XXV), hacia la culminación de su periplo, Fabio recuerda la escena así: “Había
unos gringos groserotes y charlatanes, ¿de qué nación?, y un gallego hablaba de
romerías.” No es de extrañar que, luego de este disgusto, Fabio y Don Segundo
salgan de la fonda “con gran contento”.
Pero detengámonos especialmente en la oposición
silencio/ruido (hablar “fuerte y duro”, “pesadamente”, ser “groserotes y
charlatanes”). A lo largo de toda la obra, el silencio del gaucho se muestra
portador de una forma de saber, y de poder, cargado en general de connotaciones
positivas y, unido al silencio de la pampa ilimitada, emblemático. Algunos
ejemplos, entre muchos:
“Era el ‘tapao’, el misterio, el hombre de pocas
palabras que inspira en la pampa una admiración interrogante” (p. 20).
“El domador, Valerio Lares, era un tipo forzudo, callado
y risueño” (p. 29).
“Yo no sabía entonces a qué se debía ese silencio
despreciativo que usan los que se van cuando hablan con los que se quedan en
las casas” (p. 36).
“Me dominó la rudeza de aquellos tipos callados” (p.
43).
“Cada cual se esforzaba en lucir su crédito, su
conocimiento y su audacia, con ese silencio del gaucho, enemigo de
ruidos y alardes inútiles” (p. 111).
(Subrayamos los deícticos, que involucran al lector en
una serie de presupuestos compartidos, como bien lo describió Roland Barthes en
S/Z.)
Así, la oposición de pares criollo silencioso (como el
campo)-valores positivos/gringo ruidoso (como el pueblo, la ciudad)-valores
negativos se cierra en el texto y nos abre el terreno de sus sentidos
contextuales, históricos e ideológicos. Lo recorreremos someramente.
En primer lugar, debemos mencionar el proceso histórico
social de la inmigración, que a fines del siglo pasado produce lo que David
Viñas llama “la inversión de la dicotomía de Sarmiento”. En efecto, la
ideología romántico-positivista llevada al programa político liberal había
situado la barbarie en el campo, brutal y regresivo, y la civilización en la
ciudad, que se conectaba con Europa, fuente de toda cultura y progreso. Pero el
aluvión inmigratorio resultante de este programa (en resonancia con la
explosión demográfica e industrial de Europa, que piensa deshacerse a la vez de
mano de obra desocupada y de elementos políticamente indeseables) invirtió esta
visión de la realidad. No deja de ser significativa al respecto la expresión
referida a Don Segundo: “¡Qué caudillo de montonera hubiera sido!” (cap. X, p.
64), que habría irritado notoriamente a Sarmiento.
Algunos hitos que marcan esta nueva sensibilidad hacia
la amenaza de una nueva barbarie: la creación de la Facultad de Filosofía y
Letras para salvaguardar el patrimonio cultural-lingüístico de la Nación en 1896 y la Ley de Residencia en 1902
(ambas, obras de Miguel Cané); el llamado primer nacionalismo, dentro de la
ideología del Centenario; el debate sobre el Martín Fierro como manifestación
del “ser nacional” (Lugones: bárbaro era el que no podía recitar los poemas
homéricos, el tartamudo: nuestro gringo, la “plebe ultramarina”. Agregamos,
volviendo a nuestro fragmento: el que habla mucho y mal, con “erres”; el
cocoliche).
Una inflexión final: la vanguardia, la revista
(precisamente) Martín Fierro. Para ella. Güiraldes llegó a representar
la posibilidad de un criollismo no pintoresco (Borges: en el Corán no hay
camellos), producto de una interiorización de lo local incluido el lenguaje,
por supuesto, por parte de alguien que tiene el derecho natural de hacerlo, un
“argentino sin esfuerzo”. Estética y xenofobia.
Pero hay más todavía. ¿Debemos aclarar que la amenaza
del inmigrante, lingüística, cultural, estética, o como se pretenda, era ante
todo política? La incipiente organización gremial fue una cara de este peligro.
La consolidación de las capas medias y la llegada al gobierno de Yrigoyen, en
1916, otra. Como la Ley
de Residencia fue una primera respuesta, y el golpe fascista de 1930, otra.
La instauración del “ser nacional”, de una literatura
que lo expresa (la gauchesca, Martín Fierro) y un mito que lo encarna (el
gaucho, Don Segundo Sombra), es también la coartada de una clase que se
encierra en sus límites amenazados y se sacraliza para ganarse el derecho de
sobrevivir, a cualquier precio. “En el fondo de toda alma argentina hay un
estanciero”, decía Ramón J. Cárcano en 1943, y Fabio Cáceres parece ser el
gaucho que hay “en el fondo” de todo estanciero. Dialéctica de autovalidación
(lexicalizada fuertemente en el penúltimo capítulo: si Raucho es un “cajetilla
agauchao”, Fabio es un “gaucho acajetillao”), en la que el gaucho, como símbolo
de una tradición y de un saber, sanciona el derecho del estanciero, pero es el
estanciero, el que, en definitiva, crea al gaucho. Luego de haberlo destruido
en la realidad concreta.
(1986)
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