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jueves, 17 de noviembre de 2011

Un Dios cotidiano: ¿una escritura impotente?




 El error del realismo tradicional era pensar que el mundo se ofrece a la percepción y es pasible de una descripción imparcial, “objetiva”, perfectamente comunicable.
Pero, a la luz de la dialéctica entre conciencia y mundo que es el conocimiento, “mostrar” no es inocente, es una elección y es ya empezar a cambiar el mundo. La percepción es una acción, y la descripción, la mostración, un llamamiento a la libertad sumergida del lector, para que asuma su responsabilidad.
Esta situación de “libre elección”, de estar “condenados” a ser libres, es la premisa fundamental del existencialismo: el hombre, entonces, es su propio proyecto; la vida y la historia no tienen un sentido, un fin, se trata de dárselos.
Por otra parte, la característica de la prosa es su predominio del significado sobre el significante. Esto no quiere implicar una ingenuidad, una actitud natural hacia el lenguaje: su condición de útil social lo expone al desgaste, a la tentación de destruirlo para superarlo (el surrealismo).
Una tarea central del escritor es, entonces, devolverle la dignidad al lenguaje; es lo único que tenemos para revelar al mundo y comunicarnos, y lo incomunicable es fuente de toda violencia.
La intención de Viñas parece ser la de constituir una subjetividad en su enfrentamiento con el mundo, en su toma de posición. Una conciencia que, en cierto nivel, al mismo tiempo que debe construirse, da el testimonio de esa auto-construcción.
Empresa peligrosa, que va más allá (o quiere ir más allá) de un problema de técnicas novelísticas. Aunque, sin duda, habría que analizar, al respecto, cómo usa Viñas un moderado fluir de conciencia, descripciones “objetivas”, diálogos muy cortados, asociaciones mentales que se contraponen a las percepciones de lo exterior, etc.
Así como en todo momento hay una dialéctica entre esa subjetividad que se constituye y una cierta objetividad que querría lograr (dialéctica que la primera persona no quiere anular sino potenciar), hay una contradicción permanente entre el deseo de Ferré de no definirse maniqueamente y los resultados concretos de su acción.
Admitir al otro, para Ferré, narrar al otro, para la escritura, son tareas vinculadas y cuya suerte corre pareja.
No existiendo absolutos (y el Dios de Ferré no lo es), no hay tampoco seguridades. Hay que elegir, inevitablemente, drásticamente. Jugarse. Y no sólo no hay garantías de estar haciendo lo correcto en cuanto a las consecuencias de los actos: tampoco las hay en cuanto a sus motivaciones. La elección de escribir, sartreanamente, no es ajena a esta problemática, es una de las formas más conscientes que puede adquirir. Escribir es un acto, con pretensiones de una unidad totalizadora de causas-medios y fines. Y, si la novela plantea el problema ético de Ferré, el problema ético de Ferré plantea el problema de la novela.
Ferré cree que su decisión de oponerse al maniqueísmo paterno es una elección libre, consciente y fundamentadora de su posición fluctuante, tolerante.
Pero la duda final es que la verdadera causa de su actitud conciliadora puede ser una impotencia total (no sólo sexual; pero tampoco necesariamente real, en la medida en que él la reconoce como mandato paterno y la ve confirmada por su fracaso con Bruno). Y, en el final, la voz (o, mejor, la escritura) de los otros, le informa que ni siquiera ha obtenido el resultado que esperaba.
Y, habida cuenta de las relaciones entre proyecto vital (ético-político) y proyecto narrativo, ¿tal “presunción de impotencia” no revierte sobre la escritura? ¿Cómo superar el maniqueísmo cuando se está obligado a elegir por sí o por no (que es siempre), cuando se elige narrar, es decir, tomar la voz desde la escritura y sostenerla desde una subjetividad inevitable, desde una autoridad incuestionada?
Dice Sartre: “Bajo el análisis del crítico estas novelas se resuelven en problemas, pero el crítico se equivoca, porque hay que leerlas en el movimiento (…) nace una literatura de la Praxis (…). Si el escritor toma conciencia (…) propondrá soluciones en la unidad creadora de su obra.”
Creo que la novela de Viñas trata de lograr su unidad en sus contradicciones; en el hecho de mostrar los fantasmas de su impotencia al tratar de exorcizarlos; finalmente, en plantear el problema ético del sujeto no (sólo) como tema sino como sustancia misma de la escritura.

30/9/1986

martes, 15 de noviembre de 2011

Don Segundo Sombra y El juguete rabioso: dos novelas de aprendizaje




Ya has corrido mundo y te has hecho hombre, mejor que hombre, gaucho. El que sabe de los males de esta tierra, por haberlos vivido, se ha templado para domarlos…
(de Don Segundo Sombra)

Es así. Es así. Se cumple con la ley de la ferocidad. Es así; ¿pero quién le dijo a usted que es una ley? ¿Dónde aprendió eso?
(de El juguete rabioso)



En el mismo año, 1926, se publican Don Segundo Sombra y la primera novela de Roberto Arlt. En El juguete rabioso, rechazada por Castelnuovo, del grupo de Boedo, y apadrinada finalmente por Güiraldes, su protagonista roba un libro de Lugones, ideólogo del nacionalismo de derecha y gran Padre literario que el martinfierrismo quiere superar. He aquí casi un mapa del campo intelectual argentino de la década del veinte. Quizás la comparación crítica de ambas novelas, fundamentales en la literatura argentina de este siglo, nos permita seguir algunas de las principales líneas de fuerza que cruzan ese campo, en el surgimiento mismo de problemas que aún hoy no parecen esencialmente distintos.
Algunas advertencias: los riesgos de una comparación así son obvios. El peor, tal vez, sería que los prejuicios o gustos personales del que escribe lo inclinen a consignar más divergencias de las que otra mirada encontraría, con la correspondiente y seguramente menos fundamentada de lo que cree, valoración. Ese desequilibrio puede extenderse hacia uno u otro lado en distintas etapas del análisis, por lo cual se tratará de no profundizarlo más allá de lo que permita el procedimiento más o menos arbitrario de la comparación propuesta. Que por otra parte no se basará en un concepto estructural del relato de aprendizaje sino que más bien lo considerará un supuesto para fijar la atención en otros aspectos de las dos obras.
En todo caso, y se ha dicho muchas veces antes, ambas novelas exhiben un proceso de aprendizaje, de una larga iniciación, con sus pruebas, sus fracasos, sus conquistas. Parten de una carencia inicial (simplificando: la miseria de Silvio en Arlt, el abandono de Fabio en Güiraldes; unificando: la falta de padre, el pasaje conflictivo a la adultez) y a través de la acumulación de experiencias (y de ciertas formas de saber) culmina en una transformación profunda de la conciencia de sus protagonistas. La constitución de esta subjetividad implicará una determinada visión del mundo presente en los textos, y nos servirá para reconstruir las variables ideológicas que los cruzan. Esto tratará de verse especialmente en relación al lenguaje, al mundo representado, la presencia del dinero (y de la propiedad) y los saberes que los relatos incluyen.
El lenguaje es el instrumento y el material básico del escritor. Con él no sólo “expresa”, “muestra”, el mundo, sino que (previamente, si podemos asignar una temporalidad a este proceso) lo “entiende”. Mejor: en un productor literario no puede concebirse una relación con el mundo distinta o separable de una relación con el lenguaje. Y al revés. Entendiendo, por supuesto, mundo como sociedad de los hombres y lenguaje como habla, lenguajes sociales, la voz de los otros.
El problema del lenguaje del escritor es uno de los que caracteriza al campo literario que antes mencionábamos. Quizás el fundamental, ya que sus múltiples niveles se conectan con otras cuestiones. En este sentido, la vanguardia martinfierrista pone en escena como su culminación y su límite, el debate que la ideología del Centenario había instaurado en torno de las relaciones entre literatura argentina y “ser nacional”. Es preferible no extenderse sobre este tema más de lo necesario y verlo concretamente en el análisis propuesto. (1)
Güiraldes no se adscribe totalmente a la revista Martín Fierro sino como uno de los modelos erigidos a partir de la nueva sistematización de la literatura argentina que aquélla propone. En ese contexto, representaría la posibilidad de un criollismo no localista, internalizado, soportado por un lenguaje que el escritor detenta como “argentino sin esfuerzo”. Suerte de legalidad, de derecho de sangre más que de competencia lingüística, esta concepción se complementa con una más o menos evidente xenofobia, el rechazo de los inmigrantes o hijos de inmigrantes, que hablan y escriben mal el español del Río de la Plata. Y que constituyen las nuevas clases sociales en ascenso. Una ideología estética, una ideología política. (2)
Lo vemos en la obra (3). El narrador, Fabio, resero convertido en estanciero, gaucho convertido en hombre culto, organiza el material narrativo a partir del recuerdo. Reproduce con intenciones de fidelidad el habla de los gauchos en los diálogos (“—Un peso? Te ha pasao la tranca Juan Sosa. —No…, formal; alcanzame un peso que vi’hacer una prueba” p. 14) y reelabora el resto de la narración desde un código vanguardista en el que se unen formas de simbolismo, de invencionismo, de coloquialismo (“El sueño cayó sobre mí como una parva sobre un chingolo” p. 28, “Mi vista cayó sobre el río, cuya corriente apenas perceptible hacía cerca mío un hoyuelo como la risa en la mejilla tersa de un niño” p. 62, “Los balidos formaban como una cerrazón de angustia en el aire” p. 108). (4) Es coherente: el gaucho mítico es narrado por el estanciero simbolista. Sólo al debate antes mencionado y el estado del campo literario argentino relacionado con la situación sociopolítica del alvearismo podía garantizar el éxito de ese programa estético-ideológico. La distancia que va del estanciero al resero, del vanguardismo literario al mundo que elige para representar (para inventar) es la misma que va desde una oligarquía que se repliega en sus fueros mantenidos duramente a ese mundo real pasado, que no puede o no quiere ver y por lo tanto mitifica. Buscando a la vez una justificación espiritualista de su subsistencia.
Se ha dicho muchas veces: el mundo de Don Segundo Sombra es un mundo integrado, armónico. El hombre se relaciona con la naturaleza tan satisfactoriamente como el escritor con su lenguaje: por derecho de propiedad. “Quién es más dueño de la pampa que un resero? … la pampa de Dios había sido bien mía…” p. 182 (5). Y hasta el dolor del aprendizaje se diluye en una especie de comunión con el ambiente que cura y santifica: “En la pampa las impresiones son rápidas, espasmódicas para luego borrarse en la amplitud del ambiente sin dejar huella. Así fue como todos los rostros volvieron a ser impasibles, y así fue también como olvidé mi reciente fracaso sin guardar sus naturales sinsabores.” p. 51 (6).
Volveremos otra vez sobre estos temas, pero retengamos el concepto de mundo armónico porque es un eje productivo para las contraposiciones que haremos en adelante.
Decíamos: la relación de un escritor con su lenguaje y su mundo. O, lo que sería lo mismo, su inserción concreta en una literatura, la piense o no. Y Arlt debe pensarla, está forzado a pensarla. Escribir no es para él un lujo, sino un esfuerzo, un trabajo, una profesión; sus derechos no son un dato sino una producción, él mismo debe autorizar su escritura, asumirse en situación en un medio donde el saber (siempre tan vinculado al poder) está distribuido excluyéndolo. Algunos textos marginales (el prólogo a Los lanzallamas, el aguafuerte “cómo se escribe una novela”) organizan una especie de puesta en escena de ésa, su situación concreta de escritura. Y sus novelas la revelan en una práctica neta. En El juguete rabioso hay dos escenas claves que entran a significar en este contexto (7). En el cap. II, cuando Silvio es forzado a tocar un cencerro en la puerta de la librería para llamar la atención de posibles compradores (p. 112). Y en el cap. IV, cuando refiriéndose a su nuevo trabajo de vendedor de papel, dice: “Para vender hay que empaparse de una sutileza ‘mercurial’, escoger las palabras y cuidar los conceptos…” (p. 180).
Entonces: la escritura como trabajo, situación concreta del escritor, clase social. Visión del mundo. Lenguaje.
En El juguete rabioso hay una evidente saturación de términos desvalorizadores del mundo representado. “La vida puerca” era su título original y podría señalar el campo semántico en el que se organiza la adjetivación: mugriento, siniestro, tenebroso, hediondo, vil, pringoso, miserable, grasiento. Lo que se corresponde con los espacios cerrados en los que transcurre gran parte de las acciones y que el narrador denomina: cuchitril, antro, caverna, bulín, letrineja, tugurio, covacha, caserón. Las mismas calles del arrabal que mitifica Borges y canta González Tuñón, son “miserables y sucias” y dirigen la mirada embelesada de Astier hacia la “cúpula celeste”. Mundo contrapuesto al de las casas de departamentos, que “hacen soñar a los pobres diablos” e incluso a la calle idílica, “románticamente burguesa” donde vive el ingeniero. Una topografía de abajo/arriba en la cual toda escapatoria es imposible. Mundo desintegrado, entonces, inorgánico. Recordemos que también Fabio ve a las casas y los pueblos con antipatía, como prisiones, pero su fuga está garantizada por los espacios libres, la Pampa y su emblema libertario (“Pero por sobre todo y contra todo, Don Segundo quería su libertad. Era un espíritu anárquico y solitario…” p. 64). Esta topografía adentro/afuera es reversible como toda la dialéctica que el texto establece.
El lenguaje del mundo desintegrado. Se ha dicho hasta el cansancio: Arlt escribe torpemente, en un español de traducciones (pelafustán, majadero). También, reproduce fonéticas de cocoliche: don Gaetano, el zapatero andaluz. Y un lunfardo con comillas: bondi, jetra, yuta, cachar, leonera. Como tomando distancias (8). Sus palabras, en verdad, son como la mujer de Gaetano le arroja: “pesadas, salitrosas”.
Y el mismo movimiento de alienación se registra en uno de los códigos metafóricos del texto, el que corresponde a un cierto saber tecnológico, científico (o cientificoide, para usar un sufijo caro a Arlt): “Amor, piedad, gratitud a la vida, a los libros, y al mundo me galvanizaba el nervio azul del alma” p. 177, “y a cada movimiento que hacía el lecho gañía, chirriaba con ruidos estupendos, a semejanza de un juego de engranajes sin aceite” p. 87. Alienación en la medida en que la tecnología puede representar una forma mediatizada de relación con la naturaleza, especialmente cuando la relación directa aparece imposible, como desde la ciudad arltiana. Además de proponer una forma de poder (de voluntad de poder), compensatorio en varios sentidos, que como resultante de una carencia nos reenvía a lo mismo: insatisfacción, conflicto, falta de armonía.
Veamos la relación que los textos establecen con el saber, especialmente a través de sus protagonistas, de los sujetos del aprendizaje. Es en esta zona, en efecto, donde las características de bildingsroman están más lexicalizadas. En El juguete rabioso, luego de un principio revelador (“Cuando tenía catorce años me inició en los deleites y afanes de la literatura bandoleresca…” p. 17), la cuestión aparece más lateralmente (“El aprendizaje de ratero tiene esta ventaja” p. 39).
En cambio, en Don Segundo Sombra las lexicalizaciones son más abundantes, tal vez porque sus características de relato iniciático quieren estar más a la vista. Bastaría ver la enumeración de saberes que abre el cap. X, cuando han pasado cinco años desde que Don Segundo llevó a Fabio “tras él, como podía haber llevado un abrojo de los cercos prendido en el chiripá” (p. 63) Como sea, lo importante es consignar las relaciones que Fabio tiene con los saberes que el texto despliega desde el principio. La primera oposición (coincidente con la topografía antes mencionada de adentro/afuera) es la de escuela/calle; esto podría aproximarse a la experiencia “truhanesca” de Silvio, pero evidentemente no es así: primero porque ante el riesgo de concluir “viviendo de malos recursos”, “una desconfianza natural me preservó de sus malas jugadas” (p. 14) y principalmente porque este adelanto rudimentario de su aprendizaje es sólo un curso de ingreso al otro, al básico, el que don Segundo y la pampa “ilimitada” van a ejercer sobre él. Para no entrar en detalles, remitimos nuevamente a la enumeración del cap. X. Que a su vez, y esto es lo fundamental, es la base de la inflexión final, la puesta a punto del estanciero que va a ser Fabio. Don Leandro reemplaza a don Segundo y “nos llamaba a su lado, para enseñarnos el manejo de un establecimiento” (p. 183). A lo que se suman “mis primeras inquietudes literarias” (p. 184). “Baste decir que la educación que me daba don Leandro, los libros y algunos viajes a Buenos Aires con Raucho, fueron transformándome exteriormente en lo que se llama un hombre culto”. Esta suerte de posgrado es la culminación no sólo del aprendizaje, exitoso y hasta placentero de Fabio, sino de todo el programa de la novela.
Ya adelantamos que en Arlt el problema es bien distinto. Silvio Astier hace un verdadero aprendizaje del mal, de la humillación y la miseria. Los títulos de los capítulos del libro son ilustradores al respecto: de “Los ladrones” a “Judas Iscariote”, pasando por “Los trabajos y los días”. Coincidente con lo conflictivo de la relación entre el hombre y el ambiente y entre el hombre y los otros hombres, se da una relación con el saber no menos problemática. Podemos relacionar esto con lo que decíamos antes respecto del discurso científico y tecnológico que cruza el texto, como parte de ese saber que Silvio procura. Un saber libresco (los folletines del principio, los libros que roban en la biblioteca pública, la librería de viejo, los “libros viciosos”, la biblioteca del ingeniero: una verdadera saturación) y marginal respecto de las instituciones (recordar cómo lo refuta el militar, p. 136). En este sentido, el robo a la biblioteca es una verdadera transgresión, que el personaje siente como ajeno, vedado. “Y yo era el que había soñado ser un bandido grande como Rocambole y un poeta genial como Baudelaire” (p. 82) Todo el relato puede verse como la lucha por obtener un saber que es también un lugar en la sociedad, un derecho: de hablar (aunque sea de delatar; en todo caso, autorización para emitir el discurso propio: Arlt como escritor). En definitiva, un cambio de posición respecto del poder.
Lo que nos lleva al tema del dinero y de la propiedad (9). En El juguete rabioso está en un primer plano. Dinero y saber (“por algunos cinco centavos de interés me alquilaba sus libracos”, p. 18, el precio de los libros que roban en la biblioteca, p. 57 y 63, las dificultades de Lila para estudiar, p. 73). Dinero y sexo (“un beso de propina” p. 109). Dinero y poder (“la voluptuosidad de las gentes poderosas en dinero” p. 103) (10). Y, se ha dicho, para Arlt hay dos clases de dinero: el que se gana “a fuerza de trabajo” es “vil y odioso”, en cambio el que se adquiere “a fuerza de trapacerías”, habla con “un expresivo lenguaje” (11). Si humillar y ser humillado son tensiones básicas en la obra de Arlt (12) esos tipos de dinero son las materializaciones de esas dos relaciones antitéticas con el poder. Y vamos viendo que esa desarmonía esencial con el mundo no es metafísica o meramente psicológica, sino que responde a una determinada y muy concreta visión de la realidad social.
En Don Segundo Sombra, siempre en su misma línea, ni el dinero ni la propiedad plantean problemas irresolubles. El primer sueldo de Fabio como resero le sobra para comprar el potrillo. Así como gana en las riñas de gallo (p. 87) pierde en las carreras (p. 140), sin mayores inconvenientes ni lamentos. Diríamos: una relación “aristocrática” con el dinero, como si fuera indigno de un gaucho (o de un hombre, a secas) preocuparse por él. Especialmente justificado si nunca falta trabajo ni solidaridad social como para reemplazar las posibles carencias. Que por otra parte están tan obturadas en el texto como los alambrados, que sólo aparecen para ser destruidos (simbólicamente) por la arremetida del ganado libertario, sin que se produzca ningún conflicto. Lo que se reproduce aquí es lo que a otro nivel se condensa en la expresión “orgullo de dueño y domador”, vale decir, la consecución de un derecho “natural” (o en todo caso “naturalmente” adquirido) de ser dueño, propietario, estanciero, argentino, escritor.
La traición final, la delación del Rengo, es la extraña culminación del aprendizaje de Silvio. Podríamos decir que en Don Segundo Sombra también hay una traición. Cuando Fabio recibe su herencia (“consejos, plata y nombre”, p. 173), de pronto siente que “había dejado de ser gaucho” (p. 175) y acude a su padrino, el símbolo de esa vida que va a abandonar: “—¿Es verdad que no soy el de siempre y que esos malditos pesos van a desmentir mi vida de paisano?”. Ante la duda, punto crucial del relato, don Segundo viene a cumplir su función: “—Mirá— dijo mi padrino, apoyando sonriente su mano en mi hombro— Si sos gaucho en de veras, no has de mudar, porque andequiera que vayas, irás con tu alma por delante como madrina’e tropilla”. Donde toda la dialéctica de autovalidación del texto culmina en el ademán simbólico de sacralización y justificación eternas (13). Además, paradójicamente equivalente al del ingeniero con Silvio Astier: “Y su mano estrechó fuertemente la mía” (p. 222).
Se han propuesto varias “explicaciones” para la delación arltiana: acto gratuito, creación de un mundo a través de un relato, autodestrucción por un chivo emisario, mostración de determinadas estructuras sociales (la relación entre humillados; la actitud básica de la clase media) (14). Lo que nos interesa rescatar acá es la culminación de lo que venimos viendo: en un mundo inarmónico, donde el conflicto y la insatisfacción son sus marcas básicas, la traición es el acto ideal y simbólico que cancela toda posibilidad de reconciliación, toda ilusión de consuelo (en Don Segundo, hasta esa “traición” del resero es reabsorbida y resemantizada por la armonía preestablecida).
Es, también, una relación con el lector. Si Güiraldes arroja la edición de Xamaica en el pozo de su estancia (en otro ademán emblemático que por ello se ha vuelto, con justicia, legendario) luego se volverá hacia sus admiradores iniciáticos del martinfierrismo, en quienes ve por fin a los deseados interlocutores, lejos de un público filisteo que no lo comprende. Tal vez no haya imaginado el éxito futuro de su última obra, que perdura como lectura escolar, aparentemente expurgada de los contenidos históricos e ideológicos que estuvimos tratando de dilucidar. La traición final de Silvio (y de Arlt) es, quizás en este sentido, una trampa permanente para cualquier posible comodidad o neutralización, un “cross a la mandíbula”. Como sea, no se lee El juguete rabioso en las escuelas.




Notas:

(1) Para este tema ver Carlos Altamirano y Beatriz Sarlo, “La Argentina del Centenario: campo intelectual, vida literaria y temas ideológicos”, “La fundación de la literatura argentina”, “Vanguardia y criollismo: la aventura del Martín Fierro” en Ensayos Argentinos, Buenos Aires, CEAL, 1983; y Beatriz Sarlo, “Sobre la vanguardia, Borges y el criollismo” en La crítica literaria contemporánea (antología), Bs. Aires, CEAL, 1981.
(2) Este tema, en relación con Güiraldes, lo desarrollé en mi monografía anterior: “Don Segundo Sombra: ser nacional yxenofobia”.
(3) Cito según Ricardo Güiraldes, Don Segundo Sombra, Bs. As., Losada, trigesimotercera ed., 1973.
(4) Esto se verifica graciosamente en otro nivel: si en un diálogo Fabio dice “culo”, más tarde como narrador dirá “nombre desdoroso” (el otro lado de la taba).
(5) Un excursus: en un programa de televisión durante la dictadura, el entonces famoso comodoro Güiraldes, de la familia del escritor, dijo algo así como que “a un gaucho verdadero (sic) jamás se le ocurriría pensar que las vaquitas son ajenas”, en obvia alusión a la canción de Yupanqui.
(6) Ver la célebre escena del rebencazo “casi insensible” (p. 56) y comparar con las escenas de Silvio en la Escuela Militar. “Obedeciendo a las voces de mando dejaba entrar en mí la indiferente extensión de la llanura. Esto hipnotizaba el organismo, dejando independientes los trabajos de la pena” (p. 132).
(7) Cito según Roberto Arlt, El juguete rabioso, Barcelona, Bruguera, 1981.
(8) Ver al respecto David Viñas, “El escritor vacilante: Arlt, Boedo y Discépolo” en La crítica literaria contemporánea (op. cit.)
(9) Ver Ricardo Piglia, “Roberto Aflt: una crítica de la economía literaria”, Los Libros, Bs. As. nro. 29, marzo/abril, 1973 y Ricardo Piglia, “Roberto Arlt: la ficción del dinero”, Hispamérica, Bs. As., año II, nro. 7, 1974.
(10) Registramos incluso una curiosa metáfora: “sólo una vez pudimos sangrar de su dinero a un cajón sin timbre de alarma”, p. 35, que recuerda el proverbio latino: “pecunia alter sanguis”.
(11) Dinero, ciencia, saber. Magia. “Nos parecía que en aquel momento (cuando prueban el cañón) habíamos descubierto un nuevo continente, o que por magia nos encontrábamos convertidos en dueños de la tierra”. Poder.
(12) David Viñas, op. cit.
(13) Ver David Viñas, Literatura Argentina y Realidad política, Bs. As., CEAL, 1982 (cap. sobre “Amos y criados…”).
(14) Ver Oscar Masotta, Sexo y traición en Roberto Arlt, Bs. As., CEAL, 1982

(julio de 1986)

sábado, 12 de noviembre de 2011

La novela del peronismo



Leer la literatura del peronismo es, se nos ocurre, leer la literatura argentina. Y no sólo del cincuenta para acá, sino desde su origen histórico, en sus mitos fundacionales, constantemente redefinidos. Toda literatura aparece tensionada entre esa reformulación de sus orígenes, su relación con lo contemporáneo y su impulso utópico. Busca en el pasado la causa del presente, o una metáfora iluminadora; causalidad y analogía, matrices ideológicas básicas del pensamiento occidental, devienen así procedimientos estructurantes de muchos textos que nos interesan.
“La literatura argentina empieza con Rosas”, dice Viñas. En este preciso sentido —la época rosista como cruce de tensiones ideológicas que generan por primera vez una literatura con perfiles propios—, es que volvemos a proponer el lugar común: la literatura argentina empieza con “El matadero”.
Escrito alrededor de 1838 y publicado recién en 1871, el relato de Echeverría surge como la “puesta en narración” de la oposición fundamental que el Facundo extiende por primera vez. Civilización y/o barbarie, etcétera. No hay una división del trabajo estricta, ya que en ambos hay “teoría” y “narración”, sólo que en diversas dosis. También los unen otras características comunes: su intención polémica, su estructura argumentativa.
En todo caso, “El matadero” se nos aparece como el gesto fundante de una forma narrativa que trata, por un lado, de ejemplificar la dicotomía sarmientina y, por otro, de resolver, si bien precariamente, el problema narrativo-ideológico de “contar al otro”. La otredad, ya en Echeverría, se carga con las connotaciones que trazan una línea, una serie literaria que queremos leer: es una fuente de constante amenaza (a la propia vida, pero también a la integridad de sentido y, también por este lado, a la tranquilidad, a la seguridad); consecuentemente, es un polo de seducción: se desea lo otro, lo que no soy yo mismo, pero al reconocer en ese otro parte de mí mismo, o a la inversa (y esto está clarísimo en Sarmiento), se reinstala el verdadero objeto del deseo, la Totalidad perdida.
Amenaza/seducción, entonces. El camino que va desde Los años despiadados (1956), de David Viñas, hasta La boca de la ballena (1974), de Héctor Lastra. Y pasa, obviamente, por el primer Cortázar, el de “Ómnibus”, “Casa tomada” y, más que nada, “Las puertas del cielo”, sin excluir la temprana novela, publicada póstumamente, El examen. El misterio de lo desconocido, lo indefinible, lo opaco, lo indecible (lo incomunicable es fuente de toda violencia, decía por entonces Sartre). Objetivación y exteriorización de lo irracional, lo intuitivo (valorado positivamente desde el pensamiento populista o la intelligentsia culposa). En suma, reificación de un polo de una contradicción real ideologizada. Como siempre, bajo la forma de hipóstasis o elipsis, de negación o desplazamiento, reencontramos, más sencillamente, la lucha de clases.
Ver en la oposición peronismo/antiperonismo una reedición aumentada y corregida de las luchas entre unitarios y federales del siglo pasado es un ejercicio particularmente infeliz, creo, de ahistoricismo, por completo reaccionario, practicado tanto por las corrientes historiográficas neoliberales como por las revisionistas, que al menos tienen la virtud de ser contestatarias (virtud bastante menguada, por cierto, cuando disfrutaron la gloria fugaz del oficialismo, de la hegemonía intelectual).
Pero justamente son estas matrices ideológicas las que nos parecen eficaces para estudiar las formulaciones literarias del peronismo, por la fuerza con que vuelven a actuar una y otra vez en las capas sociales cuyo imaginario incide en la producción de los textos considerados. Con todas las variantes posibles, pero con la determinación común de intentar abarcar, delimitar, “explicar”, un fenómeno que parece exceder toda estructuración. Si la escritura mantiene una relación de insuperable exterioridad con lo real, en el caso del peronismo esta limitación se vuelve acuciante, patética, acaso ridícula.
La revista Martín Fierro había propuesto, a mediados de la década del veinte, una suerte de “populismo oligárquico”. La segunda vertiente deriva en la revista Sur y su más notorio representante es, obviamente, Borges. Pero también el Mallea que en Historia de una pasión argentina propone otra dicotomía exitosa: la Argentina invisible frente a la Argentina visible, lo auténtico frente a lo artificial, lo telúrico frente a lo foráneo, el interior frente a la ciudad, etc. Cuando aquella Argentina invisible se muestra por fin y lava sus patas en la fuente impoluta de lo histórico, la elite intelectual se repliega ante una realidad demasiado dura para aceptarla de acuerdo con su propia teoría, y se refugia en ideales inmaculados, en un idealismo, como siempre, sospechoso.
La otra línea, que volveríamos a llamar “populista” si esta palabra no estuviera cargada tan negativamente, desemboca en ese monstruo literario que es el Adán Buenosayres de Leopoldo Marechal, y que, ejemplificando las tesis del primer Borges en “El escritor argentino y la tradición”, arrastra a Joyce y a Virgilio por las veredas de un Villa Crespo mitológico.
Y, si las revistas literarias marca(ba)n en la Argentina los avatares generacionales de nuestra intelectualidad, no hay duda de que sigue Contorno. La revista de los Viñas, Masotta, Jitrik, Sebreli y otros pocos se constituye a partir de dos determinaciones principales, muy relacionadas entre sí, aunque haya una ligera derivación cronológica de una hacia otra. Primero, hacer una revisión de la literatura argentina al margen de la hagiografía oficial; segundo, pensar la historia argentina desde un presente en el que el peronismo aparece como referente global, como trauma estructurante, como deuda impaga. Este juego de relaciones produce un equilibrio inestable, que puede rastrearse privilegiadamente en las novelas de David Viñas.
Por un lado, hay que estar contra el peronismo sin ser antiperonista (“Contreras pero no gorilas”); por otro, buscar o crear un espacio de izquierda democrática y nacionalista entre el ala progresista de Sur (la Unión Democrática va convirtiéndose en un recuerdo vergonzante) y algunos aspectos positivos del peronismo. Pero las superposiciones son inevitables y llevan tanto a la crítica despiadada (y acaso injusta) de Jauretche como a la utópica síntesis frondizista.
Contra el maniqueísmo peronismo/antiperonismo, entonces, buscando soluciones dialécticas. Pero, a la vez, con la impronta sartreana de “ensuciarse las manos” y enfrentar ciertas opciones por sí o por no. Es en este campo de fuerzas discursivas donde hay que leer, creo, Un Dios cotidiano, Los dueños de la tierra y, sobre todo, Los años despiadados.
Desde el título se plantea una polisemia triangular. Si esos “años” son los del peronismo y a la vez los de la adolescencia, el texto postula la época peronista como una forma de adolescencia: transición, crecimiento desgarrante, aparición de lo que está oculto, larvado. Pero, por otra parte, el adolescente prototípico es Rubén, con su ambigüedad sexual, sus vacilaciones, su inserción de clase (Sebreli, por esta época, decía que la juventud es un mito de la conciencia burguesa, que el proletariado pasa directamente de la niñez a la adultez). Rubén-Rubi-el rubio representa esa suerte de “pecado original” de la clase media que Masotta analizara en su libro sobre Arlt. Sus relaciones con Mario, el “morocho”, son de una dominación reversible: si Mario es todopoderoso, hace lo que le da la gana, “se los coje a todos”, Rubén lo domina discursivamente (en el extraño capítulo VI, donde juegan de acuerdo con sus reglas).
Rubén mira al mundo desde arriba, desde su “torre”; su poder es visual, discursivo, ficcional, “masturbatorio”. El lugar de Mario (del peronismo) es la realidad, “las cosas”, el mundo verdadero, sobre todo la calle. Ése es el escenario de la violación, que consuma lo no explicitado de “El matadero”, y de alguna manera lo justifica.
El peronismo aparece, entonces, no sólo como lo oculto de la sociedad argentina (lo “invisible” de Mallea), sino también como una especie de culpa que la clase media quiere o debe expiar. El objeto (inerte, explotable, narrable) que se vuelve sujeto. La mirada desde arriba, correlativamente, se vuelve desde abajo (la posición del violado).
Habría que agregar a este esquema sus ratificaciones laterales (sin dudas, cualquier texto de Viñas abunda en sobresignificaciones), especialmente en el personaje de Ofelia, hermana de Rubén, en la que la fascinación ambigua hacia el peronismo está explicitada hasta otras formas de consumación.
El texto se construye en base a estas tensiones: el peronismo sigue siendo la masa informe, agresiva, poderosa, inorgánica; pero también síntoma, emergente de una realidad social de cuyas contradicciones el texto quiere hacerse cargo. Esta realidad es vista bajo una forma sartreanamente totalizadora en la que cada elemento puede y debe ser relacionado con otros, y cada nivel tiene su correlato en otro nivel, apuntando hacia la recuperación de un sentido global. De esta manera, la lucha de clases puede tener su manifestación en la sexualidad y ésta, por lo tanto, ser metáfora de aquélla.
Estas sobredeterminaciones de cada unidad narrativa hacen la lectura un tanto pesada, reiterativa, quizás obvia. A esto también contribuye el “estilo” particular de Viñas, en el que se mezclan constantemente la percepción, la reflexión y el recuerdo (con abundancia de signos gráficos ad hoc, comillas, guiones interiores, bastardilla). Esta proliferación parece inevitable cuando se plantea la necesidad de dar cuenta de una realidad social, histórica, psicológica, entendida como una dialéctica entre mundo e interioridad, y al mismo tiempo se admiten las limitaciones de la escritura, siempre resistente a las presiones de lo referencial. La distancia de lectura puede perjudicar un poco al texto, pero no si se lo coloca frente a otras soluciones narrativas contemporáneas.
El peronismo como lo indecible, como lo inenarrable. Como maldición.
Otros textos, intentan dar cuenta del fenómeno de una manera indirecta, perpleja, irritada. Fin de fiesta (1958), de Beatriz Guido, desarrolla la historia de un caudillo conservador de Avellaneda, en el que puede reconocerse claramente al famoso Barceló; sus tácticas de dominación son descriptas con la frialdad cínica que sólo puede dar una mirada demasiado cercana a ese mismo mundo decadente. Pero la estructura general del libro reproduce el esquema argumentativo de “El matadero”: a partir de la caída del caudillo provincial (que muere un 17 de octubre), toda la política nacional se ve dominada por su estilo. El texto había sido una metáfora del peronismo, cuyo significado se revela al final y que lo muestra, otra vez pero desde un punto de vista opuesto, como el emergente de una vida nacional metafísicamente predeterminada.
La ribera, de Enrique Wernicke (1955), y Nada que perder (1982), de Andrés Rivera, también extienden dos largas historias cuyo tiempo narrativo se detiene cuando aparece el peronismo. El primero contrapone el individualismo de un burgués desarraigado con la militancia antinazi, durante la dictadura militar previa al gobierno de Perón, pero acentuando la continuidad final del régimen. El segundo hace un verdadero relevamiento del sindicalismo clásico de izquierda, hasta la década del cuarenta, en la que el peronismo puede verse, forzando los ojos, por contraposición.
Responso, de Juan José Saer, da otra respuesta, más parcializada, tal vez más eficaz. El relato propone la decadencia personal de un ex-sindicalista, a partir de 1955, pero su referencialidad es escasa, indirecta, sutil. Saer acumula los rasgos de esta “caída” sin abundar en sus causas, estableciendo todo un programa narrativo en el que la política sólo podrá entrar sesgadamente a la ficción (como en Cicatrices, Nadie nada nunca e incluso Glosa).
Del sesenta para acá, cómo ignorarlo, las cosas cambian. Ocurre la “conversión” de gran parte de la izquierda al peronismo; entra en crisis un modo de representación de la realidad. Es la serie que incluye textos tan contrapuestos y a la vez extrañamente relacionables como Operación masacre de Walsh y El frasquito de Gusmán. Ésta es otra historia, pero todavía es nuestra historia.

(mayo-junio de 1989)


jueves, 3 de noviembre de 2011

La seducción de las masas


(Los años despiadados, de David Viñas,
y La boca de la ballena, de Héctor Lastra)


El cuerpo es traición contra sí mismo
Nicolás Rosa

Es también lo que ocurre, sin voz,
en el “Poema conjetural” o en “El Sur” de Borges,
y con voz en “La fiesta del monstruo”.
El desafío del monstruo se dirige siempre al cuerpo
del hombre de letras y cielos.
Josefina Ludmer



El trabajo que presenté en las jornadas del año pasado (Valle, 2010) se llamaba “El cuerpo y la letra: líderes carismáticos y razón populista (de Facundo a Evo)”. Como su título indica, se trataba de rastrear las figuraciones del líder, y de su ascendencia sobre la masa, en algunos textos literarios de cierta importancia, como Facundo, Los sertones y novelas de la Revolución Mexicana.
Ahora trataré de rastrear el revés de la trama: la seducción que ejerce, no el líder, sino la masa. Sobre quién y de qué manera. Por eso la ambigüedad de la preposición “de” en el título de este trabajo.
Voy a hablar de dos novelas que tienen muchos puntos en común, aunque la separen casi veinte años en cuanto a su fecha de escritura.
Los años despiadados (LAD) se editó en 1956; es la primera novela escrita por Viñas, aunque la segunda publicada (Valverde, 1989: 94 y ss.), y esto es muy importante, porque está dedicada temáticamente a la gran obsesión del escritor, el peronismo, e inaugura muchas de las líneas maestras de su obra. Es un verdadero “comienzo” (beginning), en el sentido de Edward Said (1975), algo que permite una re-construcción a posteriori, más que un inicio meramente temporal.
La boca de la ballena (LBB) se publicó por primera vez en 1973 y fue prohibida al poco tiempo por razones de “moralidad”. Esto no deja de ser curioso, ya que en ese momento había un gobierno peronista, y la novela, sin ser abiertamente peronista, explora sin ninguna condescendencia el interior en descomposición de las clases oligárquicas que produjeron el derrocamiento de Perón.
LAD transcurre en 1951, apogeo del peronismo clásico. Evita aún está viva, y no se avizora ningún final de época, al contrario. (También es el año de publicación en libro del cuento de Cortázar “Casa tomada”, al que LAD alude un par de veces.)[1]
LBB, en cambio, transcurre en 1955, durante la finalización violenta gobierno peronista.[2]
El protagonista de ambas novelas es un chico, un preadolescente. Rubén, en LAD, vive con su hermana y su madre en una casa de departamentos de Buenos Aires, a la que se mudan al principio de la novela, en un movimiento social descendente atribuible al peronismo. El chico de LBB, que narra en primera persona y nunca es nombrado por otros, vive en una familia oligárquica, también venida a menos, pero en San Isidro.
Ambas familias carecen de padre, lo cual es muy significativo en tanto ausencia que es evidentemente llenada por el gran Padre de todos, Perón.[3] 
Por último, y lo más importante, las dos novelas tienen una referencia clara en “El matadero”, de Echeverría.
Como es sabido, “El matadero” ha sido considerado el texto fundante de una tradición narrativa que trata, por un lado, de ejemplificar la dicotomía sarmientina y, por otro, de resolver, si bien precariamente, el problema narrativo-ideológico de “contar al otro”.
Entonces, esta literatura, la “literatura nacional”, como también suele repetirse, empieza con una violación. Y la violación es el acmé de las dos novelas que estoy comentando.
La otredad, ya en Echeverría, se carga con las connotaciones que trazan una línea, una serie literaria que quisiera leer: es una fuente de constante amenaza (a la propia vida, pero asimismo a la integridad de sentido y, también por este lado, a la tranquilidad, a la seguridad); consecuentemente, es un polo de seducción: se desea lo otro, lo que no soy yo mismo, pero —al reconocer en ese otro parte de mí mismo, o a la inversa (y esto está clarísimo en Sarmiento)— se reinstala el verdadero objeto del deseo, la Totalidad perdida.
Entonces, la dicotomía que va a estructurar estos textos es la de amenaza/seducción.
Exactamente el camino que va de LAD a LBB.[4]
El misterio de lo desconocido, lo indefinible, lo opaco, lo indecible (lo incomunicable es fuente de toda violencia, decía por entonces Sartre). Objetivación y exteriorización de lo irracional, lo intuitivo (a veces valorado positivamente tanto desde el pensamiento populista como desde la intelligentsia culposa). En suma, reificación de un polo de una contradicción real ideologizada. Como siempre, bajo la forma de hipóstasis o elipsis, de negación o desplazamiento, reencontramos, más sencillamente, la lucha de clases.
En LAD, desde el título mismo, se plantea una polisemia triangular. Si esos “años despiadados” son los del peronismo y a la vez los de la adolescencia, el texto postula (“transitivamente”) la época peronista como una forma de adolescencia: transición, crecimiento desgarrante y, sobre todo, aparición de lo que está oculto, latente. El peronismo es un país que sale de la infancia y se encamina hacia una adultez cuya forma aparece aún incógnita.
Aquí, el adolescente prototípico es Rubén, con su ambigüedad sexual, sus vacilaciones, su inserción de clase (Sebreli, por esta época, decía que la juventud es un mito de la conciencia burguesa, que el proletariado pasa directamente de la niñez a la adultez). Rubén-Rube-Rubi-el rubio representa esa suerte de “pecado original” de la clase media que Masotta iba a analizar en su libro sobre Arlt. Sus relaciones con Mario, el “morocho”, el hijo del portero, son de una dominación aparentemente reversible: si Mario es todopoderoso, hace lo que le da la gana, “se los coje a todos”, Rubén lo domina discursivamente (por ejemplo, en el capítulo VI, donde juegan de acuerdo con sus reglas y logra que Mario se vista de mujer).
Rubén mira al mundo desde arriba, desde su “torre”; su poder es visual, discursivo, ficcional, masturbatorio. “Rubén contemplaba todo desde su rincón. Allí estaba seguro… ‘Nadie me ve’… Se sentía poderoso… Y él veía todo: era invulnerable y podía ser implacable… Desde ahí arriba… algo inesperado para los de allá abajo” (p. 9; subrayado mío).
Pero “conocer desde arriba —le dice Mario, más adelante— no es conocer… Conocer a alguien es haberlo visto de cerca, haberlo tocado…” (p. 112). El lugar de Mario (del peronismo) es la realidad, “las cosas”, el mundo verdadero, sobre todo la calle. Y éste es finalmente el escenario de la violación, que consuma lo no explicitado de “El matadero”, y de alguna manera lo justifica. El peronismo aparece, entonces, no sólo como lo oculto de la sociedad argentina (lo “invisible” de Mallea), sino también como una especie de culpa que la clase media debe —o incluso quiere— expiar. El objeto (inerte, explotable, narrable) que se vuelve sujeto. La mirada desde arriba, correlativamente, se vuelve mirada desde abajo (la posición del que es violado).
Habría que agregar a este esquema sus ratificaciones laterales (o no tanto), especialmente en el personaje de Ofelia, hermana de Rubén, en la que la ambigua fascinación hacia el peronismo está explicitada con otras formas de consumación. Ella concurre a las manifestaciones para experimentar el contacto corporal con las masas y alcanzar una forma de satisfacción libidinal apenas sublimada: “Ahora me siento cansada… pero me gusta” (p. 52).
El texto se construye en base a estas tensiones: el peronismo sigue siendo la masa informe, agresiva, poderosa, inorgánica; pero también síntoma, emergente de una realidad social de cuyas contradicciones la novela quiere hacerse cargo. Esta realidad es vista bajo una forma sartreanamente totalizadora en la que cada elemento puede y debe ser relacionado con otros, y cada nivel tiene su correlato en otro nivel, apuntando hacia la recuperación de un sentido global. De esta manera, la lucha de clases tiene su manifestación en los cuerpos, en la sexualidad,[5] y ésta, por lo tanto, ser metáfora de aquélla.
El peronismo como amenaza, como misterio, como tentación, como seducción. Pero también como un callejón sin salida (salvo imaginarias).
El chico de LBB, igual que Ofelia en LAD, se siente atraído por “el bajo”, la zona pobre que está enfrente de su casa, la mansión familiar en la que se van clausurando habitaciones, para ahorrar. Él pasea por la villa miseria como terreno propio, para aislarse de su familia decadente, pero también para internarse en el descubrimiento de una otredad que resulta al fin reveladora de su propia definición sexual.
“El bajo, Margarita y el pueblo seguían siendo, hasta ese entonces, mi único escape y mi única posibilidad de nuevos descubrimientos” (p. 103); “el bajo es mío” (p. 150). No deja de ser curioso que el chico experimente la relación con el bajo (al que también llaman “el pueblo”) y con sus personajes en los modos de la posesión, de la propiedad. Quizás por esto no hay redención allí; porque —y en la medida en que— no hay (verdadero)  desclasamiento.
El bajo es el infierno, pero también la tentación. Sodoma (como se dice en la novela), con sus múltiples significados y connotaciones.
Al final de la novela, cae el peronismo, y el “pueblo” es parcialmente incendiado (entre otras cosas, como venganza contra la “quema de iglesias”). Cuando el chico pasea por esas ruinas, tratando de recuperar aquello que él creía suyo, lo único que era suyo, ocurre la violación final, definitiva.
Y esta violación final resulta prolegómeno de la muerte (simbólica, ya que se narra desde “después”).
Otra vez, la necesidad de humillarse como para pagar culpas (personales, de clase), pero encontrando en ese mismo gesto un placer que en definitiva realimenta la culpa.



Bibliografía

Avellaneda, Andrés, 1986, “Héctor Lastra. Testimonio, Hispamérica, Año 15, N.º 43, abril (http://www.jstor.org/stable/i20539143).
Lastra, Héctor, 1984, La boca de la ballena, Buenos Aires, Legasa (primera ed., Corregidor, 1973.
Rosa, Nicolás, 1969, “Sexo y novela: David Viñas”, en Crítica y significación, Buenos Aires, Galerna, 1970.
Said, Edward, 1975, Beginnings: Intention and Method, Columbia University Press.
Valle, Pablo, 2010, “El cuerpo y la letra: líderes carismáticos y razón populista (deFacundo a Evo)”, en las Jornadas de Investigación, Instituto de Literatura Argentina, octubre (en prensa).
Valverde, Estela, 1989, David Viñas: en busca de una síntesis de la Historia argentina, Buenos Aires, Plus Ultra.
Viñas, David, 1967, Los años despiadados, Buenos Aires, Ediciones De la Flor (primera ed., Letras Universitarias, 1956).







[1] “Que toda la casa, la calle, toda la ciudad habían sido tomadas” (p. 34)
[2] Sin embargo, o por eso mismo, el narrador llega a decir: “Es que en esos años, el peronismo no era para mí un sistema político sino una cosa natural, un elemento más dentro del mundo en el que había nacido y en el que me tocaba vivir” (p. 212).
[3] Aunque hay algunas sugerencias veladas respecto de un carismático y omnipresente tío Pablo, que quizás sea su padre.
[4] Pasando, para mencionarlo nuevamente, por el primer Cortázar, el de “Ómnibus”, “Casa tomada” y, más que nada, “Las puertas del cielo”, sin excluir la temprana novela, publicada póstumamente, El examen. Podríamos insertar aquí “La fiesta del monstruo”, de Borges-Bioy, pero con otras connotaciones más despiadadas, justamente.
[5] “El cuerpo simboliza la existencia, es la existencia, puesto que actualiza el ser: la hace presente. La novelística de Viñas es, al nivel estructural, una fenomenología del cuerpo, lo que implica, ideológicamente, una descripción completa del cuerpo como tal —la carnalidad orgánica—; del cuerpo y sus relaciones con los otros cuerpos —el cuerpo como existente—; y del cuerpo y sus relaciones con el mundo —la ‘corporalidad’ en situación. (...) La vida corporal y el psiquismo están en estrecha relación. (...) El cuerpo es, pues, el ser y, al mismo tiempo, el mundo (...). En las novelas de Viñas el cuerpo está siempre presente (…). La presencia carnal de los cuerpos es para Viñas la presencia del Mal; su ausencia: la muerte, la negación de la materia, del mundo (…). La corporalidad es la carne en acción, es decir en el tiempo, en la historia” (Rosa, 1969).

(Ponencia en las I Jornadas de Investigación "Latinoamérica, literaura y política. Homenaje a David Viñas", Facultad de Filosofía y letras, Buenos Aires, 13 y 14 de octubre de 2011.)


miércoles, 2 de noviembre de 2011

Don Segundo Sombra: ser nacional y xenofobia




A David Viñas.


Yo miraba a mi alrededor.
En un lugar central, tres españoles hablaban fuerte y duro, llamando la atención sobre sus caras de baturros o dependientes de tienda. Vecinos a la entrada, un matrimonio irlandés esgrimía los cubiertos como lapiceras; ella tenía pecudas las manos y la cara, como huevo de tero. El hombre miraba con ojos de pescado y su cara estaba llena de venas reventonas, como la panza de una oveja recién cuereada.
Detrás nuestro, un joven rosado, con párpados y lacrimales legañosos de “mancarrón palomo”; debía ser, por su traje y su actitud, el representante de alguna casa cerealista.
—Yo he visto las romerías de Giles —decía uno de los españoles—, y no se diferencian en nada de las de aquí.
Otro de la misma mesa, dialogaba con un vecino sobre el precio de los cerdos, y el cerealista intervenía opinando con gruesas erres alemanas.
(…)
En el rincón opuesto al nuestro, como empujados por el ruido, una yunta de criollos miraba en silencio. Uno de ellos tenía una hosca onda volcada sobre el ojo izquierdo, y los dos estaban tostados de gran aire.
Comieron apurados. A los postres rieron sin voces, las bocas sumidas en sus servilletas.
Pero uno de los españoles relataba el suicidio de un amigo:
—Vino de una farra, se sentó al borde de la cama en que su mujer dormía, tomó el revólver y delante de ella: ¡pafff!
El de las romerías seguía pesadamente sus comparaciones con Giles.
Con gran contento pagamos nuestra comida, aunque cara, y salimos al sol de la calle.

Ricardo Güiraldes, Don Segundo Sombra,
Buenos Aires, Losada, 1973 (cap. XIII, p. 83).



Se ha elegido un fragmento especialmente denso en marcas de una formación ideológica particular, la xenofobia, que se analizará en relación con un sentido posible de toda la obra y algunas de sus determinaciones contextuales.
Hagamos un repaso previo de los párrafos en cuestión, situándolos en su contexto inmediato. Fabio y Don Segundo han llegado al pueblo de Navarro un domingo por la mañana y entran en una fonda para almorzar. La descripción de ese escenario, minuciosa, se impregna de la antipatía que Fabio, el narrador, siente hacia los pueblos y la gente que los habita. Su mirada en derredor circunscribe la escena que elegimos; su “yo” encabeza el fragmento pero luego va a fundirse en un “nosotros” (“detrás nuestro”, “pagamos nuestra comida”), él y Don Segundo, identificación aparentemente circunstancial, en este caso solidaria, como vamos a ver, y además significante de todo el programa de la novela. Volveremos sobre esto. Por otra parte, la pareja es reflejada simétricamente por la “yunta de criollos” que, sentados en el rincón opuesto, miran en silencio, “como empujados por el ruido” y a los postres ríen “sin voces”.
Aquí descubrimos el par de oposiciones que estructura la escena: criollos-silencio frente a ruido-… y los gringos, oposición lexicalizada en el “pero”. Porque lo que Fabio, Don Segundo y los otros dos criollos miran en silencio es una peculiar aglomeración de extranjeros: tres españoles, un matrimonio irlandés, un alemán cerealista. Que padecen, por boca del narrador, de una no menos llamativa acumulación de rasgos grotescos, negativos, desvalorizadores: manos pecudas, caras como baturros, huevo de tero o panza de oveja recién cuereada, ojos de pescado o con lacrimales legañosos, etc. Estas descripciones, pese a no ser ajenas a los códigos metafóricos de toda la obra, marcan un sentido. Y, como para corroborarlo, más adelante (cap. XXV), hacia la culminación de su periplo, Fabio recuerda la escena así: “Había unos gringos groserotes y charlatanes, ¿de qué nación?, y un gallego hablaba de romerías.” No es de extrañar que, luego de este disgusto, Fabio y Don Segundo salgan de la fonda “con gran contento”.
Pero detengámonos especialmente en la oposición silencio/ruido (hablar “fuerte y duro”, “pesadamente”, ser “groserotes y charlatanes”). A lo largo de toda la obra, el silencio del gaucho se muestra portador de una forma de saber, y de poder, cargado en general de connotaciones positivas y, unido al silencio de la pampa ilimitada, emblemático. Algunos ejemplos, entre muchos:
“Era el ‘tapao’, el misterio, el hombre de pocas palabras que inspira en la pampa una admiración interrogante” (p. 20).
“El domador, Valerio Lares, era un tipo forzudo, callado y risueño” (p. 29).
“Yo no sabía entonces a qué se debía ese silencio despreciativo que usan los que se van cuando hablan con los que se quedan en las casas” (p. 36).
“Me dominó la rudeza de aquellos tipos callados” (p. 43).
“Cada cual se esforzaba en lucir su crédito, su conocimiento y su audacia, con ese silencio del gaucho, enemigo de ruidos y alardes inútiles” (p. 111).
(Subrayamos los deícticos, que involucran al lector en una serie de presupuestos compartidos, como bien lo describió Roland Barthes en S/Z.)
Así, la oposición de pares criollo silencioso (como el campo)-valores positivos/gringo ruidoso (como el pueblo, la ciudad)-valores negativos se cierra en el texto y nos abre el terreno de sus sentidos contextuales, históricos e ideológicos. Lo recorreremos someramente.
En primer lugar, debemos mencionar el proceso histórico social de la inmigración, que a fines del siglo pasado produce lo que David Viñas llama “la inversión de la dicotomía de Sarmiento”. En efecto, la ideología romántico-positivista llevada al programa político liberal había situado la barbarie en el campo, brutal y regresivo, y la civilización en la ciudad, que se conectaba con Europa, fuente de toda cultura y progreso. Pero el aluvión inmigratorio resultante de este programa (en resonancia con la explosión demográfica e industrial de Europa, que piensa deshacerse a la vez de mano de obra desocupada y de elementos políticamente indeseables) invirtió esta visión de la realidad. No deja de ser significativa al respecto la expresión referida a Don Segundo: “¡Qué caudillo de montonera hubiera sido!” (cap. X, p. 64), que habría irritado notoriamente a Sarmiento.
Algunos hitos que marcan esta nueva sensibilidad hacia la amenaza de una nueva barbarie: la creación de la Facultad de Filosofía y Letras para salvaguardar el patrimonio cultural-lingüístico de la Nación en 1896 y la Ley de Residencia en 1902 (ambas, obras de Miguel Cané); el llamado primer nacionalismo, dentro de la ideología del Centenario; el debate sobre el Martín Fierro como manifestación del “ser nacional” (Lugones: bárbaro era el que no podía recitar los poemas homéricos, el tartamudo: nuestro gringo, la “plebe ultramarina”. Agregamos, volviendo a nuestro fragmento: el que habla mucho y mal, con “erres”; el cocoliche).
Una inflexión final: la vanguardia, la revista (precisamente) Martín Fierro. Para ella. Güiraldes llegó a representar la posibilidad de un criollismo no pintoresco (Borges: en el Corán no hay camellos), producto de una interiorización de lo local incluido el lenguaje, por supuesto, por parte de alguien que tiene el derecho natural de hacerlo, un “argentino sin esfuerzo”. Estética y xenofobia.
Pero hay más todavía. ¿Debemos aclarar que la amenaza del inmigrante, lingüística, cultural, estética, o como se pretenda, era ante todo política? La incipiente organización gremial fue una cara de este peligro. La consolidación de las capas medias y la llegada al gobierno de Yrigoyen, en 1916, otra. Como la Ley de Residencia fue una primera respuesta, y el golpe fascista de 1930, otra.
La instauración del “ser nacional”, de una literatura que lo expresa (la gauchesca, Martín Fierro) y un mito que lo encarna (el gaucho, Don Segundo Sombra), es también la coartada de una clase que se encierra en sus límites amenazados y se sacraliza para ganarse el derecho de sobrevivir, a cualquier precio. “En el fondo de toda alma argentina hay un estanciero”, decía Ramón J. Cárcano en 1943, y Fabio Cáceres parece ser el gaucho que hay “en el fondo” de todo estanciero. Dialéctica de autovalidación (lexicalizada fuertemente en el penúltimo capítulo: si Raucho es un “cajetilla agauchao”, Fabio es un “gaucho acajetillao”), en la que el gaucho, como símbolo de una tradición y de un saber, sanciona el derecho del estanciero, pero es el estanciero, el que, en definitiva, crea al gaucho. Luego de haberlo destruido en la realidad concreta. 

(1986)