Los descendientes, de Alexande Payne
(para Silvia, que
me ayudó a ver esta película)
Matt King (George
Clooney) es, más que el rey, el heredero (uno de ellos), y el
custodio legal, de una herencia bicentenaria: una fortuna que no le gusta
gastar y terrenos que deben ser vendidos cuanto antes por razones legales.
Cuando su mujer, Elizabeth, queda en coma irreversible tras un accidente
náutico, Matt tiene que retomar también las riendas de su pequeña familia: dos
hijas a las que nunca les dedicó mucho tiempo y que se lo van a cobrar con
creces. Para peor, descubre que su esposa lo engañaba con un agente
inmobiliario, «casualmente» involucrado en la venta de aquellos paradisíacos
terrenos.
Planteado así el
argumento, parece que vamos a estar ante un drama denso. El filme de Payne no
deja de serlo, pero también se atreve a intentar un tono más ligero, incluso
con cierto humor negro. Al principio, esto es una grata sorpresa para el
espectador; pero, cuando uno se acostumbra, y el tono deja de ser novedad, el
filme se alarga un poco, y las peripecias de la trama se vuelven más
previsibles.
Pero veamos un
poco más allá de esa superficie.
Es un acierto la
significativa ubicación (la misma de la novela original de Kaui Hart Hemmings,
por supuesto) en Hawai, la tierra natal del presidente Obama, ese estado tan
excéntrico respecto de unos Estados Unidos de por sí mucho más heterogéneos de
lo que la comodidad hace creer. Las islas que los personajes atraviesan varias
veces (mostrado con dibujitos kitsch) son más protagonistas que
ellos mismos. «El último paraíso virgen» va a ser vendido a algún consorcio.
Matt y la mayoría de sus primos quieren que el comprador sea local. Los
hawaianos parecen pasar sus días vestidos con camisas, bermudas y sandalias,
sean pobres o millonarios, jóvenes o jubilados.
Sin embargo, tanta
libertad y tanta tranquilidad son sólo aparentes, y Matt lo sabe bien, porque
es abogado y su vida se ha deslizado monótonamente entre pleitos y «papeles».
Dos manojos de estos son significativos (y paralelos) en el filme: el
testamento en el cual su mujer estipula una «muerte digna» para sí y el acta de
acuerdo para la venta de los terrenos. Esas vidas tan pacíficas y tan en
contacto con la «naturaleza», en verdad, están regidas por una maraña de
dispositivos legales y administrativos, y por rituales sociales que, casi
vacíos, terminan filtrando hasta las manifestaciones de afecto.
No se puede
adelantar acá muchos pormenores de la trama; menos, los finales. Baste decir
que el filme de Payne puede verse como una suerte de parábola sobre cómo se
(re)construye una familia: asumiendo y, al mismo tiempo —quiero decir, en
distintas medidas o aspectos—, traicionando la herencia; aferrándose a un
territorio natal, condenado a desaparecer o transformarse; resignificando el
pasado para construir un nuevo futuro.
Debe quedar claro,
desde ya, que esta solución, formulada sin matices, sólo puede ser reaccionaria,
en la medida en que parece intentar espiritualizar lo crudamente material de
las relaciones de propiedad. Es una tensión la que se pone en juego, quizás
homóloga a la que hay entre la tragedia contada y el tono elegido para hacerlo.
Como dije al principio, no siempre funciona.
Por eso quizás el
personaje más interesante de un filme en que hay muchos (y tan bien actuados)
es el de la mujer agonizante, la esposa insatisfecha cuya alegría postrera
constituye la primera secuencia del filme. Como ella no tiene voz, todos la
hablan. ¿Cuál es su historia real (aparte de la que cuenta el padre)?
¿Cuáles fueron sus razones, sus deseos (aparte de los que describen los «amigos
de la pareja»? ¿Cuáles hubieran sido sus palabras (aparte de cómo las transmite
la hija mayor, que en cierto sentido ocupará su lugar)?
Las respuestas
(imposibles) a estas preguntas iluminarían desde afuera la verdadera, u otra,
cara de la familia King. Como alguien le dice a Matt: «Es irónico: Elizabeth en
esta situación desgraciada (misfortune), mientras tú te haces
rico (fortune)». La muerte —tal vez como todas— es, en realidad,
una inmolación.
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