jueves, 20 de octubre de 2011

El precio de los sueños


 Renán: Muchas veces hay textos literarios que son bellos en sí mismos pero poco trasladables en cuanto a la posibilidad de ser dichos con verdad y con los sentimientos que les dan origen.
Bioy: De eso estoy absolutamente seguro.


“A lo largo de tres días y de tres noches del carnaval de 1927 la vida de Emilio Gauna logró su primera y misteriosa culminación.” Éste es seguramente el comienzo más famoso de la literatura nacional. Y El sueño de los héroes (1954) es una de las tres novelas argentinas más codiciadas por nuestros cineastas (las otras son Adán Buenosayres y Rayuela).
Los admiradores (y los críticos) de Bioy Casares suelen dividirse entre los que reivindican La invención de Morel y los que apuestan por El sueño de los héroes. En general, en la primera suele verse con excesiva nitidez la sombra de Borges (Bioy habría escrito las novelas que su maestro no pudo o no quiso escribir): trama perfecta, geométrica, lenguaje barroco, sentimientos muy filtrados por una distancia gélida; de aquí también su revaloración posmo, su lado cool. El sueño… sería una evolución hacia cierto “realismo fantástico” -contradicción aparente-, más cercano a Cortázar, un intento más o menos logrado (según el crítico) de reproducir el lenguaje popular y de situar ciertos temas filosóficos en un ambiente urbano identificable.
Sin embargo, La invención… y El sueño… no son tan radicalmente opuestas. Tienen en común algo fundamental: la narrativización de variantes sobre el eterno retorno, es decir, el destino humano visto como una combinatoria mecánica y recurrente, cuya percepción subjetiva adopta la forma paradójica -y cruel- de la libertad. Dicho de otra manera, se trata de un oxímoron narrativo y metafísico: el hombre acepta libremente (y hasta con alegría) lo prefijado por un destino inexorable.
Sobre los supuestos ideológicos de tal concepción, Jorge Rivera afirma, en un artículo de 1968: “Esta insistencia en destacar la inmodificabilidad del tiempo -la espacialización del continuum temporal- comporta la afirmación de que nada puede ser cambiado, y permite negar de paso la factibilidad de la praxis humana. (...) Abolida esta dialéctica [de la temporalidad] mediante la congelación del tiempo, se oscurece sensiblemente la posibilidad de comprender la Historia, la que se nos ofrece desrealizada y desestructurada en su duración; pero también se diluye la posibilidad de hacer la Historia como proyecto humano, se anula la acción humana sobre el futuro por mediación del azar, de la fatalidad o de la intervención de poderes y mediaciones (...). Se trata, en síntesis, de actuar sobre el presente a través de un bloqueo de lo porvenir, típico juego mitificador, desdialectizador y utopista que revela en el plano filosófico los concretos intereses de la clase.”
En este sentido preciso, Bioy puede, sí, asimilarse a Borges. Y El sueño…, verse como una suerte de ampliación novelística de “El Sur” (en la escena culminante del filme, esto está acentuado, porque Antúnez le da un cuchillo a Gauna para que pelee con Valerga -como pasa en el final del cuento de Borges-, lo cual no es del todo verosímil; en la novela, de hecho, Gauna tiene un “cuchillito” propio, como corresponde a un aprendiz de guapo).
Y, en cuanto al lenguaje supuestamente coloquial, más de uno se ha dejado engañar, creo, con las localizaciones en apariencia precisas de un Buenos Aires ido: Villa Urquiza, Barracas, la quema, etc. Los personajes, sin embargo, hablan como el “argentino exquisito” del diccionario de Bioy: un kitsch urbano bastante mal intencionado. Que detrás de la permanente desvalorización -parodia o mera caricatura- pueda asomarse algún dejo de ternura e identificación con los personajes, es otro de los logros (muy ambiguo, por cierto) de la prosa bioycasareana.
Por otra parte, y volviendo a la película que nos ocupa, la solidez exterior de la historia que cuenta la novela se prestaba engañosamente para su adaptación cinematográfica. Renán y Goldenberg eligieron una fidelidad máxima a “la letra” (hay parlamentos enteros transcriptos, sobre todo los de Valerga y Taboada, “padres” antitéticos de Gauna; éste conserva hasta el detalle de sus ojos verdes…), con aparentemente mínimas pero esenciales infidelidades.
En realidad, había dificultades insuperables para una adaptación más profunda de ciertos aspectos formales que -me atrevo a conjeturar- son lo mejor que la novela tiene: la ironía permanente pero casi imperceptible, el distanciamiento variable del narrador, ese punto de vista desde el personaje principal, que colorea todo y sin embargo deja que el lector comprenda “a través” de esa mirada opaca. (El procedimiento es marca de fábrica en Bioy, y fue llevado a su exasperación paródica en, por ejemplo, Dormir al sol.) ¿Un prodigio técnico sólo permitido a la literatura? Quizás, si exceptuamos el cine expresionista, desde Caligari hasta Antonioni (El desierto rojo, Blow-up), pero donde el realismo está proscripto desde el vamos. El distanciamiento en sí es “fácil”: pensar en Chabrol o en cierto Visconti. El problema es establecer las adecuadas distancias narrador-personaje-lector/espectador, cosa que el cine, arte objetivador por excelencia, parece, en principio, cohibir.
El mejor ejemplo de esto es el personaje de Valerga. En la novela, es un héroe para Gauna y sus amigotes oligofrénicos. Sin embargo, el lector va adivinando, progresivamente, que el falso doctor -que en su habla ampulosa se come sistemáticamente las b intermedias- es también un energúmeno, un fanfarrón, un mentiroso, un violento. Pero su figura apenas deja de ser grotesca en el duelo final, sólo entrevisto por y desde Gauna. En la película, el personaje se transforma en una encarnación del Mal casi en estado puro, un “villano” metafísico, sabatiano, que Lito Cruz (últimamente condenado a este tipo de papeles) lleva a su punto máximo. Risible a veces, sí, pero de manera involuntaria; por ejemplo, en sus desplantes en medio del corso… ¡cubierto de papel picado! (casi tan risible como Fabián Vena haciendo de guapito y cantor de tangos). No es que esta connotación estuviera ausente en la novela, lo que se pierde es la ambigüedad que deriva de ese manejo del punto de vista descripto antes.
En este contexto, era inevitable que se perdiera mucha de la sugestión del duelo final, entrevisto por Gauna en flashes constantes y certeros. Tampoco fue muy acertado dejar la explicación del enigma en boca de una Clara demasiado histérica.
Hay que decir, sin embargo, que mucha de la magia del relato se extiende al filme, aunque hubiera sido deseable menor fidelidad exterior y mayor reelaboración formal. La reconstrucción de época por ejemplo, es cara pero rutinaria (cada vez que se enfoca la calle, pasa un auto “antiguo”…). El Armenonville nunca llega a ser el lugar mágico que el texto sugiere, agobiado por tanto detalle de reconstrucción y un cantante meloso.
Sobre el casting, poco que decir. Bien Cruz (por barroco) y Palacios (por sobrio). Soledad Villamil no siempre logra ser la Clara que el texto exigía: la que lucha contra el destino y sólo pierde al final. Los demás, en general, demasiado pegados a tics televisivos. Tal vez el tiempo los (nos) libere de ese condicionamiento perceptivo. Por algo el cine es, de verdad, La invención de Morel, una forma limitada, e implacable, de la inmortalidad.


 (Reseña de El sueño de los héroes, de Sergio Renán, en revista La Vereda de Enfrente, núm. 13, Buenos Aires, diciembre de 1997.)


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