En trabajos anteriores, más o menos
recientes, me he ocupado de:
1. El saber del baqueano, como opuesto al
saber letrado. El primero, dependiente de un paradigma indiciario, considerado
primitivo, es degradado y desprestigiado, pero a la vez utilizado, aprovechado
por el segundo, cargado con el prestigio ambiguo de lo simbólico; operación que
sencillamente, entre otras cosas, consiste en apropiarse de un saber ajeno para
dominar y, en última instancia, borrar a ese mismo sujeto que sabe.[1]
2. La relación erótica o libidinal con el
líder, figurada en escenas que tienen lugar frente
o sobre la propia cama de Pancho
Villa, el héroe-bandido de la Revolución Mexicana (Valle, 2009). Estas escenas
están en las novelas autobiográficas El
águila y la serpiente, de Martín Luis Guzmán, y Cartucho, de Nellie Campobello.[2]
En este nuevo trabajo, continuación y a la
vez comienzo, voy a tratar de unir ambas líneas de investigación, con el objeto
de reflexionar sobre cómo se imbrican esas formas consideradas primitivas del
saber con la corporalidad de los sujetos que las portan, y cómo la degradación
de aquéllas es el correlato de la degradación de éstos, aun en una operación
que no carece de incoherencias y ambigüedades.
Para Sarmiento, como ya sabemos, el
baqueano, el rastreador son figuras características de la pampa, zona bárbara
por excelencia; pero figuras que destacan por capacidades sin duda
extraordinarias, y hasta muy útiles en su reducido ámbito de incidencia, aunque
siempre provoquen un plus de desconfianza, ya que se depende de ellos, y su
lealtad siempre suscita un (lógico) interrogante. Acá aparece de una manera
emblemática el “desacuerdo entre saberes”, como lo llama Graciela Montaldo
(2010: 31), puesto que, por un lado, si Sarmiento expresa cierta admiración (con
reticencias, pero admiración al fin), por esos personajes, por otro lado, no
deja de concluir que sus habilidades están fatalmente condenadas a ser
remplazadas por los saberes ilustrados; por, en definitiva, la ciencia europea,
ese pleonasmo.
Como he analizado con más detalle en los
artículos antes citados, el baqueano (y, por extensión, el gaucho, se podría
decir) posee un saber indiciario, intuitivo, poco menos que irracional: corporal. Un saber que se transmite de
padres a hijos, por imitación, casi biológicamente (en un extremo, reforzado a
rebencazo limpio; recuérdese la famosa escena de Don Segundo Sombra: “¡Hacete duro, muchacho!”).[3]
Este saber debe ser sustituido por el saber simbólico del letrado, del
intelectual, del cartógrafo, del ingeniero, etc.[4] El
saber simbólico se transmite por la letra, el libro, el mapa; es el
“capitalismo de imprenta” del que habla Benedict Anderson (1997), que produce
una nueva mitificación, la ilusión (ideológica) de que es infinitamente
distribuible, un saber “al alcance de todos”: democrático en un nuevo sentido, no peyorativo, pero que pretende
ignorar u ocultar sobre qué ruinas y sobre qué exclusiones se asienta.
En esta operación, culturalmente muy
compleja, el (saber del) cuerpo es degradado como ligado a lo irracional y lo
afectivo: opuesto al espíritu, al logos, a la palabra escrita. Se trata, entre
otras cosas, de neutralizar, por desprestigio, el saber del subalterno y, al
mismo tiempo, construir imaginariamente un espacio[5]
que pueda ser un locus enunciativo[6]
del saber ilustrado, el cual poco a poco va ocupando todo el territorio (de
legitimación y, por ende, de dominación) posible. El baqueano no deja de ser
una especie de niño[7]
que debe crecer; o también, un animal, cosa que veremos a continuación.
Propongo lo siguiente: si las escenas de la
cama de Pancho Villa configuran un extremo, una cifra del poder carismático
basado en la corporalidad, la mirada es una condensación aun mayor.
Desde su cama, Pancho Villa da órdenes,
organiza sus campañas, atiende pedidos, explica sus posiciones.
Paradójicamente, en una inactividad casi total (producto del cansancio, lo cual
no deja de implicar y evocar la actividad anterior, y la posterior),[8] la
inercia del cuerpo lo muestra en la cúspide de su poder, como un rey en un
trono plebeyo. Su engañosa inmovilidad es la de un animal al acecho. Y toda la
amenaza se concentra en su mirada felina, tantas veces evocada en las novelas
de la Revolución.[9]
Cuando Villa estaba enfrente sólo se le podían ver
los ojos, sus ojos tenían imán, se quedaba todo el mundo con los ojos de él
clavados en el estómago (...) todo él era dos ojos amarillentos medio castaños,
le cambiaban de color en todas las horas del día (de Cartucho).
Amador pronunció frases de presentación tan
sinuosas como largas. Villa lo escuchó sin parpadear... Los rayos de la lámpara
venían a darle de lleno y a sacar de sus facciones brillos de cobre en torno de
los fulgores claros del blanco de los ojos... Su postura, sus gestos, su mirada
de ojos constantemente en zozobra denotaban un no sé qué de fiera en el
cubil... (de El águila y la serpiente).
El tópico de la mirada campea sobre muchos
textos de los que he considerado anteriormente.Por ejemplo, en Los sertones, los ejemplos pueden
multiplicarse:
... E surgia na
Bahia o anacoreta sombrio, cabelos crescidos até aos ombros, barba inculta e
longa; face escaveirada; olhar fulgurante; monstruoso, a sua fisionomia
estranha: face morta, rígida como uma máscara, sem olhar e sem risos; pálpebras
descidas dentro de órbitas profundas (...). Tinha, entretanto, ao que parece, a
preocupação do efeito produzido por uma ou outra frase mais decisiva.
Enunciava-a e emudecia; alevantava a cabeça, descerrava de golpe as pálpebras;
viam-se-lhe então os olhos extremamente negros e vivos, e o olhar —uma
cintilação ofuscante... Ninguém ousava contemplá-lo. A multidão sucumbida
abaixava, por sua vez, as vistas, fascinada, sob o estranho hipnotismo daquela insânia
formidável. (...) torso dobrado, fronte abatida e olhos baixos, Antônio
Conselheiro aparecia. Quedava longo tempo, imóvel e mudo, ante a multidão
silenciosa e queda. Erguia lentamente a face macilenta, de súbito iluminada por
olhar fulgurante e fixo. E pregava.[10]
Algunos párrafos de Facundo son curiosamente parecidos:
... su cólera era la de las fieras: la melena de
sus renegridos y ensortijados cabellos caía sobre su frente y sus ojos, en
guedejas como las serpientes de la cabeza de Medusa; su voz se enronquecía, y
sus miradas se convertían en puñaladas. (...) todos los concurrentes se habían
escurrido, uno a uno, al leer en la mirada siniestra de Quiroga que aquélla era
la última postura (...). Sus ojos negros, llenos de fuego y sombreados por
pobladas cejas, causaban una sensación involuntaria de terror en aquellos sobre
quienes, alguna vez, llegaban a fijarse; porque Facundo no miraba nunca de
frente, y por hábito, por arte, por deseo de hacerse siempre temible, tenía de
ordinario la cabeza inclinada y miraba por entre las cejas, como el Alí-Bajá de
Monvoisin.
Pero también en Campaña en el Ejército Grande hay un fragmento, dedicado a Urquiza,
donde se une la cuestión de la mirada con la cuestión del saber y del mando:
Daba impulso a aquel extenso y variado campo de
acción la mirada eléctrica del General en Jefe que, situado en una eminencia,
dominaba la escena, inspirando arrojo a los unos y a todos actividad y
entusiasmo.
Es que la mirada es la cifra del poder
carismático, basado en una relación personal imaginaria. Veamos, de una manera
resumida, cómo funciona esto.
En el líder carismático, como en cualquier
otra forma de representación política, se instala un dilema, una tensión entre
los dos sentidos de esta palabra (el político y el retórico), que quizás
convendría mantener separados.[11]
Dilema, o tensión, por un lado, porque se pretende cancelar la distancia
implícita inevitablemente en ella, ya que toda representación es parcial (si
no, sería una identidad).[12]
Evo Morales dice en Jefazo: “Queremos
votar por nosotros mismos” (p. 129); en el contexto, se entiende lo que quiere
decir, por supuesto, pero la misma estructura de la frase quiere encubrir y, en
vez, exhibe un desdoblamiento inevitable. El líder, entonces, pasa a
representar a su pueblo de manera metafórica: es como su pueblo (la “chompa” de Evo). Y adquiere –en forma excelsa,
o por antonomasia– algunas de sus virtudes, por ejemplo, las del
baqueano-rastreador.
Si Rosas conocía el sabor de cada pasto de
la pampa, y Facundo el nombre y la historia de cada uno de sus soldados (como
Napoleón),[13]
también Pancho Villa exhibe esos saberes. Pueden, entonces, prescindir de los
guías, porque ellos saben más, no los necesitan, y evitan así ser engañados. Es
decir, evitan ser ellos mismos
representados. También pueden engañar mejor, o por lo menos desorientar a
sus enemigos, pero también a sus mismos seguidores, sus representados.
Durante todos estos años [Villa] aprendió a no
confiar en nadie. Cuando hacía sus jornadas secretas a través del país con un
acompañante leal, acampaba a menudo en un lugar despoblado y allí despedía a su
guía; dejaba una fogata ardiendo y cabalgaba toda la noche para alejarse de su
fiel acompañante. Así fue cómo Villa aprendió el arte de la guerra; y hoy, en
el campo, cuando llega el ejército para acampar en la noche, Villa tira las
bridas de su caballo a un asistente, se echa el sarape sobre los hombros y se
va, solo, a buscar el abrigo de los cerros. Parece que nunca duerme. En medio
de la noche se presenta de improviso en cualquier parte de los puestos
avanzados, para ver si los centinelas están en su lugar; cuando retorna en la
mañana, viene de una dirección distinta. Nadie, ni siquiera el oficial de mayor
confianza en su Estado Mayor, conoce nada de sus planes hasta que está listo
para entrar en acción (Reed, 1971).
No hay árbol, ni una peña, ni una cerca de piedras
que yo no conozca. Sé dónde hay cuevas, y de dónde sale el agua buena para
beber. Me amarras una venda, me llevas y me dejas en mitad de un cañón, que no
se vea más que un cerro para un lado y otro para otro, y te digo dónde estoy.
No hay una vereda por donde no haya caminado, y cuando me salgo de ellas, nadie
puede seguirme (...). Y así como yo conozco el campo, el campo me conoce a
mí... (Rafael Muñoz, ¡Vámonos con Pancho
Villa!).
Los ejemplos se pueden multiplicar.
El desprecio por este tipo de saberes (o su
sobrevaloración paradójica) es correlativo del tradicional desprecio por el
llamado populismo. Remito para esto a toda la primera parte del libro de
Ernesto Laclau La razón populista
(2005), que pasa revista a las teorías tradicionales sobre este tema. No puedo
resumir aquí las complejas teorías del politólogo argentino (que además deben
siempre ponerse en relación con su clásico posmarxista Hegemonía y estrategia socialista), pero trataré de destacar dos
aspectos que tienen que ver con la dirección de mi trabajo: la verdadera función del líder y la importancia de la dimensión afectiva.
Tradicionalmente, se atribuyeron al líder
carismático-populista las capacidades, más o menos equivalentes o correlativas,
de sugestión y de manipulación de las masas. Pero, como bien dice Laclau (2005),
esto, aunque fuera cierto, deja por explicar cómo y por qué se pueden producir
tales operaciones (por otro lado, más o menos similares, o mutuamente
implicadas): “La unificación simbólica del grupo en torno a una individualidad –y
aquí estamos de acuerdo con Freud– es inherente a la formación de un pueblo.”
En primera instancia, entonces, es el “nombre del líder” el que unifica (siempre
provisoriamente) las demandas equivalentes que constituyen la lógica
estructural populista: “Encarnar algo sólo puede significar dar un nombre a lo que está siendo
encarnado...”. Pero esto no se completaría sin la investidura afectiva
libidinal (amor u odio) que fundamenta el proceso de significación: “... pero
como lo que está siendo encarnado es una plenitud imposible..., la entidad
‘encarnadora’ se convierte en el objeto pleno de investidura catéctica”.
Proceso que nunca es completo, por eso puede cambiar en cualquier momento. Y
por eso representante y representados se configuran mutuamente.
Este rodeo por lo libidinal-afectivo (que
rocé en el trabajo sobre “la cama de Pancho Villa”) nos reconduce al tema del
cuerpo del líder y sus saberes respectivos, encarnados, precisamente, de manera
privilegiada, en las formas de su mirada: magnética, fulgurante, eléctrica,
vacilante y a la vez súbitamente penetrante;
ojos que son como imanes o puñales, que no miran de frente o se abren
bruscamente, y que pueden “ver” incluso detrás de una venda (porque es todo el
cuerpo el que “ve”), y abarcan más de lo que puede ponerse en palabras,
revelando así la carencia fundamental de lo simbólico.
Para terminar, por ahora. Los saberes
ilustrados (de izquierda y de derecha) suelen despreciar este saber iletrado,
corporal, libidinal, propio de ciertos populismos; los logros de estos últimos
suelen ser calificados, paradójicamente, de meramente “culturales” o, en este
otro sentido, “simbólicos” (la política social
del peronismo es un buen ejemplo), como si las transformaciones materiales y
las imaginarias fueran por sendas totalmente distintas.[14]
Intenté empezar a mostrar que ambas cosas están imbricadas de varias maneras, y
que el cuerpo del líder es el punto nodal de aparición y de fuga de estas
maneras.
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sertones, de Euclides Da Cunha: el hombre, la tierra, el texto. Buenos
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[1] Valle (2008a). Con algunas variantes,
Valle (2008b).
[2] Hay escenas parecidas en el libro de
crónicas periodísticas México insurgente,
de John Reed: “Lo he visto con frecuencia cabizbajo en su catre, dentro del reducido vagón rojo en que viajaba siempre,
contando chistes familiarmente con veinte soldados andrajosos tendidos en el
suelo, en las mesas o las sillas. (…) A la mañana siguiente fui a ver a Villa a
su carro. Era un vagón rojo, con cortinas de saraza en las ventanas; el famoso
y reducido carro que Villa ha usado en todas sus andanzas desde la caída de
Juárez. Estaba dividido por tabiques en dos cuartos, la cocina y la recámara
del general. Esta pequeña habitación, de poco más de tres por siete metros, era
el corazón del ejército
constitucionalista. (...) Dos literas
doble ancho de madera plegadas contra la pared, en una de las cuales dormía
Villa y el general Ángeles; en la otra, José Rodríguez y el doctor Raschbaum,
médico de cabecera de Villa. Era todo... —¿Qué desea, amigo? —dijo Villa, sentándose al extremo de la litera, en paños
menores color azul. Los soldados que holgazaneaban en torno, indolentes, me
hicieron un sitio” (1971, passim; los
subrayados son míos).
[3] Fin del capítulo VIII. El rebencazo es, en
un oxímoron, “casi insensible”. Y Fabio agrega “creí haber reconocido la voz de
Don Segundo”. ¿Quién otro iba a ser? Pero esta duda refleja la impersonalidad
de la operación: es la misma pampa la que golpea, la que enseña.
[4] Estos temas han sido brillantemente
elaborados en el reciente libro de Fermín Rodríguez (2010). Por otro lado, no
me parece casual que Euclides Da Cunha fuera “ingeniero militar”; remito, para
ello, a Valle (2009: 11). Luego del éxito de este libro, Euclides es enviado
como perito agrimensor para saldar los conflictos limítrofes entre Perú,
Bolivia y Brasil. Ver Da Cunha (1975).
[5] Para el tema
del espacio, desde el punto de vista de un brillante geógrafo contemporáneo,
ver Milton Santos (1988): “O espaço não é nem uma coisa, nem um sistema de
coisas, senão uma realidade relacional: coisas e relações juntas. Eis por que
sua definição não pode ser encontrada senão em relação a outras realidades: a
natureza e a sociedade, mediatizadas pelo trabalho. Não é o espaço, portanto,
como nas definições clássicas de geografia, o resultado de uma interação entre
o homem e a natureza bruta, nem sequer um amálgama forma pela sociedade de hoje
e o meio ambiente. O espaço deve ser considerado com um conjunto indissociável
de que participam, de um lado, certo arranjo de objetos geográficos, objetos
naturais e objetos sociais, e, de outro, a vida que os preenche e os anima,
seja a sociedade em movimento. O conteúdo (da sociedade) não é independente, da
forma (os objetos geográficos), e cada forma encerra uma fração do conteúdo. O
espaço, por conseguinte, é isto: um conjunto de formas contendo cada qual
frações da sociedade em movimento As forma, pois têm um papel na realização
social.”
[6] Para la construcción de
este espacio privilegiado desde el cual se puede enunciar “la Verdad”
(imperialista, colonial, dominante), ver varios trabajos de los últimos años de
Walter Mignolo; entre ellos: “Espacios
geográficos y localizaciones epistemológicas: la ratio entre la localización
geográfica y la subalternización de conocimientos”,
“Postoccidentalismo: el argumento desde América latina” (ubicables en
Internet), y su confluencia en Mignolo (2007).
[7] “Ahora es interesante verlo leer, o más
bien, oírlo, porque tiene que hacer una especie de deletreo gutural, un zumbido
con las palabras en voz alta, como si fuera un pequeño que apenas puede o
empieza a leer”, dice John Reed (1971) sobre Pancho Villa.
[8] “Parece que nunca duerme” (otra vez Reed).
[9] La animalización de los seres humanos en
estos sistemas metafóricos es el correlato de la naturalización de la historia,
como bien han advertido los teóricos poscoloniales: “... metáforas que asimilan
las sublevaciones campesinas con fenómenos naturales: estallan como tormentas
de truenos, se mueven como terremotos, se extienden como incendios de monte, se
contagian como epidemias” (Guha, 1997). Mientras escribo esto (domingo
12/9/2010), leo en Clarín una nota de
Eduardo Van der Kooy en la que dice que el piquetero Luis D’Elía “abandonó su
madriguera”.
[10] “... Y surgía en Bahía el anacoreta sombrío, de
cabellos crecidos hasta los hombros, barba inculta y larga; rostro como
calavera; mirada fulgurante (...) su extraña fisionomía: rostro muerto, rígido
como una máscara, sin mirada y sin sonrisa; párpados caídos, dentro de órbitas
profundas (...). Tenía, sin embargo, por lo que parece, preocupación por el
efecto producido por una o otra frase más decisiva. La enunciaba y enmudecía;
levantaba la cabeza, abría de golpe los párpados; se le veían entonces los ojos
extremadamente negros y vivos, y la mirada: una cintilación ofuscante... Nadie osaba
contemplarlo. La multitud
apabullada bajaba, a su vez, la vista, fascinada, bajo el extraño hipnotismo de
aquella formidable insania. (...) torso doblado, frente abatida y ojos bajos,
Antonio Conselheiro aparecía. Se quedaba largo tiempo, inmóvil y mudo, ante la
multitud silenciosa. Erguía lentamente el rostro macilento, súbitamente
iluminado por una mirada fulgurante y fija. Y predicaba” (mi traducción).
[11] Los dos significados “están relacionados
pero son irreductiblemente discontinuos”, señala Gayatri Spivak en su ya
canónico artículo “¿Puede hablar el subalterno?” (1988).
[12] “... ¿qué entraña el proceso de
representación? En esencia, la fictio iuris de que alguien está presente en un
sitio en el que se encuentra materialmente ausente. La representación es el
proceso por el cual alguien (el representante) ‘sustituye’ y, al mismo tiempo,
‘encarna’ al representado. Parecería que las condiciones de una representación
perfecta estarían dadas cuando ella es un proceso directo de transmisión de la
voluntad del representado, cuando el acto de representación es por entero
transparente respecto de esa voluntad. Esto presupone que dicha voluntad esté
plenamente constituida y que el papel del representante se agote en su función
mediadora. La opacidad inherente a toda sustitución y encarnación debe
reducirse al mínimo; el cuerpo en el que
cobra lugar la encarnación tiene que ser casi invisible. Sin embargo, en
este punto surgen dificultades, ya que ni por el lado del representante ni por
el lado del representado prevalecen las condiciones de una representación
perfecta; y esto no es consecuencia de lo empíricamente factible, sino de la
lógica misma inherente al proceso de representación. (...) En el proceso de
representación hay una opacidad, una esencial impureza, que a la vez es
condición tanto de la posibilidad como de la imposibilidad. El ‘cuerpo’ del representante no puede
reducirse, por motivos esenciales. Una situación de transmisión y rendición
de cuentas perfectas en un medio transparente no exigiría representación
alguna. (...) ¿Qué ocurre con la representabilidad? Está claro que si no existe
un cimiento racional supremo de lo social, la representabilidad total es
imposible; pero en tal caso no podemos hablar tampoco de representaciones
‘parciales’ que serían, dentro de sus respectivos límites, cuadros más o menos
adecuados del mundo. Si la contingencia radical ha ocupado el terreno del cimiento,
todo significado social será una construcción social y no un reflejo
intelectual de lo que son las ‘cosas-en-sí’” (Laclau, 1993; subrayados míos).
[13] Y recordemos, a propósito de esto, el
escepticismo de Valentín Alsina al respecto. Ver “Notas de Valentín Alsina al
libro Civilización y barbarie”, en la
edición del Facundo de la Biblioteca
Ayacucho.
[14] Esto también está desarrollado
ampliamente, por la senda de Laclau, en el libro de Alejandro Groppo (2009).
(Leído en las I Jornadas de investigación “De la Colonia al Tercer Milenio.
Literatura latinoamericana”, Buenos Aires, Instituto de Literatura
Argentina “Ricardo Rojas”, 23-24 de septiembre de 2010; actas, en prensa)
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