Dicen que una vez se encontraron Groucho Marx y
T. S. Eliot. Ambos se admiraban de lejos, quizás la única admiración
verdadera, profunda, durable. A Eliot ya se lo enseñaba en las universidades:
muy pronto, hasta los jóvenes de la secundaria aprenderían, implacablemente, a
no disfrutarlo. Groucho, en cambio, era, y quería serlo, un cómico de cabaret,
apenas contenido por los cuatro lados de la pantalla. Ambos, el poeta y el
cómico, sabían perfectamente que el verdadero sentido siempre es otro. Sin embargo, el encuentro (narrado
indirectamente por el hijo de Groucho en la biografía de su padre) fue un
fracaso casi ideal. Los dos genios, junto a sus esposas, compartieron una fría
cena, se otorgaron mutuos e imperdonables autógrafos y, tal vez, comprendieron
que su admiración bien pudo seguir siendo lejana, como debe ser.
El segundo encuentro es casi paralelo (a la
realidad le gusta suministrar las simetrías que un articulista necesita). Un
escritor de oficio llamado Samuel Beckett realiza el guión de un film. El film
se llamará, necesariamente, Film.
Ciertas redundancias, ciertas obviedades, son imprescindibles, como si un
filósofo escribiera una novela llamada “Novela”, o mejor, como si un joven
escribiera su primer, quizás su único poema y lo llamara “Poema”. Las obras de
Beckett son oscuros mecanismos de relojería. Los críticos hablan de “absurdo”
(como si al arte se le aplicaran tan fácilmente las categorías de la vida),
pero nada más lejano: se trata de llevar hasta el límite una propuesta por
completo racional. Alguien reside en el fondo de un tacho de basura, no tiene
brazos ni piernas, apenas puede ver lo que sucede a su alrededor, sólo es una
voz que habla y dice que no va a hablar (El
innombrable). A partir de premisas como éstas tiene lugar un desarrollo
perfectamente lógico. Si las últimas consecuencias son “absurdas”, allá ellas.
Razonando así, era fácil elegir al intérprete de Film. ¿Beckett tuvo precursores? Al menos, uno: Buster Keaton.
Viejo y enfermo, el hombre sin sonrisa, el hombre de la mirada más beckettiana
posible, marcha al encuentro del personaje que lo estaba esperando, del
personaje que él, sin saberlo, contribuyó a crear. Pero las relaciones entre
estos dos genios tampoco son sencillas. Apenas se hablan, otros deben mediar.
El abismo, ahora sí, del absurdo, los separa. Film es una obra maestra.
El tercer encuentro pretende redimirnos de las
anteriores derrotas. Lo cuenta Liv Ullman en su libro Senderos. Una vez, en Roma, Bergman y Fellini se encontraron por
primera vez. Se abrazaban y se reían, como viejos camaradas, como cómplices
depositarios de algún viejo secreto. Bergman con su boina, Fellini con su capa,
pasean abrazados por la calle. Quizás el secreto que creían poseer no era el
mismo. Quizás todo fue un malentendido, o al menos un entendimiento basado en
lo que a cada uno le faltaba del otro. O, simplemente, estos dos hombres se
rozaron sin destrozarse, para convencernos de que algún encuentro es posible.
(Publicado en la revista Intercambios,
núm. 1, Buenos Aires,
abril de 1995.)
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