Popeye y Tiburcio
o el patronazgo del mal
(Pablo Escobar, el
patrón del mal, la telenovela que canal 9 está emitiendo en estos días,
mucho tiempo después de su difusión en YouTube, me obligó a reflotar un texto inacabado, parte de una investigación
académica más amplia sobre el liderazgo populista “paraestatal”.)
A fines de 2009, John Jairo Velásquez, alias Popeye, uno de los sicarios más
importantes de Pablo Escobar Gaviria, dio una entrevista exclusiva a Ilia
Calderón, periodista de la cadena colombiana de noticias Univisión.(1)
Más allá de tener en cuenta que, en este caso (quizás como en
todos), la díada enunciación/enunciado debe ser interpretada en el marco de una
estrategia comunicativo-jurídica, hay un punto que quiero destacar
especialmente.
En el minuto 4:52 de la entrevista, dentro del contexto de
una “confesión amplia” (aunque ambigua), Popeye
afirma sin ambages: “Un año [Pablo Escobar] ordenó matar a mi mujer y yo la
maté”.
Casi de inmediato (en el minuto 6), se da el siguiente
diálogo con la entrevistadora:
“—Cuando él le da la orden, ¿usted qué piensa, qué siente?
—A mí se me entra la lealtad de Pablo Escobar y el amor por
ella, porque ya era amor, estaba enamorado”.
Popeye pasa a relatar brevemente el “operativo”, que él ha
organizado, y agrega: “Yo paso y la veo a ella muerta” (6:40). Para concluir,
significativamente, refiriéndose a la época posterior a la muerte de su jefe y
su propio encarcelamiento: “Yo no lloro porque tengo el alma muerta de tanto
crimen, de tanta sangre. No soy capaz de llorar… No me importaba ya que me
mataran a mí… Me sentí como desnudo, sin el escudo de Pablo Escobar” (7:51).(2)
El espeluznante episodio me recordó enseguida una escena,
hasta cierto punto homóloga, de la novela ¡Vámonos
con Pancho Villa!, de Rafael Muñoz, habitualmente asignada al ciclo de la
Revolución Mexicana.
Como muchas de las obras de este tipo, ¡Vamonos…! es más bien una coletánea de episodios o peripecias(3)
hiladas sólo por la pertenencia a una saga histórica altamente referencial; en
este caso, las campañas, primero triunfantes y luego en decadencia, de Pancho
Villa.
El protagonista, que lo hay, es Tiburcio Maya, uno de los dorados,(4) especie de guardia personal
del líder norteño. En realidad, Tiburcio llega a pertenecer a un grupo más
reducido aun, los “Leones”, cuya fama se extiende rápidamente en las numerosas
batallas del poderoso ejército villista. Sin embargo, cuando comienzan los
malos momentos, luego de Zacatecas, Tiburcio experimenta un gesto de rechazo
por parte de su jefe, y decide desertar. Veamos cómo lo cuenta Muñoz (creo que
citarlo extensamente vale la pena).
Al otro día, el 22 de junio,
llegó Pancho Villa. Ángeles le informó de las posiciones ocupadas e hicieron
la última distribución de tropas para el combate: Urbina y sus brigadas sobre
La Bufa; Villa y las suyas sobre
Loreto. Supo que habían tenido gran número de heridos, y recordando los días
del ataque a Torreón, pensó que debía de haber en los trenes algunos soldados
escondidos para no entrar a batalla. Y en su caballito pequeño y nervioso fuese
a Calera, seguido por una escolta de sus fieles dorados. En
la estación, frente a los trenes, echó pie a tierra y fue recorriendo carro por
carro, atisbando en los rincones, bajo los bultos de la impedimenta, y descubriendo
varios emboscados que imaginaban poder ser soldados y no combatir.
Furioso por la
cobardía de aquellos hombres, llegó ante el vagón 7121. Tiburcio estaba sentado
en la puerta, fumando, sin arma al cinto y sin cartucheras que le cruzaran el
pecho. Al ver venir a su jefe se irguió rápidamente e hizo el saludo; sus ojos
se encendieron y se sintió vibrar de entusiasmo. Una palabra, un gesto, y
correría hacia donde estaban atrincherados los pelones, echándoles muchos balazos… Aquél sí que era
hombre, y jefe de hombres, no como el chivo de Urbina, hijo de perra, ladrón de
caballos... Aspiró a todo pulmón el viento húmedo y quiso gritar un “Viva
Villa” que se oyera en todo Zacatecas...
Pero al fijarse
en aquel carro, Pancho Villa encogió los hombros instintivamente, y su mirada
llameante expresó un repentino temor. Un instante miró a Tiburcio de arriba
abajo, y haciendo una curva se alejó del vagón y pasó adelante, alargando el
paso. Dentro, el viejo se quedó laxo como un costal vacío, combando el dorso
como un carrizo al viento.
—Está bien —dijo—; aquí se acabó...
Lentamente se
fajó la pistola, colocose sobre los hombros las cartucheras con la dotación
completa como si entrara en combate, empuñó la carabina y de un salto se
precipitó del carro hacia la noche (Muñoz, 1949: 82-83).
¿Qué pasa, en realidad, en este episodio? Lo retomaré más
adelante, porque se va a resignificar a partir de la escena siguiente, que es
la que me interesa parangonar con la confesión de Popeye Velásquez.
Un tiempo después de su deserción, Tiburcio Maya está en su
rancho, retirado, junto a su familia. En el fondo, espera el regreso de su
general Villa; que es exactamenrte lo que ocurre, cuando el otrora exitoso
líder se ha convertido en un jefe de guerrillas y recluta a todos los hombres
que puede.
Veamos ahora esta escena clave (Muñoz, 1949: 91-95).
Se acercaron. Venían en caballejos
cansados que temblaban sobre las patas, volviendo la cara hacia el arroyo de
aguas frescas. Traían las carabinas tendidas entre el vientre y la cabeza de
la silla, y estaban
cubiertos de tierra, con barbas crecidas y largos cabellos apelmazados en una
pasta de polvo, sudor y grasa; andrajosos, descalzos. Sin embargo, algo tenían
de hermoso: el gesto. Miradas vivas, de cuervo; mandíbulas fuertes, de lobo; la
cabeza altiva y decisivo el ademán. Siempre el hombre que se rebela es así, y
no cambia ni a la hora de la muerte. Hay en él trazos que marcan el vigor de su
alma, líneas esculpidas por el destino. Le circunda un halo, como de
tempestad.
Ya volveré sobre esta
relación con la muerte y el destino que están marcados en los hombres que se
rebelan, y especialmente en Tiburcio. Hombres que —hay que recalcarlo— “algo
tenían de hermoso”, pero también tienen rasgos animalescos: de cuervo, de lobo.
El ranchero que
estaba en pie sonrió. “Ya sabes quiénes son”, le dijo dentro de sí mismo el
desertor de Zacatecas, que se erguía.
—¿Villistas?
—Para todo lo
que se ofrezca.
—¿El jefe?
—¿Qué jefe?
—Mi general
Villa...
La voz del
campesino tenía un acento extraño: ordenaba y parecía llorar. Como un hachazo:
primero, el golpe, y luego, el crujido del tronco.
Los demás
jinetes se acercaron y lo fueron rodeando; el muchacho se pegó a su cuerpo
como antes pidiera protección al nudoso sabino, y el padre buscaba con la
mirada entre todas las caras que surgían de la masa de hombres, al
desparramarse. Muchos rostros le parecieron conocidos bajo la máscara de tierra
y barbas. Les sonrió.
Al final del
tropel, sin nadie más a su espalda, llegó el esperado, hendiendo el círculo de
sus hombres como una daga. Su caballo se adelantó al centro hacia donde estaba
el labrador en posición de firme, saludando con la mano a la altura de la
frente. Sin hablar, le contempló un momento.
—Eres Tiburcio
Maya…
—Sí, mi general.
—Te decían el
León
de San Pablo.
—Como otros cinco.
—Estabas conmigo en San Andrés, cuando
derrotamos a Félix Terrazas.
—Sí, mi general.
—En los cerros de Ranchería, contra
Francisco Castro.
—Sí, mi general.
—Frente a Chihuahua...
—Recogí a Navarro cuando lo mató una
granada, en el mismo lugar donde usted estaba un minuto antes.
El jinete sonrió y se echó el sombrero
hacia atrás; tenía una cabeza ancha, de parietales boludos sobre las crejas, y
la cara bermeja como un sol al tocar el horizonte; sacó un pie del estribo y
descansó sobre la montura, inclinado sobre el muslo y poniendo el codo en la
teja.
—¿Te acuerdas de cuando agarramos los
trenes en Laguna?
—Sí, mi general.
—¿De la toma de Ciudad Juárez?
—Sí, mi general.
—Fuiste de los que cogieron la
artillería en loa arenales de Tierra Blanca...
—A José Inés Salazar.
—Estuviste en el asalto de La Pila...
—Ahí dejé a dos compañeros.
—Y fuiste emisario en Torreón...
Villa se complacía en demostrar su
prodigiosa memoria: como a Tiburcio, decía conocer a cada uno de sus hombres;
recordaba las veces que habían estado cerca de él en la pelea, en las
Caminatas por los desiertos; sus fidelidades y sus traiciones, sus cobardías y
sus heroísmos, sus éxitos, su crímenes...
—¡Ah, viejo desgraciado! Te me rajaste
en Zacatecas, cuando estábamos en lo más duro, y te volviste en un tren de
heridos...
Habló con las quijadas apretadas,
escupiendo las palabras entre las cerdas de su bigote, indomable, y apretando
los puños como para embestir.
—Usted perdone, mi general; pero no
me rajé: fue usted mismo el que me ninguneó; no me quería ya en la División del
Norte, porque tenía miedo de que se me hubiera pegado las viruelas. Y en los
momentos más fuertes del pleito no serví sino para cargar heridos. Todos me
huían, me desconfiaban, se apartaban de mí... Entonces, ¿para qué decir que
no?, me acosté entre dos heridos y me dejé arrastrar hasta Torreón.
—Bueno, bueno, ya ves que no hiciste
falta. Ahora sí te quiero, porque vamos a una lucha sagrada: vamos a vengar a
todos nuestros hermanos que han caído en esta pelea contra Carranza, porque son
los güeros del otro lado los que lo están
ayudando para que nos acabe. ¿Tienes carabina? Agárrala y vamos jalándole. No
te olvides que aquí andan los puros hombres de calzón bien fajado.
Tiburcio se estiró: parecía ir
creciendo, irse hinchando.
—De veras, general, ¿quiere que me
vaya con usted?
—No más agarras tu carabina y
caballo, si tienes...
El muchacho, pegado al padre, le
habló en voz baja:
—¿Y madre? ¿Y hermana?
El hombre sintió un relámpago en su
espíritu, que le iluminó de lleno el dilema, y fue el principio de una
tempestad interior. Un vendaval de violencia, lucha y muerte le ofuscaba la
mente y le empujaba hacía la horda, para seguirla, para formar parte de ella,
para azotar, incendiar y destrozar con ella, o para desaparecer. Y nuevos
relámpagos le mostraban a las dos mujeres que habían de quedar atrás, en la
senda arrasada, donde no volvería a crecer la hierba nunca. Titubeó.
En efecto, Tiburcio titubea. Es el turning point que resalta la resolución
final de su duda. (Como lo describe idiolectalmente Popeye: “se me entra la lealtad de Pablo Escobar
y el amor por ella”.)
—Yo sí quisiera, general; pero…
Su voz había cambiado: no fue ya como el
hacha, sino como la fronda que se agita, y murmura suavemente adulando al
leñador que la amenaza.
—Pero ¿qué?
—Mi mujer, mi hija...
En la boca bestial del bandolero se
formó una sonrisa espantosa. Por ella salieron las palabras silbando y
arrastrándose, como víboras.
— ¡Ah! Tienes mujer, tienes hija… Bueno,
bueno, ¿por qué no lo habías dicho antes? La cosa cambia, llévame adonde están.
El campesino mostró con el brazo
extendido la casita de madera recostada en la loma, verde como el bosque, baja
de techo, que se confundía en el océano de encinas. Y luego, alegremente, como
si se hubiera escapado de un gran peligro, guió a la partida a través de la
tierra labrada, brincando los surcos de tres en tres para no deshacerlos, sin
fijarse en que tras él, los caballos los arrasaban.
—¿Ya comió usted, general? Que mi mujer
le ase un cabrito...
En el cajal, la mujer y la hija, que
habían visto acercarse el tropel, estaban de rodillas ante el cromo descolorido
de un santo anónimo, rezando a gritos.
—Mujeres, mujeres, no tengan miedo, que
no les voy a hacer nada...
Se levantaron, y temblando como
gelatina, fueron a asar el cabrito. Villa se sentó en cuclillas, apoyando las
espaldas en un rincón, y antes de comer, hizo que la mujer probara, que
probaran la hija y el hijo; y luego devoró como un jaguar, sujetando la pieza
con ambas manos. Ahito, se puso en pie, limpiándose la boca con la manga, y
recordando sus costumbres de ranchero:
—Gracias a Dios —murmuró—, que nos da de
comer...
Atrajo hacia sí la niña, pasándole sobre
la cabecita su mano enorme.
—Tienes razón, Tiburcio Maya... ¿Cómo
podías abandonarlas? Pero me haces falta, necesito todos los hombres que puedan
juntarse, y habrás de seguirme hoy mismo. Y para que sepas que ellas no van a
pasar hambres, ni van a sufrir por tu ausencia, ¡mira!
Rápidamente, como un azote, desenfundó
la pistola y de dos disparos dejó tendidas inmóviles y sangrientas a la mujer
y a la hija.
—Ahora ya no tienes a nadie, no
necesitas rancho ni bueyes. Agarra tu carabina y vámonos…
Con los ojos enrojecidos y la mandíbula
inferior suelta y temblorosa, las manos convulsas, sudorosa la frente, sobre la
que caían como espuma de jabón los cabellos blancos, el hombre tomó a su hijo
de la mano y avanzó hacia la puerta. Al primer villista que encontró pidió una
cartuchera que terció sobre el hombro, le pidió la carabina, que el otro
entregó a una señal del cabecilla, y echó a andar por la tierra de su parcela
que los caballos habían removido, hacia el Norte, hacia la guerra, hacia su
destino, con el pecho saliente, los hombros echados hacia atrás y la cabeza
levantada al viento, dispuesto a dar la vida por Francisco Villa...
Dar la vida o quitarla aparecen como hechos intercambiables,
“equivalenciales”. Popeye organiza el asesinato de su propia mujer. Tiburcio
asiste, no indiferente pero sí pasivo, al asesinato de la suya. En ambos
momentos, el líder aparece como el catalizador, el que da la orden o la ejecuta
por sí mismo y, al hacerlo, soluciona el problema. El subalterno no necesita
pensar, no debe pensar. Cuestionar la orden equivaldría a su muerte, por
supuesto, pero también a algo más (mucho más importante, dado que, como ha
quedado claro, son hombres a los que no les importa morir): a romper el lazo
libidinal, erótico, que lo une al líder (aunque “unir” es acá un verbo muy
débil).
De hecho, pensemos en lo que significa “compartir” una mujer
y cómo termina eso, por ejemplo, en “La intrusa” de Borges. Y recordemos que la
“ruptura” entre Villa y Tiburcio, relatada en la primera escena, no es otra
cosa que una escena de celos y despecho, enmascarada por un supuesto
malentendido. “Al ver venir a su jefe se irguió rápidamente e hizo el saludo; sus ojos se encendieron y se sintió vibrar
de entusiasmo… Aquél sí que era hombre, y jefe de hombres... Pero al
fijarse en aquel carro, Pancho Villa encogió los hombros instintivamente, y su
mirada llameante expresó un repentino temor… —Está bien —dijo [Tiburcio]—; aquí
se acabó... y de un salto se precipitó del carro hacia la noche”. Hacia la noche, es decir, hacia la
ausencia de sentido, hacia la lejanía del líder. O, como lo diría Popeye, más
claramente aun: “Me sentí como desnudo,
sin el escudo de Pablo Escobar”.
Y en la otra escena, la del reencuentro: “—¡Ah, viejo
desgraciado! Te me rajaste en Zacatecas, cuando estábamos en lo más duro, y te
volviste en un tren de heridos... —Usted perdone, mi general; pero no me rajé:
fue usted mismo el que me ninguneó; no me quería ya en la División del Norte,
porque tenía miedo de que se me hubiera pegado las viruelas…” Entonces Villa le
contesta: “Ahora sí te quiero…”. “Tiburcio
se estiró: parecía ir creciendo, irse hinchando. —De veras, general, ¿quiere
que me vaya con usted?”. (Sería redundante enfatizar todas las reacciones corporales, que Muñoz prodiga
sabiamente.)
Dar la vida o quitarla aparecen como
hechos intercambiables, “equivalenciales”. Popeye organiza el asesinato de su
propia mujer. Tiburcio asiste, no indiferente pero sí pasivo, al asesinato de
la suya. En ambos momentos, el líder aparece como el catalizador, el que da la
orden o la ejecuta por sí mismo y, al hacerlo, soluciona el problema, el dilema. El subalterno no necesita pensar, no debe pensar.
Cuestionar la orden, la decisión del líder, equivaldría —de varias maneras— a
su muerte, por supuesto, pero también a algo más (mucho más importante, dado
que, como ha quedado claro, son hombres a los que no les importa morir): romper
el lazo libidinal, erótico, que lo
une al líder (aunque “unir” es acá un verbo muy débil).
De hecho, respecto de la relación
Pablo-Popeye, pensemos en lo que significa “compartir” una mujer y cómo termina
eso, por ejemplo, en “La intrusa” de Borges. Y recordemos que la “ruptura”
entre Villa y Tiburcio, relatada en la primera escena, no es otra cosa que una
escena de celos y despecho, enmascarada por un supuesto malentendido: “sus ojos
se encendieron y se sintió vibrar de entusiasmo… Aquél sí que era hombre, y
jefe de hombres... aquí se acabó... y de un salto se precipitó del carro hacia
la noche”. Hacia la noche, es decir,
hacia la ausencia de sentido, hacia la lejanía del líder. O, como lo diría
Popeye, más claramente aun: “Me sentí como desnudo,
sin el escudo de Pablo Escobar”. Y en la otra escena, la del reencuentro: “Ahora sí te quiero… Tiburcio se estiró:
parecía ir creciendo, irse hinchando. —De veras, general, ¿quiere que me vaya con usted?”. (Sería redundante enfatizar todas
las reacciones corporales, que Muñoz
prodiga sabiamente.)
En Literature and Subjection. The economy of writing and marginality in
Latin America, Horacio Legrás comenta largamente estos textos: “Tiburcio
Maya es también el personaje que, en una parodia de la teleología hegeliana,
encarna el anómico y desorientado espíritu revolucionario, de tal manera que su
fidelidad [allegiance] a la revuelta
se traduce en un casi total borramiento de su conciencia y su individualidad”
(p. 150; las traducciones son mías). “Esta escena [se refiere al asesinato de
la mujer y la hija] parece haber sido lo bastante chocante como para evitar la
emergencia de toda interpretación moral. En su lugar, encontramos una suerte de
desplazamiento, un truco hermenéutico que causa que el inviable efecto
melodramático emerja en una ubicación diferente, a saber, en el sitio de la
responsabilidad política y moral del autor. En esta lectura, ¡Vámonos…! es vista como un texto
valiente que se atreve a retratar a un héroe revolucionario, Villa, como un
cobarde y un asesino” (p. 52).
Pero no hay que olvidar que Tiburcio,
aunque odia (por ende, ama) a Villa, y hasta en algún momento fantasea con
matarlo, vuelve a seguirlo; diríamos que “renueva sus votos” de fidelidad a la
revolución. Su cuerpo individual odia al Villa-hombre; su “cuerpo histórico”,
en cambio, frente al destino que ese hombre encarna,
se rinde, si no con su acquiescencia, al menos con su pasividad. Pero es una
pasividad activa, si vale la
contradicción, porque marcha con él a la guerra, a matar y morir.
Es decir que esto no es una mera
división, es más bien una tensión: “Tiburcio encarna heroicamente una tensión
entre su persona individual e
histórica”, dice Legrás (p. 52) Pero ¿acaso esta división-tensión es propia del
personaje Tiburcio o es característica de cualquier sujeto, enfrentado o no a una circunstancia histórica particular
(como lo son todas)? ¿No se trata de la escisión constitutiva del sujeto en
tanto tal? Legrás dice que, por supuesto, matar a la mujer y a la hija de
Tiburcio no es, de ninguna manera, un acto revolucionario en sí mismo (aunque,
pregunto y me pregunto, ¿cuál lo sería, por
definición?). Pero, agrega, ese acto alegoriza
de manera revulsiva y extrema el grado de disolución y reconfiguración que es
condición de la revolución. Y yo agregaría que, además de alegorizar, se
constituye en un eslabón de una cadena metonímica, interminable, de medios y
fines; cadena dentro de la cual habría que replantear toda noción de “necesidad”,
“decisión”, “voluntad”, “finalidad” (y también de “revolución”).
Tiburcio, como bien indica Legrás, está
marcado de entrada por la compañía de la Muerte. Muñoz mismo lo dice: “Siempre el hombre que se rebela es así, y no cambia ni a la hora de la
muerte. Hay en él trazos que marcan el vigor de su alma, líneas esculpidas por
el destino”. Y acota Legrás: “Viaje, invasión, escape: todo movimiento regresa al sujeto
al mismo lugar donde estaba antes. Y lo que siempre regresa al mismo lugar,
dice Jacques Lacan, es lo Real”.
Y lo Real, aquí son, también, Villa,
Escobar, los líderes. Los únicos que
pueden suturar la grieta (la escisión) entre destino y libertad; o, al menos,
pueden parecer capaces de hacerlo (y ese parecer lo es todo). Como se ha visto, el costo de tal sutura (que, para peor,
sólo puede ser provisoria) es extremadamente alto.
Por último: ¿no sería todo esto,
acaso, una de las características más definitorias de ese fenómeno, de por sí
vago e indefinible, que es tan cómodo llamar populismo?
Notas
[1]
“Confesiones de un criminal”, entrevista exclusiva de Ilia Calderón con John
Jairo Velásquez, Popeye: http://noticias.univision.com/primer-impacto/noticias/article/2009-09-10/confesiones-de-un-criminal-entrevista#axzz2D4RGPWgo.
El video puede verse también en http://www.youtube.com/watch?v=cqcn5FXql18.
Sobre las relaciones entre Popeye y Escobar Gaviria, ver también Mauricio
Aranguren, “Confesiones de Pablo Escobar a ‘Popeye’”, KIEN&KE (http://www.kienyke.com/historias/confesiones-de-pablo-escobar-a-popeye/),
aunque es un texto de dudosa procedencia.
2 Sobre la muerte de Pablo Escobar, ver Bowden
(2007). Una figuración literaria de este “líder paraestatal” (en El divino, de Gustavo Álvarez
Gardeazábal) está analizada en un trabajo mío anterior (Valle, 2012). Como
acotación muy al margen, ver el siguiente comentario, en la entrada de Google
Books correspondiente a El verdadero
Pablo, de Astrid
Legarda Martínez: “LASTIMA QUE LO HALLAN ASESINADO EL MISMO ESTADO LA VIDA
ES ASI EN COLOMBIA MI PAIS ESO PASA POR TENER COMO LIDEREZ A GENTE TAN COMPRADA
POR ESOS GRINGOS LASTIMA COLOMBIA ES YSERA INVIDIADA POR OTROS PAISES POR SER
UN PAIS MUY RICO EN TODO DONDE HUBIERAN DEJADO QUE ESTA GENTE PAGARAN LA DEUDA
EXTERNA MI LINDO PAIS SERA LA MEJOR DEL MUNDO. LASTIMA PABLITO. QUE DIOS TE
TENGA EN LA GLORIA GONZALO RODRIGUEZ GACHA QUE DIOS TE TENGA EN LA GLORIA [sic]” (http://books.google.com.ar/books/about/El_verdadero_Pablo.html?id=F_ncEwHEUJMC&redir_esc=y).
3 Insisto en que es verdaderamente llamativa
esta característica episódica de las “novelas de la Revolución” (El águila y la serpiente, Cartucho, la
canónica Los de abajo). Tienta
proponer que el proceso revolucionario aparece así como un desarrollo caótico,
sin centro, sin clave semántico-narrativa. Cuantos más episodios se acumulan,
menos sentido unitario tiene. Claro que esto expresa el punto de vista
ideológico de los autores, todos “pequeñoburgueses”, su fundamental
desconcierto (y decepción).
4 Sobre los “dorados”, ver Taibo II (2006: 267).
Bibliografía
Bowden, Mark (2007): Matar a
Pablo Escobar, Barcelona, RBA.
Laclau, Ernesto (2005). La razón
populista. Buenos Aires, FCE.
Legrás, Horacio (2008): Literature
and Subjection. The economy of writing and marginality in Latin America. Pittsburgh, University of Pittsburgh
Press.
Muñoz, Rafael F.
(1949): ¡Vámonos con Pancho Villa!,
Buenos Aires, Espasa Calpe.
Taibo II, Paco Ignacio
(2006). Pancho Villa. Una biografía
narrativa. México: Planeta.
Valle, Pablo (2012):
“Un líder populista paraestatal (Sobre El divino, de Gustavo
Álvarez Gardeazábal)”, en las III
Jornadas de investigación “Escenas de literatura latinoamericana”, Buenos
Aires, Instituto de Literatura Argentina “Ricardo Rojas”, 27-28 de septiembre
de 2012.
Pablo Valle, enero de 2014
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