miércoles, 2 de marzo de 2016

Izquierda Unida, 1989


En las elecciones de 1989, fui candidato a diputado nacional sin saberlo.
Sin embargo, no esto lo principal que quiero contar. Ya veremos.
Durante la primera mitad de ese año, en el que cayó el Muro de Berlín, tuve mi única experiencia de militancia política activa; fue en una coalición que se llamaba Izquierda Unida, formada principalmente por el PC y el MAS, y que realizó la primera interna abierta de la historia electoral argentina.
Yo me había recibido en Letras el año anterior. En “Marcelo T.”, porque Puan, en esa época, producía lo único valioso de su historia, según la boutade de Fogwill: cigarrillos. Trabajaba en un centro cultural del Programa Cultural en Barrios, del gobierno de Alfonsín, un ambicioso proyecto de algunas personas que llegué a conocer y que enseguida fue apropiado por el astuto Pacho O’Donnell, a la sazón radical y secretario de Cultura.
También trabajaba como corrector en una editorial, gracias a lo cual me había podido ir a vivir solo, en una época en que los alquileres se indexaban mensualmente. A pocos meses de la hiperinflación: gran puntería la mía.

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Desde que se había reanudado la actividad política, en las postrimerías de la dictadura, pos-Malvinas, para definirme políticamente si era necesario, solía decir que estaba “cerca del PC”; pero nunca me había afiliado. En parte porque —hijo del “Proceso” al fin y al cabo— no me convencía del todo la noción misma de afiliarse, en parte porque creía ingenuamente en la “izquierda” como un todo, y en parte porque mis amigos, que eran todos trotskistas, me decían “estalinista” o directamente me acusaban de haber matado a Trotsky, a través de una serie de mediaciones que yo, joven del —como se dice ahora— Conurbano, no entendía del todo. O sea que la tercera razón subrayaba la ingenuidad de la segunda.
Cuando se anunció la formación de un nuevo frente de izquierda, sentí por primera vez la necesidad de participar. Ya se había intentado algo similar en las legislativas de 1985 (“FREPU, carajo, / arriba los de abajo”), pero había abortado enseguida, pese al ingenio de su eslogan. En 1987, el PC formó otro precario frente, el FRAL, con el Partido Humanista (los “Hare Krishna”, decía el Perro Verbitsky).
1989 ofrecía otro panorama: eran elecciones presidenciales, aunque no hubiera, por supuesto, ninguna posibilidad de tallar a ese nivel; la interna peronista se había definido con cierta sorpresa —y con un pequeño empujoncito del alfonsinismo— a favor de un caudillo riojano previsiblemente populista, por sobre las epocales modulaciones socialdemócratas de Antonio Cafiero; y el MAS, fundado en 1982 por un joven abogado de derechos humanos, Luis Zamora, había crecido mucho.
Precisamente, las encuestas internas indicaban que en la provincia de Buenos Aires se podía “meter” un diputado, así que el resultado de las primarias fue meramente simbólico. El ganador resultó Néstor Vicente, nativo de la Democracia Cristiana; Zamora, candidato a vicepresidente, también encabezaría la lista bonaerense.

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Así las cosas, me contacté con un compañero de la Facultad, que se había recibido casi al mismo tiempo que yo. Llamémoslo H. Yo sabía que él sí era del PC, y hablando del tema me enteré también de que estaba en una especie de comité de campaña o como se llamara en esa época. Me reclutó enseguida para asistir a David Viñas, que era el candidato fantasmático (“simbólico”, me diría el mismo Viñas años después) de Izquierda Unida a intendente de la ciudad de Buenos Aires. Fantasmático, o simbólico, porque entonces todavía el intendente era elegido por el presidente, no por los ciudadanos, y los presidenciables, en una decisión excelente, habían designado a sus candidatos antes de los comicios.
El candidato radical era el intendente en ejercicio, el inefable Facundito Suárez Lastra, que todavía frecuenta sets televisivos defendiendo la postura radical de turno. El del peronismo era Carlos Grosso, locuaz animador de lo que todavía se llamaba “Renovación Peronista” y que había pasado la dictadura refugiado en SOCMA, la empresa de los Macri: juntando recortes de prensa, según las malas lenguas; como lo que ahora llamamos CEO, según su currículum oficial. En todo caso, entrenado para devolver el precio de su vida salvada, con alguna que otra concesión floja de papeles; una deuda interminable con la famiglia.
Finalmente, la candidata de la UCD, que en ese entonces, aunque nadie se acuerde, estaba más cerca del radicalismo que del peronismo, que todavía no se había vuelto masivamente menemista-liberal, por supuesto, era Adelina de Viola, célebre por su exabrupto “¡Socialismo las pelotas!” y por cifrar su ideal del libre mercado en las señoras bolivianas que, sentadas dieciséis horas frente a los grandes supermercados, vendían más barato que éstos.

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Yo estaba impactado porque Viñas era mi maestro secreto, quizás el intelectual al que más debía la decisión de estudiar Letras. Conocerlo fue una experiencia a la altura de toda expectativa. En 1986 había dado su primer curso de Literatura Argentina, que hice religiosamente, como cientos de compañeros, y se había convertido para nosotros en un referente de la rebeldía y la independencia intelectual. Sobre todo, frente al posmarxismo oficialista de Beatriz Sarlo, que usaba a Foucault para defender a Alfonsín y conducía en las sombras los destinos de la Facultad.
Cuando fui a su pequeño departamento alquilado de la calle Córdoba, me regaló el número 0 del diario Sur, que el PC había lanzado para la campaña (no la sobreviviría mucho tiempo), y un libro de Eudeba sobre geografía humana que tenía repetido. El tipo había conseguido una pila de libros sobre urbanismo y temas similares. Se había tomado su candidatura “testimonial” muy en serio y, más allá de no ser un gran orador de barricada y enunciar provocaciones como que las plazas debían servir para que los jóvenes hicieran el amor (en verano, supongo), invertía mucho tiempo en reuniones con especialistas de diversos temas urbanísticos y sociales, generalmente en algún cubículo preparado al efecto en los fondos de Liberarte.
Lo acompañaba para tomar notas, pasarle cosas a máquina, nada muy importante. A veces, agregaba unas notas al margen con sugerencias, pero no sé si me daba mucha bola. La agenda de eventos se la llevaba sin mucha precisión David Llewellyn, un actor del PC que había tenido un buen papel en La película del Rey. Recuerdo haber ayudado al Viejo a preparar una exposición programática que debía hacer en la Sociedad de Arquitectos, donde se iban a presentar los cuatro candidatos, tres de los cuales tenían un discurso prácticamente calcado: privatizar todo lo posible, hasta los árboles si se dejaban. La palabra de Viñas, como correspondía, era la única disidente. Claro que todo se diluía bastante si se tenía en cuenta que el futuro intendente ya estaba clavado. Angeloz, el candidato radical que trataba de ocultar que era radical, no podía ganarle a Menem.
Por mi parte, renuncié al centro cultural. No podía participar en dos campañas al mismo tiempo.

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Nuestra campaña iba relativamente bien, si uno no se detenía demasiado en las inevitables fricciones entre enemigos seculares. Mi amigo H. me aseguraba que el MAS no colaboraba en nada; se cortaban solos, hasta hacían su propia cartelería, y lo único que les interesaba era meter a Zamora en provincia. “Con un poco de esfuerzo, podríamos meter dos, y uno en capital”, me decía, demasiado confiado en poder superar la trampa de monsieur D’Hont.
Nunca supe si era del todo verdad, pero H. me contaba que los dirigentes trotskistas insistían en salir en camisa en todas las fotos, algo rigurosamente prohibido en una campaña electoral que se quería seria, profesional. “Zamora es un tipo que vive de traje —me decía, con razón—, y ahora se quiere hacer el obrero. Ya les dije que cuando sean candidatos en Nicaragua se vistan de verde oliva si quieren, pero acá se ponen traje sí o sí”. No siempre tenía éxito con su advertencia, como se ve en la escasa iconografía de la época.
La campaña cerró a todo trapo rojo en Huracán. Para lo que podía esperarse, se trató de un éxito considerable. El estadio “Tomás Adolfo Ducó” (donde jugaba River cuando se estaba reformando el Monumental para el Mundial 78, y había ido con mi viejo varias veces) tiene una capacidad aproximada para 60.000 personas, y desbordaba, tanto las tribunas como el pasto, y quedó afuera mucha gente también.
De hecho, aparte de que aún el PC conservaba cierta capacidad de movilización —no quiero ser irónico y poner “de existencia”—, el MAS estaba creciendo desaforadamente. La broma interna era que no daban abasto para afiliar, que se les terminaban a cada rato las fichas para que los nuevos afiliados llenasen, y que estaban sufriendo una crisis cuantitativa de identidad trotskista; de hecho, no tardaría mucho tiempo en fragmentarse. Eran los riesgos de tener al frente un candidato carismático, y en frente dos candidatos intragables.

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Pese a haberme mudado a capital, todavía votaba en provincia, así que me anoté como fiscal y me asignaron la cancha de Chacarita, a siete cuadras de mi casa paterna. Las mesas estaban ubicadas en la zona de vestuarios, debajo de las tribunas, a priori una locación algo ominosa. Pero todo se desarrolló con asombrosa tranquilidad. El puntero/jefe de fiscales peronistas pasaba de vez en cuando, campechano, sabiéndose ganador. Orgulloso de la perfecta organización, sonreía amablemente a las autoridades de mesa y a todos los fiscales, y se presentaba con sarcasmo: “Nosotros somos los patoteros, según dicen”.
En mi mesa el peronismo sacó más del 50 por ciento, lejos. No recuerdo el radicalismo, pero supongo que no mucho más del 30. Izquierda Unida salió tercera, bastante pegadita, lo que auguraba el cumplimiento del objetivo principal. Nuestra “mesa de Necochea” fue Laguna Paiva, un pueblo santafesino en donde salimos segundos. En efecto, Luisito Zamora se consagró como primer diputado trotskista de la historia argentina. Nada más, ni nada menos.
No hubo demasiado tiempo para festejar. La híper se llevó puesto al gobierno radical. Menem asumió antes de tiempo... Todavía es difícil de explicar por qué Alfonsín fue quien le pasara la banda presidencial, cuando la Constitución hablaba de un período de “seis años”; pero bueno, son detalles, parece que es muy difícil ser republicano cuando todo el tiempo hay que estar salvando la república.
Izquierda Unida se disolvió al poco tiempo. De pronto, el MAS pareció recordar o enterarse de que Néstor Vicente era abogado de jubilados y les cobraba... (?). No recuerdo qué otras razones se dieron, si es que se dieron, pero supongo que no se mencionó el estalinismo.

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No me olvido de mi candidatura.
Que no fue por Izquierda Unida. La anécdota, finalmente, es banal. En ese momento yo salía con una chica que militaba en un pequeño partido de izquierda independiente; propiciaban la candidatura del prestigioso fiscal de investigaciones administrativas Ricardo Molinas, dentro de un frente progresista lo más amplio posible. Ante el rechazo de otras fuerzas (el MAS, desde ya), paradójicamente, ese partido se conformó con hacer un pequeño frente, con esquirlas del PRT y otros, y al fin su candidato a presidente fue un socialista mendocino de avanzada edad, Ángel Bustelo, que protagonizó un accidentado spot de campaña.
La chica con la que salía me pidió que le firmara un aval en blanco, y supongo que de allí habrán salido los datos para inscribir mi candidatura; en un puesto insignificante, por supuesto. Lo descubrí en alguna reunión partidaria a la que tuve que acompañarla. La boleta estaba pegada en un pizarrón: me quedé mirándola un rato, perplejo. Lamento no haber guardado una copia, ni la pude encontrar en Internet; de todas maneras, mi nombre es muy común, no probaría nada.
Salimos últimos cómodos, arañando los 5.000 votos.



Enero de 2016 (publicado en Panamá Revista)




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