Después de haber visto las
cinco temporadas de Breaking Bad, en
pocos días, casi alelado, adictivamente, surgió una pregunta tan acuciante como
innecesaria: ¿por qué casi todos dicen que es una de las mejores series de la
historia? O, lo que es lo mismo, ¿qué tiene para producir ese efecto de
conmoción esta serie que podría haber sido una más del género policial?
Primero, veamos algunos
detalles preliminares. BB es una
serie creada por Vince Gilligan, cuya primera temporada fue emitida en 2008 y
constó de solo 8 capítulos, a causa de
la contundente huelga de guionistas de ese año. Las siguientes temporadas
fueron más largas (no mucho: 13 episodios), y la quinta y última se programó
dividida en dos partes de 8 cada una. La primera ya fue emitida en 2012, y se
espera —con síndrome de abstinencia— la última parte para julio de este año.
¿Qué «cuenta» BB? Brevemente: Walter White (Bryan
Cranston), de 50 años, es un profesor de química en una secundaria pública, muy
«sobrecalificado» para ese puesto, tan agobiado por deudas que incluso trabaja
por las tardes en un lavadero de autos. Su esposa, Skyler (Anna Gunn),
embarazada, es escritora de cuentos infantiles, pero por el momento se dedica a
ayudar la economía familiar vendiendo chucherías por e-Bay. (Las alusiones a la
crisis económica de los últimos años es evidente: eternas hipotecas impagables,
desocupación; luego, los limitados y carísimos servicios médicos.) Tienen un
hijo adolescente afectado por una parálisis infantil, Walter Jr. (RJ Mitte). La
hermana de Skyler, Marie (Betsy Brandt), es metiche y cleptómana pero, sobre
todo, tiene un esposo, Hank Schrader (Dean Norris), que es agente de la DEA.
En este escenario
suburbano, familiar, casi banal (Albuquerque), se desencadena una módica tragedia
americana: a Walter se le diagnostica un cáncer de pulmón, probablemente
terminal, y al mismo tiempo, casi por casualidad (gracias a Hank, en realidad),
descubre las potencialidades económicas de la fabricación de metanfetamina, la
droga del momento. Como químico, advierte que está capacitado para fabricar la
versión más pura del «cristal», y esa misma casualidad lo lleva a contactarse
con un joven exalumno problemático, Jesse Pinkman (Aaron Paul).
¿Qué más? En el primer
capítulo, ya está casi todo planteado. De ahí en adelante, la trama se
desarrolla «lógicamente», como un desprendimiento de estas premisas iniciales:
dónde cocinar la droga, quién puede distribuirla, cómo ocultarse de su familia,
por la que supuestamente Walter hace todo eso: para asegurar su tranquilidad
económica cuando él ya no esté (además de pagar el mejor tratamiento para su
enfermedad).
Con el correr de la serie,
quedará claro que estas últimas intenciones no son las principales. Y, como
siempre en la estética norteamericana, de Hemingway a Hitchcock, lo que verdaderamente
cuenta no es lo que «se cuenta».
Se ha discutido mucho el
significado del título, así como su dificultosa traducción al castellano. Según
parece, to break bad, en billar y
otros deportes, significa que las bolas no son bien dirigidas en el inicio del
juego. Por extensión, se puede aplicar a una persona que toma el «mal camino»
en la vida, que se hace delincuente. En el Urban Dictionary, hay
más matices de la expresión: «to go wild,
get crazy, let loose, to forget all your cares and just plain not give a sh**,
to have a great time, to break out of your mold. To completely dominate or humiliate
through sheer superiority». Liberarse, salirse del
molde, tomar el control…
Volvamos ahora a la
pregunta inicial. ¿Por qué BB es tan
extraordinaria? La respuesta fácil surge enseguida: porque tiene muy «buenos»
diálogos, dichos por actores increíblemente «buenos». (Agreguemos, ya que
estamos, a Bob Odenkirk, el caricaturesco abogado Saul Goodman; a Giancarlo
Esposito, el todopoderoso narco Gus
Fring, y a Jonathan Banks, el asesino infalible Mike Ehrmantraut; estos dos últimos, de una sutileza notable.) Todo
eso, con un argumento que consiste (como debe ser) en la administración
cuidadosamente dosificada de numerosas inverosimilitudes, basándose, más que
nada, en una gran capacidad de recuperación y desarrollo de «cabos sueltos» —nunca
todos, sería imposible—, a veces mediante flashbacks
(¿cómo hizo Jesse para tener una casa rodante?), pero incluyendo también flashforwards (ya sabemos que Walter
cumplirá 52 años lejos de su casa y con pelo…), recurso que no es tan común en
este tipo de series.
Incluso hay una variedad
de recursos de un gran desparpajo: el videoclip con el narcocorrido de Los Cuates de
Sinaloa con que empieza el episodio 7 de la segunda temporada («ese compa
ya está muerto, / no más no le han avisado»); el episodio 10 de la tercera, «Fly»,
cuasi beckettiano, que prácticamente transcurre por completo en un solo
escenario de encierro y parece desgajado del resto de la trama (aunque tiene
muchas, sutiles, relaciones con ella). En el episodio 4 de la cuarta temporada,
hasta hay una «puesta en abismo», cuando Skyler prepara un «guión» para hacer
verosímil el cuento de un Walter
ludópata que ha ganado su flamante fortuna en el juego.
Decir que todo esto es
«bueno», y mucho, no resuelve el problema, lo convierte en un loop. Ante el desconcierto, como hacían
los antiguos, recurramos a un oráculo, o al menos a una cita de autoridad.
En su artículo sobre Casablanca (incluido en La estrategia de la ilusión), Umberto
Eco se pregunta algo parecido: «¿Cuál es entonces la fascinación de Casablanca? Pregunta legítima, ya que Casablanca, estéticamente (o desde el
punto de vista de una crítica exigente), es una película muy modesta.
Fotonovela, folletín, donde la verosimilitud psicológica es muy débil y los
efectos dramáticos se encadenan sin demasiada lógica».
Un principio de respuesta
es que «sus autores han metido de todo un poco en la trama argumental, y para
ello eligieron material del repertorio de lo tradicionalmente aceptado. Cuando
la elección de lo ya aceptado es limitada, se obtiene un film amanerado, de
serie, o incluso kitsch. Pero cuando
de lo aceptado se utiliza verdaderamente todo, lo que se logra es una
arquitectura como la Sagrada Familia
de Gaudí. Se logra el vértigo, se roza la genialidad».
Y, en definitiva, «entra
en juego una intriga de Arquetipos Eternos. Situaciones que han presidido las
historias de todos los tiempos. Aunque habitualmente para hacer una buena
historia basta con una sola situación arquetípica. Y sobra. Por ejemplo, el
Amor Desgraciado. O la Fuga. Casablanca
no se contenta con eso: las mete todas […]. Pero justamente porque están todos
los arquetipos, justamente porque Casablanca
es la cita de otras mil películas y porque cada actor repite en ella un papel
interpretado otras veces, opera en el espectador la resonancia de la
intertextualidad. […]. Cuando todos los arquetipos irrumpen sin pudor alguno,
se alcanzan profundidades homéricas».
Desde ya que BB opera con una acumulación de lugares
comunes, mil veces vistos: el fracasado redimido; la enfermedad que cambia la
vida del protagonista; el asesino despiadado, pero leal y hasta afectuoso; el
narcotraficante insospechable; el joven junkie
rechazado por sus padres; los crudelísimos narcos mexicanos; el horror
escondido en la cotidianidad campirana, aparentemente luminosa (a la inversa de
The Wire, donde todo es oscuro, en un
escenario posturbano). Incluso muchos de estos tópicos rozan deliberadamente la
parodia (los primos Salamanca; un picapleitos, más digno de Los Simpsons, que tiene solución para
todo). Sí, el vértigo.
Hay, también, múltiples
referencias intertexuales, desde Whitman (irónico: el alabado progreso también
lleva a fabricar drogas cada vez más letales) hasta el Scarface de Pacino-De Palma.
Por supuesto que BB también puede ser vista como una
metáfora de los Estados Unidos actuales, en el sentido de lo que subyace en una
apacible vida de familia suburbana, más o menos apegada a valores
tradicionales. Esta lectura, tanto como la que refiere a una clase media yanqui
arrojada a insólitos niveles de degradación por la mala situación económica, es
pertinente y debe ser consignada, pero nunca puesta en un primer plano.
Por otro lado, el tema
moral se discute de vez en cuando, aunque el protagonista no busca ninguna
justificación («Si crees que existe el infierno…, bueno, nosotros estamos
bastante metidos»). La oscuridad de la serie va mucho más allá de lo
políticamente correcto: pensemos en la cantidad de chicos que aparecen,
matando, muriendo o a punto de morir.
De hecho, por más que Walter
repita cada tanto «lo hice por mi familia», enseguida se entiende que hay algo
más. Esto queda claro, quizás demasiado, en los últimos episodios: lo que él
quiere construir es un «imperio», léase (entre otras cosas) resarcirse por
haber abandonado en su juventud la sociedad con unos amigos, que pudo hacerlo
billonario. Es decir, lo que quiere es reconstruirse a sí mismo.
Una pregunta final: ¿qué
impacto tendrá el fin de la serie? Gilligan ya ha anunciado que no contentará a
todos, pero eso es una obviedad. ¿Terminará, inevitablemente, «mal»? Ya hemos
presenciado ciertas decepciones (exageradas): en el final de House, por ejemplo. Pero no habría que
darle tanta importancia a esto; me atrevería a proponer que, en una serie, y una
tan extensa, el final, aun siendo el resultado consciente, y por lo tanto
significativo, de una elección entre (pocas) alternativas, no alcanza a
resignificar absolutamente todo lo anterior (como se vio más claramente en Lost).
Hay pocas opciones.
Veremos cuál de ellas nos tiene reservada BB.
Quizás haya una sorpresa (sobre todo, si se piensa en una película futura, como
ha sugerido Cranston). Escribo este artículo ahora, cuando aún no lo sabemos,
para adelantarme a negar o minimizar cualquier brusca resignificación que un
final produciría en un sentido o en otro. Lo que seguirá importando es ese
viaje (compartido) al corazón de las tinieblas: las que están, a su vez, en el
corazón del protagonista.
(Publicada en revista El Gran Otro, enero de 2013)
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